PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

 

No deja de ser curioso que el episodio de la Gran Armada de 1588 haya resultado durante tanto tiempo un tema tan poco grato de tratar para la historiografía española. Consecuentemente, la bibliografía inglesa sobre la «Invencible» es mucho más abundante. Durante bastantes años se vino considerando aquella derrota como un punto de inflexión en el reinado de Felipe II que marcaba el final de la etapa de indiscutible hegemonía hispana, como la bisagra que abría paso a otra época más dolorosa, de menor esplendor, en la que el Imperio de los Habsburgo españoles comenzaba a ser vapuleado por el resto de las potencias europeas. Símbolo del momento culminante en el enfrentamiento entre Inglaterra y España en la segunda mitad del siglo XVI, la propia denominación que se ha venido utilizando para designar aquel desdichado episodio revela por sí misma el grado en que el sentimiento nacionalista, herido en un lado y exacerbado en otro, ha venido interfiriendo en las diversas interpretaciones que se han hecho de los sucesos de 1588: mientras que los españoles adoptamos con docilidad el epíteto de «Invencible» que sarcásticamente acuñaran los partidarios de la Leyenda Negra, en la historiografía inglesa se le reserva con exclusividad y de forma un tanto altisonante el sustantivo «the Armada», como si aquél hubiera sido el único y definitivo enfrentamiento naval ocurrido entre ambas potencias a lo largo de toda la historia.

Quizás es por esto, por lo que en 1961 fue tan mal acogida en España la versión castellana de la obra de Garrett Mattingly, The Defeat of the Spanish Armada, publicada en Estados Unidos dos años antes [1]. Ni la precaución del editor por ocultar a los lectores el título original de la obra —reduciéndolo púdicamente a The Armada—, ni su traducción como La Armada Invencible lograron evitar el que la censura prohibiera tajantemente su distribución en España. Y eso que en el prólogo de esta primera —y frustrada— edición castellana se podían leer advertencias tan pintorescas como ésta:

«El lector español no debe olvidar que el autor de este libro es de religión protestante y como tal, adversario nato de la imperial y católica política de nuestros grandes monarcas de la casa de Austria» [2].

Probablemente ésta no pasaría de ser una de tantas anécdotas sin trascendencia sobre la censura del franquismo, que en nada se correspondía con la postura adoptada por la mayoría de los historiadores españoles de la época —mucho más honrada y profesional—, de no ser porque el vacío existente por aquel entonces en nuestra historiografía sobre el terreno de la Invencible es relativamente grave —sobre todo si lo comparamos con la abundancia de estudios realizados sobre otros episodios navales más felices, como pudiera ser Lepanto. Fue quizá la inflación de la historiografía nacionalista —con ribetes de añoranza imperial— que se produjo en los años de nuestra posguerra lo que provocó como reacción cierto repelús entre las generaciones de jóvenes investigadores a insistir sobre los tópicos más manidos y espinosos de nuestro pasado imperial. Cuando en 1959 apareció el estudio de Mattingly, hacía casi setenta y cinco años que Fernández Duro publicara su obra La Armada Invencible [3]. Unos treinta desde que Herrera Oria editara una colección documental con el mismo título [4] y alrededor de un par de años antes únicamente el duque de Maura había dado a la luz El designio de Felipe II y el episodio de la Armada Invencible [5]. Poco más se podría rastrear de interés en la historiografía española de aquella época sobre el tema de la Armada de 1588.

La historiografía anglosajona, en cambio, era y sigue siendo bastante más copiosa. Para empezar, casi todas las fuentes documentales inglesas relativas a la Invencible —al contrario que las españolas— se encuentran publicadas en los Calendars of State Papers en sus diversas series: Irlanda, Escocia, Asuntos Interiores y Exteriores y se complementan con otras colecciones como la de Laughton[6] o Corbett [7]. Es quizá debido a esta gran cantidad de documentación publicada por lo que durante mucho tiempo la mayoría de los estudios ingleses sobre la Armada utilizaron una vez tras otra las mismas fuentes; como apuntara el profesor G. Parker al respecto: «yo, algunas veces tengo la impresión de que, aunque las cartas se den de diferente manera, siempre se trata de las mismas cartas». Afortunadamente, los británicos han podido disponer recientemente de los restos de cinco barcos de la Armada —el Gran Grifón, el San Juan de Sicilia, la Girona, la Santa María de la Rosa y la Trinidad Valencera— [8], lo que les ha permitido estudiar aspectos tan importantes como la técnica de construcción naval de diversas embarcaciones o la calidad y número de la artillería empleada en la Armada, temas fundamentales en las líneas de investigación más actuales sobre el poder naval de las potencias europeas en los siglos modernos [9]. Esta ampliación temática, unida al trabajo de revisión sistemática de las fuentes clásicas británicas y españolas, ha dado lugar a que se publiquen en Inglaterra más de medio centenar de títulos durante los últimos veinticinco años, con obras tan conseguidas como The Sea farers: the Armada, dirigida recientemente por Bryce Walker [10].

Estas últimas aportaciones hacen quizá que la obra de Mattingly pueda acusar el paso del tiempo en algunos aspectos, pero su indiscutible calidad sigue aconsejando el que se reedite periódicamente en varios idiomas. En primer lugar, hay que tener en cuenta que ya en el momento de su aparición The Defeat of the Spanish Armada constituyó una novedad importante en el ámbito de la historiografía anglosajona. Su afán por realizar una síntesis lo más rica y completa posible del tema le llevó a su autor no sólo a trabajar en diversos archivos europeos hasta entonces poco explotados —como eran los de los pequeños estados italianos de Florencia, Tormo, Roma o Parma—, sino también a manejar un volumen de fuentes documentales y bibliográficas francamente respetable. Mattingly, además, era ante todo un espléndido narrador capaz de enfrascar y apasionar en la lectura de sus libros tanto al historiador profesional como al simple aficionado, como lo demostró con esa secuencia de «escenas históricas» —como él las llamaba— que componen The Defeat of the Spanish Armada, que se suceden desde la ejecución de María Estuardo, en Fotheringhay el 18 de febrero de 1587, hasta los meses siguientes al regreso a la península de los maltrechos restos de la flota de Medinasidonia. Con una imparcialidad de criterios, difícil de encontrar en otros autores, Mattingly se constituyó desde aquel momento en uno de los cronistas más sensatos y veraces de los avatares en las relaciones anglo-españolas del Quinientos.

Quizá, lo que más podamos echar de menos en algunas ocasiones en la obra de Mattingly, sea la superación de los planteamientos estrictamente políticos o religiosos de los problemas que en ella se abordan, en favor de otros de carácter económico o social menos conocidos. Hoy en día ya nadie se atrevería a escribir sobre la derrota de la Armada Invencible como de un suceso fatal e inevitable, propiciado por el desequilibrio mental o emocional de un rey anciano, encerrado en los claustros de El Escorial y aquejado de megalomanía y fanatismo religioso. La propia historiografía anglosajona ha tenido que reconocer la viabilidad del proyecto de invasión de Inglaterra puesto en marcha por España en 1588 —aunque sus consecuencias son difíciles de desentrañar [11] así como el fabuloso dispositivo bélico que supuso para su época aquella gigantesca máquina militar. Pero, además, cuando Felipe II se decidió a lanzar sus barcos contra los ingleses no estaba tan distante de los deseos o de los sentimientos de sus súbditos como pudiera creerse. Por el contrario, éstos ansiaban ver de una vez solucionado el engorroso problema inglés y la sublevación de los Países Bajos; la clase naviera y mercantil, sobre todo, que en los últimos quince o veinte años había visto sus intereses en el comercio europeo y americano seriamente amenazados, esperaba que un golpe mortal contra el enemigo haría desaparecer el peligro del Océano y convertiría de nuevo las aguas del Canal de la Mancha y del Mar del Norte en rutas transitables para los mercantes peninsulares [12]. Por desgracia, aquellas esperanzas fueron defraudadas y, si bien la derrota de la Invencible contribuyó a que Felipe II se convenciera de la necesidad de instalar en el Océano una fuerza armada permanente al servicio de la corona [13], el golpe para la marina mercante española fue muy duro. No sólo por la pérdida de hombres y navíos que representó aquella aventura, sino también por el recrudecimiento del corso y la piratería protestantes que se siguió a partir de 1589-1590 y se dilató por espacio de una década. El convencimiento de que la guerra en el Océano iba a alargarse hizo que hasta la propia corona cobrase interés por promover las correrías de corsarios españoles contra los navíos enemigos, pero aunque esta actitud indique un cambio favorable en la política naval castellana, con una mayor flexibilidad en sus planteamientos, la guerra de corso, a la larga, no hizo sino agudizar los efectos destructores sobre el comercio nacional.

En la Carrera de Indias, que fue al fin y al cabo la ruta mercantil que menos padeció a causa de la Invencible, las consecuencias de la presión ejercida en el Océano por las ofensivas de la marina inglesa durante la última década del siglo XVI no fueron especialmente graves. Desde el punto de vista de la guerra naval no sucedió nada irreparable: los galeones fueron bien defendidos y ninguna de las grandes flotas interceptada. Desde el punto de vista del botín —que es el que más clásicamente se relaciona con el corso—, las consecuencias fueron algo más graves: el profesor Parker evalúa las ganancias de los corsarios entre medio millón y un millón de ducados anuales [14]. Pero para Michel Morineau la trascendencia económica de lo que él acertadamente denomina el «efecto Drake» reside en un aspecto más sutil, menos tenido en cuenta y, sin embargo, mucho más pernicioso que los anteriores: el retraso en la llegada a la Península de la flota cargada de metales preciosos. Se produjeron así en determinados años —1594, 1597— graves crisis financieras que afectaron a toda la Monarquía, paradójicamente además en medio de un período de clara abundancia de plata: cese del flujo argentífero, inmovilización de capitales, detención de los pagos en las ferias, cédulas de seguros sin cobrar, dificultad para transmitir fondos a los Países Bajos, etc. Crisis que no resultaban de un descenso en la producción de plata, ni de la captura de tesoros a gran escala, sino del retraso de las flotas: «el oro y la plata llegaron en cantidades jamás vistas —escribe Morineau—, pero demasiado tarde y, por ello, insuficientes» [15].

En el escenario europeo no cabe duda de que la acción de los corsarios ingleses, holandeses y franceses sobre el litoral peninsular y las aguas del Canal de la Mancha tuvieron un efecto desastroso sobre la navegación mercantil española. Es cierto que en el aspecto militar, aunque no se consiguió romper el bloqueo que Inglaterra y Holanda venían ejerciendo sobre la navegación española, al menos tampoco se produjo una disminución apreciable en el poder de la Armada: durante otros diez años Felipe II pudo continuar enviando sus barcos a luchar contra los elementos. Pero la actividad comercial de los mercantes españoles —de quienes se requirió además una participación mucho más frecuente en las armadas reales— sufrió una nueva contracción y, si el volumen de los intercambios entre el Norte y Mediodía continuó manteniéndose en unos niveles aceptables, fue gracias a la canalización de la práctica totalidad del comercio exterior castellano a través de los transportistas extranjeros —en primer lugar, los holandeses— [16]. Durante la última década del siglo XVI se desarrolla en los mares septentrionales europeos una dura contienda entre dos grandes bloques: el anglo-holandés y el hispano-hanseático, siempre con una clara ventaja para el primero. En los años inmediatos a la Invencible, Inglaterra, preocupada por la posible reconstrucción del poder naval español, se obstinará en tratar de obstaculizar a toda costa la llegada hasta la Península de los cargamentos de bastimentos navales o de grano que los hanseáticos traían desde el Báltico. Para las Provincias Unidas, en cambio, el problema era más espinoso. Los navieros y comerciantes de Holanda y Zelanda estaban habituados a vivir, precisamente, del transporte de mercancías entre el Báltico y el Mar del Norte, de un lado, y la península ibérica y el litoral mediterráneo, de otro, actividad que nunca había cesado a pesar de la sublevación contra la monarquía de Felipe II. Es por esto que les resultaba imposible abandonar el comercio con los territorios hispánicos, igual que a éstos prescindir de los navíos rebeldes: eran los «enemigos complementarios».

Así pues, la situación que se originó después de la Gran Armada de 1588 no difería demasiado de la existente unos años antes, salvo quizá por un mayor grado de crispación. La Invencible —aunque fue un episodio insólito, que puso de manifiesto las deficiencias estructurales del poder naval español—, no provocó por sí misma ningún cambio trascendental en el panorama político y militar de finales del siglo XVI —ninguno, al menos, que no estuviera decidido con anterioridad. Inglaterra no consiguió dominar los mares hasta casi un siglo después; Holanda y España continuaron combatiendo en una guerra estéril todavía durante algunas décadas y Francia tardó en salir del abismo en que la habían hundido las guerras civiles de religión. Mattingly ha sabido entrever, sin embargo, un hecho sustancial: la significación que con el tiempo fue cobrando la Invencible en el inconsciente colectivo de quienes participaron o fueron testigos de aquel acontecimiento:

«Mientras tanto el episodio de la Armada, al diluirse en el pasado ha influido en la historia en otro sentido. Su leyenda, engrandecida y falseada por una dorada niebla, se convirtió en heroica apología de la defensa de la libertad contra la tiranía, mito eterno de la victoria del débil sobre el fuerte, triunfo de David sobre Goliat... Precisamente por esto, la leyenda de la derrota de la armada española llegó a ser tan importante como el hecho en sí. Y hasta quizás más importante aún».

Estamos ya a muy pocos años de que se celebre el cuarto centenario de «la empresa de Inglaterra», la Gran Armada de 1588. Posiblemente nos corresponda ahora a los españoles bucear en nuestro propio pasado y reflexionar sobre él. Existen en nuestros archivos sobradas fuentes documentales todavía inéditas para emprender ambiciosos programas de investigación sobre la Invencible y sobre la España de finales del siglo XVI. Sólo si llevamos a cabo este esfuerzo, la leyenda pueda entonces transformarse en Historia.

Carlos Gómez-Centurión

Madrid, octubre 1985