EL AÑO FATAL

Europa occidental Mediados de invierno, 1587-1588

CAPÍTULO
XV

A medida que el año 1587 iba tocando a su fin, toda la Europa occidental experimentaba un estremecimiento de temor, lo cual era, en parte, perfectamente lógico. La inminencia del invierno hacía cada vez menos probable que la flota anclada en Lisboa zarpase antes de fin de año, pero acrecentaba la certeza de que lo haría en primavera, precisamente contra Inglaterra. En suma, aunque Felipe II no cesaba de escribir a sus embajadores que el punto de destino de la Armada había de mantenerse en secreto, celosamente guardado, aunque Mendoza guardaba un enigmático silencio sin dejar de probar todo plan de defensa y contraespionaje que se le ocurriese y aunque el duque de Parma intentaba disfrazar las cosas diciendo que su patente interés por Inglaterra era sólo una pantalla con que disimular una súbita marcha hacia Walcheren, el proyecto verdadero de Felipe se iba perfilando con toda claridad. Lisboa estaba llena de extranjeros y el observador menos experimentado podía fácilmente afirmar que tan gran movilización de barcos, marineros, soldados y cañones no podían destinarse únicamente a la protección del comercio con las Indias ni tampoco a levantar inquietud en Irlanda. Flandes era todavía una encrucijada de la industria y aun dentro de su población muchos simpatizaban con los rebeldes. El duque de Parma tenía que poner en práctica sus planes ante los ojos perspicaces de aquéllos y le iba resultando difícil hacer creer a los flamencos que para una invasión anfibia de Walcheren se necesitaban cinco leguas de canales nuevos que enlazasen Sluys y Nieuport. Terminados éstos, las barcazas podrían pasar desde el Escalda más allá de Amberes hasta el puerto de Dunquerque sin salir a mar abierto y según los cálculos del duque una flotilla de Dunquerque podría, contando con tiempo favorable, estar a la altura del cabo Norte y cerca de Margate, todo ello entre el crepúsculo y el amanecer de una noche de abril.

Hacia últimos de noviembre el principal proyecto —cruce del Canal por el ejército del duque de Parma protegido y ayudado por la flota procedente de España— resultó clarísimo para Buys y Oldenbameveldt, para Burghley y Walsingham. Inglaterra y Holanda tomaron las consiguientes disposiciones navales. En realidad, los banqueros de Augsburgo, los mercaderes de Venecia y los ociosos y charlatanes parroquianos de las tabernas de París lo apreciaron con igual claridad. Toda la cristiandad quedó al acecho del desarrollo del grandioso conflicto entre Inglaterra, tradicional dueña y señora de los mares próximos, y el nuevo coloso español aspirante al imperio de los océanos.

Para la mayoría de observadores inteligentes el resultado no era fácil de prever. Indudablemente, la flota inglesa seguía siendo —como siempre fue en el pasado— la más formidable fuerza combativa en el Atlántico. Además, y según la experiencia había confirmado repetidamente, en las guerras del siglo XVI era muy difícil conquistar un país resuelto a defenderse. Pero, por otra parte, había que tener en cuenta la historia militar del ejército del duque de Parma. Había vencido una y otra vez a legiones de soldados profesionales. Su general era considerado por todos como el más grande jefe militar de la época. Por contraste, la milicia inglesa estaba formada por tropas inexpertas y su probable jefe, el conde de Leicester, carecía de verdadero talento militar. Ninguna ciudad inglesa poseía fortificaciones realmente modernas para la defensa y muchos opinaban que los ingleses estaban demasiado divididos para ofrecer una resistencia firme. Una vez efectuado el desembarco —afirmaban insistentemente los ingleses exiliados en España— el duque de Parma hallaría que Inglaterra era mucho más fácil de conquistar que Holanda o Zelanda. Para el transporte de las tropas nadie ignoraba que Felipe II estaba realizando un esfuerzo sin precedentes. Todos los recursos marítimos del Mediterráneo eran suyos. Había anexionado a su propia flota la portuguesa, segunda potencia marítima del Atlántico. Muchos de sus capitanes eran hábiles marinos duchos en la navegación por alta mar. Pero existía un hecho más importante aún. Con Felipe II España había ido de victoria en victoria. Las gentes del siglo XVI llamaban a aquello «el destino» y también «la divina providencia», la irresistible voluntad de Dios. Siglos después se hablaría de «la ola del futuro» o el triunfo de las fuerzas históricas objetivas, pero cuanto se quería significar tanto en uno como en otro tiempo, es que un fracaso o un éxito, siempre, parece llevar ligada otra circunstancia igual, porque es más fácil creer que todo, siempre, ha de ocurrir de la misma manera que imaginar un cambio. En este caso preciso, incluso los prudentes venecianos, que odiaban tanto como los turcos o herejes, la idea de otra victoria española, hacían sus pequeñas cábalas sobre el éxito de la invasión del rey Felipe.

Poco importa cuál fuese la reacción general ante las posibilidades del triunfo español, el caso es que nadie dudaba del destino de Europa si España ganaba nuevamente la batalla. Con Inglaterra en manos de Felipe, los días de Holanda estaban contados. Consecuencia casi lógica de su dominio de Inglaterra era su poderío en los mares adyacentes, y sin contar con las aguas del litoral, los holandeses no podían resistir mucho tiempo; en opinión de muchos era incluso de locos intentar resistir. En cuanto a los tan divididos franceses, una derrota inglesa hundiría definitivamente y la ya desesperada causa hugonote y el último de los Valois, privado de equilibrio en el columpio de las guerras civiles, quedaría ante el amargo dilema de elegir entre sobrevivir como marioneta de España o verse arrinconado sin ninguna consideración. Enrique de Guisa sería rey de lo que quedase de Francia después de que Felipe recobrase lo que distintas ramas de su familia habían perdido (más las provincias y puntos estratégicos que considerase prudente conservar). La sombra de España, de las banderas de una interminable cruzada y del estado unitario —versión armada de la Iglesia— se extendía por toda Europa. Había optimistas en Pau y Amsterdam, Heidelberg y Ginebra, Venecia e incluso Roma, seguros de que si la Armada de Felipe II fracasaba, Europa podría esquivar aquella sombra. Y había hombres —rudos soldados— vegetando en los meses de invierno por Plymouth y Flesinga o junto al río de Londres que deseaban, más que nada en el mundo, enfrentarse un día con las naves españolas. Pero ni siquiera aquéllos creían fácil la victoria.

Otra nube se cernía sobre el año que se aproximaba, nube por cierto aún más aterradora y misteriosa que la de la guerra. Desde el siglo anterior se venía rumoreando (acaso desde hacía muchos siglos) y se seguía repitiendo a medida que avanzaba el año 1588, que un inminente desastre amenazaba a la Europa occidental. La profecía del cataclismo se basaba fundamentalmente en la numerología del Apocalipsis de San Juan con comentario aclaratorio (si éste es el concepto justo) gracias a algún dato del capítulo XII de Daniel, todo ello reforzado por un pasaje de Isaías capaz de helar la sangre a cualquiera. Quienes habían estudiado suficientemente la cuestión estaban, sin duda alguna, convencidos de que la historia, desde el primer año de Nuestro Señor se dividía en una serie de ciclos, complicadas permutaciones de múltiplos de diez y de siete cada ciclo, finalizando en un acontecimiento gigantesco y todos ellos terminando con impresionante carácter de final en 1588. Felipe Melancthon observó que el penúltimo ciclo había finalizado en 1518 con el desafío de Lutero al Papa y que desde aquel acontecimiento sólo quedaba un último ciclo de diez veces siete años —la duración del cautiverio babilónico— hasta que el séptimo sello fuese abierto, el anticristo destruido y se produjese el Juicio Final. Muchos protestantes fanáticos habían hallado, en medio de sus lamentaciones, triste consuelo en las predicciones de Melancthon y desde hacía mucho tiempo circulaban aleluyas con su síntesis, en alemán, holandés, francés e inglés.

Pero la profecía era mucho más antigua, mucho más vieja que el propio Melancthon. Hacia mediados del siglo XV, Johan Müller, de Königsberg, conocido por Regiomontanus, gran matemático que proporcionó tablas astronómicas a Colón y a toda una generación de navegantes, sintió curiosidad por el tema e incluso llegó a trazar un mapa de los cielos en el año fatal. Descubrió que empezaría con un eclipse de sol en febrero y que se producirían dos eclipses totales de luna uno en marzo y otro en agosto, mientras que en la época del primero y por algún tiempo después, Saturno, Júpiter y Marte se reunirían en nefasta conjunción sobre la órbita de la Luna. El significado de todo esto fue escrito por Regiomontanus, con la debida precaución profesional, en resonantes versos latinos:

Post mille exactos a partu virginis annos
Et post quingentos rursus ab orbe datos
Octavagesimus octavus mirabilis annus
Ingruet et secum tristia sata trahet.
Si non in totum terra fretumque ruant,
Cuncta tamen mundi sursum ibant atque decresunt
Imperia et luctus undique grandis erit.

Su traducción en prosa podría ser:

Mil años después del nacimiento de la Virgen
y tras quinientos más concedidos al globo
el asombroso año ochenta y ocho empieza
y trae con él bastantes terrores. Si este año
no trae una catástrofe total, si la tierra
y el mar no sufren un colapso, una total ruina,
traerá por lo menos revoluciones mundiales,
desaparecerán imperios, y por todas partes
sonarán grandes lamentos.

Lo mejor que Regiomontanus podía predecir de los futuros cielos no era demasiado alegre. El sutil y combativo Johan Stoffler, el erudito Leovitius y el ecléctico Guillaume Postel, cuando estudiaron a su vez lo descubierto, no hicieron sino confirmar las predicciones. Y si la ciencia más moderna y la más profunda sabiduría esotérica coincidían exactamente con la numerología bíblica, ¿a qué otras conclusiones se podía llegar sino a aquélla de que el 1588 sería ciertamente año de asombrosos portentos? Se dijo incluso que la nueva estrella de 1572 (primera aparición de su especie en el eterno e incorruptible cielo desde que una estrella mostrara el camino de Belén) había brillado ante ojos humanos durante diecisiete meses lunares desvaneciéndose luego dos veces, una siete años antes del primer eclipse lunar predicho para 1588, otra ciento setenta meses lunares más ciento once días antes del segundo. No era necesario pensar mucho para captar el significado de estos números apocalípticos; con poca ciencia y menos celo se podía comprender perfectamente que la extraña estrella había aparecido como heraldo y aviso.

Propagadas por toda Europa, de uno a otro extremo, las profecías sobre el año 1588 se recibían e interpretaban de forma diferente en cada país. En España el rey consideraba todo intento de predicción del futuro como algo absurdo e impío y el Santo Oficio miraba con igual desagrado toda especulación escalofriante o ingenuidad astrológica. Oficialmente la corte ignoró la profecía en todas sus formas y si los impresores no siguieron su ejemplo, sus almanaques —como ocurre frecuentemente con tan frágiles hojas— no han sobrevivido al tiempo. Puede que las actividades de la policía del rey contribuyesen a su desaparición.

Porque las autoridades no podían simular ignorancia en la cuestión. Las noticias bullían por toda España. En Lisboa las deserciones de la flota aumentaron en forma alarmante durante el mes de diciembre y se efectuó la detención de un adivino por hacer «predicciones falsas y desalentadoras». En las provincias vascas el reclutamiento sufría demora «a causa de los rumores que circulaban sobre muchos extraños y espantosos portentos». En Madrid se hablaba de nacimientos monstruosos y en provincias de visiones alarmantes. Ninguna de estas despreciables supersticiones afectó en lo más mínimo a Felipe II y no se tienen pruebas de que alguien intentase convencerle acerca de lo nefasto del año 1588. Pero, tal vez para mejorar la moral de sus súbditos, se decidió el rey a actuar. Después de la Navidad de 1587 se produjo una epidemia de sermones que atacaban a la astrología, la hechicería y todo pronóstico impío. Que algunos españoles considerasen inquietantes los versos de Regiomontanus resulta bien lógico. El colapso y la total ruina de tierra y mar no son precisamente circunstancias ideales para el desarrollo de una operación anfibia. Y si los imperios estaban destinados a desaparecer, ¿cómo no considerar amenazado el por aquel entonces mayor imperio del mundo?

En Italia, especialmente en Venecia y Roma, las profecías se discutían con igual interés que en España, pero sin la misma unánime creencia sobre el determinado y amenazado imperio. Un corresponsal anónimo de William Allen (o tal vez del padre Parsons) facilitó al asunto nuevas luces. El informe resultó ser lo bastante importante en la pequeña casa de la vía di Monserrato como para inducirles a enviar una copia al Vaticano, a la especial atención de Su Santidad. Según el informador, gracias a un misterioso movimiento de tierras, en los ruinosos cimientos de la abadía de Glastonbury se había descubierto una lápida de mármol que sin duda permaneció enterrada bajo la cripta durante siglos. Grabados en ella, con letras de fuego, aparecían los proféticos versos: «Post mille exactos a partu virginis annos.» Estaba, pues, bien claro que las terribles líneas no habían sido escritas por un alemán contemporáneo. Prescindiendo de cómo llegó a conocerlas Regiomontanus, nadie sino el propio Merlín podía haber sido su autor, y su tenebrosa ciencia o la inescrutable providencia de Dios los había sacado a la luz precisamente a tiempo para avisar a los britanos de la destrucción que amenazaba el imperio de Uther Pendragon. La profecía resultaba más verosímil porque, según de sobra era sabido, Merlín también profetizó el restablecimiento de la dinastía del rey Arturo y otros hechos notables. Ningún comentario de la vía di Monserrato indica la importancia que el cardenal Allen y sus amigos dieron a la nueva. No existen pruebas de que la misma fuese del dominio público en Inglaterra. Pero precisamente al margen de «atque decresunt Imperia» algún escéptico de la época escribió en italiano: «No dice qué imperios ni cuántos.»

¿Cuántos y cuáles eran los imperios amenazados? La misma pregunta turbaba al emperador Rodolfo II. Frecuentemente durante aquel invierno, asomado a la ventana de su torre en el Hradschin contempló, por encima de los nevados tejados de Praga, cómo los tres planetas se acercaban a su amenazadora conjunción. No había príncipe en Europa que creyese con más firmeza que Rodolfo en la astrología y ninguno comprendía mejor que él cuán difícil era interpretar correctamente las estrellas. Sabía leer en ellas como un profesional y necesitaba poco tiempo para distinguir a un charlatán de un astrólogo serio, pero, pese a su habilidad en aquel arte, nunca se daba por satisfecho hasta que sus resultados coincidían con los de los mejores entendidos. Generalmente mantenía en la corte a uno o dos astrólogos de confianza y celebraba consultas por carta —algunas veces incluso valiéndose de correos especiales— con otros de lugares tan lejanos como Catania en Sicilia o la isla de Hven, en los estrechos daneses. Conforme avanzaba el mes de febrero de 1588 se ocupaba más que nunca de las estrellas; tanto, que el embajador de Felipe II, Guillén de San Clemente, llevaba varias semanas sin conseguir una entrevista con él, y el, ministro residente de Venecia supo que varios importantes despachos de Polonia seguían en su mesa sin abrir.

Las consultas con los expertos confirmaban los presentimientos de Rodolfo. No existía en el cielo signo alguno precursor del fin del Globo ni tampoco del inmediato Juicio Final en que creían implícitamente tantos contemporáneos del emperador. Al igual que la mayor parte de astrólogos científicos, Rodolfo descartaba estas creencias, de igual modo que sentía un gran escepticismo ante toda clase de numerología bíblica y supersticiones de la misma especie. Según las estrellas, en el año 1588, el tiempo sería excepcionalmente malo y era casi seguro que se produciría un inusitado número de inundaciones y terremotos locales, pero en lo tocante a catástrofes naturales no se hacía referencia a nada más. Por otra parte, parecía cierto que habría grandes revoluciones en la humanidad, que se tambalearían los imperios y que, ciertamente, resonarían lamentos por doquier.

Definir cuáles eran los imperios destinados a hundirse era algo ante lo cual los demás astrólogos se mostraban tan indecisos como el propio Rodolfo. Ocurriera lo que ocurriese en Polonia (donde Maximiliano, el hermano del emperador, luchaba por la corona con un candidato de Suecia, sin resultado positivo) se trataba de un imperio susceptible de desaparecer. Pero difícilmente parecía posible que tanto signo espantoso sólo presagiase otra brusca alteración en el curso de la política polaca. Probablemente hacía referencia a la crisis de Occidente. Tanto en el caso de que Felipe II triunfase y derribase al gobierno británico en Inglaterra —y posiblemente también al francés— como si fracasaba dando el primer paso en el declive de su imperio inmenso, la predicción de las estrellas quedaría justificada. Rodolfo que, por supuesto, era un Habsburgo y, al menos oficialmente, católico, estaba preocupado por los éxitos españoles y las pretensiones de España. Difícilmente podía decidir cuál de los dos resultados le complacería menos. La otra posibilidad era todavía más desagradable. Pese a los muchos reyes que en aquel tiempo se llamaban a sí mismos emperadores, Rodolfo era «El Emperador». Su dignidad se remontaba en ininterrumpida sucesión —y así gustaba de recordárselo a su pueblo— hasta aquel emperador cuya autoridad Cristo había reconocido con su muerte. Parecía alarmantemente probable que tanto desacostumbrado portento amenazase nada menos que el eterno imperio de los romanos. Aunque éste, por supuesto, no podía desaparecer. Formaba parte del orden natural de las cosas y no podía desaparecer. Pero si decaía sólo un poco más, casi sería invisible para el ojo humano. Naturalmente la posibilidad de que una vez más disminuyese su ya incierta autoridad resultaba, para Rodolfo, muy inquietante. Dadas las circunstancias decidió como mejor recurso no hacer nada, entrevistarse con pocas personas —cuantas menos, mejor—, salir tan poco como fuera posible del Hradschin y no tomar decisiones irrevocables hasta que el tiempo mostrase cuáles eran los imperios que estaban a punto de caer. Era un refugio al que acogerse ante la terrible incertidumbre de las estrellas, refugio que el emperador aprovecharía, cada vez con más frecuencia, en años a venir.

Los predicadores que incitaban a las masas de París no parecían dudar del mensaje de las Escrituras y su confirmación por las estrellas. Todo aquello significaba que el día de la venganza de Dios estaba, por fin, próximo. La Jezabel inglesa iba a ser justamente castigada, los rebeldes de los Países Bajos serían finalmente humillados y, consecuencia obligada, los herejes franceses sufrirían el destino al que por tan poco escaparon el año de la matanza de San Bartolomé. Pero todo esto resultaba secundario ante el destronamiento del más malvado de los tiranos, el Villano Herodes. Sus vicios privados sólo eran superados por sus maldades públicas. A crímenes contra natura había añadido la traición a las leyes de Dios y, por tanto, a las fundamentales leyes de Francia. No sólo se negó a exterminar a los herejes como la ley de Dios y la de Francia exigían, sino que conspiraba con ellos para convertir a su jefe en futuro rey de Francia. Sólo que Dios se había cansado de sus iniquidades. Era necesario destronarle y humillarle. Sus maquillados mignons y los traidores políticos que gobernaban en su nombre serían pasados por las armas y los perros lamerían su sangre. Este destronamiento y el resurgir del reino francés era exactamente lo que las Escrituras predecían y las estrellas auguraban; lo que la epidemia de monstruosos nacimientos y horrendas visiones en provincias, por no hablar de las nieblas sin precedentes, las heladas, las tormentas de granizo y el tiempo en general tan malo, anunciaban con toda claridad.

Poco después de la elección del Papa Sixto V algunos frailes indiscretos se habían atrevido a criticar su política para encontrarse casi inmediatamente remando en las galeras. En la Inglaterra de la reina Isabel un lenguaje poco respetuoso acerca de la soberana habría costado al interesado las orejas y acaso la cabeza. En España el Santo Oficio se habría ocupado inmediatamente de quien hiciese uso de las Sagradas Escrituras para incitar a la rebelión. Enrique III de Francia no dejó de reaccionar ante los ataques de que era víctima, sólo que a su manera. Cuando finalizaba el año 1587 reunió consejo en el Louvre con los jueces de su Tribunal Supremo e hizo comparecer a los teólogos de la Sorbona y principales predicadores de París acusándoles públicamente de calumnias y libelos contra su trono y su persona. Fue una amarga paliza oratoria la suya, llevada a cabo con la alta elocuencia y real dignidad de las que Enrique era consumado maestro; un discurso construido con irrefutable lógica, adornado con agudezas mordaces y genuina emoción. Entre los severos jurisconsultos que, sentados bajo el trono, miraban ceñudos a los asustados clérigos agrupados en el estrado, probablemente ninguno hubiese sido mejor fiscal. Y probablemente ninguno hubiese sido tan débil ni tan idiota como para hacer lo que hizo Enrique a continuación. Tras condenar a los predicadores sediciosos por deliberadas mentiras dichas con traidor intento, los despidió de súbito con la advertencia de que habían de ganar su perdón mediante el arrepentimiento, añadiendo que en la próxima ocasión sus jueces se encargarían de darles el merecido castigo. Una vez en la antecámara, los clérigos recobraron su valor. Salieron del Louvre fanfarroneando y haciendo burla de su majestad. Puesto que aquella vez no se atrevió a castigarlos, ya nunca más los castigaría. Quince días más tarde una ola de insolencia más intensa que nunca invadía los púlpitos de París.

Resulta bastante irónico que los predicadores y panfletistas hugonotes coincidiesen con sus enemigos de la Santa Alianza en un punto: el destino de su común soberano Enrique III de Francia. Con respecto a esto, ambos partidos abrigaban una misma esperanza.

Todavía más que los hugonotes y los partidarios de la Alianza necesitaban los holandeses todo el ánimo que de las profecías pudieran extraer. El invierno para ellos había sido horrible. Tras la complicada pérdida de Sluys y lo que, en opinión de los Estados Generales, fue deliberado intento de dividir sus territorios y deshacer su unión, el conde de Leicester se había apresurado a volver a Inglaterra. Cuando unos emisarios holandeses fueron tras él, para presentar sus quejas a la reina, Isabel les atajó con un estallido de reproches, culminando en la despectiva promesa de incluirles en cualquier tratado de paz que se firmase con España. La respuesta holandesa fue «que si la reina hacía la paz con España a costa de su libertad, ellos seguirían luchando por su cuenta». Hacia fines de año casi parecía que, en efecto, iban a verse obligados a ello y por cierto con menos recursos y menos unidad de los que tuvieron desde el sitio de Leyden. A pesar de todo, los almirantazgos de Holanda y Zelanda proporcionaron a Justino de Nassau medios para patrullar por el sector occidental del Escalda y la costa de Flandes con una flota bastante fuerte como para enfrentarse con cualquier ejército que el duque de Parma transportase por mar, asegurando de este modo a Inglaterra y Walcheren contra cualquier clase de sorpresa. Mientras tanto si entre los abatidos ciudadanos hubo quien creyó que las profecías podían ser aprovechadas para animar a sus amigos o atemorizar a sus enemigos, nadie consideró ni registró esta opinión.

En lugar de ello, los activos impresores de Amsterdam, recordando que sus almanaques habían de venderse en el Flandes conquistado y en Brabante al igual que en las provincias libres, y en ambos sectores lo mismo a católicos que a protestantes, adoptaron un punto de vista maravillosamente imparcial sobre las vaticinadas catástrofes. No creyeron necesario insistir sobre los horrores de la guerra y el derrumbamiento de la autoridad. (Sus lectores ya habían visto bastante acerca de esto.) En todo caso, las profecías prometían más extraños horrores, hechos capaces de ponerle a cualquiera los pelos de punta y de obligarle a soltar los cuartos... Por tanto, citando varias autoridades en la materia, desde Regiomontanus hasta Rodolfo Graff, astrónomo imperial honorario en Deventer, y un tal Wilhelm de Vries, de Maestricht, hombre temeroso de Dios y dado a tener extrañas visiones, los impresores de Amsterdam daban toda clase de detalles acerca de las importante catástrofes naturales que sobre todos iban a caer. Prometían terribles inundaciones y violentas tormentas; granizo y nieve en mitad del verano, oscuridad en el mediodía, lluvias sangrientas, nacimientos monstruosos y extrañas convulsiones de tierra, aunque prometiendo que después de agosto todo se tranquilizaría y que el otoño sería medianamente normal. A juzgar por el número de almanaques de 1588 que aún se conservan, los impresores de Amsterdam acertaron plenamente el gusto popular.

De haber tenido oportunidad, los impresores ingleses habrían hecho lo mismo, pero la ocasión, al parecer, les fue negada. Quedan actualmente pocos almanaques ingleses del año 1588 y los que existen son curiosamente imparciales. El de Walter Gray puede considerarse un ejemplo típico. En la predicción general para el invierno se dice: «En este, al igual que en los próximos trimestres, pudiera indicarse —siempre por artes ocultas— la aparición de muchos extraños acontecimientos que nos hace omitir nuestro buen sentido. Que Dios todopoderoso, único en saber lo que puede ocurrir, aleje de nosotros todos esos males. Amén.» Y después de los dos eclipses totales de luna: «La influencia que pueden ejercer estos dos eclipses (en el año en curso)... Me niego resueltamente a anotar algo más que lo siguiente: que existe gran posibilidad de un terremoto y que se temen la plaga y la peste.» Los almanaques no solían ser tan considerados con los sentimientos de sus lectores y para inducir a sus redactores a suprimir horrores tan espantosos que a su lado la plaga, la peste y el terremoto fuesen cosas triviales, tuvo que producirse una fuerte presión, precisamente la clase de presión que sólo podía ejercer el consejo privado.

¿Provino la gestión quizás de la propia reina? De igual modo que se desconocen sus restantes creencias se ignora hasta qué punto creía Isabel en la astrología. Ciertamente había encargado su horóscopo al doctor Dee. Antes de que él empezase a oír voces más extrañas que las de las estrellas le había consultado asuntos relacionados con la astrología y la geografía. Lo mismo y para igual asunto hicieron sus consejeros más notables. Sin duda el doctor Dee le dijo lo que sabían ya todos sus súbditos por instinto: que su destino, más que el de ningún otro soberano, estaba gobernado por los movimientos de la luna. La reina no necesitaba a ningún astrólogo para saber que el segundo y más terrible de los eclipses lunares ocurriría en el comienzo de su signo del Zodiaco, es decir Virgo, y doce días antes del aniversario de su nacimiento. La amenazadora conjunción era seguramente evidente para cuantas personas del país se interesasen por la astrología. A los fabricantes de almanaques no era necesario comunicarles —a través del Departamento Real de Publicaciones o el Consejo Privado— que profetizar, aunque de modo indirecto, la muerte de la reina era delito de alta traición.

Hasta qué punto tomaba Isabel en serio estas cosas es algo que se desconoce, pero sí se sabe que desaprobaba por principio la charla popular sobre altos negocios del estado y hubiese sido lógico en ella procurar que terminasen, en lo posible, los comentarios sobre tan desdichadas profecías y reducirlos a una mínima expresión. En todo caso durante aquel invierno reinaba en su pueblo demasiado nerviosismo. En diciembre el falso rumor de que la flota española estaba en el Canal hizo huir precipitadamente a los más tímidos habitantes de las poblaciones costeras, quienes se dirigieron hacia el interior con el consiguiente enojo de los gobernadores militares y sus delegados y la total cólera de la reina. En Roma se supo que los ingleses, raza supersticiosa por excelencia, estaban muy preocupados por las señales y prodigios. Uno de los corresponsales ingleses de Mendoza escribió que en los condados del Este la gente hablaba mucho sobre una vieja profecía de soldados con yelmo cubierto de nieve dispuestos a invadir Inglaterra. Decían que estaba a punto de cumplirse. En tales circunstancias, cuanto menos se hablase de los versos de Regiomontanus tanto mejor para todos.

Por supuesto la profecía no pudo mantenerse secreta. Había sido ampliamente discutida en un panfleto popular en 1576. El editor de la segunda edición de las Crónicas de Holinshed (1587), que posiblemente entró en prensa antes de que el Consejo Privado avisase al Consejo Real de Publicaciones, incluía una solemne referencia a la vieja profecía «ahora en boca de todos» de que en el año de los portentos (1588 al parecer) se esperaba el fin del mundo o bien una terrible alteración en él. Algunas copias de la profecía y alusiones a la misma aparecen en la correspondencia particular de la época y cabe suponer que por las tabernas del país corría un canto popular en inglés vulgar, extracto de los versos de Regiomontanus. Así pues, el Consejo Privado, después de meter el gato en el saco, se vio obligado a dejarlo escapar. A los editores de almanaques se les prohibió referirse de nuevo a la profecía, pero fueron autorizados dos panfletos —incluso probablemente se facilitó su publicación— para combatirla. Uno de ellos, redactado por Thomas Tymme, titulado «Preparación contra los peligros anunciados para 1588», no era sino piadosa exhortación, pero el otro resultó ser un argumento académico. En la página destinada al título, más o menos resumido decía lo siguiente: «Razonamiento sobre las profecías y hasta qué punto hay que valorizarlas o creerlas... Destinado especialmente a combatir las terribles amenazas perentoriamente anunciadas contra los reinos y estados del mundo en el actual y famoso año de 1588 que se supone es el Grande, Maravilloso, Fatal Año de nuestra época. Por I. H. Physition.» Su autor era el doctor John Harvey, hermano pequeño de Gabriel, tutor de Edmund Spenser, hombre de amplia y peregrina cultura, autor de varios almanaques, y aunque no profesional en horóscopos, uno de los principales aficionados al estudio de la astrología del reino.

Harvey comenzaba por citar los versos latinos —traduciéndolos con elegancia, según la clásica medida a que aspiraba su hermano para la poesía inglesa—, llegando luego a exponer dudas acerca de su autenticidad, despreciando a quienes creían sus asertos, señalando fallos en los hechos astrológicos y sus conclusiones, subrayando otras circunstancias del pasado tan amenazadoras —o casi tan amenazadoras— como aquélla, que, sin embargo, no ocasionaron tanta alarma ni registraron catástrofes dignas de mención. Era sin duda una refutación completa, todo lo magnífica que podía resultar cambiando la cultura con la ingenuidad, pero lo que actualmente sorprende es la disimulada sutileza de algunos de sus argumentos: parece como si el doctor Harvey hubiese querido conservar una puerta de escape por si realmente las calamidades llegaban a ocurrir. Que un erudito como Harvey se hiciese cargo de la polémica y se entregase con gusto a ella sin mediar presión oficial, parece poco probable. ¿Fue acaso la reina, si bien por vía indirecta, quien le obligó? Desde luego, parece propio de ella el doble juego de suprimir un tema desagradable y buscar la manera de que el mismo sea refutado.