EL LARGO VIAJE DE RETORNO

Desde el mar del Norte, cerca de los 56º N.,
alrededor de Irlanda, hasta los puertos españoles.
13 de agosto a 15 de octubre de 1588

CAPÍTULO
XXXI

El sábado 13 de agosto por la mañana fue la primera vez en dos semanas que el duque de Medina Sidonia dejó de ver a la flota inglesa siguiéndoles persistentemente en la lejanía. La Armada navegaba de popa con viento del Sudoeste. El momento de volver al Canal ya había pasado y aunque el duque hubiese preferido volver atrás con su nave capitana, antes que volver a la patria derrotado, comprendía que la única forma posible de servir todavía a su soberano era devolviéndole cuantos más barcos mejor.

El resultado de la batalla no ofrecía lugar a dudas. Desde que entró en el Canal había perdido por lo menos siete navíos importantes, incluyendo una galeaza, y el resto de sus mejores barcos sufrieron tales destrozos que estaban casi inservibles. La quinta parte de sus hombres habían muerto o fueron heridos de gravedad y sus municiones casi habían quedado agotadas. Incluso la moral, que en el Canal se había mantenido elevada, comenzaba a resquebrajarse. En la mañana del 9, más de la mitad de la flota simuló ignorar la orden recibida de ponerse en guardia para esperar al enemigo. El duque hizo lo que pudo por remediar las cosas. Reunió consejo militar a bordo del San Martín, y una vez demostrado que su orden había sido oída y deliberadamente desobedecida, sentenció a la horca a veinte capitanes delincuentes. A uno de los culpables, caballero de Sanlúcar y amigo suyo, lo hizo colgar del penol de la verga de una pinaza que siguió navegando con la flota mostrando su tenebrosa carga. Los diecinueve restantes fueron relevados de sus respectivos cargos y situados bajo la custodia del juez abogado general, Martín de Aranda. Pero ni los ahorcados ni los jueces bastaban para devolver a la flota el espíritu combativo de que hizo gala en Eddystone.

Si llevar a la Armada a la victoria fue imposible, casi iba pareciendo imposible también devolverla a la patria. El San Martín fue intensamente bombardeado por culebrinas y semiculebrinas y en su línea de flotación lucía un gran boquete, obra de un cañón del cincuenta. A pesar de los parches aplicados, la nave hacía agua por todas partes, como un colador. El San Juan de Recalde no presentaba mejor estado bajo sus puentes, y tenía, además, el palo mayor tan estropeado que no podía sostener la vela. El San Marcos, que luchó junto al San Martín en Gravelinas, estaba tan destrozado que su capitán tuvo que atarlo como un fardo con cables por debajo de la quilla temiendo que en un momento dado se partiera en dos. Sin embargo, los tres galeones portugueses parecían menos dañados que las levantinas, que volqueaban cada día más, hundidas en el agua, tendiendo a hundirse por la parte de popa todavía más. Desde luego, todos los barcos de guerra se hallaban en muy mal estado y lo mismo puede decirse de algunas urcas. Una de ellas, conocida por «la barcaza de Hamburgo», se hundió poco después de manera tan súbita que aunque se salvó toda la tripulación se perdieron los víveres.

Esta cuestión de los víveres constituía el problema más grave. Por supuesto ya no quedaban alimentos frescos y la mayor parte de las galletas estaban en mal estado, incluso podridas. Casi todo el pescado salado y la carne eran incomestibles. Sin embargo, era poco probable que se necesitasen víveres salados, ya que —lo peor de todo— faltaba agua. En La Coruña se habían llenado los barriles y recipientes disponibles y lógicamente debieron tener agua durante tres meses. Pero los recipientes perdían líquido, y algunos, al ser abiertos, mostraron contener únicamente cierta pequeña cantidad de limo verde. Evidentemente seguía demostrándose cuán tremendo fue el golpe asestado por Drake en el cabo, San Vicente tiempo atrás. Ante la perspectiva del largo y difícil viaje, escuadra tras escuadra fue informado disponer tan sólo de agua para un mes, aun imponiéndose un severo racionamiento.

De Leyva opinaba que lo más prudente era marchar hacia Noruega, Diego Flores optaba por Irlanda, pero el duque, esta vez apoyado aparentemente por el resto de sus «generales» —con excepción de Recalde, que yacía moribundo en su litera—, se decidió por otra solución, y el consejo la aceptó. La flota avanzaría hacia el Norte bordeando Escocia e Irlanda y luego, una vez en alta mar, mediante una gran virada podrían rumbo a La Coruña. En las órdenes que aquel día fueron transmitidas a todos los barcos, el duque subrayó de una manera especialísima que se navegase a buena distancia de la costa irlandesa «por temor a los peligros que pueden acecharos a lo largo del litoral». Tomó tantas precauciones como le fue posible. Los caballos y muías fueron arrojados al mar para economizar agua y ordenó se diese a cada hombre de la flota, sin distinción de clases, ocho onzas de galletas, una pinta de agua y media pinta de vino como ración diaria; nada más. En el San Martín la orden fue estrictamente cumplida y el duque quiso ser el primero en dar ejemplo, lo cual no representaba un gran sacrificio para él. Desde que salieron del Tajo, sólo cuando el mar estaba en calma sentía verdaderas ganas de comer. «En el mar», había dicho a Felipe en otra ocasión, «siempre estoy mareado y a menudo me resfrío». Sus tristes pronósticos para el viaje iban cumpliéndose.

Así, pues, la Armada avanzó por el canal de Noruega navegando de popa, fácilmente, con rumbo Nornordeste y velas poco hinchadas hasta que los pilotos creyeron haber alcanzado los 61º 30’ N. a distancia suficiente para evitar, con rumbo Oestenordeste, las islas Shetlands. Algunos barcos estaban ya lejos. El día 14 por la mañana las tres grandes carracas de Levante, que avanzaban muy hundidas en el agua, comenzaron a desviarse hacia el Este como en desesperado intento de alcanzar la costa. Posiblemente habían resistido demasiado. Y nada más se supo acerca de ellas. Tras un chubasco en la noche del 17, el Gran Grifón, capitana de las urcas, y varias unidades de su escuadra desaparecieron también. Aquel día la flota viró y como por amura de babor se navegaba de bolina, los barcos peor equipados eran empujaos hacia el Norte. Había mucha niebla y llovía con frecuencia; los hombres, mal equipados, especialmente los andaluces y los negros, padecían mucho frío.

El 21 los pilotos creyeron haber alcanzado los 58° N en un sector situado a 90 leguas aproximadamente al noroeste de Achill Head, costa de Galway, sitio que no importa por qué causa, tal vez por la proximidad de isla Clara, confundieron con cabo Claro. Era el punto escogido para cambiar de rumbo y el duque ordenó una inspección final de la flota. Le alarmó saber que había más de tres mil hombres enfermos, aparte de los heridos, cifra que representaba un aumento alarmante en los últimos ocho días. La escasez de agua era también mayor de lo que se creía. Algún barril que suponían en buen estado acabó por resquebrajarse también, y había capitanes poco celosos de que se cumpliera la orden de racionamiento. El duque confirmó sus órdenes de navegación, y tomó el rumbo nuevo, enviando a don Baltasar de Zúñiga en una pinaza rápida para informar de su posición al rey y entregarle una triste relación de la campaña.

Entonces comenzaron a surgir complicaciones. Durante las dos semanas que siguieron hubo que soportar continuas tormentas, todas de la cuarta menos favorable (el Sudoeste) y vientos contrarios. El sábado 3 de septiembre, el duque y sus pilotos calcularon su posición, advirtiendo que estaban todavía a 58° N. y quizá aun más al este que dos semanas atrás. Entretanto, se habían perdido de vista otros diecisiete barcos, incluyendo el San Juan con Recalde a bordo, la gran carraca de Leyva, el Rata Coronada y otros cuatro levantinos, cuatro grandes naves, una andaluza, otra castellana y dos de la escuadra guipuzcoana de Oquendo, varias urnas y dos de las galeazas restantes. El viento cambió entonces de dirección, hacia el Nordeste. Medina Sidonia envió otra pinaza al rey, y una vez más siguió en su empeño de conducir el resto de la flota en su largo viaje de regreso.

Diecinueve días después, el San Martín hacía señales al práctico del puerto, a la altura de Santander. En los días siguientes fueron llegando a diversos puertos españoles hasta sesenta y seis barcos de la flota que en julio había zarpado rumbo a Inglaterra. Sólo otro más llegó aquel año.

Luego se supo, primero por crónicas inglesas, y después por el relato de algún superviviente, que las más graves pérdidas se produjeron en Irlanda. Cinco levantinos, con el Rata Coronada de Alonso de Leyva a la cabeza, llevando a bordo la flor y nata de la nobleza española (que otro día se disputó el honor de acompañarle), un gran vizcaíno, un guipuzcoano, un galeón portugués y tres urcas (identificadas por sus nombres) se dirigieron a la costa occidental de Irlanda en busca de víveres, agua y posibilidad de reparar sus estropeados cascos y cordajes. Sólo regresaron dos embarcaciones. El galeón portugués de Recalde, llamada San Juan, consiguió atracar a sotavento de la isla Gran Blasket, en la propia boca de la bahía Dingle, para cargar agua y volver de nuevo al mar. Finalmente, logró llegar a La Coruña en estado desastroso, el 7 de octubre, siendo uno de los últimos supervivientes. Una de las urcas —barco hospital— salió con Recalde de la bahía Dingle, pero desesperado de llegar a España con sus enfermos vivos, remontó el Canal para alcanzar algún puerto francés o quizá incluso uno inglés. En lugar de ello se extravió en Bolt Tail por la costa de Devon. Sus aprovisionamientos y algunos de sus hombres fueron salvados. El resto de navíos que pretendieron llegar a Irlanda se perdieron también. El lord comisario declaró eran diecisiete (posiblemente algunas urcas y pinazas no identificadas entre ellos). Navegaban sin mapas ni pilotos y hasta sin áncoras, en navíos prácticamente inservibles y con tripulaciones tan débiles debido a las privaciones y enfermedades sufridas que casi no podían moverse y gobernar sus naves, por lo cual se estrellaban contra las rocas o encallaban en ellas o eran arrancados de inseguros anclajes para saltar hechos pedazos al chocar contra los acantilados. El último superviviente, la galeaza Girona, al huir de la isla inhospitalaria, con tantos náufragos de Leyva como pudo salvar y entre los que se contaba el propio Leyva, se estrelló contra el arrecife del Gigante, pereciendo todos.

En la costa de Irlanda se ahogaron seguramente miles de españoles. La suerte de los que consiguieron llegar a tierra no fue tampoco envidiable. A muchos les saltarían los sesos a golpes, mientras yacían extenuados en las playas que lucharon por alcanzar. Otros vagarían por desolados parajes del sector oeste hasta ser cazados y asesinados como animales feroces por grupos de soldados, o bien entregados de mala gana a los ingleses para su consiguiente ejecución. Un grupo considerable de caballeros, posiblemente rehenes importantes, se rindió bajo promesa de que sería respetada su vida. Sin embargo, pese a la protesta de sus captores, fueron asesinados también por orden del lord comisario. Este, sir William Fitzwilliam, disponía de menos de dos mil soldados ingleses —mal adiestrados y peor armados— para mantener en orden a la nación, sólo por el momento en calma. No podía arriesgarse con la estancia de tantos soldados españoles —aunque fuesen prisioneros— en suelo irlandés. Su política era sencilla. Suprimirlos conforme se les iba encontrando. Y casi siempre, así procedió.

Acerca de estos hechos se han formado dos mitos. La historia relatada por los ingleses ya desde el año siguiente al de la aventura de la Armada, y según la cual los españoles que llegaron a tierra fueron inmediatamente asesinados por los irlandeses que les robaron ropas, armas y joyas. Y la leyenda, predominante en Occidente, de que los ojos y el cabello negros, el perfil aguileño y la morena tez de muchos naturales del país muestran evidentemente la sangre española de quienes desembarcaron y quedaron en aquel suelo. Es posible que los irlandeses —hartos salvajes— despojasen a sus espontáneos invitados de los objetos de valor que llevasen encima y seguramente degollaron a más de uno, pero sólo se tiene noticia de una matanza de españoles realizada directamente por irlandeses (sin estar a sueldo de Inglaterra), hecho que causó la indignación de todos. Por regla general, los irlandeses protegieron a los españoles, les ayudaron a cubrir sus necesidades e incluso —si estaba en su mano— les ayudaron a escapar del país. Varios centenares de españoles huyeron gracias a esta ayuda y casi todos se dirigieron a Escocia. Creyeron que eran pocos los compatriotas que quedaron en el país —si es que quedó alguno— y quizá, esporádicamente, alguno tal vez encontró esposa y hogar en algún pueblo amigo, pero nunca pudieron ser bastantes como para dejar huella en el aspecto de la gente en general. Si de vez en cuando surge un parecido entre individuos de Connaught y Galicia será seguramente por motivos distintos.

En las cercanías de Irlanda y Escocia se produjo la mayoría de naufragios de las naves de guerra de la Armada, exceptuando los ocurridos en acción de guerra. En el cabo Lizard, el 30 de julio, había sesenta y ocho. El 3 de septiembre, Medina Sidonia todavía contó cuarenta y cuatro, precisamente los que habían obedecido sus órdenes siguiendo el rumbo que él les fijó. Todos volvieron a la patria, incluso los diez galeones de la guardia de las Indias, siete de los diez galeones de Portugal, ocho de los andaluces, siete de la escuadra de Oquendo y seis de la de Recalde. Únicamente los levantinos quedaron reducidos a la mínima expresión. De diez grandes naves sólo quedaron dos. Era una flota vencida, destruida, pero muchos almirantes de mayor experiencia habrían devuelto menos naves, tras acontecimientos menos complicados, y quienquiera que fuese el que le aconsejó (en el momento decisivo no pudo ser Diego Flores ni tampoco Recalde), hay que reconocer que las naves se salvaron por la firme voluntad y la buena dirección de su comandante.

Nadie entonces reseñó la hazaña y muy pocos la han reconocido después. El propio duque no hizo ostentación de ella. Cuando, pasado Gravelinas, saboreó la amargura de la derrota, decidió que su deber era salvar todo el material posible. El hecho de salvar, en barcos y armamentos, casi dos tercios del total debió de constituir leve mitigación de su pena ante el desastre nacional, pero ninguna ante su personal desgracia. Se hacía a sí mismo responsable de lo ocurrido. Los ingleses tenían mejores barcos, mejores armas, tripulación más homogénea y entrenada, y además disfrutaban de una ventaja que demostró ser decisiva: la de luchar cerca de su patria y de sus bases. La Armada había sido enviada, sin suficiente avituallamiento y en general estado de debilidad, a una misión imposible. Pero cuando los contemporáneos del duque atribuyeron el desastre a la incompetencia de su comandante, afirmando que si éste hubiera sido Santa Cruz o Recalde u Oquendo o bien el héroe singular llamado Pedro de Valdés, todo habría sucedido de distinto modo, Medina Sidonia acató la opinión. Quizá por este motivo ha sido muy pocas veces investigada hasta la fecha toda la cuestión.

Quién condujo en realidad la destrozada flota en la última etapa de su viaje, es cosa que se ignora todavía. El capitán Marolín de Juan, veterano marino y eficiente navegante, que habría debido hacerlo, quedó rezagado involuntariamente en Dunquerque. A bordo del San Martín había cuatro pilotos, uno de ellos inglés. Tres murieron en alta mar. Así, pues, tuvo que ser forzosamente el cuarto quien llevase la nave capitana, navegando de popa con viento del Oeste hasta más allá de La Coruña, para finalmente gobernarla hasta su recalada a la altura de Santander. Su nombre nunca se ha sabido.

En cuando al duque, el día 3 de septiembre, tomada ya la última decisión y vueltas por fin las proas en dirección a la patria, se había tendido en su litera para quedar inmóvil en ella. Llevaba varios días consumido por la fiebre, retorciéndose del dolor que causa la disentería en un estómago vacío y en continuo estado de náuseas. Durante el resto del viaje de pesadilla, estuvo a ratos inconsciente y a ratos no, sólo vagamente alerta de los vientos contrarios, las inesperadas tormentas y las recaladas perdidas. Cuando, ya en Santander, se le bajó al bote del práctico del puerto, estaba demasiado débil para tenerse sentado y casi demasiado débil también para estampar su firma, a pesar de lo cual envió al rey, al gobernador de la provincia y al arzobispo de Santiago varias lastimosas súplicas en demanda de ayuda.

Verdaderamente la necesitaban. Sólo en el San Martín, aparte de los que murieron en acción de guerra o habían sido heridos, hasta el 23 de septiembre, día en que la nave entró en Santander, se registraron 180 defunciones por causa del tifus, el escorbuto o la gripe, todo ello agravado por el hambre y la sed. Diariamente seguían muriendo hombres a bordo del San Martín, y demás barcos, mientras la población —no preparada para la circunstancia— intentaba reunir alimentos, ropa, camas y hogares para salvar la vida de tantos enfermos. De los altos oficiales que consiguieron volver, escasamente uno estaba en condiciones de prestar servicio; los dos más famosos —Recalde y Oquendo— murieron ambos a mediados de octubre. Las tripulaciones de otras naves estaban aún en peor situación que la del San Martín. Algunas carecían de víveres por completo y seguían muriendo de hambre aun estando ancladas en puerto español. Una de estas naves quedó sin agua durante los doce últimos días de viaje, viéndose obligados a aprovechar la que podía conseguirse escurriendo las camisas hechas jirones de los marineros empapados de lluvia... Otra nave encalló en el puerto de Laredo debido a que sus hombres carecían de la fuerza necesaria para arriar velas y mover las anclas. Durante varias semanas siguieron muriendo hombres, mientras se reunía dinero y alimentos y eran preparados los hospitales.

Las naves se encontraban en tan deplorable estado como los hombres. Una de ellas se hundió después de anclar. Y alguna de las mejores, como el San Marcos, quedó en tal mal estado que sólo pudieron aprovecharse su madera y sus cañones. En igual estado quedó el hermoso galeón del duque de Florencia. El capitán Bartoli murió al día siguiente de haber entrado en puerto. Su primer oficial había muerto en Gravelinas. El militar de más graduación de a bordo, capitán Gaspar de Sousa, declaró que ningún barco de la Armada había prestado tan buen servicio como el suyo, y que ninguno había estado tan metido en la batalla, todo lo cual fue debidamente confirmado por el duque de Medina Sidonia en una carta al embajador florentino. Pero las frases de encomio difícilmente podían compensar al gran duque de Toscana, teniendo en cuenta las noticias recibidas sobre el San Francesco. Al parecer, ni siquiera podía intentarse llevar el barco a La Coruña para su reparación. El único galeón de su armada ya nunca más luciría su bandera. Por lo que se sabe, parece cierto que la mitad de la flota superviviente quedó inservible. Sólo un milagro, dijo un observador, pudo haber mantenido las maltrechas embarcaciones tanto tiempo a flote.

Desde su lecho de enfermo, rodeado por nuevo personal, casi todo reclutado en tierra, Medina Sidonia continuaba tratando de resolver los problemas de la flota y siempre que le era posible dictaba cartas y memorandos para el secretario Idiáquez y el rey, la mayor parte de ellos quejumbrosos y algunos casi incoherentes. Se lamentaba del estado de sus naves y más aún de las circunstancias de sus tripulaciones, que sin paga, mal vestidas y mal alimentadas seguían muriendo en la oscuridad de unas embarcaciones pestilentes porque no había en tierra lugar donde cobijarlas ni dinero para pagar gastos. Era necesario designar a alguien que remediase las cosas; alguien hábil y experto. Al parecer, Medina Sidonia se lamentaba de no haber sabido actuar con mayor energía, no por causa de su enfermedad (aunque algunos días la fiebre le privase del conocimiento y otros ni siquiera pudiese escribir su nombre por encontrarse demasiado débil) ni tampoco por hechos que nadie pudo controlar o evitar, sino por su propia inexperiencia e incompetencia. En una nota a Idiáquez incluso llegó a manifestar que el rey se había equivocado al ponerle al frente de la Armada. El ignoraba por completo —según ya manifestó al conocer su nombramiento y olvidando la lección horrible del transcurrido verano— todo lo referente a la guerra y al mar. Oportunamente había advertido al rey que un comandante sin opinión propia en asuntos de tal índole y que ni siquiera sabía en quién confiar no podría realizar un buen servicio. Los acontecimientos demostraron que él tenía razón. Nunca más volvería a ostentar mando alguno en los mares. ¡Nunca más! ¡Aunque la vida le fuese en ello!

Lo único que verdaderamente deseaba era volver a su casa; a los naranjales de Sanlúcar y al sol de su tierra. El rey Felipe se mostró más generoso y justo con el almirante derrotado o el resto de sus contemporáneos que los futuros historiadores. Tras oír el informe de don Francisco de Bobadilla y leer una carta del obispo de Burgos y otra del médico que cuidaba del duque, relevó a Medina Sidonia de su cargo, le excusó de presentarse en la corte para el besamanos y le dio permiso para volver al hogar.

En octubre, una litera tirada por caballos y ornada de cortinajes, escoltada por los pocos servidores del duque que aún quedaban vivos, emprendió el camino de regreso por las montañas. No se detuvo en ninguna noble mansión. Pocas quedaban en España que no estuvieran de luto total. Evitó igualmente las ciudades, donde quizá le habrían acogido con insultos y pedradas. Había pasado San Martín cuando por fin llegó a Sanlúcar y antes de que consiguiera pasear y cabalgar por sus dominios, ser, en suma, él mismo de nuevo, la primavera había llegado también. Vivió aún para servir a Felipe II durante otra década y al hijo de Felipe durante doce años más, siempre ostentando altos y honrados cargos, pero sus compatriotas no podían olvidar ni perdonar. Según dijo un diplomático francés que tuvo ocasión de verle quince años después, el melancólico aspecto del duque denunciaba la no cicatrizada herida de la antigua derrota.

En Inglaterra las cosas no marcharon de forma tan distinta como pudiera ser creído. Claro que la flota inglesa no tuvo que soportar el largo y peligroso viaje de regreso, pero cuando —porque no se tenían noticias de la Armada y porque el duque de Parma no había aprovechado la marea reciente para un desembarco— comenzó la reina a impacientarse, ansiosa de despedir a las tripulaciones y disolver la concentración de naves, sus capitanes y consejeros se escandalizaron por su temeridad, persuadiéndola para que esperase, así que las naves siguieron dispuestas y vigilantes hasta que comenzaron a llegar noticias de Irlanda. Consecuencia de todo ello fue que los hombres enfermaban y morían en Harwichy Margate, en Dover y los Downs casi tan rápidamente como los españoles en alta mar. Se supone que el mismo implacable asesino segó sus vidas: la fiebre del barco, es decir, el tifus. No obstante, según la tradición de los Tudor, fue la cerveza en malas condiciones la culpable. Tenían por axioma que con buena cerveza los marineros y soldados ingleses no enfermaban nunca.

Luego, cuando finalmente la reina consiguió realizar su propósito y fueron desmovilizadas las tropas, comenzaron a surgir los consabidos problemas: falta de dinero, ropa, víveres y hospedaje para unos hombres demasiado débiles, que no podían, por esta circunstancia, volver al hogar. Así, sin ayuda, enflaquecidos, medio desnudos, los marineros yacían y morían por las calles de Dover y Rochester al igual que en Laredo y Santander. La tensión nerviosa se acentuó. Frobisher se ofreció para vengarse de Drake, y John Hawkins, el viejo héroe, constructor de la victoria inglesa —si es que dicho artífice en realidad existió—, escribió a lord Burghley en estos términos: «Lamento haber tenido que vivir para recibir tan severa carta de su señoría», y más tarde, en son de queja, escribió a Walsingham: «Ruego a Dios me libre de seguir tratando cuestiones económicas. Mi dolor, mi pena en esta misión son infinitas. Confío que el Señor me libre pronto de ella, pues no creo pueda existir peor infierno.» Parece realmente un habilitado español: lo mismo que Howard en su indefensa cólera ante el creciente número de víctimas habidas en su flota, habla y se lamenta como Medina Sidonia.

También en Inglaterra se rumoreaba que el alto mando no llevó bien las cosas. ¿Por qué no habían destrozado por completo a los españoles? ¿Por qué el Lord Almirante temió acercarse a ellos? (En España se planteaban las mismas preguntas, ciertamente absurdas, con respecto a Medina Sidonia). La voz del pueblo afirmaba segura que si Drake hubiese ostentado el mando no se habría producido tanta tregua. En realidad, comentaban las cosas como si toda batalla ganada lo hubiese sido gracias a Drake. Sin embargo, Howard no sufrió lo que Medina Sidonia. Al fin y al cabo era el vencedor. En sus últimos años, cuando la derrota de la Armada se perdió entre la dorada bruma, a través de la cual miraban los jacobinos el reinado de la buena reina Bess, y la mayor parte de sucesos de aquella época adquirían más importancia y gloria debido al paso del tiempo, la fama de Howard se acrecentó también. No obstante, para la mayoría, la victoria había sido de Drake.

Más o menos en los últimos veinte años, los historiadores se han mostrado más justos con Howard. En una reciente narración se dice con toda claridad: «La batalla fue obra de Howard. Howard fue el vencedor.» Incluso se observa que Howard llevó las operaciones del mejor modo posible para no correr demasiado riesgo, añadiéndose que ningún otro almirante pudo haber actuado mejor. Últimamente también se tiende a hablar con simpatía de Medina Sidonia. Se reconoce su valor y su habilidad administrativa aunque nadie haya afirmado aún que no podía haberlo hecho mejor. Cabe, sin embargo, asegurar que nadie, en su caso, habría mejorado su acción. Con excepción de que le hubiera sido posible detener al Ark Royal y a sus dos acompañantes aquel lunes por la mañana a la altura de Tor Bay, es difícil señalar un error en su comportamiento que afectase el resultado de la campaña. Hay que reconocer que todas sus decisiones, incluyendo la de anclar en Calais y la elección de la ruta de regreso, fueron tan acertadas como valiente fue su comportamiento personal. No es que a los muertos les importe mucho que las generaciones futuras les hagan justicia, pero a los vivos sí debe importarles, aunque sea con retraso, hacerla.