EL DÍA FELIZ

Coutras, 20 de octubre de 1587

CAPÍTULO
XIII

El rey de Navarra y su ejército habían caído en una trampa. El grueso de las tropas hugonotes difícilmente podría eludir la poderosa hueste católica que tan de súbito se les echó encima. Su única, desesperada, posibilidad de salvación radicaba en enfrentar toda la tropa hugonote con el ejército católico en desigual batalla. De correr este riesgo, lo más probable era que el pequeño ejército con sus nobles jefes Borbones quedara destrozado; golpe serio éste para la causa protestante en Francia y toda Europa, junto al cual la pérdida de Sluys aparecería como una amputación de menor importancia, victoria para la fe por cuya obtención Felipe de España sacrificaría gustoso media docena de ciudades como Sluys.

Con su acostumbrado arrojo, Enrique de Navarra había conducido unas tropas de selección, la flor del ejército hugonote, desde las costas de Vizcaya, donde los católicos creyeron poder acorralarlos, a través del frente enemigo hacia Bergerac y las colinas. El grueso de la escogida tropa y con ella el propio Enrique de Navarra, sus primos Borbones, Condé y Soissons, y muchos famosos capitanes hugonotes, durmieron la noche del 19 de octubre en la pequeña población de Coutras entre los ríos Dronne e Isle, en la carretera que va de Tours y el Norte, a través de Poitiers, hasta Burdeos. Los capitanes hugonotes despertaron violentamente en el gris amanecer del día 20, para oír el lejano rumor de los disparos de pequeñas armas en los bosques del norte de la población, y saber que el poderoso ejército del rey —al que precisamente trataban de esquivar—, mandado por el duque de Joyeuse, tras una marcha nocturna se había lanzado sobre ellos, estableciendo contacto con sus avanzadillas. Una hora después, acaso antes, Joyeuse los tendría encerrados en la confluencia del Dronne, que cruzaran el día anterior, y el Isle, que esperaban cruzar aquella mañana.

Era una mala posición para ser atrapados en ella. El pueblo, apartado e indefendible, en que se habían acuartelado se extendía a lo largo de una estrecha franja de terreno entre ambos ríos, un callejón sin salida cuya entrada cerraba el duque de Joyeuse. Para empeorar las cosas, la retaguardia —un escuadrón de caballería y algunos arcabuceros— aún no habían cruzado el Dronne, mientras que la vanguardia —tropa de caballería ligera, dos extenuados regimientos de infantería y los tres cañones que formaban toda su artillería— cruzaba ya el Isle, en marcha hacia las protectoras plazas fuertes del Dordogne. Si se apresuraban, Enrique de Navarra, sus primos y capitanes, con la mayor parte de la caballería, aún podrían huir, siguiendo a la vanguardia a través del estrecho y profundo vado del Isle. Al grueso de la infantería habría que dejarlo atrás comprando con sus vidas el tiempo necesario para que la caballería escapase. De esta forma, al menos los jefes podrían salvarse. Si en el futuro alguien les seguiría o no, era otra cuestión.

Por otro lado, si se quedaban, presentaban batalla y les derrotaban, sólo algunos pocos sobrevivirían. Los ríos que corrían juntos a su espalda eran demasiado hondos para ser vadeados; su corriente demasiado rápida para pasarla a nado. El único puente al final de la calle del pueblo era excesivamente estrecho y el ejército católico de Joyeuse no ofrecía cuartel.

Si la caída de Sluys había mutilado la resistencia protestante, la destrucción del ejército hugonote y sus jefes la dejaría casi paralizada. Aquí y allá tal vez quedasen aisladas bolsas de resistencia, pero el poder protestante en Francia tendría en adelante quebrada la columna vertebral y el futuro pertenecería, durante un tiempo, a la casa de Guisa-Lorena, a los fanáticos partidarios de la Santa Alianza y la que financiaba a ambos, el rey de España. Sería un día terrible para los rebeldes de los Países Bajos y quizá aún peor para su tesorero —reacio capitán general de la causa protestante—, Isabel de Inglaterra. En cuanto Enrique III quedase completamente sometido a los Guisa y a la Alianza (como ocurriría con toda seguridad una vez derrumbada la oposición hugonote y extinguida la línea de los Borbones), no sólo desaparecería la amenaza al flanco del duque de Parma, sino que los puertos del canal francés ofrecerían bases seguras para la invasión de Inglaterra y los barcos y hombres franceses reforzarían la armada española. Este era el fin que perseguía la diplomacia de España desde que murió el último heredero de la casa de Valois, apoyándose en la habilidad de los jesuitas, la elocuencia de las órdenes de predicadores, la autoridad de Roma y las fuerzas del renaciente catolicismo militante de la Contrarreforma. Los diplomáticos españoles podían fácilmente manejarles a todos porque estaban inspirados e influidos por ellos y tan seguros de que España era el instrumento elegido para que Europa volviese a la verdadera fe, que los intereses de España y los intereses de la Iglesia de Dios en su sincera opinión les parecían los mismos.

En Francia dirigieron las fuerzas de la Contrarreforma con tanta habilidad que desde hacía más de dos años los hugonotes ya no luchaban por el triunfo de su fe y el establecimiento del reino de Dios, sino por su propia vida. Eran, según recientemente había escrito el secretario del rey de Navarra, protagonistas obligados de una tragedia en la que participaba toda Europa. En julio de 1585 entraron en escena. Hacía trece meses que había muerto el último heredero de los Valois. Un año casi desde que una bala asesina derribó al príncipe de Orange. Siete meses desde que los Guisa y los miembros de la Santa Alianza habían firmado el tratado secreto de Joinville para fomentar la guerra civil que Felipe II necesitaba en Francia, mientras él se ocupaba de los herejes de Holanda y quizá de Inglaterra. En julio de 1585, Enrique III, presionado por la Alianza, revocó los edictos reales de tolerancia y declaró a la Iglesia Reformada fuera de la ley. En septiembre, el nuevo Papa Sixto V denunció en una terrible encíclica, a Enrique de Navarra como hereje reticente, privándole de sus estados, relevando a sus vasallos de todo deber de lealtad y declarándole incapacitado para heredar el trono de Francia.

Así empezó la «Guerra de los Tres Enriques»; Enrique de Valois, rey de Francia, último superviviente masculino de la dinastía, contra Enrique de Borbón, rey de Navarra, su heredero según la ley Sálica, ambos instigados secretamente por Enrique, duque de Guisa, de la semiextranjera casa de Lorena, único de los tres Enriques que podía beneficiarse de la situación. Una genealogía de la casa de Lorena le hacía descender de Carlomagno, y había quien afirmaba que por ello el duque de Guisa tenía más derechos al trono de Francia que ningún descendiente de Hugo Capeto. Probablemente nadie se hubiese atrevido a hacer semejante afirmación en voz alta en circunstancias normales. Pero el heredero de la corona de Francia era un hereje, jefe más o menos reconocido del partido hugonote. Acuciadas por los predicadores, las masas de París estaban dispuestas a sublevarse antes que acatar a un rey protestante. Financiados por España, los magnates de la Santa Alianza parecían dispuestos a una guerra a muerte contra los herejes, tanto si el rey de Francia estaba en su favor como en contra, puesto que en ambos casos su fe y su codicia saldrían ganando. La mezcla de tan poderosos intereses hizo de la «Guerra de los Tres Enriques» la más enconada de cuantas se habían conocido después de la matanza de San Bartolomé.

Enrique de Navarra conminó a sus partidarios a resistir. Replicó al edicto real con una enérgica protesta acerca de su lealtad personal y la de sus correligionarios. Contestó a la encíclica del Papa con una picante carta dirigida a «Monsieur Sixto», que algún atrevido colocó en la estatua de Pasquino con la consiguiente mezcla de ira y diversión por parte de Su Santidad. Y mediante una hábil campaña que combinaba ataques de guerrillas con decidida resistencia en puntos estratégicos, consiguió al menos retrasar el avance de la pujante marea católica. Pero, según después solía decir, «en aquel otoño el bigote se le había vuelto blanco de pura ansiedad»; ansiedad que le mantuvo clavado en su silla de montar mientras hubo un solo enemigo sobre el campo de batalla y hasta que su cuerpo delgado, enjuto, quedó en los puros huesos debido al cansancio. Sabía que él, personalmente, y también su causa y su pueblo corrían mortal peligro.

Después de Enrique de Guisa no existía en Francia otro católico más peligroso para los hugonotes que el comandante del ejército real, del sur del Loire, Anne, duque de Joyeuse. Este apuesto mancebo había ascendido vertiginosamente, antes de alcanzar los veinticinco años, desde la oscuridad al duquesado y al matrimonio con una hermana de la reina y, por tanto, a la categoría de cuñado del rey, señor de vastos estados, gobernador de espaciosas provincias y almirante de Francia. Probablemente lo que más contribuyó a su rápida carrera ascendente fue la debilidad que sentía Enrique III por los muchachos jóvenes y hermosos. Pero otros mignons —perfumados jovenzuelos de largos cabellos que se movían afectadamente y no dejaban de reír alrededor del rey— eran, según, se dice, igualmente bellos. Algunos demostraron poseer su mismo valor físico. Unos pocos eran tan pendencieros como él y casi tan cínicos. Lo que le distinguía de los demás es lo que, precisamente en otro favorito real, ha sido llamado pasión de mando. Poseía una temeraria insolencia, una sublime confianza en sí mismo, una especie de generosidad con la que se impuso de tal forma sobre sus contemporáneos (no sólo sobre el rey) que resulta difícil decir si poseía alguna otra cualidad extraordinaria.

Joyeuse abrazó la causa de la Alianza con el mismo decidido ímpetu que desplegaba en sus reyertas y orgías de la corte. Por fuerza tenía que estar enterado de que su protector y soberano desconfiaba de la Alianza y de que había firmado el edicto declarando a los hugonotes fuera de la ley, con pesar y muy en contra de su voluntad. Puede que, de súbito, se convirtiese, pasando de creyente convencional a católico ferviente. Quizá le influyó su esposa para que apoyase a sus primos los Guisa. Quizá sólo quiso demostrar su independencia frente al enemigo de más edad que puso Francia a sus pies antes de que él cumpliese los veinticinco años. Los acontecimientos iban a demostrar que su confianza en arrastrar al rey a donde se le antojase, incluso a una política perjudicial para la corona, estaba justificada. El rey le nombró lugarteniente suyo en el principal escenario de la guerra, proporcionándole un excelente ejército de campaña. Luego, cuando éste, en su mayor parte, quedó diezmado, le cedió otro más fuerte y espléndido que aquél. Este segundo ejército avanzaba sin descanso hacia el Sur, por la carretera de Calais, para sorprender a Enrique de Navarra en Coutras.

En lugar de combatir con Joyeuse, Enrique hubiese preferido eludirle. Todo el verano había conseguido hacerlo, cooperando entretanto a la desintegración del ejército católico mediante la constante persecución de que era víctima. Los protestantes nunca habían ganado una batalla campal. Durante años, ni siquiera se habían atrevido a tomar parte en una, pero eran tropas veteranas de guerrilla que aquel verano ganaron, como siempre, cientos de pequeñas escaramuzas. Cuando Enrique supo que Joyeuse volvía a la carga con un nuevo ejército, reunió todas las tropas que pudo retirar de la defensa de La Rochelle y ciudades protestantes de menor importancia como Poitou y Saintonge, y se dispuso a huir, ante el ejército real, hacia Dordogne y el laberinto de montañas y valles tendido al sur de Pau y su principado de Bearn. Sí, allí podría encontrar refuerzos y el seguro refugio de una docena de fortalezas leales levantadas en las cimas de los montes, desde donde dificultar las cosas para el ejército del duque u obligarles a inútiles asedios mientras él escapaba hacia el Norte para unirse a los mercenarios suizos y alemanes (pagados en parte con dinero de la reina Isabel), que sus amigos y aliados dirigían —así lo creía él— hacia el nacimiento del Loire.

El bearnés solía ser rápido, cualidad esta que era una de sus principales características como capitán. Pero aquella vez pecó de lentitud. Creyó que el grueso del ejército de Joyeuse estaba a más de veinte millas de distancia, cuando en realidad apenas se encontraba a diez. Además, nunca pensó que los elegantes cortesanos que acompañaban al duque estuviesen dispuestos a cabalgar durante media noche para entablar batalla por la mañana. Luego, escuchando el estampido de las armas de calibre menor que anunciaba el ataque a sus avanzadillas, tuvo que enfrentarse con la desagradable realidad: personalmente aún podía escapar, pero le iba a ser necesario dejar atrás a la mayor parte de sus tropas.

Ningún dato sugiere que, ni por un momento, Enrique pensase en la huida. Más bien dio la impresión a sus capitanes de que aquél era precisamente el lugar que él hubiese elegido para presentar batalla. Quizá fuese automática su decisión. Enrique no ignoraba que el hecho de ser jefe de las fuerzas hugonotes lo debía, no tanto a su derecho de sucesión al trono y a su poco gentilmente reasumido protestantismo, como a su voluntad de jugarse la vida en primera línea en cada escaramuza y a su decisión de comportarse en las largas campañas de guerrilla no como un príncipe y un general, sino como un ingenioso capitán de irregular caballería ligera. Si esquivaba el peligro que en aquellos momentos se alzaba frente a todos, no sólo podía perder un ejército sino quedar para siempre sin el único apoyo con que contaba en su camino de ascenso al trono.

Si bien Enrique parecía satisfecho con la perspectiva de una batalla, se sintió menos complacido ante las disposiciones que tomaban sus capitanes. Entonces, como ahora, Coutras era sólo una calle con doble hilera de casas a lo largo de la carretera de Calais a Libourne. Por aquel tiempo, hacia la mitad de dicha calle y flanqueándola hacia el Este, donde la carretera del Oeste una vez cruzado el Drone atraviesa el Isle, había un castillo fortificado construido sesenta años antes y ya parcialmente en ruinas. De forma que no ha quedado clara en ninguno de los relatos existentes, las tropas hugonotes comenzaron a alinearse en aquella carretera tendida de Este a Oeste, situando arcabuceros en las casas del poblado y centrando su posición defensiva en el castillo. El campo de batalla quedaba así cruzado e interrumpido por la línea de la calle del pueblo, lo cual desagradó profundamente a Enrique, y aun cuando el estampido de las armas sonaba en los linderos del bosque, a menos de media milla de distancia, ordenó un avance general hacia las abiertas praderas del extremo norte del pueblo, en donde volvió a desplegar las fuerzas de su ejército, prácticamente en presencia del enemigo.

Mientras hacía esto, su artillería, tres cañones de bronce, uno de ellos capaz de lanzar balas de dieciocho libras, según órdenes recibidas volvió a toda prisa, abandonando la iniciada marcha sobre el Isle, para situarse en cierta colina arenosa a la izquierda del nuevo frente, modesta altura que dominaba todo el campo de batalla. Antes de que pudiesen alcanzar el montículo y mientras parte de la infantería hugonote avanzaba en columna hacia la derecha y la caballería estaba todavía en la estrecha calle, o maniobrando para alcanzar posiciones aún no cubiertas en sus flancos, la vanguardia del ejército de Joyeuse surgió del bosque para volcarse en el anfiteatro formado por la abierta pradera.

«Si en esta ocasión el rey pasaba dificultades, lo mismo puede decirse del duque.» Cuando Joyeuse supo que los hugonotes habían llegado a Coutras y que planeaban escapar, era casi medianoche. Tuvo que despertar a su ejército acuartelado en las aldeas vecinas y la tropa fue afluyendo al punto de reunión por estrechos caminos y empinados senderos, en medio de la absoluta oscuridad y con frecuencia en fila india. En pos de la caballería que había iniciado contacto con los destacamentos avanzados de Enrique iba alargándose una sinuosa serpiente de infantería y caballería por la carretera de Calais. Así pues, con ambos jefes igualmente desconcertados por el desorden de sus tropas y «sin que ninguno de los dos ejércitos supiesen lo que el otro tenía intención de hacer», acamparon ambos bandos, uno a cada lado de la pradera, ignorándose —como por mutuo acuerdo— el uno al otro, hasta completar sus formaciones y disponer sus líneas. Amanecía ya cuando la rápida caballería del duque surgió del bosque para enfrentarse con el despliegue de fuerzas enemigas. El sol llevaba dos horas de ruta ascendente en el cielo cuanto la artillería de Enrique de Navarra, llegada al campo de batalla después de la del duque, pero situada en buena posición con anterioridad, comenzó a disparar.

El rey de Navarra había escogido mejores posiciones y sus métodos eran más hábiles. A la derecha, tras la profunda zanja que señalaba el límite del vedado anejo al parque del castillo, Enrique había dispuesto sus cuatro extenuados regimientos de infantería. La posición era invulnerable para la caballería y en el accidentado terreno de espesos matorrales desde donde iban a disparar carecía de importancia la falta de suficientes alabarderos. A la izquierda se había instalado un grupo de infantería mucho menor que aquél, pero algo protegido por un pantanoso riachuelo. La caballería pesada hugonote formaba cuatro compactos escuadrones en el centro, dispuestos en filas de seis. Seleccionados destacamentos de arcabuceros ocuparon los huecos libres entre escuadrón y escuadrón; tenían orden de no hacer fuego hasta que el enemigo estuviese a veinte pasos y se les pudiera saludar con una descarga cerrada. Más allá del último escuadrón de soldados la caballería ligera de La Temoille, que desde el amanecer se hallaba en continua escaramuza con el enemigo, cerraba el paso hacia el vedado donde se encontraba el grueso de la infantería. Era un despliegue lleno de astucia. Los hugonotes iban a necesitar todas las ventajas que del mismo se pudieran obtener.

Frente a ellos, Joyeuse había dispuesto una parecida aunque más simple línea de combate. Las dos alas extremas quedaban cubiertas por dos regimientos de infantería real, el de la izquierda tan fuerte, por lo menos, como los cuatro que estaban frente a él, en el vedado, y el de la derecha mucho más fuerte que las pobres fuerzas instaladas tras el riachuelo. En el centro desplegó su caballería ligera frente a la caballería ligera de Enrique y la pesada, los famosos gens d’armes d’ordonnance, dispuesta, no en columnas de escuadrones, sino «en haye», una larga y continua doble hilera. Joyeuse mandaba personalmente sus gens d'armes. Con ellos esperaba romper la espalda a la causa hugonote mediante una carga arrolladora. Ni un solo hereje, prometió a sus oficiales, ni siquiera el propio rey de Navarra, debía salir con vida del campo de batalla.

A través de los pocos centenares de metros de campo abierto que separaban a ambas fuerzas de caballería, los individuos que las formaban tuvieron tiempo de echarse una ojeada. Los hugonotes tenían aspecto de sencillos soldados, con atuendo de cuero grasiento y triste acero gris. Su armadura constaba sólo de peto y morrión; sus armas en la mayoría de los casos eran sólo sables y pistolas. La leyenda nos pinta a Enrique de Navarra revestido con románticos arreos y adornado de larga pluma blanca, pero Agrippa d’Aubigné, que aquel día cabalgaba a poca distancia de la brida del rey, declaró que Enrique iba vestido y armado exactamente como los viejos camaradas que le rodeaban. En medio de un absoluto silencio, los hugonotes esperaban montados en sus caballos, los compactos escuadrones firmes como rocas.

Frente a ellos la línea de los realistas se agitaba y resplandecía; ondulaba por aquí, retrocedía por allá, mientras sus componentes se empujaban los unos a los otros y caracoleaban como jinetes al comienzo de una carrera, cabriolando con sus caballos unas veces, rompiendo filas para saludar a un amigo o insultar a un enemigo, otras. La flor y nata de la corte había acompañado al señor de Joyeuse en su viaje a Poitou. Más de seis docenas de señores y caballeros servían como soldados de primera categoría, la mayoría en compañía de sus escuderos. Así, las lanzas que el duque insistió que llevasen tenían un alegre aspecto con banderolas, pendones y cintas de alegres colores en honor de alguna noble dama. Había también una gran exposición de armaduras, tantas como jamás se volverían a ver en una guerra, incluso golas y musleras y cascos de visera y toda superficie notable cincelada y forjada con los más curiosos emblemas. Con razón escribió D’Aubigné que nunca se había visto en Francia un ejército con tanto brillo ni tan recubierto de láminas de oro.

La reluciente caballería estaba aún ajustando sus arreos cuando los tres cañones del rey de Navarra, instalados en la loma, hicieron fuego. Los sólidos disparos realizados casi en enfilada abrieron varias brechas en las filas católicas. Atendidos por veteranos y manejados por artilleros de primera clase, los cañones hugonotes lanzaron dieciocho mortales descargas mientras la batería de Joyeuse apenas si logró disparar seis, totalmente inofensivas. «Si esperamos, perderemos», gritó el general de campo Lavardin. Y las trompetas del duque dieron la señal de ataque.

Lavardin, en el flanco izquierdo católico, fue el primero en avanzar. Cargó contra la caballería ligera de Tremoille y el escuadrón de Turenne con tan irresistible ímpetu que los arrolló obligándoles a refugiarse en la calle del poblado. Turenne reagrupó parte de sus fuerzas (dieciocho voluntarios escoceses recientemente incorporados a su grupo formaban un sólido núcleo), pero parte de la caballería ligera que tan valerosamente había luchado aquella mañana se dispersó para difundir la noticia de la derrota del rey de Navarra, y en las filas de los hugonotes se escucharon los gritos de «¡Victoria!», «¡Victoria!» que lanzaban al aire los católicos del poblado que dejaban a su espalda.

El grupo de infantería apostado a la izquierda, opinando que era igual morir atacando que siendo atacados, se lanzó en tromba a través del riachuelo y antes de que los regimientos del rey se percatasen de lo que ocurría, cayó sobre ellos la tropa hugonote, rodando bajo las picas o penetrando en sus filas a daga y espada. Las sorprendidas tropas rompieron filas y en esta parte del frente la lucha se convirtió en un confuso mano a mano. Entretanto la infantería del flanco derecho hugonote estaba muy ocupada defendiendo el vedado, aunque no tanto como para no disparar de vez en cuando sobre la caballería de Lavardin.

Pero la batalla se había de decidir en el centro. Las trompetas del duque sonaron, la reluciente línea avanzó hacia delante, las largas lanzas se inclinaron apuntando al enemigo y en el suelo se reflejó la sombra de sus gallardetes, mientras el compás del sonido de los cascos de la caballería aumentaba en intensidad hasta convertirse en atronador galope. «Demasiado pronto», murmuraron entre ellos los veteranos hugonotes. Cuando sonaron las trompetas del duque, los capellanes de la caballería pesada hugonote aún no habían terminado sus rezos. Firmes e inmóviles sobre sus caballos, los guerreros rompieron el silencio entonando el himno de batalla de su religión.

La voici la hereuse journée
Que Dieu a fait á plein désir
Par nous soit joye démenée...

Era una versión medida, versificada, del salmo 118 que empieza así: «Este es el día que ha hecho el Señor, alegrémonos y regocijémonos en Él.»

Cantando aún, los firmes escuadrones avanzaron a trote lento. Cuando la cadencia del salmo subió de tono, un apuesto joven de brillante armadura que cabalgaba junto al duque dijo despreciativo:

—Si serán cobardes... Mirad si tienen miedo que se están confesando.

A lo cual un veterano del grupo, que cabalgaba al otro lado del duque, respondió:

—Monsieur, cuando los hugonotes cantan de esa forma es porque piensan luchar en serio.

Antes de que transcurriese un minuto los arcabuceros lanzaron su primera descarga y las apretadas columnas de la caballería hugonote, acelerando el trote, cayeron sobre la línea que avanzaba hasta ellos.

Este choque decidió la batalla. Ante el impacto de las firmes columnas atacantes, el frente católico quedó destrozado y los hugonotes empezaron a envolver sus fragmentos por el flanco. Hubo un minuto o dos de lucha violenta, desesperada. El príncipe de Condé fue derribado del caballo por un oponente, más afortunado, quien tras una ojeada, seguramente al campo de batalla, desmontó y presentó su guantelete al vencido, en señal de rendición. El rey de Navarra, después de derribar a un adversario de un pistoletazo y recibir un rasguño en la cabeza debido al mango de una lanza, reconoció al señor de Chasteau Renard, portador del estandarte de la tropa enemiga derrotada. Cogiendo a su antiguo compañero de armas por la cintura, gritó alegremente:

—¡Ríndete, filisteo!

En otro sector del campo de batalla, el duque de Joyeuse fue acorralado por un grupo de soldados de caballería cuando intentaba escapar. Lanzó su espada al suelo y exclamó:

—¡Mi rescate vale cien mil coronas!

Pero uno de los soldados que acababan de capturarle le atravesó la cabeza de un balazo. Para el jefe que había ordenado la ejecución inmediata de hugonotes heridos en el campo de batalla, y que había ahorcado prisioneros a centenares y degollado guarniciones enteras que se le rendían confiando en los códigos de guerra, no podía haber misericordia.

Y hasta que Enrique de Navarra intervino, encolerizado, no se dio cuartel al ejército del rey. Fueron asesinados tres mil soldados, más de cuatrocientos caballeros y nobles, y una impresionante cantidad de duques, marqueses, condes y barones. Muchos más, según escribió D’Aubigné, de los que habían caído en cualquiera de las tres grandes batallas del siglo. La hueste católica fue totalmente destruida. Nada quedó de aquel ejército resplandeciente. «Por lo menos, de ahora en adelante», dijo el rey de Navarra cuando anochecía, «nadie podrá afirmar que nosotros, los hugonotes, jamás ganamos una batalla.»