EL TARDÍO MILAGRO
Bancos de Zelanda y mar del
Norte.
9 a 12 de agosto de
1588
Los ingleses no volvieron a atacar. Y no, según se cree, porque al ver la flota española nuevamente alineada se sintiesen desalentados (la habían disgregado una vez y sabían que podían conseguirlo de nuevo, en cuanto se lo propusiesen), sino más probablemente porque durante la pausa de la batalla el alto mando había comprobado que la mayor parte de sus barcos habían consumido todas o casi todas las existencias tanto en pólvora como en balas. Tenían municiones para aguantar escasamente una hora de lucha como las cuatro recién transcurridas. Así pues, por el momento parecía suficiente no perder de vista a la Armada mientras pedían refuerzos para terminar la tarea. De hecho, desde aquel instante ninguna de ambas flotas estaba en situación de librar una batalla a base de disparos de cañón, pero ninguna de ellas conocía tampoco el grado de debilidad de la contraria.
Aquella noche Howard escribió a Walsingham: «He recibido vuestra carta en la que solicitáis el envío de una estadística de la pólvora y municiones necesitadas aquí.» (¡Mojigatos burócratas!) «Dado lo ambiguo de la situación, es imposible redactarla; os ruego, por lo tanto, enviéis a la mayor brevedad posible todo cuanto tengáis a mano». También decía necesitar víveres. Seguidamente ofrecía un pequeño resumen de los acontecimientos del día. «Desde entonces (desde la mañana) les hemos mantenido en situación de lucha, poniéndolos en grandes aprietos, pero su flota está compuesta de barcos espaciosos y de mucha potencia», explicaba, añadiendo en una posdata: «Su flota es maravillosamente grande y fuerte, pero poco a poco la vamos desplumando», valorización harto modesta de la campaña hasta la fecha, y sin la más pequeña esperanza de que la misma tocase a su fin.
Drake parecía más satisfecho de los resultados de la batalla. «Dios nos ha concedido un día tan excelente, para obligar al enemigo a marchar lejos, a sotavento, que por Dios espero que el príncipe de Parma y el duque de Medina Sidonia no puedan, por ahora, estrecharse la mano, y que si consiguen encontrarse alguna vez, ninguno de los dos se regocije recordando lo ocurrido en esta fecha.» No obstante, su posdata resulta aún más enfática que las de Howard: «Hay que procurar ante todo que no sean enviadas municiones y provisiones, no importa dónde el enemigo decida marchar». Lo mismo que Howard, Drake no adivinó ni por un instante que no volverían a luchar con la Armada otra vez.
A decir verdad, la situación de la flota española era desesperada. Según comprobó el duque, tenían aún algo de pólvora, pero prácticamente ninguna bala de cañón. Por primera vez la Armada había recibido un golpe serio. La mayor parte de los barcos de primera categoría hacían agua, habían perdido mástiles y aparejos y en sus cubiertas se amontonaban los escombros. Todo habían sufridos importantes daños y algunos quedaron inutilizados. Durante la borrasca, uno de los grandes barcos de Vizcaya, la María Juan, que fue aislado y bastante cañoneado a primeras horas de la mañana, se había hundido, aunque poco antes pudo salvarse a toda su tripulación. Cuando comenzaba a anochecer, el San Mateo y el San Felipe, tan inundados que evidentemente no se podían mantener a flote muchas horas, se desviaron avanzando vacilantes hacia los bancos de arena existentes entre Nieuport y Ostende, donde quedaron encallados. Por la mañana, los filibotes de Justino de Nassau los saquearon violentamente. Un mercante armado de la escuadra de Diego Flores que había quedado rezagado se hundió a la vista de ambas flotas.
Durante la noche el viento sopló más fuerte aún y la Armada corrió ciegamente hacia Estenoreste, remontando la costa con los ingleses en pos. El momento de mayor peligro fue el martes 9 de agosto, por la mañana temprano. Medina Sidonia se mantenía en la retaguardia reforzado por Recalde en el San Juan, la carraca de Leyva, el fiel San Marcos, un galeón de Castilla y las tres galeazas todavía existentes. El resto de la Armada estaba algo distante, a sotavento, y en barlovento de la retaguardia, a una distancia de disparo largo de culebrina, seguía el grueso de la flota inglesa. El viento había amainado un poco, pero soplaba del Noroeste, y aun navegando tan de bolina como les era posible, los españoles no podían llegar a alta mar. Lo que más le preocupaba era el cambio de corriente efectuado y el declive de los mares y el color —también distinto— del agua en la lejanía y hacia el mar por la proa de babor. De seguir todo igual, la Armada se encontraría en los arenales de Zelanda antes de media hora.
Era mejor morir luchando que ahogarse sin pelear. Medina Sidonia se detuvo y su pequeña retaguardia le imitó. Seguidamente envió unas pinazas ordenando a los barcos de primera línea que anclasen en espera del enemigo o, mejor aún, que virasen para salirles al encuentro. Algunas naves se aprestaron a obedecer. Entretanto, oficiales y soldados confesaron y comulgaron preparándose luego para recibir al enemigo con las pocas balas de que disponían —todas de armas pequeñas— y también con armas blancas. Pero los ingleses se mantenían lejos, avanzando y retrocediendo mediante cortas viradas. Los pilotos no necesitaron decir al duque el motivo de esta actitud. Aun permaneciendo quietos, el viento y la corriente empujaban la retaguardia hacia sotavento. No podía esperarse que las anclas se mantuviesen fijas en tan movedizas y cambiantes arenas. La flota que iba en cabeza no podía tomar más rumbo que el que seguía y que en pocos minutos había de arrastrarla a la gran catástrofe. Los ingleses seguían manteniéndose apartados para ser testigos de la destrucción de sus enemigos por la mano de Dios.
Los pilotos persuadieron al duque de que no había más solución que la de mantener la anterior ruta, intentando adentrarse en el mar. La sonda del San Martín marcó siete nudo, luego seis... El calado era de cinco. En cualquier momento los barcos que iban en cabeza comenzarían a chocar. Hasta parecía extraño que alguno no hubiese chocado ya. En adelante, las olas los reducirían a pedazos más rápidamente que las andanadas inglesas. En aquellos momentos todos los hombres de la Armada con sentido común tuvieron que ver muy cercano su fin. Se ignora cuáles serían sus preces y también los votos que pudieron hacer. Sólo se sabe que cuando comenzaban a abrazarse los unos a los otros para mitigar el golpe que presentían, el viento cambió; giró del todo en la brújula, hacia el Sudeste, según afirma un embelesado testigo del hecho. Lo más probable es que el cambio fuera hacia el Oestesudoeste —según el propio duque declaró—, pero tan rápido y repentino que incluso las naves que iban en cabeza pudieron eludir los traicioneros bancos de arena, internándose toda la Armada mar adentro. Y tanto el duque como su capellán tuvieron la absoluta certeza de que la flota había sido salvada por un milagro de Dios.
Por supuesto no era la clase de milagro con que contaron el rey Felipe y su almirante, porque si bien la Armada se había salvado, los ingleses estaban menos derrotados que nunca. Recalde, con su humor lleno de ironía, bien pudo reflexionar después que «la divina intervención» —si es que un cambio de viento al final de una tormenta puede calificarse de milagro— se había producido con bastante retraso teniendo en cuenta toda la campaña». Sin embargo, Recalde era lo suficientemente buen marino para reconocer que desde que la Armada entró en el Canal, el tiempo había sido mejor de lo que nadie se hubiese atrevido a esperar. Los ingleses seguramente opinarían igual. La inexplicable huida de la Armada les molestó tanto que nunca la mencionan, y si bien el hecho no debilitó la confianza que en Dios sentía Drake, ni su anhelo por luchar de nuevo, a brazo partido, con el enemigo, sí hizo que tanto él como Hawkins y el Lord Almirante anhelasen más que nunca el recibo de víveres, pólvora y municiones. Mientras tanto, «adoptando una jactanciosa actitud», los ingleses siguieron en pos del enemigo como si nada les faltase.
Aquella noche se reunió consejo militar en ambas naves insignia. En el del Ark Royal dominó la ansiedad, pero fue corto. Todas las naves seguían a flote y sus desperfectos carecían de importancia, todo marchaba bien menos la reinante escasez de municiones y la escasez de víveres que se avecinaba ya. Con la esperanza de que pronto se recibirían provisiones, se decidió que la flota principal siguiese a los españoles mientras existiera el peligro de que intentaran desembarcar en Inglaterra o Escocia. Seymour, no obstante, volvería con su escuadra a Downs para vigilar al duque de Parma, de lo cual Seymour protestó, dolido y ultrajado, ya que en su opinión el servicio prestado en Gravelinas le autorizaba a permanecer en el puesto de peligro y quería luchar de nuevo con los españoles, aunque fuese cuerpo a cuerpo y con arma blanca. Abiertamente acusó a Howard de intentar reservarse toda la gloria, pero el Lord Almirante se mostró firme. Alguien tenía que quedarse para detener a Parma si intentaba pasar, y al parecer no confiaba demasiado en los holandeses para tal operación. El mismo día en que los filibotes de Justino de Nassau se apoderaron de dos galeones enemigos consiguiendo que ni siquiera una pinaza asomase por Dunquerque y Nieuport, Howard había escrito: «No hay ni un holandés ni un zelandés por los mares». Conocía menos los movimientos de sus aliados que los de sus enemigos. Pero no existen indicios de que pensara en su propia gloria u otra cosa que no fuera salvar a Inglaterra. Tenazmente, pacientemente, se proponía mantener a sus barcos interponiéndose entre el enemigo y las costas de su país.
El consejo celebrado en el San Martín fue más largo y difícil. Casi todos los barcos de guerra de primera categoría tenían que notificar importantes daños. Todos los barcos habían sufrido destrozos, muchos de ellos tan importantes que ya no podrían volver a luchar. Las municiones escaseaban enormemente. No parecía que la Armada tuviera, en próximas operaciones, muchas oportunidades. Y, sin embargo, el consejo votó por unanimidad y por razones no especificadas que si el viento cambiaba en los próximos días volverían al ataque, intentando conquistar un puerto inglés, o luchando por conseguir el retomo a través de los estrechos. Una de las razones no especificadas era la escasez de víveres y agua que se avecinaba, lo cual hacía peligroso un viaje largo. Pero probablemente la principal razón era idéntica a la que mantenía a Howard tenazmente en pos de ellos. Mientras existiese una ocasión, por pequeña que fuese, tenían que intentar cumplir su misión. Cualquier cosa era mejor que volver a España admitiéndose derrotados. No obstante y de mala gana, acordaron que si el viento se mantenía en la misma cuarta cuatro días más, de forma que alcanzasen el mar de Noruega tendrían que intentar la vuelta a la patria por la ruta Oeste, es decir, dando un rodeo a las islas Británicas. No podían arriesgar más su margen de seguridad, y si ya nada más podían hacer, resumió el duque, era deber de todos salvar tantos barcos del rey como pudieran.
El viento se mantuvo igual. Las dos flotas navegaron hacia el Norte, pasando la altura de Hull y Berwick. En la tarde del cuarto día, viernes 12 de agosto, a unos 56° latitud norte, los ingleses viraron poniendo proa al Firth de Forth. Howard se daba por satisfecho con que los españoles no intentasen desembarcar, ya que en sus barcos empezaba a escasear el agua y los víveres.
Desde la cubierta de popa del San Martín, Medina Sidonia observó cómo los ingleses navegaban de bolina, alejándose más y más. Desde la primera y terrible batalla sostenida a la altura de Plymouth hacía dos semanas, puede decirse que no se había movido de su puesto. Muchos hombres cayeron a su lado —un grumete, un mosquetero, un contramaestre y algunos ilustres caballeros de España—, pero aparte de su pierna envarada debido a una cuchillada en el muslo que recibió durante el combate del lunes por la mañana, el almirante estaba ileso. De vez en cuando había bajado para tomar algún alimento o dormir unas horas, pero la mayoría de las veces sólo comió, o dejó sin tocar, lo que le iban subiendo a cubierta, permaneciendo apoyado en el coronamiento la mayor parte de las cortas noches. Allí continuaba, mirando cómo las odiadas y familiares gavias se desvanecían hacia la parte oeste. Vestía sólo jubón, calzas y esclavina. Había cedido su capote de mar a fray Bernardo de Góngora, del Nuestra Señora del Rosario, quien no trajo ropaje, y su otra capa cubría el cuerpo de un muchacho herido, abajo, en su camarote. Hacía frío. Pero siguió apoyado en el coronamiento hasta mucho después de que la última gavia se perdiese en la noche. Si alguna vez, mientras navegaban por el Canal, se preguntó si la Armada avanzaba triunfante o bien escapaba del enemigo, ahora ya no cabía la menor duda. Lo que estaban haciendo era huir. Huir, aunque los ingleses no les persiguiesen ya. Estaban derrotados. Hizo cuanto pudo, pero lo que pudo no fue suficiente. ¿Quizá un hombre de más experiencia, más capacitado...? Francis Drake había dicho un día que obligaría al duque de Medina Sidonia a desear hallarse en El Puerto de Santa María, entre sus naranjos. Nade sabe si el duque, en aquella precisa noche, así lo deseó.