LA INVENCIBLE SE HACE A LA MAR
De Lisboa a La Coruña, 9 de
mayo -
22 de julio de 1588
En realidad cuando Mendoza escribió esas líneas, la Armada aún no había zarpado. A pesar de la actividad desplegada desde que el duque recogió el estandarte bendecido, sólo hasta el 9 de mayo —precisamente el día en que el duque de Guisa entró en París— no fue embarcado el último barril ni llegó a bordo el último recluta. Aquella misma mañana las naves comenzaron a desplegar velas algo más allá de Belem, pero todavía en el estuario tuvieron que anclar de nuevo y esperar. Soplaba un viento fuerte, procedente del mar directamente hacia la desembocadura del río; soplando en ráfagas tormentosas, pareciendo más un temporal de diciembre —según dijeron los prácticos del puerto la Medina Sidonia— que propio del mes de mayo.
A todo lo largo de la costa del Atlántico estaba resultando un mayo entraño, casi tan violento como pronosticaran los astrólogos. En Normandía —adonde, después de abandonar su cargo, se había retirado Epernon—, unas tempestades de granizo sin paragón en la historia asolaron campos y huertos, matando, al decir de muchos, todo el ganado. En Picardía, donde Aumale seguía golpeando en vano las puertas de Boulogne, la lluvia convirtió las carreteras en cenagales y los arroyos en torrentes infranqueables. A la altura de Flandes, las naves de Howard y Seymour sufrían embates y zarandeos e incluso los poderosos barcos de guerra holandeses, construidos especialmente para aquellas aguas, tuvieron que refugiarse en Flesinga dejando que los elementos se encargasen de bloquear el paso al duque de Parma. La Armada, bloqueada igualmente por los elementos, tuvo que seguir anclada durante casi tres semanas a la altura de Belem.
Durante este intervalo, Felipe tuvo tiempo de enviar noticias y nuevas instrucciones a su capitán general. Se decía que la flota inglesa era poco potente. (Noticia ésta procedente de Mendoza, quien confió en exagerados informes sobre las acusaciones contra Hawkins.) Probablemente Drake se fortificaría en Plymouth (como casi todos en el continente, Felipe hablaba de la flota inglesa como de una continuación de Francis Drake) y, o bien rehusaría presentar batalla o zarparía una vez la Armada hubiese continuado su ruta, para atacarla por la espalda cuando las naves españolas se encontrasen luchando con la otra flota inglesa cerca de Dunquerque. (Felipe estaba bien informado con respecto a la disposición de las fuerzas inglesas.) Puede que Drake esperase el momento para atacar a que los soldados comenzasen a desembarcar. Convenía, pues, que el duque no debilitase demasiado su flota antes de vencer a Drake. Después de establecer contacto con Alejandro de Parma, podría atacar a los ingleses en el mar o en sus puertos, pero antes, aunque no debía rehusar combate, tampoco tenía que buscarlo. Por encima de todo no podía permitirse nada que le distrajese de la cita fijada, aunque Drake amenazara las costas españolas.
A Felipe le gustaba anticipar a sus subordinados todas las eventualidades susceptibles de surgir y también darles órdenes precisas, específicas, para actuar en cada caso. Había informado, por ejemplo, repetidamente a su capitán general de que los barcos ingleses serían más rápidos que los suyos y que dispondrían de más cañones de largo alcance, por lo cual, a buen seguro, preferirían mantenerse a distancia. (¡Como si el duque no hubiera sido repetidamente advertido de ello por todos!) Era, pues, conveniente, según el rey, darles alcance y obligarles a luchar de cerca. Pero lo que Felipe olvidó decir es cómo podía llevarse a cabo tan interesante añagaza. Ahora bien, si las instrucciones de Felipe no siempre eran útiles, su intención principal quedaba muy clara. El duque tenía que reunirse con Alejandro de Parma a la altura del cabo Margate, cubriendo luego su desembarco y protegiendo su línea de abastecimiento. Todo ello, cuanto antes, mejor.
Por entonces, Medina Sidonia se hallaba deseoso de zarpar. La Armada se encontraba perfectamente dispuesta para ello. Todo lo que indicaron los soldados más experimentados, todo cuanto entraba dentro de lo posible, se había llevado a cabo. La flota se organizó con gran pericia profesional, teniendo en cuenta en primer lugar la capacidad combativa y de navegación de cada unidad, y en segundo lugar, la procedencia e idioma. La primera línea, formada por galeones, fue desplegada en dos poderosas escuadras: los galeones de Portugal (diez, incluyendo el Florencia) y los galeones de Castilla, también diez, algo más pequeños y peor armados que los portugueses, pero reforzados por cuatro grandes barcos, normalmente ocupados en el comercio con las Indias Occidentales. El plan era que ambas escuadras actuasen conjuntamente y antes de llegar al Canal, el comandante de los galeones de Castilla, Diego Flores de Valdés, subiera a bordo del San Martín (la nave capitana de Medina Sidonia) para actuar como jefe de Estado Mayor. También en primera línea se encontraban las cuatro galeazas de Nápoles, al mando de Hugo de Moneada. Estas pertenecían a un tipo de barco de galera híbrido, entre el galeón y la galera, rápidos, bien armados y susceptibles de avanzar a remo. Se esperaba mucho de ellos. En segunda línea, cuatro grupos de diez barcos cada uno, mercantes de grandes proporciones, algunos, por lo menos, bien armados; los vizcaínos, bajo el mando de Juan Martínez de Recalde los guipuzcoanos; bajo el de Miguel de Oquendo los andaluces, a las órdenes de Pedro de Valdés, y los levantinos (de Venecia, Ragusa, Génova, Sicilia y Barcelona), bajo el mando de Martín de Bertendona. Había también treinta y cuatro barcos ligeros y rápidos, zabras, fragatas y pataches, para reconocimiento y portadores de órdenes, algunos asignados a una u otra escuadra de combate, pero un grupo reducido (con un pequeño galeón que hacía las veces de nave insignia) siempre reunido para actuar como reserva. Finalmente contaban con una menos manejable escuadra de veintitrés urcas, carracas, barcos de carga y aprovisionamiento (entre los cuales pocos serían capaces de cuidar de sí mismos en una batalla) y cuatro galeras de Portugal aportadas en el último momento por razones hasta hoy ignoradas. En total, ciento treinta barcos, pequeños y grandes.
Se conocen bastantes detalles acerca de esta Armada mientras estuvo aguardando la salida de Lisboa. Medina Sidonia había redactado un informe completo no sólo con el orden de batalla por escuadras, sino con el nombre de cada barco en cada grupo, calculando su tonelaje, el número de cañones y sus completas dotaciones. Para mejor orden, añadió una lista de los caballeros aventureros que había a bordo de cada nave, indicando el número de combatientes a sus órdenes, los cañoneros, el cuerpo médico, los frailes y sacerdotes (ciento ochenta en total), la organización de los tercios, con listas de sus oficiales y capacidad de cada compañía, la artillería, los cañones de campaña, las armas pequeñas de toda clase, el suministro de pólvora (perfectamente granulada y especial para arcabuces, según se hace constar con orgullo), el número de balas de cañón de todos los calibres (123.790), el plomo para las balas y las mechas. También figuraba en el informe una lista de las provisiones, galletas, tocino, pescado, queso, arroz, alubias, vino, aceite, vinagre, agua, en tantos miles o cientos de miles de peso, o en tantas pipas, toneles y cubas. Aunque las cantidades no fuesen exactas (no lo eran, ciertamente), la abundante información resulta más detallada que ninguna correspondiente a otra flota del siglo XVI y aunque el total de fuerzas sumara menos de la mitad de los recursos en flota y ejército que había exigido Santa Cruz para acometer la empresa, seguía siendo, según demostraba el informe, una formidable armada. En la publicación oficial que recogía todos estos datos, se llama a esta flota «La felicísima armada», pero más adelante el lenguaje popular la apodó «la invencible», en tributo obligado a su temible poderío. Como a los españoles les gusta ser irónicos, esta Armada se ha denominado desde entonces «La Invencible».
Resulta bastante extraño que un informe tan detallado como el de Medina Sidonia fuese publicado sin reserva alguna. Actualmente un documento así se clasificaría como «alto secreto» hasta que el enemigo llegase a conocerlo en toda su extensión. Por aquel entonces, mientras era redactado, los agentes de Walsingham tuvieron que esforzarse mucho en recoger algún detalle de tan abundante información. Y sin embargo, el trabajo era publicado, relativamente con pocos cambios y quizás alguna exageración, en Lisboa, sólo diez días más tarde de haber quedado finalizado, cuando la flota aún estaba detenida en el Tajo. Dos semanas después se publicó otra edición en Madrid con «correcciones» oficiales. Desde allí fue extendiéndose por Roma, París, Delf, Colonia, tan rápidamente que en Amsterdam se vendían copias antes que la San Martín alcanzase el cabo Lizard. A las listas interminables de petos y lanzas, pescado y galletas, los impresores protestantes añadieron tantos látigos y cadenas, parrillas y tenazas, potros de tormento y empulgueras como creyeron serían del agrado del público, y los más listos guardaron el original de imprenta para cuando surgiesen nuevos rumores que justificaran alguna nueva publicación sobre la Armada española. Por supuesto, en tanto alarde de fantasía en alguna de las últimas ediciones se registraba errores de cifras y también de hechos, pero aun la menos exacta de una idea aproximada del informe que fue entregado al rey y al Consejo Militar y que fue editado con la aprobación oficial en Madrid. Howard y sus capitanes habrían podido —de así quererlo— llevar consigo una copia exacta del orden de batalla del enemigo, basada en la información que este mismo enemigo facilitaba. Burghley guardó una en su poder. Cabe imaginar que el Consejo Militar de Madrid creyó que el valor propagandístico de su demostración de fuerza les favorecería más de lo que podía perjudicarles la información derivada de todo ello. Quizá, finalmente, también ellos sintieron la sublime confianza de su dueño y señor.
Por el momento, Medina Sidonia tenía tanta seguridad en la victoria como todos los demás. Estaba impresionado por la organización perfecta que él y sus colaboradores habían conseguido. Calcularon las señales y otros sistemas de comunicación entre los grupos, fijado los puntos de encuentro y creado una serie de órdenes de navegación y otra de instrucciones para el combate. Habían distribuido a los pilotos de más experiencia para que cada jefe de escuadra dispusiese al menos de varios españoles, bretones, holandeses e ingleses renegados, excelentes conocedores del Canal y del mar del Norte. Habían recopilado, multiplicado y distribuido en cada una de las embarcaciones una serie de rutas de navegación que si bien eran poco detalladas en lo relativo a la costa oriental al norte del estuario del Támesis, y algo equivocadas con respecto a Irlanda, resultaban magníficas desde las islas Scilly a Dover, con marcas, entradas de puerto, sondas, mareas y notas sobre los principales arrecifes y peligros. Antes de recibir instrucciones del rey acerca de la probable táctica de Drake, ya se había proyectado una especial disposición para enfrentarse con tal contingencia. Satisfecho de sí mismo, el duque envió a su señor un completo plan de operaciones. Si toda esta eficiencia profesional hizo más por acrecentar la confianza de Medina Sidonia en la victoria que la seguridad que un santo fraile le iba dando, diciendo que Dios, sin duda alguna, dispondría el triunfo de España, es algo que se ignora. Quizá lo que influyó más en él fue sencillamente que la flota que mandaba, dispuesta al fin para su encuentro con el enemigo, con sus resplandecientes castillos de combate recién construidos y pintados, sus estandartes ondeando en lo alto de los mástiles y sus cubiertas repletas de gallardos caballeros, tenía realmente un brillante y alegre aspecto y en verdad parecía invencible.
Tan pronto como mejoró el tiempo lo suficiente para que pudiesen zarpar, el duque abandonó el río de Lisboa. El 28 de mayo, con su nave insignia, el San Martín, a la cabeza, los reales galeones de Portugal pasaron ante el castillo de San Julián, devolviendo las salvas de saludo que les eran dirigidas desde el fuerte. El 30 de mayo, pese a vientos contrarios e inciertos, la flota llegaba al mar, navegando de bolina, con brisa del Noroeste, con las urcas tan a la deriva que si conseguían no verse dispersas, la Armada se encontraría al sur del cabo Espichel antes de disponer del espacio necesario para cambiar el rumbo.
La flota permaneció unida, lo cual, según pronto advirtió su jefe, significaba «ajustar nuestro avance a la velocidad del más miserable barquichuelo entre los que nos acompañan». Buen número de urcas demostraron ser lentas y mal ajustadas a los cálculos de navegación, de manera que el 1 de junio, después de cuarenta y ocho horas de viaje, la nave insignia aún se encontraba al sursudoeste de la roca de Lisboa, total que, desde que salieron del río habían recorrido unas quince millas marítimas. El avance ante las costas españolas no resultó sencillo. El tiempo no les favorecía. Algunas veces, en el transcurso de un solo día, los vientos recorrían el compás, soplando del Este y el Sur, el Oeste y el norte para volver a soplar del este otra vez. Otras, no soplaba viento alguno y la gran flota quedaba a la deriva, perezosamente, sin dejar estela, con el velamen flojo, mecida irremediablemente por el fuerte oleaje del Atlántico. Otras aún se originaban repentinas y furiosas borrascas, casi siempre, y sin remedio, de la cuarta que menos convenía. Con un tiempo así y una flota tan heterogénea, tardaron trece días en llegar a Finisterre desde la roca de Lisboa, distancia apenas superior a unas 160 millas marítimas.
Sólo hubo una compensación para tan exasperante paso de tortuga. La lentitud ofrecía la posibilidad de remediar el error inicial de preparación que más preocupaba por entonces a Medina Sidonia, es decir, la cuestión provisiones. En Lisboa, y como se hacía lógicamente en la España del siglo XVI, se habían almacenado muchos víveres, pero en la larga espera del invierno se consumieron grandes cantidades y era humano que hubiesen comenzado por los más frescos. Cuando se hizo cargo del mando, el duque de Medina Sidonia puso nuevamente en vigor la orden de que primero habían de abrirse los barriles y bolsas que llevaban más tiempo almacenados a bordo. Se ignora si la orden fue o no cumplida. Pero como mayo era cada vez más caluroso y la flota seguía en el río y diariamente algo se echaba a perder, la situación se tomaba alarmante. Hasta el último momento el duque hizo requisar los campos de Lisboa y apeló a Madrid para conseguir víveres. Al levar anclas dio orden de que si llegaban nuevas provisiones se las remitiesen en seguida. Anteriormente ya había rogado que todas las provisiones que pudieran ser reunidas en los puertos del Norte se cargasen en barcos de abastecimiento que podían salir a su encuentro a la altura de Finisterre, permitiendo así que la Armada llenase de nuevo sus bodegas aunque fuese en alta mar.
Durante cuatro días la flota vagó por las cercanías de Finisterre en busca de las retrasadas embarcaciones de avituallamiento y de nuevo se produjo un suceso desagradable. Prácticamente casi todas las naves de la flota informaron de que pronto carecerían de agua potable. Aunque los barriles se habían llenado hacía un mes, y forzosamente tenía que haber agua para tres o cuatro meses más, muchos estaban demostrando su deficiencia y a menudo el agua contenida en ellos se había echado a perder y hedía. Lógicamente saldrían más barriles en malas condiciones y con ellos más agua podrida. Se reunió consejo militar, acordándose por unanimidad de todos los «generales» y jefes de escuadra que la flota anclase en La Coruña para recoger cuantas provisiones fuera posible reunir, y sobre todo, agua.
Esto ocurría el domingo 19 de junio, veinte días después de que la flota abandonase Lisboa. Cuando la nave insignia de Medina Sidonia pudo fondear, el sol se ponía ya y los jefes decidieron que antes que completar la operación en plena noche, el sector de la flota más lejano a la entrada del puerto quedase en alta mar, navegando de aquí para allá, hasta el amanecer. Más de cincuenta barcos, pequeños y grandes, entraron finalmente en el puerto antes de oscurecer. Los más lentos, casi todas las urcas y la mayoría de los levantinos vigilados por la escuadra de Recalde, compuesta por más de seis o siete galeones, cuatro galeazas y algunas embarcaciones ligeras, volvieron atrás, quedando más allá del cabo. La noche se presentaba tormentosa, con inciertos y variables vientos.
Poco después de medianoche, y procedente del Sudoeste, se desató la peor tormenta de toda aquella abominable estación. Incluso en el bien resguardado puerto de La Coruña, rompió amarras uno de los barcos, y una pinaza, arrastrando su ancla, chocó con un galeón. Afortunadamente, las unidades que estaban lejos disponían de varias millas de mar abierto a sotavento y pudieron escapar. Era su única posibilidad. Sin embargo, con la precipitación se desperdigaron.
En el atardecer del 21, la tormenta amainó lo bastante como para que el duque pudiera enviar alguna pinaza en busca de los barcos desaparecidos. Ya anteriormente había enviado algún despacho a lo largo de la costa y sabía que Leyva, con diez barcos, urcas, levantinos y una pinaza, se encontraba en el cercano puerto de Vivero y que dos de las galeazas habían buscado refugio en Gijón. Al día siguiente se presentó Juan Martínez de Recalde con dos galeones y ocho barcos más, pero la situación seguía siendo apurada. El día 24 todavía se ignoraba el paradero de dos galeazas y de otros veinticinco grandes barcos, incluyendo el galeón de Florencia, uno de los galeones de Castilla y las dos mejores naves de la escuadra de Recalde. De los veintidós mil soldados y marinos con que contaba la flota, seis mil se hallaban en los barcos extraviados, y de los dieciséis mil restantes, muchos se encontraban gravemente enfermos, de tifus los más, y otros —bastantes— de escorbuto y disentería, debido a los alimentos en malas condiciones que habían ingerido. Casi todos los barcos que huyeron de la tempestad estaban seriamente averiados, muchos hacían agua, otros quedaron sin mástiles y vergas o habían perdido el ancla o sufrido otros desperfectos.
Desde que abandonó Lisboa, Medina Sidonia iba sintiendo una creciente desilusión con respecto a la flota que mandaba. Cada día, durante el lento trayecto costa arriba, ponía de manifiesto nuevos errores, siendo el peor de todos la alimentación. Diariamente llegaban nuevos informes sobre víveres estropeados. Era evidente que numerosos barriles destinados a agua y provisiones habían sido fabricados con madera verde. El duque estaba demasiado furioso para hacerse cargo de que, como todo el mundo, durante la confusión y el desorden del invierno anterior, los contratistas quizá no pudieron hacer más. Probablemente sólo les fue posible hallar duelas de madera verde. Sobre la flota anclada en La Coruña se extendía el fantasma de las hogueras que Drake había encendido en el cabo de San Vicente el año anterior. Las duelas perfectas que ahora deberían proteger víveres y bebidas para la Armada llevaban doce meses convertidas en cenizas.
Después de revisar la situación, el duque se sentó a escribir una difícil misiva. Recordó a Su Católica Majestad los recelos que le asaltaron —de los cuales dio cuenta debidamente— al hacerse cargo del mando de la flota, en Lisboa, y aun antes. Sus recelos fueron debidos, en parte, al hecho —tan evidente que hasta un optimista podía advertirlo— de que las fuerzas reunidas en Lisboa no estaban a la altura de la tarea que se les asignó, a pesar del conocido axioma que afirma que «el destino de un reino jamás debe arriesgarse en una prueba donde las fuerzas sean equilibradas». Ahora, con la flota desperdigada a causa de la tormenta, su potencialidad era aún menor y existían bastantes razones para temer que algunos de los barcos extraviados hubiesen sucumbido en la furia de los elementos o que hubieran sido apresados por corsarios franceses o ingleses. Parecía increíble, añadió cándidamente, que semejante desgracia ocurriese en pleno mes de junio, el mejor mes del año para navegar y a una flota entregada al servicio de Dios. (Las desgracias y contratiempos de las últimas seis semanas habían debilitado bastante, al parecer, la confianza del duque en los milagros.) Además del número de barcos desaparecidos, proseguía Medina Sidonia, y los desperfectos sufridos —incluía una detallada lista de ambos—, sus hombres estaban agotados por la enfermedad, y en cuanto a víveres y agua, la situación era mucho peor de lo que en principio supuso. En vista de todo ello —escribía— y de la información enviada por el duque de Parma según la cual contaba sólo con la mitad de los hombres que tuvo en octubre, suplicaba a su majestad considerase la conveniencia de concertar una paz con Inglaterra o de, por lo menos, demorar la empresa un año más.
La respuesta de Felipe fue inmediata y categórica. El duque tenía que hacer lo posible por remediar los mencionados fallos. Suponiendo que algunos no tuvieran solución, tendría que zarpar con menos posibilidades de las que en principio esperó, pero en todo caso quedaba obligado a zarpar a la primera oportunidad. El rey se mostraba firme en la decisión de no cambiar sus órdenes.
Es difícil decidir qué resulta más sorprendente, si el valor y la inteligencia reflejados en la carta del duque o la ciega confianza que se trasluce en la respuesta del rey. Para que un caballero español de la Edad de Oro rogase a su rey le relevara del mando antes de un ataque —por muy disparatado que éste fuese— hacía falta un valor moral tan poco corriente en aquel siglo, como corriente era el valor necesario para la materialidad de dirigir el ataque en cuestión. Nunca, nadie, había entregado a Felipe —ni volvió a serle entregado jamás— un cálculo tan íntegro y sincero de la situación en que se encontraba. Pero el caso es que desde hacía un año el rey prudente no había prestado atención a ningún prudente consejo. Era como si sólo escuchase una voz que gritaba: «¡Adelante en nombre de Dios!». La carta que dirigió a su almirante fue una repetición de esta orden.
Pero al menos no cometió el error de algún historiador del futuro. No consideró la carta del duque como prueba de que Medina Sidonia fuese un loco o un cobarde, inepto de todos modos para el cargo que ostentaba. Tampoco existen pruebas de que el intervalo de La Coruña justificase esta opinión ni diese pie a la creencia de que algunos subordinados del almirante opinasen así. El duque no confió sus recelos al consejo militar convocado en cuanto Leyva se les unió de nuevo. No creyó necesario revisar la situación con todos aquellos veteranos. Sólo inquirió si creían prudente que la flota saliese en busca de los barcos extraviados o bien que zarpase para Inglaterra o, por último, que permaneciese en La Coruña en espera de la llegada de las demás unidades. Sus oficiales replicaron, según la establecida costumbre, por orden inverso de antigüedad. Cuando les llegó el tumo, hablaron marineros y soldados. Casi por unanimidad se escogió la tercera alternativa. Parecía más prudente permanecer en La Coruña, reparar todo posible desperfecto, almacenar cuantos víveres y agua fuera dable hallar, y esperar el retomo de los barcos ausentes. Sólo un jefe de escuadra manifestó no estar conforme con la solución. Pedro de Valdés, «general» de la flota andaluza, era partidario de zarpar inmediatamente, opinando que existían pocas posibilidades de reponer las provisiones estropeadas y que con la espera su situación no haría sino empeorar. Su teoría fue final y debidamente registrada, además de lo cual escribió una carta personal al rey (en aquel tiempo la correspondencia naval no era enviada «por canales») reiterando sus argumentos y añadiendo que temía haber molestado al almirante con su obstinación. Pero ni siquiera él insinuó que su jefe fuera incompetente o que tuviese miedo.
La flota quedó dispuesta un mes después de la tempestad, pero, en resumidas cuentas, el retraso resultó provechoso. Se completaron las reparaciones necesarias; se carenaron, calafatearon y ensebaron tantos barcos como fue posible. En los puertos de Vizcaya se consiguieron algunas provisiones —galletas y pescado en salmuera—, y por si esto fuese, poco la posibilidad de alimentarse con carne fresca, verduras y pan tierno hizo maravillas entre la tripulación, mejorando su salud, sin hablar del ahorro que todo ello significaba para su almacenaje de víveres. Una de las primeras medidas que tomó el duque fue instalar un hospital en tierra para los hombres atacados de tifus. La temida epidemia fue vencida y los contingentes de soldados y marineros reincorporados dieron a la flota su antigua fuerza, salvo los normales engaños en la matrícula de revista.
Con todo, lo mejor fue que en el último momento se presentó la totalidad de barcos desaparecidos. Una parte llegó casi al Canal, uno cruzó entre las islas Scilly el cabo Lizard, apresando dos embarcaciones y acercándose a Mounts Bay sin divisar —cosa bien rara— ni un solo barco de guerra inglés. El otro, antes de volver navegando con viento del norte a La Coruña, había vislumbrado lo que bien podía ser grueso de la flota de Drake. En todo caso, hacía el 21 de julio la situación volvía a ser prácticamente la de dos meses atrás, y aunque el duque seguía preocupado —según luego se demostró, acertadamente— por las grietas de los barriles, se sabía en cierto modo mejor preparado de lo que había estado en Lisboa. Cuando finalmente la Armada, con las velas hinchadas por un suave viento del Sur, puso proa a Inglaterra, Medina Sidonia se sentía otra vez prudentemente optimista.