UN BRAZO AMPUTADO
Entre los perjudicados por el ataque de Drake a la bahía de Cádiz figuraba un respetable comerciante en cereales, nacido en el norte de Alemania, pero naturalizado en Dixmude, Flandes Occidental. Jan (esta es la versión de su nombre en flamenco) Wychegerde era, al parecer, corredor de cereales del Báltico, pero como todos los comerciantes listos del momento sacaba dinero de donde podía. De vez en cuando, como en el desafortunado caso de su inversión en el cargamento del barco de Dunquerque apresado en Cádiz, Mynheer Wychegerde realizaba operaciones con el comercio español y mediterráneo. En muchas ocasiones actuaba él mismo de factor, pues hablaba español con igual facilidad que flamenco. Algunas veces llevaba un cargamento de tejidos ingleses sin acabar para las ciudades del Rin o un embarque de vinos de Borgoña para Amsterdam. A la vez, y reduciendo un poco las elevadas tarifas que regían en el mercado —alegando su admiración por el príncipe de Parma o su devoción hacia el rey de España— favorecía al famélico ejército español suministrándole no sólo trigo del Báltico para galletas sino mantequilla y queso y algún pescado en salazón procedente de Holanda y Zelanda, negocio en el que hallaba mucha competencia, porque los ciudadanos holandeses acostumbraban aprovisionar al enemigo con el propósito —según propia afirmación— de tener dinero para ganar la guerra. Aparte de relacionarse con la administración militar del duque de Parma, Jan Wychegerde tenía otra actividad: era uno de los más osados e inteligentes espías de sir Francis Walsingham.
Hacía falta valentía para seguir siendo comerciante en Flandes, tal como la guerra se iba presentando. En aquel mes de julio, mientras navegaba por exigencias —al menos aparentemente— de su comercio legal, Wychegerde tuvo la mala fortuna de caer en manos de un barco corsario (que actuaba por cuenta propia) procedente de La Rochelle. De haberle identificado como agente de Walsingham, los piratas hugonotes se habrían mostrado magnánimos pero, creyéndole amigo de los papistas, fue un placer para ellos despojarle hasta de su último céntimo, y de su equipaje también. Seguidamente, sin ninguna clase de ceremonia, fue desembarcado en la playa de Boulogne para que regresase al hogar como pudiese y en mangas de camisa. A llegar a Dixmude le aconsejaron que si pretendía personarse en el cuartel general del duque de Parma en Brujas esperase una caravana de carromatos con escolta armada. El frente estaba tan próximo que todos los caminos resultaban inseguros. Bandas de desertores de ambos ejércitos y campesinos que habían quedado sin hogar merodeaban por los caminos asaltando y asesinando a cuantos viajeros se aventurasen por ellos, solos o en pequeños grupos.
Los mismos convoyes ofrecían relativa seguridad. La guarnición inglesa establecida en Ostende exploraba los alrededores acechando su paso. Precisamente la primera expedición a la que Wychegerde había pensado unirse cayó en una emboscada al salir de Dixmude. Wychegerde refirió luego a Walsingham que había contado veinticinco muertos españoles por un solo inglés, indicando también que las tropas inglesas realizaron una buena «limpieza» en los carros españoles. La guarnición de Ostende era tan temida, añadió, que nadie se atrevía a viajar si no le acompañaba una escolta de dos o trescientos soldados. En aquella ocasión dos compañías de valones emprendieron la huida al sonar el primer disparo inglés. Wychegerde sólo encontró un fallo en la técnica de la emboscada: para la próxima ocasión aconsejó situar un destacamento que cortase el avance a la vanguardia del convoy. Por no haber cuidado este detalle, los ingleses dejaron escapar a los comerciantes en cereales que cabalgaban en primera línea y que, galopando rápidamente, consiguieron llegar a Dixmude con las diez mil o quince mil libras flamencas que llevaban en sus bolsas. Wychegerde esperó al convoy siguiente. Tenía prisa por llegar a Brujas primero y luego —a ser posible— al campamento del duque de Parma ante Sluys, pero si bien para remediar aquélla hubiese bastado una rápida galopada a campo traviesa, no era prudente que un comerciante de cereales de Dixmude mostrase más precipitación que la habitual en un honrado ciudadano que busca un buen negocio.
El asedio acerca del cual Wychegerde deseaba noticas exactas hacía cuatro semanas que duraba cuando finalmente pudo informar. Desde el comienzo de la primavera circulaba el rumor de que el duque de Parma iba a descargar un golpe definitivo sobre el último baluarte rebelde de Flandes. Pero cuando en junio trasladó su cuartel general y casi la mitad de su ejército de campaña a Brujas, la concentración de fuerzas fue tan rápida que constituyó algo así como una sorpresa táctica. Casi todo el condado de Flandes, en otro tiempo alma de la rebelión, estaba en manos del duque de Parma. Los delegados de Flandes ya no ocupaban un sitio en los Estados Generales. Tras la caída de Amberes los oligarcas del comercio en Holanda y Zelanda empezaron a considerar las grandes ciudades de Flandes no como a hermanas a quienes rescatar sino como a rivales que vencer. Pero hacia el extremo noroeste del condado había dos ciudades que resistían aún. Ostende y Sluys, ambas de importancia estratégica y lo bastante cercanas una a otra como para ayudarse entre sí. Ostende, firmemente asentada en sus dunas, tras el mar del Norte. Sluys, en otro tiempo uno de los más importantes puertos de Flandes y ahora cada día más inútil a causa de los lodos del Zwyn.
Tropas inglesas defendían Ostende. En cuanto a Sluys, tenía su propia milicia ciudadana, reforzada por calvinistas militantes —exiliados—, flamencos y valones que se resistían a alejarse un kilómetro más de lo necesario de su hogar. Ambas guarniciones se entretenían acosando las posiciones españolas de los alrededores de Brujas, pero ninguna tenía tropas suficientes para guarnecer el circuito de sus murallas, ni tampoco bastantes provisiones para aguantar un sitio. Cuando inesperadamente supieron que el duque de Parma rondaba por allí, con siete, catorce o dieciocho mil hombres, los comandantes de ambas fuerzas solicitaron ayudas, provisiones, municiones y refuerzos a los Estados Generales de Holanda, a lord Buckhurst de La Haya, al gobernador inglés de Flesinga, a Walsingham, a Leicester y, por supuesto, a la reina.
Los Estados parecían dispuestos a permitir que los flamencos se defendiesen solos, pero los ingleses sentían mayor responsabilidad. Lord Buckhurst, representante de Su majestad en La Haya en ausencia de Leicester, ordenó que inmediatamente fuesen enviados refuerzos a la guarnición inglesa de Ostende y solicitó permiso para hacer lo mismo con la de Sluys. Antes de que los recibiese, lord William Russell, gobernador de Flesinga, con la entusiasta colaboración de los comerciantes de la ciudad, envió a Sluys suficientes provisiones —en su opinión— para dos o tres meses; luego, por su cuenta y riesgo, al saber que la primera maniobra del duque de Parma sobre Ostende fue sólo un simulacro y que ahora amenazaba Sluys, ordenó al veterano sir Roger Williams que saliese de Ostende con cuatro compañías de infantería inglesa para intentar llegar a la amenazada ciudad y prestarle ayuda. Mientras tanto en Inglaterra, su majestad la Reina concedía a Leicester casi todo cuanto él solicitaba en materia de hombres y dinero. Isabel todavía esperaba algo de sus negociaciones con el duque de Parma, pero le sobraba experiencia para confiar demasiado en palabras. Cada milla de costa flamenca conquistada por los españoles era un peligro más para Inglaterra. En consecuencia, dijo a Leicester que era necesario romper el cerco de Sluys.
La maniobra del duque de Parma sobre Ostende no había sido un simulacro sino más bien un tanteo, para saber con qué fuerzas contaba la ciudad. Su plan era caer sobre ella por sorpresa. Pero cuando llegó a sus puertas halló que los diques abiertos inundaban por completo todo acceso, que estaban llegando refuerzos a la costa y que una escuadra inglesa estacionada en alta mar era prueba palpable de que Ostende jamás se rendiría por el hambre mientras los enemigos del rey de España fuesen dueños del mar. Las fortificaciones parecían demasiado importantes. Se reunió un consejo militar y votó la retirada.
Al día siguiente el duque de Parma envió tres columnas hacia el Norte y el Este: una para apoderarse de Blankenberghe, pequeño fuerte que protegía la línea de comunicaciones entre Ostende y Sluys; otra, para avanzar carretera adelante, partiendo de Brujas; y la tercera, bajo su mando, para marchar en zigzag hacia el este de la ciudad y tender un puente sobre el canal Yzendijke que iba a parar al Zwyn, en la parte norte de Sluys.
Una vez cumplidos estos primeros objetivos, el duque de Parma convocó otro consejo militar. Inclinados sobre los mapas y recordando lo que habían visto del terreno, sus capitanes movieron la cabeza de un lado para otro. Aquello era peor que Amberes. Sluys se alzaba en medio de una red de islas separadas unas de otras por una red de canales y acequias más anchos que los corrientes y que, en su mayor parte, se llenaban de agua dos veces al día, eran barridos luego por fuertes mareas y por fin, también dos veces al día, quedaban convertidos en lagunas estancadas o en pantanosas zanjas. A través de esta maraña, la principal vía acuática para la profunda ensenada de Sluys, donde en otro tiempo anclaron quinientas grandes naves, era el estuario del Zwyn, cruzado por un deficiente pero navegable canal. Un viejo castillo reforzado por recientes obras, que se unía a la ciudad por un arrecife y un puente de madera, guardaba la ensenada. Todos los accesos a la ciudad estaban separados entre sí por canales, y en medio de tal laberinto de vías acuáticas, todo ejército que intentase rodear la ciudad corría el riesgo de quedar separado en pequeños destacamentos aislados. Los oficiales del duque de Parma opinaron unánimemente que un sitio sería largo y más costoso que ventajoso, y que con él se corría el gran riesgo de perder todo el ejército. Nuevamente aconsejaron la retirada.
Pero esta vez el duque de Parma discrepó. No creía necesario decir a sus capitanes que pensaba compartir con ellos penalidades y peligros. No podía decirles que aunque le hubiese gustado conquistar Ostende —de haber podido hacerlo rápida y fácilmente— estaba obligado a tomar Sluys, no tanto por ser lo más próximo a un puerto con buen fondeadero que podía esperar, sino porque se alzaba en medio de la red de vías acuáticas tendida entre Brujas y Flandes del este, las cuales habían de resultar esencialísimas para la logística de la invasión de Inglaterra. No obstante, algunos de sus más antiguos compañeros de armas debían de saber que el laberinto de canales en tomo a Sluys ofrecía exactamente la clase de problema de geometría militar que deleitaba a su general. El duque de Parma sabía cómo valerse de las peculiares defensas holandesas en beneficio de su propia táctica de ataque, y ya había notado lo que también sabía el comandante flamenco de Sluys: que la posición clave era la inhospitalaria y arenosa isla de Cadzand.
En su parte occidental, Cadzand bordeaba el canal de Zwyn en el lado opuesto y más allá del viejo castillo de Sluys. Por su parte oriental estaba separada de una isla que dominaba el duque de Parma gracias a algo que en la marea alta era hirviente estrecho pero en la bajamar apenas una ciénaga salpicada de estancadas charcas. En la mañana del 13 de junio, el duque con un seleccionado grupo de españoles avanzó por allí con paso vacilante, las armas alzadas sobre su cabeza todos ellos, para conservarlas secas, y el cuerpo hundido hasta la cintura en el barro y el agua; los que tenían la mala fortuna de resbalar, se quedaban salpicados de lodo de la cabeza a los pies, y el propio duque iba tan embadurnado como el que más.
En la casi totalidad de las veinticuatro horas que siguieron, los españoles formaron grupos por las desoladas dunas de Cadzand sin más comida que unas galletas humedecidas, sin cobijo, sin combustible para secar las ropas y calentarse, e incluso sin agua para beber. Las barcazas que esperaba el duque se retrasaron inexplicablemente. En Cadzand no había un solo árbol; tampoco una cabaña. Estaba lloviendo. La mecha para las armas de fuego se había mojado y lo mismo ocurría con la pólvora. El estrecho que antes cruzaron los separaba de sus camaradas. De ser atacados (y podían atacarles en cualquier momento desde el mar) aquellos hombres fatigados, hambrientos, temblando de frío, hubiesen tenido que defenderse con armas blancas. Tanto se quejaban, que quien no les conociera a fondo hubiera predicho algún motín, y sin embargo en medio de sus quejas no sólo plantaron sus tiendas sino que cavaron zanjas para resguardar los mosquetes y ante el espectáculo de la firme hilera de picas y cañones de armas de fuego que protegía al grupo de expedicionarios, las barcazas de reconocimiento holandesas se alejaron remando con rapidez.
Luego empezaron a llegar las barcazas del duque, que sufrieron retraso debido a unas escaramuzas sostenidas a lo largo del canal Yzendijke, pero al día siguiente Cadzand no estaba aún bastante fortificado para impedir que los ingleses que mandaba sir Roger Williams entrasen en Sluys. Los dos pequeños navíos de guerra de Zelanda que dieron escolta a sir Williams batieron a los mosquetes españoles en sus propias trincheras mediante cañoneo, y la expedición penetró en la dársena hundiendo o capturando de paso unos cuantos botes del duque. Pero al otro día se invirtieron los papeles. Durante la noche fue instalada una batería de los precisos cañones de asedio españoles para dominar el canal. Con la marea baja del amanecer los barcos de la expedición de socorro iniciaron su regreso a Flesinga, fueron inesperadamente cañoneados y sus respectivos capitanes, procurando eludir el bombardeo, acabaron por encallar sus navíos. La marea bajaba aún, la batería podía todavía alcanzarles, así que capitanes y tripulaciones nadaron o vadearon hacia unas pequeñas cárabas destacadas en el bajío que, por estar fuera del alcance de los disparos, podían llevarles hasta Flesinga. El duque añadió los dos barcos de guerra de Zelanda a la pequeña flotilla que preparaba, anclándolos luego en la parte más honda del canal, más allá de la batería de Cadzand. La parte del canal en que el agua alcanzaba menos profundidad aparecía a lo lejos bloqueada por una especie de empalizada de estacas, plantadas verticalmente; las boyas y marcas habían sido cambiadas de lugar para arrastrar a los barcos, engañándolos, hacia los bancos de arenas. El gobernador inglés de Flesinga se vio obligado a informar que el paso hacia Sluys estaba cerrado por completo.
Todo esto ocurrió tres semanas antes de que Jan Wychegerde se trasladase desde Brujas al campamento del duque de Parma. Durante este tiempo los Estados Generales no habían hecho nada, los ingleses en Flesinga tampoco y el duque de Parma había ido estrechando gradualmente el cerco de la ciudad. Pero el conde de Leicester estaba a punto de llegar y volvía por fin con dinero y hombres. Su primer cuidado había de ser arrancar a Sluys de las garras del ejército español.
La misión de Wychegerde era descubrir la potencialidad de aquél. Lo hizo metódicamente, como si realizase un informe de comisario.
Descubrió que existían cuatro posiciones fortificadas independientemente con vistas a la autodefensa, ya que sólo con grandes dificultades podrían ayudarse entre sí. Una, en la parte exterior de la puerta de Brujas donde, hasta entonces, se había desarrollado la contienda. Otra, en el cuartel general del propio duque de Parma en la isla de Cadzand a salvo de la artillería de la ciudad. La tercera al otro lado del río, desde Cadzand, en la isla de Santa Ana, hacia el viejo castillo. Y la cuarta a ambos lados de un canal, precisamente frente a la puerta de Gante. Cada posición contaba —en opinión de Wychegerde— entre españoles, italianos, alemanes y valones, con un grueso de ejército de cinco o seis mil hombres (probablemente de cinco, más que de seis mil). Los informes recibidos hasta entonces por Walsingham y Leicester doblaban e incluso triplicaban estas cifras, y si Walsingham pasó a Leicester el reciente informe de Wychegerde, el conde seguramente no le prestó crédito. No obstante, los mensajes del duque de Parma a Felipe II confirman su sorprendente exactitud.
Wychegerde se apresuró a indicar a Walsingham que aunque las tropas eran, en número, inferiores a los que previamente creyeron, estaban, en cambio, formadas por soldados de primera categoría; los mejores soldados del duque, atentos, astutos, experimentados, incapaces de dejarse sorprender ni asustar, trabajando de firme en trincheras casi inundadas y con el enemigo asomado a las murallas sobre sus cabezas; arrostrando la lluvia de balas de mosquete con los mismos hoscos juramentos que dejaban escapar cuando tenían el estómago vacío o un fuerte chaparrón caía sobre su espalda. Soldados que jamás despreciaron una ventaja ni se arriesgaron innecesariamente. «Mantienen gran disciplina, su mayor fuerza consiste en la meticulosidad de su vigilancia y en la prudencia de sus métodos, tanto de noche como de día.»
Tenían que enfrentarse con hombres tan excelentes como ellos mismos. El duque de Parma escribió a Felipe II que nunca en su larga experiencia había tropezado con enemigo más gallardo y astuto. Y los soldados de la infantería española al regresar de algún trabajo de atrincheramiento realizado bajo el fuego enemigo, en un terreno fangoso que salpicaba agua a cada golpe de pala, o al tener que abandonar, a causa de una salida nocturna de los sitiados, una trinchera recién conquistada en difícil combate, o al cesar una lucha cuerpo a cuerpo —a ciegas y con arma blanca— en las minas y contraminas junto a la puerta de Brujas, afirmaban lo mismo ante Wychegerde con blasfema admiración. Las bajas del duque de Parma eran ya harto numerosas. Un crecido número de oficiales, entre ellos el veterano La Motte —quizá su más hábil teniente— habían sido heridos de gravedad y parecía como si las mil quinientas camas que el duque había ordenado preparar en el hospital de Brujas fueran a quedar llenas antes de que realizase su gran avance el ejército español.
De todos modos, Wychegerde estaba convencido de que si Sluys no recibía pronto ayuda, se vería obligada a capitular. El duque de Parma exigía de sus tropas un implacable ímpetu y sus recursos en municiones y hombres eran superiores a los de Sluys. Con su habitual sagacidad y juzgando por la intensidad de los disparos, Wychegerde ya había deducido que por aquel entonces los defensores de la plaza estaban algo faltos de pólvora. Pero Sluys —Wychegerde así lo creía— podía liberarse más fácilmente si se la ayudaba por mar. La pequeña flotilla del duque no podía interceptar el canal caso de realizarse un ataque a fondo y la batería de Cadzand no estaría en condiciones de hundir tantas pequeñas embarcaciones (entre las muchas que intentasen llegar con rapidez a la ciudad sitiada) como para hacer una diferencia notable. No obstante, el intento habría de ser inmediato. Corrían rumores acerca de la construcción de un gran puente de madera dividido en treinta secciones que se estaba llevando a cabo en Brujas. Los ingenieros afirmaban que era para realizar un ataque sobre Sluys desde el agua, pero tenía las mismas características de la treta —un puente cubierto y con paredes a prueba de bala de mosquete montado sobre barcazas— con que el duque había cerrado el paso del Escalda tres años atrás y que decidió la suerte de Amberes.
Wychegerde debió de estar en Brujas indagando detalles sobre el puente flotante, cuando llegó a la costa de Flandes la flota en que viajaban el conde de Leicester y sus tres mil soldados. Desde las murallas de Sluys pudo ser contemplado el desfile naval al llegar los barcos a las cercanías de Blankenberghe y hasta que entraron en el puerto de Flesinga. Quienes gozasen de buena vista incluso podían distinguir las banderas y emblemas heráldicos. Los sitiados celebraron la llegada de sus libertadores desencadenando una lluvia de disparos de armas menores y fuego de cañón sobre sus sitiadores. Los españoles hicieron lo mismo, y cuando los barcos de Leicester enfilaban la desembocadura del Escala por la parte oeste, oyeron el rugir del cañoneo, divisando las posiciones españolas realzadas por nubes de humo. Todo esto ocurría el 2 de julio, veintitrés días después de que el duque conquistase Cadzand.
Transcurrieron otros veintitrés días antes de que los defensores de Sluys atisbasen de nuevo a sus libertadores. Lo ocurrido durante ese período de tiempo fue, en su mayor parte, desagradable. En un combate desesperado habían rechazado a los sitiadores en la puerta de Brujas. Una violenta salida de la compañía de Vere detuvo otro de los asaltos españoles. Se hicieron varios prisioneros y se ocuparon algunos cañones de asedio. «El Gran Baluarte» —el viejo castillo y sus defensas exteriores— seguía en su poder, a pesar de una sucesiva serie de ataques. Pero en ningún momento tuvieron bastantes hombres para trabajar, montar guardia y luchar, a lo largo del circuito amurallado y no había nunca sustituto para el caído. Seguidamente comenzaron a llegar los puentes de balsas del duque de Parma. Dos secciones del mismo aseguraron las comunicaciones entre las tropas que estaban ante la puerta de Brujas y las de la isla de Santa Ana, estacionadas frente al viejo castillo. Otras dos cerraban una brecha hacia el este. Luego, remolcadas primero más allá de Blankenberghe y deslizadas por el Zwyn, una gran línea de ellas se mecía flotante entre Santa Ana y Cadzand. Así, pues, no sólo estaba bloqueado el canal, sino que los cañones de Cadzand podían actuar contra el viejo fuerte y contra la ciudad.
Lo primero que hizo el duque de Parma fue redoblar sus ataques contra el fuerte. Valiéndose hasta de su último hombre, el comandante del fuerte, Groenevelt, rechazó los primeros asaltos; de súbito y en el momento oportuno, descubrió la trampa que le tendían. El fuerte estaba unido a la ciudad sólo por un largo puente de madera. Una vez concentrada en el fuerte toda la capacidad defensiva, el duque sólo tendría que volar o incendiar el puente y atacar, por medio de las nuevas líneas de comunicación, precisamente el otro sector de la ciudad. La guarnición quedaría indefensa. Aquella noche, en medio del mayor silencio, las tropas del castillo —aproximadamente doscientos soldados de Sluys que aún se mantenían en pie— volvieron a la ciudad, mientras la retaguardia incendiaba el castillo y el puente, una vez habían pasado las tropas.
El duque se sintió defraudado, pero siguió atacando, siempre en busca de algún punto débil, con sus baterías cada vez más cercanas a las murallas. Sabía que el tiempo apremiaba. Que muy pronto, sin duda, ingleses y holandeses se lanzarían a atacar y que ni siquiera contando con sus nuevas y ventajosas comunicaciones podía arriesgarse a entablar batalla en aquel laberinto de canales. Si las tropas de socorro eran numerosas y decididas, podría considerarse afortunado si mantenía el asedio y hasta quizá si conservaba su ejército, ya que, dominando el mar y el estuario del Escalda, el enemigo estaba en condiciones de atacar desde uno o muchos puntos. El duque sabía cómo hubiera aprovechado él, personalmente, esta decisiva ventaja.
Hizo avanzar, pues, sus baterías y concentró el ataque sobre el ensangrentado suelo de la puerta de Brujas. En la mañana de la festividad de Santiago, la artillería de asedio lanzó lo que parecía ser un ataque final. Aquella misma tarde la susodicha puerta no era sino un indefendible montón de ruinas y en las murallas se abrían huecos, alguno de ellos lo suficientemente grandes para dar paso a veinte hombres. No obstante, al otro lado de la muralla semidestruida, el propio duque que, cojeando —debido a una herida recibida hacía dos días— estaba reconociendo el terreno, descubrió una nueva barricada en forma de herradura defendida por la aparentemente invencible guarnición. Bastaba un asalto violento para acabar con ella, pero juzgando por anteriores experiencias, el duque comprendió que iba a perder muchos hombres en el intento y que, por mucha que fuera su prisa, no podía permitirse tantas bajas. Dieron, pues, las cometas señal de retirada y el general volvió a su cuartel para coordinar un nuevo bombardeo más allá de la improvisada herradura, y un simulacro de escalada hacia el lado de Gante para separar y confundir a los defensores.
Aquella noche, los sitiadores vieron luces que hacían señales en las torres de Sluys; muchas más luces y moviéndose en forma diferente a lo que hasta entonces estaban acostumbrados a ver. Los observadores de Cadzand informaron acerca de otras muchas señales luminosas que, en justa respuesta, relampagueaban sobre el agua, procedentes de Flesinga. La ciudad bloqueada enviaba su mensaje —puede que un grito de socorro, una exclamación de desespero— y recibía respuesta.
Era la noche del 25 de julio. A la mañana siguiente la desembocadura del Escalda, entre Sluys y Flesinga, apareció como nevada por las velas de los barcos de guerra y mercantes de Zelanda, Holanda e Inglaterra. Las pinazas comenzaban a hostilizar a los españoles tomando posiciones a la entrada del Zwyn. Tras ellos ondeaban las banderas de Justino de Nassau, almirante de Zelanda; las de Charles Howard, de Effingham, almirante de Inglaterra; las del príncipe Mauricio, joven jefe de la casa de Orange, y las del capitán general de la reina, conde de Leicester. El duque de Parma estaba aún digiriendo la noticia, cuando supo que un ejército de los Estados Generales amenazaba Hertogenbosch y en consecuencia toda el ala derecha de su ejército en el Flandes Oriental. Rápidamente, pero con gran cautela, reagrupó sus fuerzas. No podía lanzarse sobre Sluys hasta saber lo que intentaban hacer holandeses e ingleses. Si pudo conservar su sangre fría fue porque anteriormente y a menudo se había encontrado suspendido, balanceándose sobre el filo de una cortante navaja tendida entre el triunfo y la catástrofe.
Lo que intentaban hacer los ingleses y holandeses, ni siquiera ellos mismos lo sabían. Leicester era partidario de avanzar con el grupo de naves de poco calado o lo largo del canal del Zwyn, arrasar las baterías, destruir el puente de balsas y penetrar en Sluys. Sin embargo, para todo ello necesitaba de las naves y pilotos holandeses. Justino de Nassau se resistía a arriesgar así sus barcos de guerra y los oficiales movieron dubitativamente la cabeza. Alegaron que quizás con marea fuerte y viento del Noroeste podía forzarse perfectamente el paso del canal. Dentro de una semana las mareas serían apropiadas; en cuanto al viento... Leicester propuso entonces desembarcar sus tropas en Cadzand para apoderarse de la batería y destruir el puente. Pero las únicas embarcaciones de poco calado de que disponían eran propiedad de Holanda y Zelanda y no podían ser arriesgadas sin la expresa autorización de los Estados Generales. Justino parecía dispuesto a escribir solicitándola. Proponía entretanto que las tropas inglesas desembarcasen en Ostende y marchasen a lo largo de las dunas hasta Blankenberghe para desde allí intentar disolver las fuerzas españolas. De conseguirlo, los holandeses intentarían forzar el paso del canal. Aunque de mala gana, Leicester accedió, consiguiendo, después de sufrir vientos contrarios, desembarcar el grueso de sus tropas en Ostende (cuatro mil soldados de infantería y cuatrocientos jinetes bajo el mando de sir William Pelham) una semana después de que las naves de la flota de socorro llegasen a Sluys.
Al día siguiente, los ingleses marcharon sobre Blankenberghe mientras las escuadras de Leicester y Howard seguían avanzando a lo largo de la costa. Sólo un par de cañones tras una barricada defendían Blankenberghe, por la parte de Ostende, reforzados en el último instante por un boquete rápidamente abierto en el dique. La guarnición era pequeña y el duque quedó seriamente alarmado. De caer Blankenberghe, su posición ante Sluys sería insostenible y una retirada segura resultaría muy difícil. Envió rápidamente refuerzos —ochocientos hombres en total— y se dispuso para ir él también con todo su ejército, en cuanto pudiese. Pero Pelham se había detenido a considerar el boquete abierto en el dique y el cañón situado detrás. Desde el puente de su galeón, Leicester vio el resplandor de las armaduras españolas avanzando por la parte este, la vanguardia de los terribles veteranos del duque que valía por muchos miles de soldados, apresurándose para cercar y devorar a sus poco experimentadas tropas. Leicester envió un mensaje urgente y los ingleses retrocedieron ordenadamente hacia Ostende, donde volvieron a embarcar para unirse a sus aliados frente a Sluys. El duque no tuvo que terminar el reajuste de sus fuerzas y la flota holandesa ni se había movido.
Por fin, en la tarde siguiente todo parecía dispuesto para forzar el paso del canal. La marea era favorable. El viento soplaba raudo, pero no en demasía, y venía del noroeste. Los barcos de guerra estaban formados en doble fila con Justino de Nassau en la primera nave al frente de ellos. Tenían que proteger, en lo posible, la flotilla de botes y embarcaciones que transportaban refuerzos y suministros. El conde de Leicester había inspeccionado desde su bote a remos el sondeo y las marcas del canal, sin reparar en los disparos de las baterías españolas. Tenía intención de dirigir personalmente el avance hasta la ciudad. En cuanto a los holandeses, acababan de incendiar el barco que había de avanzar en llamas destruyendo el puente de balsas, dejando libre el camino hasta la dársena.
En el puente, cuyo parapeto estaba defendido por una compañía de valones, debió de producirse un momento de gran tensión al ver que salían llamas del barco que se aproximaba y que el fuego alcanzaba ya sus jarcias. Dos años antes, un barco igualmente en llamas había avanzado en favor de la marea sobre el puente de Amberes. Unos valientes alabarderos españoles habían saltado sobre cubierta para apagar lo que parecía un incendio sin importancia, pero entonces en barco estalló hecho pedazos. Sus entrañas habían sido rellenadas de ladrillos, pólvora, piedras y chatarra. La explosión causó más bajas que ninguna batalla. Nadie que hubiese visto «la endiablada hoguera de Amberes» podría olvidarla jamás. El marqués de Renty, que ostentaba el mando de las fuerzas del puente de balsas, la había visto. Pero también había visto el comportamiento del duque ante un segundo y parecido ataque. Mientras avanzaba el barco en llamas, Renty ordenó que fuesen separadas aquellas secciones del puente que obstaculizaban su camino. Así, truncado aquel, la embarcación ardiendo pasó de largo sin causar el menos daño hasta alcanzar la orilla de la ensenada de Sluys, donde acabó de consumirse en medio de grandes llamas. En esta ocasión no llevaba pólvora en su seno.
Si Leicester con sus barcazas hubiese avanzado inmediatamente tras el barco en llamas, quizás habría podido entrar en el canal y destruir el puente. Pero estaba a más de una milla de distancia, demasiado lejos para ver lo que ocurría y muy ocupado en discutir violentamente con los oficiales holandeses. Antes de que se apaciguasen los ánimos, el puente fue de nuevo instalado, la marea empezó a decrecer y el viento sopló hacia el sur. La flota destinada a la liberación de Sluys se retiró, sin gloria, al fondeadero de Flesinga.
Efecto inmediato de estos quince días de absurdas maniobras fue la desmoralización total de la guarnición de Sluys. La situación puede deducirse de las cartas de sir Roger Williams, comandante del batallón inglés. Williams era un soldado profesional que había pasado los últimos años guerreando en los Países Bajos. Era galés, hombre agresivo como un gallo de pelea, que llevaba en su morrión la más larga pluma jamás vista en un ejército, «para que todos, amigos y enemigos, supiesen dónde estaba» y tan parecido al capitán Fluellen en mentalidad, viveza de genio, lenguaje honrado y corazón indomable —incluso en las fanfarronadas de pedantería militar de que hacía gala— que cabe suponer que William Shakespeare le conocía personalmente o se inspiró en los relatos de alguien que le conoció bien. Al principio del asedio, Williams resumió la situación en un informe a su soberana, de este modo: «La tierra que hemos de defender es grande y los hombres de que disponemos pocos, pero confiamos en Dios y en nuestro valor para ello. Tenemos intención de ceder cada metro de tierra a cambio de mil vidas suyas, más la nuestra propia. No dudamos de que vuestra majestad nos ayudará por nuestro claro proceder y actitud hacia vuestra real persona y el país amado». Posteriormente, comoquiera que la ayuda se retrasaba, en sus quejas a Walsingham afirmaba que la educación militar del joven Mauricio de Nassau y su medio hermano Justino costaría a los Estados la mitad de las ciudades que aún tenían, pero su tono seguía siendo confiado. «Desde que hago la guerra —escribió— nunca vi capitanes más valientes ni soldados mejor dispuestos... A las once, el enemigo penetró en la zanja de nuestro fuerte, atrincherado sobre ruedas, en carros cubiertos con defensas a prueba de mosquete. Salimos al exterior, nos apoderamos de los carros... los rechazamos hasta sus baterías, defendimos la trinchera hasta ayer por la noche y la recuperaremos del todo con la ayuda de Dios esta misma noche, o, en caso contrario, el precio a pagar será muy caro.»
Aquel mismo día Williams apremió a Leicester para que se aventurase a entrar en el canal de Sluys mediante un atrevido golpe, empleando galeotas y embarcaciones de fondo plano.
«Si vuestros marineros cumpliesen sólo con la cuarta parte de su deber, como en otras ocasiones les he visto hacer, los españoles no podrían detenerlos. Antes de que entraseis en el canal, nosotros saldríamos en nuestros botes para luchar con el enemigo y demostrar que no es tan grande el peligro. Podéis asegurar al mundo que aquí no hay traidores sino valientes capitanes y bravos soldados que antes preferirían morir que sufrir una deshonra indigna de guerreros.»
Diez días después volvió a escribir a Leicester indicando la táctica que debían seguir las tropas de socorro y añadiendo en tono que podía ser del capitán Fluellen:
«Tened en cuenta que las guerras no pueden desarrollarse sin riesgo. Lo que intentéis hacer, os rogamos sea hecho en seguida.»
Transcurrió otra semana y por fin la flota de socorro fue vista desde las murallas de Sluys. Se la pudo contemplar durante tres días, completamente inactiva. Fue entonces cuando escribió:
«Desde el primer día mantenemos siempre en guardia nueve compañías de las doce existentes, y en los últimos dieciocho días más de la mitad con el arma en la mano sin cesar. Han muerto o han quedado inútiles diez capitanes, seis tenientes, dieciocho sargentos y casi seiscientos soldados. Nunca se perdieron hombres tan valientes por necesidad de un socorro tan fácil de otorgar. No nos queda pólvora ni para tres escaramuzas. Por mi parte, confieso que quisiera haber muerto por haber causado la ruina de tantos excelentes soldados. El viejo proverbio resulta cierto: el ingenio no es bueno hasta que no se compra con gran esfuerzo. Pero yo, y conmigo el resto de mis compañeros, vamos a pagarlo demasiado caro.»
Y en una amarga posdata:
«Sir William Pelham y los otros consideran muy poco al duque de Parma y creen que su proceder está lleno de ímpetu y de toda clase de artimañas. Ellos ven en esta carta que se juega, la ciudad de Sluys, pero no las fatigas de ambas partes, ni sienten el dolor de sus pobres amigos.»
Tras esta carta la ciudad resistió ocho días más, por cuyo espacio de tiempo pagó más de doscientas vidas. Luego, con las brasas del barco-hoguera todavía humeando, Groenevelt solicitó parlamentar. El duque de Parma concedió generosas condiciones de rendición. La guarnición, lo que de ella quedaba —de mil setecientos hombres, ochocientos habían muerto y doscientos estaban tan mal heridos que no podían tenerse en pie—, podía retirarse con armas y pertrechos y todos los honores del combatiente. El duque sabía respetar a un enemigo valiente. Fue al encuentro de sir Roger Williams, que había quedado al frente de los restos de su batallón, con un brazo en cabestrillo y su gran pluma rota; alabó su espíritu y le ofreció un puesto de mando digno del mismo y en donde no tuviera necesidad de luchar contra sus correligionarios ni compatriotas. Williams replicó cortésmente que si alguna vez volvía a luchar por alguien que no fuese su reina, formaría en las filas del apurado campeón de la causa protestante y héroe hugonote rey Enrique de Navarra. Saber que su gallardo enemigo sospechaba su amargura por el inútil sacrificio de sus hombres y que la comprendía, no le hubiese servido de consuelo.
Por el momento, Williams no deseaba entrar al servicio de ningún príncipe. De vuelta a Inglaterra, tan arruinado que ni un caballo pudo adquirir, terminó una carta al secretario con las siguientes palabras:
«Estoy cansado de guerras. Si puedo encontrar un medio de vida, abandonaré las armas y seguiré el consejo de lady Walsingham: contraeré matrimonio con la viuda de algún rico mercader.»
Por supuesto, no hizo nada parecido.
El duque de Parma estaba casi tan cansado como sir Roger. El sitio le había costado unas setecientas bajas y más heridos de lo que pudo prever. «Nunca, desde que llegué a los Países Bajos —escribió a Felipe— he sentido más preocupación y ansiedad por una operación militar que ante este sitio de Sluys.»
No obstante, considerando la invasión de Inglaterra, el objetivo merecía el precio que se pagó por él. Puede que el duque de Parma se creyese en posición de repetir la fanfarronada del sultán. El brazo que había amputado al enemigo compensaba sobradamente la barba chamuscada.