EL FIN DE UNA ALEGRE TEMPORADA
Sólo después de diez días de ocurrir el hecho se supo en París la noticia de lo ocurrido en Fotheringhay. Ni siquiera las tormentas que azotaban el Canal y el lodo que cubría todas las carreteras justifican el retraso, pero con la sospecha de que el embajador francés estuviese complicado en el complot contra María se habían interrumpido las comunicaciones diplomáticas normales y también el tráfico por el Canal. Desde hacía quince días no llegaban noticias diplomáticas de Londres y el rey de Francia todavía tenía esperanzas de que el embajador especial enviado a Inglaterra consiguiese diferir la ejecución de su cuñada, cuando el embajador británico leyó la nueva de que el hacha había caído ya. Resultaba característico de la situación en París aquel invierno, que el primero en tener noticias del hecho, después del embajador inglés, fuese don Bernardino de Mendoza, embajador español. Muy poco de cuanto sucedía en la corte francesa le pasaba por alto. Así pocas cosas en Francia despertaban su interés. Catalina de Médicis, la reina madre, buscaba ocasiones para charlar con él en privado, mezclando expresiones de simpatía y consejo con calculadas indiscreciones, a todo lo cual, él, prudentemente, casi nunca prestaba crédito. Los ministros del rey le trataban con deferencia llena de ansiedad, contestando afable y detalladamente preguntas que, de haber sido hechas por otro embajador cualquiera, se habrían visto rechazadas por impertinentes. El propio Enrique III le obsequiaba algunas veces —en extensa conversación— con elocuentes y largas consideraciones sobre política, a través de las cuales el embajador se preciaba de entrever furtivamente lo que en verdad quiso decir el rey.
Mendoza confiaba poco en tales informes. Contaba con los habituales espías de embajada que, sin embargo, sólo le proporcionaban pequeñas noticias curiosas. Era, sin duda alguna, el diplomático mejor informado de París porque representaba al campeón de los católicos ortodoxos y actuaba en nombre de su rey como tesorero de los ultracatólicos, conspiración antimonárquica conocida por el nombre de Santa Alianza. Sus capitanes más poderosos, Enrique, duque de Guisa, y sus hermanos (que gastaban como renta propia la mayor parte del dinero español) eran, en cambio, buena fuente de información, siéndolo también, sin que se les forzase en absoluto, algunos personajes de menor importancia que paulatinamente iban optando por ser leales a su religión en lugar de ser fieles a su rey. Mendoza estaba en contacto, aunque de forma encubierta, con la «Junta de los Dieciséis» de París, que pretendía hacer con la masa popular de la capital una fuerza revolucionaria. Los católicos exiliados escoceses, irlandeses e ingleses llevaban regularmente sus rumores, temores y planes al embajador del campeón de su fe. Y Mendoza se apoyaba, confiado, en los agentes residentes y los emisarios viajeros de la disciplina y devota asociación, cuyo despliegue estratégico fortalecía las filas del catolicismo en todo frente de batalla desde Polonia a Galway. A menos que los observadores contemporáneos se equivocasen o que la evidencia circunstancial nos induzca a error, en 1587 Bernardino de Mendoza estableció un convenio con los jesuitas mucho más importante de lo que confesara a su rey. Recientemente se había propuesto a Mendoza una fuente de información mucho más efectiva. Un visitante desconocido le aseguró repetidamente que el embajador inglés en París, Sir Edward Stafford, estaba dispuesto a ayudar algo al rey de España siempre que ello no significase «ir contra los intereses de su soberana». En la madrugada del 28 de febrero el mismo intermediario llevó a la Embajada española la noticia de que la reina de Escocia había sido decapitada, diez días antes, en Fotheringhay.
Muy pronto, todo París supo con crecientes y variados detalles la historia de la ejecución. Antes que Sir Edward Stafford pudiera transmitir la versión oficial inglesa al Real Consejo, los propagandistas de la Alianza habían hecho correr otra, a su manera, y según el dictado de su conveniencia. El asesinato legalizado de su ortodoxa rival era el último y más tenebroso crimen de la Jezabel inglesa. Y en dicho asesinato, el rey de Francia, Enrique de Valois, era, si no cómplice activo un asesor pasivo por lo menos. La reina de Inglaterra nunca se hubiese atrevido a llegar tan lejos sin la seguridad de que el aparente resentimiento del rey de Francia no era más que pura fórmula. Los celos de los Guisa, la hipocresía de los políticos ateos habían persuadido al rey para que prefiriese una alianza con herejes —como eran la reina de Inglaterra y el rey de Navarra— a la amistad con España y la seguridad de la Santa Madre Iglesia. He aquí cómo Dios estaba preparando un vertiginoso y terrible juicio no sólo para los abiertamente infieles sino para aquellos de fe vacilante.
Por aquel invierno en la mayor parte de los púlpitos de las iglesias de París vibraba una elocuencia rayana en la traición. Frailes fanáticos y sacerdotes demagogos se hacían la competencia insinuando y difundiendo rumores. Tal o cual persona que se movía cerca del trono era protestante en secreto; aquella otra había vendido su alma al diablo. Nadie sabía hasta qué punto había penetrado en los círculos íntimos de la corte el veneno de la herejía. Diez mil individuos hugonotes en secreto se movían, armados, por sótanos, bodegas y callejas de París, listos para salir a la calle cualquier madrugada y degollar a cuantos católicos encontrasen a su paso. (La evocación de San Bartolomé tal vez hiciera que la población de París perteneciente a aquella religión se mostrase particularmente susceptible al rumor de que el hecho podía perjudicarles.) Era fácil adivinar por qué el rey no adoptaba medidas para garantizar la seguridad de sus fieles súbditos ante los encolerizados herejes.
Una simple alusión a los temas tratados normalmente en los púlpitos de París habría costado las orejas a cualquier súbdito de la reina Isabel.
El consejo privado inglés hubiese liquidado rápidamente los libelos que salían de las imprentas de París, castigando convenientemente a sus autores y a sus editores. La libertad de prensa y de palabra siempre fue mayor en París —principalmente en el recinto de la Sorbona— que en la Inglaterra de los Tudor, pero desde hacía tiempo —o al menos desde las famosas revueltas de Borgoña y Orleans, más de siglo y medio antes— nunca una controversia alcanzó tal estruendo y tal indisciplina sin que interviniese la corona. Enrique III, aparentemente, ni lo advertía. La pequeña valla que se hizo construir para mantener alejados a sus cortesanos mientras comía era como el símbolo de la muralla que separaba al rey —en su espíritu— del resto del mundo, muralla que cada día se iba haciendo más alta.
Poco más de trece años habían transcurrido desde que Enrique de Valois, rey electo de Polonia, triunfador de Jarnac y Montcontour, azote de los hugonotes y paladín de la fe católica, había vuelto a Francia para ocupar su trono. Desde entonces nada marchó satisfactoriamente. Ya no hubo más victorias emocionantes ni siquiera excitantes carnicerías nocturnas; sólo maniobras indecisas, coloquios aburridos, compromisos, evasiones, cambios mezquinos que a nada conducían, estacionamientos y derrotas. Los grandes proyectos de reorganización del reino no pasaron del papel. Las deudas reales eran cada vez mayores y más difíciles de liquidar. El tesoro real se hallaba cada vez más exhausto y el poder real se desmoronaba aún más rápidamente que durante la regencia de su madre. Una tras otra, las provincias iban pasando a poder de los hugonotes o de la Santa Alianza o bien el de algún noble y egoísta gobernador. Sólo las patrullas de regimientos privados y la cooperación de los ciudadanos que actuaban en propia defensa mantenían un relativo orden en la creciente anarquía del bandidaje y la guerra civil.
Los trece años transcurridos bastaron para convertir el alegre muchacho seguro de sí mismo en otro ser, flaco y vacilante. Sus hermosísimas manos aparecían más inquietas que nunca. Las movía como en complicados arabescos para acompañar su voz fluida y melodiosa, y también cuando permanecía silencioso jugando con un pequeño mono de larga cola peluda o un perrito faldero, o simplemente con la abundante cabellera de algún bello jovenzuelo. Por el contrario, su rostro maquillado desafiadoramente en blanco y rojo para dar sensación de salud y que parecía la obra maestra de un artista en el arte de embalsamar, permanecía inmutable. Sus ojos, desde unas cuencas cada vez más hondas y cadavéricas, miraban con expresión adusta y desconfiada. Sin duda, el último de los Valois vivía secretamente entre las garras de la muerte.
Al parecer, el rey fingía ignorar a su enemiga interna, al igual que ignoraba a los enemigos declarados de su reino. Seguía prodigando igual pompa en sus audiencias, en cuya elegante solemnidad era un maestro. Escuchaba gravemente a sus consejeros, obsequiándoles con su buen juicio y su sutileza en el arte de gobernar. Corregía los edictos como si realmente creyese que iban a ser obedecidos y planeaba, con esmero, reformas como si se creyese a sí mismo capaz de realizarlas. Hablaba a los embajadores extranjeros y escribía a los propios como si Francia fuese aún la gran potencia unida que fue en tiempos del reinado de su padre. Y seguía cumpliendo con sus obligaciones oficiales y sus devociones religiosas, como si el rey no sólo estuviera por encima de toda crítica sino también excluido de toda observación, como si la valla alzada alrededor de su mesa pudiera convertirse verdaderamente en un impenetrable muro siempre que él lo deseara.
El carnaval de 1587 fue febrilmente alegre. El secretario Brûlart estaba muy preocupado por la cuestión económica (generalmente, lo estaba siempre), pero los bailes —a cuál más extravagante— se sucedían de continuo. Algunas veces los alegres y frívolos invitados, dejando atrás música y luces de los salones del Louvre, invadían las calles de París mientras Su Cristianísima Majestad, generalmente disfrazado de dama de honor, reía y bromeaba en medio de un grupo de jóvenes cortesanos que los parisienses llamaban mignons. Al parecer, la corte nunca dormía. Los ciudadanos serios se acostumbraron a tropezar, a toda hora, por las calles con los más juerguistas y también a eludir a los más ruidosos. La alegría general sólo quedaba interrumpida cuando el rey, de pronto, cambiaba su disfraz por un tosco sayal de penitente y se recluía en el convento de los capuchinos de la calle de San Honorato, su preferido, permaneciendo varios días allí, haciendo penitencia de rodillas, orando y sollozando... No existía hipocresía en sus devotos excesos. No hacía aquello para reconciliarse con la opinión pública, cosa definitivamente imposible. En su angustiada penitencia del convento, al igual que en sus histéricas locuras del carnaval, Enrique seguía su instinto de humillarse sin ninguna preocupación por el espectáculo ofrecido. Cabe pensar que las lágrimas, las flagelaciones y las penitencias que se imponía hacían mucho más sabrosas las diversiones que seguramente se otorgaba después.
La inquietud que pudiera sentir por la suerte de María Estuardo no ensombreció demasiado las diversiones del rey, pero la noticia de su muerte interrumpió éstas por completo, aunque seguramente no por el dolor experimentado. Cuando María era una niña mimada de la corte de los Valois, su cuñado era sólo un niño y cuando ella marchó a Escocia para hacer frente a su oscuro destino, Enrique apenas tenía diez años. Desde que subió al trono, María Estuardo buscó repetidamente su ayuda, solicitando un dinero que él tenía gran dificultad en conseguir, favores que le era imposible conceder precisamente porque implicaban desagradables complicaciones con Inglaterra y ocasiones de controversia y lucha con sus parientes, los Guisa.
Sin embargo, Enrique era inocente de las acusaciones que le imputaba el partido formado por la alianza jesuítico-española. Había dado instrucciones a su embajador especial para que hiciese cuanto pudiera, dentro del orden legal, en favor de la vida de María y el embajador había cumplido dignamente su orden. Pero luego, fracasados sus buenos intentos, desaparecida para siempre la desgraciada reina, bien pudo ocurrir que Enrique comprendiese cómo ella, María Estuardo, había sido una pieza en el juego de sus rivales los Guisa, y cómo el fracaso de éstos significaba el triunfo del rey. Quizá pensó que por el hecho de quedar anulado el principal motivo de discordia mejorarían sus relaciones con Inglaterra.
Pero el honor, la política y también el respeto a la opinión pública obligaron al monarca a ordenar en la Corte un riguroso luto. María había sido la esposa de su hermano, la reina de Francia. Era prima de los populares y poderosos Guisa. Una católica convencida que murió en manos de los herejes a causa —así opinaban muchos— de su fe. El recuerdo de su encanto se extendía aún como una sombra sobre cierta parte de la corte de Enrique, incluso entre los enemigos de los Guisa. Así pues, si bien el disgusto y la cólera del rey fueron sólo políticos, muchos a su lado experimentaron las mismas emociones sólo que con total sinceridad.
En general, el dolor y la ira se desbordaron sin contención posible, sin límites, por las calles de París. Los Guisa siempre habían procurado que las aventuras de María, tanto amorosas como políticas fuesen presentadas a los parisienses en su aspecto más favorable. Durante mucho tiempo había sido la heroína favorita de miles de personas en París, público que apenas la recordaba como nuera de Enrique II o reina de Francisco II. Ahora su retrato orlado de negro se mostraba en muchas ventanas y su nombre encabezaba abundantes baladas que en torno a su martirio constante, y clamando el castigo de sus perseguidores, se cantaban por las calles. La triste historia de María fue aquella semana tema principal de casi todos los sermones de París; en una iglesia el orador levantó tal tempestad de sollozos con su elocuencia entre el público, que tuvo que abandonar el púlpito sin terminar el sermón. Una manifestación de ciudadanos que clamaban venganza contra los ingleses se estacionó ante el Louvre y el rey Enrique consideró necesario enviar un mensaje a Sir Edward Stafford manifestando que para su seguridad era preferible que no abandonase por el momento el refugio de la embajada.
Cabe pensar ahora si la tormenta de cólera y pena que azotaba a los parisienses procedía de un sentimiento sincero o de la propaganda organizada. El pueblo de París, como el de toda Francia, pasaba por una crisis de ansiedad motivada por una rápida y sorprendente evolución. El dinero no valía ni la cuarta parte de lo que había valido en tiempos de Enrique II y aunque los precios se mantenían altos, la presión ejercida por los impuestos y la inseguridad del momento hacían que resultasen limitadas y precarias las ganancias del comercio y la industria. Y entretanto muchas prerrogativas del Estado y de la Iglesia caían en desuso, los antiguos valores eran puestos en duda, la lealtad de otro día se veía arrasada y tanto la vida como la propiedad ofrecían, por doquiera del reino, tanta inseguridad como en los viejos días de la guerra de los Cien Años. El hecho de que todos los males de Francia se atribuyesen a los hugonotes acrecentaba el miedo y la intranquilidad general, convirtiendo asimismo a una minoría desesperada que luchaba por sobrevivir en amenazadora conspiración capaz de destruir el propio reino. Los que más inseguros se sentían buscaban alivio en el eco de sus propios gritos clamando por la sangre de los herejes, como si un acto más de insensata violencia pudiese curar un mundo enfermo precisamente de violencia insensata. Toda esta estridencia ponía una nota de histerismo en la apoteosis emocional que organizaron los parisienses con motivo de la muerte de María, reina de Escocia.
Pero siempre que una tradicional lealtad se remueve y un pueblo es arrastrado de aquí para allá, entre ciegos torrentes de emoción, surge sin remedio un grupo o partido político dispuesto a aprovecharse de la situación. Si el pueblo de París y el de otras ciudades católicas de Francia respondió de una manera irracional al estímulo emotivo de la muerte de María, la forma en que los dirigentes de la Santa Alianza manejaron los sentimientos populares fue meditadísima. Esto no quiere decir que sus desunidos elementos careciesen de intensas y quizás mal interpretadas emociones, sólo que el objetivo de la Alianza, sus verdaderos propósitos, eran definitivamente claros y su técnica muy apropiada. La Alianza, en suma, existía para servir los intereses del Papado y del sector ultracatólico del clero tanto contra hugonotes como contra galos, los intereses dinásticos de los Guisa contra los del Valois reinante y la sucesión borbónica y, puesto que España era quien financiaba la Alianza, los intereses internacionales de esta nación. El enemigo quedaba, pues, centrado en el bando hereje adversario de todos los buenos católicos franceses y el objetivo declarado de la Alianza podía ser simplemente conservar a Francia dentro de la fe ortodoxa.
Desde el principio del movimiento los predicadores de la Alianza hicieron de la persecución de católicos en Inglaterra su tema principal, tema que difícilmente podía prohibir el gobierno y que a la vez daba idea del posible futuro de Francia, si el poder llegaba a recaer —como había ocurrido en Inglaterra— en un monarca hereje. Por aquel entonces, las penalidades sufridas por los misioneros católico-romanos en Inglaterra eran reales y terribles; tan terribles y verdaderas como el sufrimiento de los holandeses, ingleses y españoles caídos en las garras de la Inquisición. Sería difícil determinar ahora qué partido sacrificó más mártires. Los propagandistas de los puritanos militantes y los propagandistas de la Alianza utilizaron con igual eficacia el dolor de sus correligionarios.
Para esta clase de propaganda la ejecución de la reina de Escocia fue un gran recurso. Por espacio de casi quince días en los púlpitos de París sólo resonó el eco de las virtudes de la reina mártir, y de la maldad y traición de sus falsos amigos. Después, como punto culminante, se organizaron unos solemnes funerales por el alma de la difunta reina en Nôtre Dame. Para tan gran acontecimiento, la Santa Alianza movilizó al obispo de Bourges, formidable orador. Bourges convirtió el acostumbrado panegírico de la muerte en elogio pujante no de la casa real, según costumbre, sino de la de Lorena y especialmente de los duques de Guisa y de Mayenne, Escipiones de Francia, rayos de la guerra dispuestos a vengar el martirio de su parienta, inquebrantables pilares de la Santa Iglesia, esperanza y alegría del afligido pueblo de Dios. La elocuencia del obispo no se intimidó en lo más mínimo por la presencia de Enrique III y de su reina, quienes de incógnito —por todos conocido— ocupaban un banco situado bajo el crucero del templo. El último de los Valois tal vez pensara que estaba asistiendo a sus propias exequias y que oía las alabanzas debidas a su sucesor, sólo que de haber sido él un cadáver, y no un enlutado en medio del duelo, su nombre habría resonado seguramente un poco más. Si en los últimos trece años con él en el poder nada había marchado bien, Enrique III había probado al menos la capacidad de supervivencia de una sólida institución como la monarquía francesa frente a innumerables contratiempos, y si la muerte de la reina de Escocia servía para debilitar la presión de los Guisa y para que Francia —pasadas las lógicas escaramuzas diplomáticas— se acercase más a Inglaterra, su única posible aliada contra el rey de España, Enrique III estaba dispuesto a sufrir cualquier nuevo vendaval de elocuencia sacra.
Los embajadores que presenciaron las exequias de María Estuardo en Nôtre Dame, el día 13 de marzo, apreciaron diversas posibles consecuencias de su muerte. Sir Edward Stafford estaba, al menos en apariencia, tan alarmado por el cariz que tomaba el asunto, tanto en la corte como en la ciudad, que Walsingham tuvo que prohibirle terminantemente escribiese más cartas sobre el tema a su soberana, pues con ello sólo conseguía que creciese la enfadada actitud de ella frente a su Consejo. Por otra parte, los observadores italianos, aunque informaban a Roma, Venecia y Florencia acerca del deseo popular de venganza, añadían que en general la muerte de María mejoraba la posición de Inglaterra. Con ello no sólo se eliminaba el peligro de una guerra civil sino que también se descartaba todo motivo lógico de intervención francesa en los asuntos de Inglaterra, preparando el camino para una de las grandes alternativas políticas del siglo XVI: la alianza franco-inglesa. Como ningún italiano, entre los no entregados totalmente a España, hubiera dejado de alegrarse ante la idea de que el poderío español se extinguiese, y eran muchos los políticos italianos que no ocultaban su deseo de que las inconmensurables pasiones religiosas se aquietasen por toda Europa y que los europeos volviesen al calculador juego del poder político, tal vez al mostrarse cínicamente realistas ante las posibles consecuencias de la muerte de María, los diplomáticos de Italia sintiesen algo así como la realización de un acariciado deseo. Los más hábiles políticos residentes en París, aquel mes de marzo, coincidían con ellos.
Don Bernardino de Mendoza iba más allá. Como sus aliados los jesuitas, el embajador de España no contaba, desde hacia tiempo, con la reina de Escocia. Sabía que, sin la promesa de una intervención extranjera, no era probable un levantamiento de los católicos ingleses y también que al menor atisbo del hecho, María Estuardo sería eliminada. Aunque la figura de la reina de Escocia aparecía como muy importante para el observador todavía hipnotizado por su fascinante pasado, para Mendoza era sólo una pieza de ajedrez sacrificada ya y que sólo esperaba que la sacasen del tablero. Dos años antes había casi estado esperando que el hecho se produjese. Que ocurriera ahora, en vez de haber aguardado hasta el último momento, es decir, hasta el comienzo de la empresa contra Inglaterra (¿cuándo iba a ocurrir eso?, ¿dentro de seis meses?..., ¿de uno, de dos años?), simplificaba enormemente un aspecto del complicado juego. Mendoza daba también por hecha la alianza franco-inglesa. El único poder de Francia en que medianamente confiaba era la Santa Alianza y su jefe el duque de Guisa. Cuando la empresa empezara —así opinaba Mendoza— el dueño de Francia no iba a ser Enrique de Valois sino Enrique de Guisa. La muerte de María Estuardo era un paso más hacia tal fin, siempre que existiese otra palanca en juego para la estructura del poder real. Mendoza escribió a Madrid y a Roma simplemente lo que mil predicadores de la Alianza pregonaban desde el púlpito: la misión especial de Pomponne de Bellièvre cerca de la reina Isabel había sido una farsa; en lugar de procurar que la reina de Escocia no fuese ejecutada, el embajador de Francia no hizo sino acrecentar el deseo de matarla. En Madrid y Roma, en Bruselas y Praga, amigos de la Alianza y padres jesuitas fueron independientemente confirmando el error. Para el triunfo de la fe era necesario debilitar la posición del rey de Francia, no sólo con respecto a la fidelidad de sus súbditos sino a los ojos de Europa entera.
Pero Mendoza no pensaba principalmente en Francia. Tenía la mirada puesta en Inglaterra. Hacía más de dos años que su embajada en aquel país había terminado con la expulsión. Sin ninguna clase de ceremonial, fue metido en un barco que le condujo junto a su rey simplemente porque «con sus maquinaciones turbaba el reino de Inglaterra».
—Decid a vuestra señora —explicó dirigiéndose a los consejeros que le dejaron a bordo— que Bernardino de Mendoza no ha nacido para turbar reinos sino para conquistarlos.
Desde entonces, Mendoza vivió obsesionado por los planes de la gran empresa que aseguraría su venganza personal y el triunfo de su fe. Mucho antes de ser expulsado era ya partidario de ella e intentaba convencer a Felipe II de la fuerza del partido católico en Inglaterra y Escocia, de la poca consistencia y corruptibilidad de los capitanes de Isabel y de la despreciable debilidad de la milicia inglesa. Sabía, no obstante —y nadie mejor que él para saberlo—, que uno de los principales obstáculos de la empresa era la pesada lentitud, la incurable cautela de aquel a quien llamaban sus súbditos «el rey prudente». Tenía intención de aprovechar la muerte de María para incitar a su señor a la acción. En cuanto supo la noticia se sentó a escribir y redactó un resumen de lo que sabía iba a ocurrir en Inglaterra, Francia y la cristiandad. No era necesario recordar al rey que el peligro de que la conquista de Inglaterra por los españoles terminase con el afianzamiento de una reina francesa en su trono había pasado ya. Tampoco mencionó cierto importante documento firmado por la reina de Escocia que él mismo había enviado a España no hacía mucho tiempo. El honor, la piedad y sencillamente la autodefensa, todo se combinaba para hacer aconsejable el castigo de los ingleses por la última atrocidad realizada. «En consecuencia, ruego a su majestad», terminaba diciendo, «active en todo lo posible la empresa de Inglaterra, pues parece designio de Dios reunir en la persona de su majestad las coronas de los dos reinos».