EL ORDEN QUEDA ROTO
De Calais Roads a
Gravelinas.
8 de agosto de
1588
Cuando Medina Sidonia advirtió que las pinazas no habían conseguido su intento de inutilizar a los brulotes, disparó un cañonazo, soltó amarras y se hizo a la mar para navegar de bolina. Pero esta vez la flota no cumplió la orden recibida. En lugar de ello, un terrible pánico se fue extendiendo por el fondeadero repleto de barcos. Los veteranos de las guerras de Flandes quizás habían referido demasiadas historias fantásticas acerca de los mecheros del infierno. O quizás, aunque menos probable, al ser transmitidas verbalmente las órdenes del duque sufrieron alguna trasmutación. Fuera lo que fuese, el caso es que la mayoría de los capitanes soltaron amarras para navegar de popa, dispersándose por doquier, como si tuvieran tanto miedo de sus propios compañeros como de los brulotes. La fuerte corriente y el viento que iba en aumento arrastró la desordenada multitud de barcos hacia los estrechos y las arenosas costas de Flandes. Por fin había quedado deshecho el formidable orden español.
El San Martín se adentró algo en el mar para retroceder en seguida y echar anclas a una milla más o menos, al norte del primer fondeadero. A su lado anclaron las cuatro naves que durante la pasada noche fueron sus compañeras, es decir, el San Juan de Recalde, el San Marcos y dos más, quizás el San Felipe y el San Mateo, todos ellos galeones de Portugal que como siempre ocupaban el puesto de más peligro y honor. Cuando amanecía, los cinco mencionados barcos eran cuanto podía divisarse de la gran Armada, con excepción de la San Lorenzo de don Hugo de Moncada, capitana de las galeazas, que perdió el timón y roto el palo mayor se iba arrastrando, mar adentro, como un animal herido. Desgraciadamente el timón se le enredó entre las amarras de la embarcación más cercana (barcos demasiado frágiles para aquellos mares tan rudos) y en medio del pánico reinante había sido víctima de un choque espectacular precisamente la pasada noche. Cerca del malecón de Calais humeaban los restos de los seis brulotes. En cuanto los cañones terminaron su carga ya no se registraron más disparos. Finalmente se demostró que después de todo no se trataba de mecheros del infierno.
En cuanto a los ingleses, seguían anclados en dirección sur y ocupaban el mismo fondeadero de la pasada noche, sólo que de pronto sonó un cañonazo procedente del Ark de Howard y se oyeron las trompetas a través de la distancia. Luego la flota desplegó velas, levó anclas y enarboló sus estandartes. Toda la potencia naval inglesa —ciento cincuenta barcos de vela—, los galeones de la reina, barcos mercantes bien armados y barcos de guerra particulares y algunas pequeñas embarcaciones, la Gran Flota en suma —si no de nombre por lo menos de hecho— se disponía a atacar.
Medina Sidonia tenía que decidir inmediatamente lo que hacer, pero por fortuna para estas cosas era muy rápido. Ostentaba el mando. Tenía el deber de dar la cara al enemigo, sólo en caso necesario, hasta reunir de nuevo su dispersa flota. Levó anclas y se mantuvo desafiante en los estrechos. El San Juan de Recalde y otros tres galeones quedaron tras él, navegando de bolina, con velamen ligero. Mientras recorrían el espacio libre sus pinazas se alejaron navegando de popa con la misión de reunir los desperdigados barcos para ordenarles que volviesen para ayudar a su almirante.
Howard no pudo comprobar el éxito de sus brulotes hasta que hubo amanecido. Evidentemente dos habían sido remolcados hacia tierra y el resto quizá sufrió igual suerte, ya que, exceptuando su propio resplandor, no se advertía rastro de incendio alguno. Los españoles quizá se alejaron huyendo para volver al cabo de poco y anclar de nuevo en el mismo sitio; o incluso quizá ni siquiera se movieron de allí. En cualquiera de ambos casos sólo le quedaba el recurso de intentar desalojarlos a cañonazos y tenía intención de dirigir personalmente el primer ataque. Esta vez no se produciría ningún cauteloso bombardeo de largo alcance. El énfasis con que se hace constar en todos los informes ingleses que el alcance de los disparos fue mucho más reducido en esta batalla del lunes demuestra que todos habían advertido que antes se mantuvieron demasiado lejos.
La escena que vio al amanecer cambió por completo los planes de Howard. La flota española se había dispersado. Envió sus otras cuatro escuadras a luchar con los únicos galeones españoles que estaban a la vista (concediendo a Drake el honor de disparar la primera descarga), y marchó, al frente de la suya, a capturar o destruir la gran galeaza. El desmantelado monstruo, viendo la alineación de barcos ingleses que se le echaba encima huyó desesperadamente hacia el refugio de la bahía de Calais. La marea que decrecía rápidamente, el fuerte oleaje, la ausencia de timón y el poco conocimiento del contorno de la costa imposibilitaba la fuga y por fin el violento esfuerzo de los galeotes moviendo los enormes remos sólo consiguió empujar la galeaza aún más hacia la orilla, donde quedó zozobrando, más y más inclinada de costado mientras el agua disminuía bajo ella, la cubierta ladeada hacia el lado de la playa, las baterías apuntando inútilmente hacia el cielo y casi pegada a los muros del castillo de Calais.
No obstante, el incidente resultó para los ingleses algo exasperante. Los galeones ingleses tenían mayor calado que los españoles y las galeazas bastante menos que los galeones. La San Lorenzo había embarrancado demasiado cerca de la orilla para ser destrozada a cañonazos. Howard destacó una flotilla de botes auxiliares para abordarla, la cual durante un buen rato tuvo verdaderamente mucho quehacer. La San Lorenzo estaba tan ladeada que no podía situar ninguno de sus cañones en posición de tiro, pero la misma circunstancia sirvió para que su tripulación se resguardase y para que sus costados resultasen difíciles de escalar. Por un corto espacio, los botes hicieron girar el timón, cautelosamente, dejando la galeaza atrás para adentrarse en el mar (había poca profundidad de agua para dar la vuelta y acercarse a su parte más vulnerable, la que daba a la costa) sin que entretanto cesasen los rápidos disparos de arma de fuego por ambas partes. Sus repetidos intentos de abordaje fracasaron, y pronto el interior de los botes comenzó a llenarse de muertos y heridos. Seguidamente una bala de mosquete atravesó la cabeza de don Hugo de Moncada y los defensores que por él se mantenían en sus puestos, viendo pocas probabilidades de triunfo en semejantes condiciones de lucha, optaron por abandonar la embarcación. Saltando, pues, por la borda de la parte de tierra se dirigieron hacia la orilla para huir por la costa después. En cuanto a los ingleses, habían entretanto comenzado a subir a bordo por el otro lado y también por los cañones de babor.
El botín les pertenecía por derecho de conquista, según el código de la guerra, y Gourdan, gobernador de Calais, así lo admitió. Pronto, pues, cargaron con todo lo que de valor había susceptible de ser cargado por los hombres, pero el gobernador indicó, en cambio, que la nave, con cañones y aparejos incluidos, le pertenecía. No obstante, comprendiendo de pronto que su advertencia caería en saco roto y que seguramente los ingleses acabarían saqueando a los ciudadanos de Calais, abrió fuego contra sus botes desde el castillo. Tuvo que hacerlo así para convencer a los marineros que volviesen a bordo de sus barcos, donde Howard estaba impaciente por unirse a la batalla ahora lejana.
Resulta extraño que el saqueo de un barco fuese motivo suficiente para mantener a una poderosa escuadra alejada durante horas del escenario de la lucha. Pero hay que recordar que la San Lorenzo era la mejor nave, dentro de las de su formidable estilo, de la Armada y que precisamente había dado mucho que hacer al enemigo en el Canal. Howard creyó que merecía la pena retrasarse un poco para estar seguros de que la dejaban inservible. Cuando los botes volvieron le fue asegurado que, en efecto, así quedaba y que nadie podría ponerla a flote otra vez. (Así fue, ciertamente. La San Lorenzo acabó pudriéndose bajo el castillo de Calais.) Howard, pues, puso proa al lugar en donde seguía resonando el tronar de los cañones.
De la última batalla de la Armada a la altura de Gravelinas, como de todas las batallas del Canal, sólo se tienen ligeras noticias. Ninguno de los bandos dejó un informe satisfactorio de los movimientos siquiera de un barco. Al velo de niebla en que generalmente se envuelve la guerra en el mar —humo, estruendo, peligro, confusión, tantas cosas que hacer en tan poco tiempo— se unía, como en anteriores ocasiones, el hecho de que nadie entendiese las nuevas armas empleadas ni supiese tampoco la táctica por ellas requerida, empeorado todo por la circunstancia de que durante la lucha del lunes el tiempo empeoró más aún, siendo terrible, con mucho viento, mar encrespado y una visibilidad limitadísima.
Algunas cosas aparecen claras. El viento debió de soplar del Sursudoeste, aunque quizá sólo fuese una fuerte brisa por la mañana o un airecillo moderado. El San Martín y sus acompañantes navegaron seguramente de popa, aunque con velas poco hinchadas, a través de los estrechos y en el mar del Norte; el San Martín, en último lugar, y el San Juan, con una o dos naves más, a sotavento. Aun en aquellos momentos, Medina Sidonia debía de seguir preocupado por llevar a su dispersa flota lejos de los peligrosos bancos de Dunquerque, hacia alta mar. Quizá pretendía que los barcos dispersos que se hallaban a sotavento se uniesen al San Juan de Recalde y los otros más cercanos al San Martín. Acerca de esto nada se sabe. En todo caso este avance suyo hacia el Norte obligó a los ingleses a una caza tras la estela, que retrasó el comienzo de la batalla.
Siguiendo las indicaciones del Lord Almirante, desde el Revenge, sir Francis Drake lanzó la primera descarga. Mientras los ingleses se aproximaban, la nave capitana española viró para presentar su flanco al enemigo, y por un intervalo de tiempo, mientras se acortaba la distancia entre el Revenge y el San Martín, ambas naves dejaron de disparar. Los ingleses esta vez estaban decididos a hacer blanco con cada bala y los españoles, como disponían de pocas municiones, se veían obligados a hacer lo propio. Hasta que los barcos no estuvieron a una distancia de «medio tiro de mosquete» (¿unas cien yardas?) no disparó el Revenge sus cañones de proa y en seguida los de costado, que inmediatamente recibieron la respuesta del tronar de los del San Martín. Tuvo que ser en este intercambio de disparos cuando el Revenge fue «asaeteado por balas de cañón de todos los tamaños», según Ubaldini. Tras el Revenge navegaba Fenner en el Nonpareil, seguido por el resto de la escuadra de Drake, y todos, al acercarse, fueron disparando sus baterías exponiéndose a la justa réplica del San Martín. Luego, la escuadra partió en pos de su comandante, rumbo al Nordeste, para perderse de vista por un buen rato, según afirmaron algunos de los supervivientes.
Esto no quiere decir que en otro lugar no hubiesen realizado un buen trabajo. Corbett supone que Drake comprendió que el objetivo táctico más conveniente entonces estaba más allá, a sotavento, donde los galeones más potentes intentaban salir del bajío para alinearse de nuevo, en aguas más profundas, y quizá no se equivocase. Sin duda, éste era el punto vulnerable. Evitar que fuese restablecido el orden de la flota dispersa parecía logro mucho más decisivo que la captura o hundimiento del San Martín. El punto de vista táctico de Drake no se alteró ante el hecho de que sir Martin Frobisher, que navegaba tras él, no lo aprobase. Algún tiempo después, en Harwich, ante el propio lord Sheffield y otros personajes, Frobisher habló de este modo: «El (se refería a Drake) llegó fanfarroneando, seguidamente atacó de proa y de flanco; luego se mantuvo de orza y se alejó alegrándose de escapar, no sé decir si como un cobarde bribón o traidor, pero juro, sin duda alguna, que como uno u otro.»
Frobisher estaba molesto con Drake por otro motivo y tenía el genio vivo, hablando siempre más de lo que realmente deseaba decir. El caso es que, desde luego, nunca comprendió el plan de Drake ni intentó secundarlo. De haberlo hecho así, quizá habrían triunfado.
En lugar de ello, Frobisher quedó rezagado y luchó con el San Martín. El Triumph tenía castillos más altos y mayor capacidad también que su adversario. Frobisher se aproximó a la capitana española, sin intentar el abordaje, disparando continuamente sus grandes cañones, mientras el resto de la escuadra navegaba junto a la proa, popa y a sotavento del San Martín, acribillando de balazos su parte de arriba. Cuando se presentó Hawkins en el Victory era como si Medina Sidonia estuviese luchando solo o casi solo contra toda la flota inglesa. El San Marcos de Portugal, con el marqués de Peñafiel y otros individuos de linaje ilustre a bordo, en calidad de caballeros de la aventura, nunca se alejó demasiado del almirante. Había podido impedir el avance de algunos barcos de la escuadra de Drake participando luego en la lucha y, como el San Martín, replicando al fuego enemigo no sólo con sus tristemente limitados cañones grandes, sino también con mosquetes y arcabuces, ya que la distancia era reducidísima.
Cuando se presentó la totalidad de la escuadra de Hawkins, otros barcos españoles comenzaban a unirse a la lucha. Eran los de siempre —nombres ya familiares— que habían soportado duros ataques a lo largo del Canal: los galeones de Portugal, los de Castilla, la carraca de Leyva y la de Bertendona, el galeón de Florencia, la capitana de Oquendo y dos o tres embarcaciones vizcaínas entre las mayores y mejor armadas, como el Grangrin. Al principio sólo fueron siete u ocho, después quince, luego veinticinco. No ya en la familiar formación de media luna, sino únicamente su perfil aproximado, tras cuya barrera podían alinearse los barcos más frágiles y lentos. Cuando Seymour y Wynter se unieron a la lucha, encontraron a los españoles nuevamente en formación casi regular. «Empezaban», según Wynter refiere, «a formar la media luna, el almirante y vicealmirante en medio con el grueso de unidades, y en ambos lados, en sus flancos, las galeazas, la flota armada de Portugal y otras excelentes embarcaciones, hasta un total de dieciséis en el sector al parecer destinado a las naves más importantes». Recuperar la formidable, pero engañosa alineación en las primeras tumultuosas horas de la mañana del lunes fue una de las más notables hazañas de la disciplina y pericia de los marinos españoles. Sin la dirección de Media Sidonia y el inquebrantable valor de su acción de retaguardia, jamás habría podido llevarse a cabo.
Contando con gran valor y con jefes audaces por ambas partes, la victoria es siempre de quien mejores barcos y mejores cañones posea. La superioridad de los barcos ingleses ha sido demostrada ya repetidamente. Podían llevar ventaja al enemigo en cuanto lo deseasen, mantenerse a barlovento, elegir la distancia de tiro y romper contacto en el momento que se les antojase. Los españoles estaban dispuestos a admitir la superioridad de los cañones y la artillería inglesa, pero allí, a la altura de Gravelinas, la principal superioridad de Inglaterra radicaba en el hecho de disponer aún de municiones. Cuando decidieron acortar distancias según lo acordado el domingo por la mañana, no podía saber lo muy cerca de ellas que se encontraban los españoles, pero en la segunda fase de la batalla del lunes, cuando las cinco escuadras inglesas acosaban y empujaban la media luna española intentando destrozarla, advirtieron claramente que podían acercarse mucho más sin recibir daño.
No obstante, los ingleses seguían calculando la posible distancia más efectiva. Sir Richard Hawkins solía decir posteriormente: «Cuanto más cerca, tanto mejor». Había ostentado el mando del Swallow en la escuadra de su padre y aprendido mucho con la experiencia de la campaña. Pero a la distancia mantenida el lunes, los cañones ingleses podían hacer verdaderamente un gran estrago. La fuerte capa de buen roble español que protegía la parte inferior de los galeones no quedó destrozada en la mayoría de los casos, pero sí acribillada de agujeros. Antes de finalizar la batalla, la mayor parte de los barcos de primera línea de la Armada hacían agua y algunos estaban heridos de muerte. La parte superior era, todo lo más, resistente a las balas de mosquete. Al caer la noche estaban hechas astillas. La mortandad en las cubiertas superiores fue seguramente terrible.
Los españoles lucharon con gallardía. Varias veces uno u otro galeón pugnó desesperadamente por el abordaje. Al fin y al cabo, era la única oportunidad que tenían para luchar en igualdad de condiciones. El San Martín, que había recibido daños muy serios en la primera fase de la lucha, más tarde, por lo menos dos veces, se lanzó al centro de la refriega para rescatar un barco en peligro. La tripulación de una urca vio pasar la gran carraca de Bertendona con la cubierta llena de muertos y heridos, los cañones silenciosos, la sangre manando por los imbornales, pero con los mosqueteros preparados en lo alto de sus alcázares mientras luchaba tercamente por ocupar de nuevo su puesto en la alineación. El San Mateo, que dos veces se encontró cercado y en lucha con el circundante enemigo, todavía estaba en peor situación. Más de la mitad de sus hombres, soldados y marineros, habían muerto o estaban heridos de gravedad: tenía los grandes cañones inutilizados y presentaba más agujeros que un cedazo, por lo cual iba haciendo agua y hundiéndose lentamente. No obstante, cuando el San Martín se acercó para prestarle ayuda y el almirante se ofreció para desalojar sus oficiales y la tripulación, don Diego de Pimentel rehusó orgullosamente abandonar el barco. Más tarde, un galeón inglés —quizás el Rainbow de Seymour—, impresionado por un sacrificio tan heroico como inútil, se acercó lo suficiente para que un oficial pudiera ofrecer favorables condiciones de rendición. Fue acogido con un balazo de mosquete que le dejó en el sitio, y el San Mateo siguió soportando andanada tras andanada, siempre correspondiendo con un casi inútil chisporroteo de armas pequeñas.
Por entonces Medina Sidonia estaba siendo testigo de cómo su alineación, conseguida otra vez a fuerza de sacrificios, se venía nuevamente abajo ante sus propios ojos, quedando unas naves aisladas, separados los grupos y la masa total de embarcaciones cada vez más indefensas, inexorablemente concentradas en los arenales de Flandes. El Lord Almirante llevaba mucho rato allí y, fuese o no por seguir el ejemplo de Drake, el caso es que el sector de más fuerte ataque por parte de los ingleses era el ala de la Armada situada a barlovento. Debían de ser las cuatro. La batalla había comenzado una o dos horas después del alba. Al parecer, les sobraba tiempo para acabar con la flota española antes de la puesta de sol.
Entonces, cuando parecía que una hora iba a bastar para que la Armada se disgregase y la mayor parte de sus barcos terminasen embarrancados en la playa, se desencadenó un violento temporal con cegadores torrentes de lluvia. Por espacio de unos quince minutos, los ingleses estuvieron demasiado ocupados procurando no chocar unos con otros para seguir acuciando al enemigo. Cuando nuevamente pudieron dedicarles su atención advirtieron que los españoles habían conseguido alejarse hacia el Norte y que, fuera ya de su alcance, maniobraban para recuperar, ante los ojos del enemigo, su alineación de siempre, es decir, la vieja y fuerte media luna. Luego, retador, el San Martín acortó velas y la reorganizada flota imitó su ejemplo. Los baqueteados españoles se aprestaban de nuevo al combate.