«UN ENORME GASTO DE GRANDES PROYECTILES»

De Start Point a Portland Bill. 31 de julio -
2 de agosto de 1588

CAPÍTULO
XXIV

Aquella misma noche, el almirante inglés se hallaba también preocupado. Su consejo militar tenía el convencimiento de que los españoles intentaban desembarcar en algún puerto. Había varios en aquella ruta, así como fondeaderos; lo difícil era saber si Howard, siguiendo al enemigo, podría impedir su desembarco. El Lord Almirante había arriesgado mucho poniéndose a barlovento y dejando a los españoles al lado de tierra. La opinión militar conservadora esperaba que se enfrentase con la Armada española defendiendo el Canal, del mismo modo que un ejército defendería un paso entre montañas. Si el enemigo aprovechaba su comportamiento poco ortodoxo para hacerse con un fondeadero y desembarcar, fueran cuales fuesen las consecuencias para Inglaterra, quedaría perjudicada su propia reputación y habría de decir adiós a la fama y las grandes empresas. Al igual que Medina Sidonia, Howard estaba aconsejado por capitanes mucho más expertos que él, pero también, como su adversario, no podía eludir la total responsabilidad.

Si era cuestión de seguir a los españoles y no de bloquearlos, al menos debía procurarse que la persecución se hiciera de cerca y que fuese bien coordinada. Cuando Medina Sidonia dejó de esforzarse por navegar de popa otra vez, Howard izó bandera de consejo, y mientras los españoles hacían frente a las dificultades de la San Salvador y el Rosario los capitanes ingleses discutían la formación para su persecución. De dicha formación sólo sabemos que no pudo ser en línea única y por la proa y que cuando todos quedaron informados, «ordenando a cada hombre que se trasladase a su respectivo barco, su señoría designó a sir Francis Drake para montar la guardia aquella noche». Es decir, que Drake, a bordo del Revenge, tenía que conducir la flota; los demás, siguiéndole, habrían de guiarse por el gran farol de popa que en ella había. Era un gentil y —seguramente en opinión de Howard— también un prudente rasgo ceder a su famoso y experimentado vicealmirante el honor y la responsabilidad de una dirección que, de otro modo, habría recaído sobre el propio Lord Almirante.

Había empezado a anochecer y los ingleses, con la ligera brisa, navegaban rápidamente tras la Armada que se encontraba ya muy cerca de Start Point. Por algún sector del mar avanzaba la Margaret and John, de Londres, barco corsario de doscientas toneladas y quizá catorce cañones. La Margaret and John llevaba seguramente muy buena marcha, pues estaba en vanguardia cuando avistó (según ella fue la primera en verlo) un gran barco español en apuros: se le había desprendido el bauprés y el palo de trinquete y estaba parado entre «un gran galeón», una galeaza y una pinaza que intentaban ayudarle. De acuerdo con la información dada por sus propios oficiales, el Margaret and John se precipitó sobre los españoles «sin que le acompañase barco, pinaza o bote alguno de nuestra flota». Los navíos españoles, entretanto, abandonando a su dañado compañero, emprendieron la huida.

No es necesario dar crédito a todo el relato de lo ocurrido al Margaret and John. Teniendo en cuenta que sus oficiales tenían intención de cursar una demanda reclamando parte del botín del Nuestra Señora del Rosario, es lógico que realzasen su propio papel. Se sabe que el galeón de Ojeda (bastante reducido, por cierto, y no mucho mayor, si lo era realmente, que el Margaret and John) y una galeaza abandonaron a don Pedro de Valdés a eso de las nueve de la noche, aunque es probable que lo hicieran teniendo en cuenta que la flota inglesa se acercaba y no por miedo a un solo barco, por osado que éste fuese. Finalmente, el Margaret and John se acercó con cautela, manteniéndose a barlovento, y examinó detenidamente la situación de la nave Rosario, que parecía desierta, con las velas recogidas, las luces apagadas y nadie en el timón. Para asegurarse, el Margaret and John se acercó aún más y lanzó una descarga de mosquetes. Le respondieron con un par de fuertes cañonazos. El Margaret and John replicó con una andanada y entonces, prudentemente, se retiró aunque permaneciendo en las cercanías hasta casi la medianoche en que —según dijeron después sus tripulantes— pudo divisar al Lord Almirante navegando tras el enemigo, y temiendo desagradarle con su presencia allí, volvieron a reunirse al resto de la flota. Lo más probable es que Howard, al oír el disparo del cañón, enviase una pinaza para dar el alto a los merodeadores rezagados; había comprendido las intenciones de la nave Rosario y ordenó que se la ignorase manteniendo así la flota siempre unida. Si los españoles tenían intención de anclar por la mañana en Tor Bay, iba a necesitar de todas las fuerzas disponibles.

Es necesario decir algo acerca de la visibilidad en aquella noche. La lucha debía de estar en su primer cuarto creciente, pero ningún relato de la época habla de luz lunar. Tras el borrascoso chubasco de las cinco o las seis de la tarde parece ser que amainó el viento y de Start Point en adelante soplaba sólo una ligera brisa. Con luna o sin ella, la visibilidad no podía ser muy buena. El cielo quizá estaba encapotado o tal vez se registraron esas intermitentes ráfagas de niebla que algunas veces surgen en el Canal. Por una razón u otra y aunque el Ark navegaba inmediatamente después de la nave de Drake, su vigía perdió de vista el farol del Revenge.

Suponiendo que el almirante abandonase la cubierta para trasladarse abajo, en tal instante habrían requerido de nuevo su presencia. Todos los ojos hubiesen escudriñado el horizonte hasta divisar de nuevo el farol, aunque mucho más distante de lo que era de esperar. Desplegando una mayor velocidad, el Ark se apresuró a darle alcance. Ni siquiera el Revenge podía escapar del Ark. ¿Acaso no había jurado el Lord Almirante que, en lo tocante a cualidades para la navegación, el Ark era el barco más extraordinario del mundo, incomparable y sin igual? Seguramente el farol que les servía de guía fue alcanzado mientras el Ark ocupaba lo que parecía ser su adecuada posición. Sólo cuando el amanecer avanzaba sobre las olas y el guía y su seguidor se hallaban a la altura del Berry —lugar donde, si los españoles pretendían llegar a Tor Bay, podía decidirse la suerte del combate —advirtió Howard que había avanzado en pos del farol de popa de la nave insignia enemiga, y que se encontraba casi en el centro de la amenazadora media lucha española. Únicamente le acompañaban sus dos más cercanos seguidores de la pasada noche, el Bear y el Mary Rose. Todo lo más que podía divisarse del resto de la flota era el extremo superior de algunos mástiles en el horizonte. Por lo demás, ni rastro del Revenge de Francis Drake.

Lo exasperante en las informaciones de la época sobre la campaña de la Armada es que sólo permiten entrever lo ocurrido como a través de un remolino de niebla. Hay momentos en que el bosquejo principal queda bastante claro, pero los detalles son confusos; determinadas escenas, ocasionalmente, están bien reflejadas pero en otros momentos todo resulta completamente oscuro. La versión oficial inglesa de los hechos se limita a decir:

«Nuestra flota, en malas condiciones de visibilidad —debido a que sir Francis Drake abandonó su puesto de guía para ir en persecución de unas urcas—, quedó rezagada sin saber en pos de quién avanzar. Sólo su señoría el Lord Almirante, con el Bear y el Mary Rose, persiguieron durante toda la noche al enemigo casi a distancia de disparo de culebrina mientras la flota quedaba atrás y tan lejos que a la mañana siguiente, de la nave más cercana a duras penas se vería más de medio mástil y de algunas ni siquiera eso. Contando con buenas condiciones de navegación, sólo hasta la mañana siguiente, antes de que fuera demasiado tarde, lograron estas últimas alcanzar a su señoría.»

Es fácil perdonar a Howard por alegar que la solitaria persecución emprendida contra la flota española fue un acto de atolondramiento y arrojo en lugar de una simple equivocación —máxime teniendo en cuenta que no hizo reproches a Drake, sino que lo disculpó como siempre, sin énfasis de ninguna especie—. Lo que no se le puede perdonar es que silencie lo ocurrido después.

Hemos de suponer que los tres barcos ingleses viraron y huyeron desesperadamente sin que los españoles intentaran salir en su persecución. Ningún relato español de la época menciona la presencia, en el amanecer, de los tres galeones ingleses allí, tan cerca de ellos, a pesar de que viéndoles la Armada tuvo que experimentar el mismo asombro que experimentaran los ingleses al ver a la Armada. Meteren tiene una frase que puede ofrecer cierta orientación. Hakluyt nos la ofrece así:

«Al mismo tiempo (es decir, el mismo día en cuyo amanecer Howard casi se encontró dentro del semicírculo de la flota española), Hugo de Moneada, que ostentaba el mando de cuatro galeazas, pidió humildemente permiso al duque de Medina Sidonia para ir al encuentro del almirante de Inglaterra, permiso que el duque no consideró oportuno conceder.»

Todo ello parece el eco de la queja que los compañeros de don Hugo llevaron a España. Pudo o no pudo ser cierto, pero en los momentos que siguieron al amanecer quizá ocurrió así. Es verdad que el Ark y sus acompañantes fueron divisados y es posible que el Ark fuese también identificado. Las únicas unidades de la flota española que podían darles alcance eran las galeazas, que podían avanzar a remo y navegar de popa, desplegando en pocas millas considerable velocidad. Si las galeazas hubiesen amenazado a las tres naves inglesas, los galeones habrían tenido suficiente tiempo de llegar después, rodearlas y destruirlas.

Si Moneada hizo la petición, Medina Sidonia, evidentemente, rehusó el permiso. Uno se pregunta por qué causa. ¿Creía verdaderamente tan perentoria la orden de seguir remontando el Canal que no podía demorarse ni para destruir tres grandes barcos enemigos? Su comportamiento del siguiente día lo hace poco probable. ¿Se avivó el viento en el amanecer, halando tanto que las galeazas no tenían posibilidad de realizar la persecución? Cabe dentro de lo posible. O bien, ¿recordaría Medina Sidonia que, según las viejas leyes de la lucha en los mares, era privilegio y deber del almirante dar caza al almirante enemigo y le disgustaba ofrecer a don Hugo una oportunidad que él no tenía? ¿O consideraba impropio de un caballero español caer sobre el enemigo en proporción de veinte a uno y prefería diferir el esperado choque?... Tampoco esto era imposible, teniendo en cuenta que las ideas súbitas del duque siempre eran más el producto de los libros de caballería que de las reglas del sentido común militar. En suma, si realmente existió una pequeña oportunidad de dar la batalla al Ark y a sus acompañantes antes de que acudiese el resto de la flota inglesa, no aprovecharla constituyó el segundo error de Medina Sidonia en menos de doce horas.

Sea como fuese, el caso es que Howard consiguió eludir el peligro y fue testigo de cómo la Armada seguía remontando el Canal sin mostrar el menor interés por Tor Bay.

Aquella misma tarde todos los barcos ingleses que se habían dispersado se agruparon de nuevo, el Revenge incluido. Drake refirió a Howard una historia bastante completa. «Era ya entrada la noche cuando, aparentemente, había visto una sombra adentrarse en el mar. Temiendo que el enemigo intentara aprovechar la oscuridad para deslizarse sin ser visto y ganar el barlovento, Drake había vuelto a estribor con objeto de desafiar a los españoles, quitando el farol de popa para no desorientar al resto de la flota. Llevó consigo únicamente el Roebuck, gran barco corsario procedente de Plymouth, al mando del capitán Whiddon, y dos de sus propias pinazas que seguramente iban a la cabeza de la expedición. Una vez alcanzados, los barcos misteriosos que llamaron su atención resultaron ser sólo unos inofensivos mercantes alemanes. Cuando emprendió la ruta de vuelta, amanecía ya. De pronto, en medio del mar, tan sólo aproximadamente a un cable de distancia, surgió la desmantelada silueta de la nave capitana de don Pedro de Valdés. En principio don Pedro pareció dispuesto a pactar condiciones, pero al saber que quien le retaba era el propio Drake, no halló vergonzoso rendirse mediante las necesarias garantías de correcto trato. Drake envió al capitán Whiddon en el Roebuck para escoltar su botín hasta Tor Bay, quedándose a su ilustre prisionero, en calidad de invitado, a bordo del Revenge, para presentarle —como precisamente estaba haciendo en aquellos momentos— al Lord Almirante.

Aparentemente nadie en aquel entonces censuró a Drake por su comportamiento en tan extraordinario hecho. Nadie, según las informaciones que se poseen, habló de él con desdoro, aparte de Martin Frobisher, que parecía más molesto por el reparto del botín de la nave Rosario que por la manera en que el mismo había sido adquirido. Sin embargo, la historia resulta un poco rara. ¿Por qué nadie más vio las misteriosas urcas alemanas? Y si a Drake se le disculpó por abandonar su puesto para examinarlas, ¿qué excusa podría existir para su decisión de apagar un farol que servía de guía al resto de la flota, sin comunicar al Lord Almirante sus intenciones?

De haberlas conocido, Howard pudo perfectamente encender su propio farol de popa sin que el perfecto orden de la expedición se quebrase. Pero ni Drake presentó excusas ni nadie, al parecer, las consideró necesarias.

Con grave expresión, Howard aceptó la historia de las urcas alemanas, pero seguramente tuvo que sonreír con ironía pensando en la pretendida «sorpresa» de Drake al «tropezar» con la desmantelada nave española. Francis Drake era famoso en los siete mares por su pericia, su especial instinto para dirigirse, entre una vasta extensión de agua, al punto exacto en donde era posible hallar un botín deseable, y la nave Nuestra Señora del Rosario, según se demostró al final de la campaña, resultaba ser realmente una presa espléndida. Por esto precisamente no fue necesario presentar excusas. Nadie podía criticar un hecho por todos envidiado. En cualquier ejército naval moderno se hubiera exigido consejo de guerra para el acto de Drake y la consiguiente degradación de éste; sin embargo, sir Francis recibió no sólo un buen montón de dinero, sino también mayor fama. Si sus contemporáneos nada le reprocharon, ¿por qué hacerle reproches nosotros?

Por la misma razón tampoco habrá que reprochar nada a don Pedro. Nadie le ha hecho responsable de nada. Cuando más tarde conocieron los hechos, sus compatriotas acusaron al duque y a su consejero Diego Flores de abandonar el Nuestra Señora del Rosario. Para el comandante de la embarcación sólo tuvieron frases amables, el eco de las cuales han seguido prodigando los historiadores. Sin embargo, es difícil afirmar que el hecho deje a don Pedro en buen lugar. La nave Rosario era muy maniobrera, por lo que cabe opinar que tanto los jefes como la tripulación era gente apática. Su fracasada defensa oscurece seriamente el valor español. El choque que costó a la Rosario su bauprés y la consiguiente pérdida del palo trinquete fue posiblemente irremediable, pero un barco que ha sufrido semejantes pérdidas no debe seguir navegando, impotente, durante más de diez horas. Aparentemente la nave Rosario llevaba a bordo más de ciento dieciocho marineros y unos trescientos soldados. En caso de necesidad, incluso estos últimos podían tirar de las cuerdas y manejar las hachas. Con muchos brazos, los vientos en calma y la mar tranquila habría sido posible improvisar una especie de aparejo provisional en la parte delantera que ayudase al equilibrio del timón, y con velas bien templadas, el Nuestra Señora del Rosario, aunque avanzando con lentitud, no hubiese perdido necesariamente el control. Sin embargo, cuando el Margaret and John surgió en su ruta, aproximadamente cuatro horas después de haber perdido el palo trinquete, el Nuestra Señora del Rosario volqueaba irremediablemente, sin señal alguna de actividad en cubierta, de manera que casi parecía abandonada. Así seguía cuando la encontró Drake.

De igual modo que fracasó al no reparar su barco, don Pedro fracasó también por el hecho de no defenderlo. Tenía a bordo casi tantos hombres como había en el Revenge y el Roebuck juntos; hombres que apenas habían luchado aún. El Rosario era uno de los más grandes y sólidos barcos de la Armada y el que más cañones pesados poseía. En ningún aspecto resultaba inferior al galeón de Recalde ni al del duque, aunque su línea quizá fuese más rústica. Junto a las naves inglesas, sus castillos sobresalían de tal forma que habría sido verdaderamente difícil su abordaje. Si sus tripulantes hubiesen decidido defenderse habrían podido resistir muchas horas manteniendo a los dos barcos enemigos entretenidos, por lo menos durante todo aquel día y quizá dañando alguno seriamente. En lugar de hacerlo así, su capitán, con un airoso saludo, se rindió a la fama de Drake, regalando al enemigo un barco potente con cuarenta y seis cañones, un gran depósito de armas y municiones y cincuenta y cinco mil ducados de oro que se guardaban en el camarote del capitán. Quizá don Pedro no mereciese el castigo que por su conducta habría recibido tiempo después, es decir la horca, pero evidentemente aun dadas las costumbres del siglo XVI resulta un poco raro que llegara a convertirse en algo parecido a un héroe popular de segunda categoría, tanto en España como en Inglaterra.

Más tarde, en el mismo día que se entregó Pedro de Valdés —lunes 1 de agosto— los ingleses obtuvieron un segundo botín. Alrededor del mediodía, el patrón de la Son Salvador envió aviso de que su nave se hundía lentamente. La explosión que había destrozado la cubierta de popa abrió demasiadas vías de agua y ésta penetraba en las bodegas con más rapidez de la que podían desplegar las bombas. La tripulación abandonó la nave, llevando algunas de sus existencias de almacén, pero —dato curioso— las municiones y la pólvora quedaron en la bodega de proa. Naturalmente pudieron echarlo a pique, pero, o bien no obtuvieron el permiso necesario o los ingleses llegaron demasiado pronto. El propio lord Howard subió a bordo, pero su inspección resultó muy breve; el hedor de los cuerpos achicharrados fue demasiado para él Más tarde, el capitán Fleming, comandante de la pinaza que llevó a Inglaterra las primeras noticias acerca de la Armada, se las compuso para remolcar la nave inundada hasta Weymouth. La nueva del doble botín levantó los ánimos del pueblo en la zona costera. El primer día de batalla a la altura de Eddystone había sido claramente observado desde tierra por una verdadera multitud de curiosos, pero nadie, entonces, pudo discernir si la cosa marchaba bien o mal.

En la tarde de aquel mismo lunes, cuando el viento amainó hasta convertirse sólo en ligero soplo, Medina Sidonia hizo reunir consejo militar para disponer una nueva táctica. Se dividieron la totalidad de barcos de guerra en dos partes: una fuerte retaguardia a las órdenes de don Alonso de Leyva (hasta que Recalde hubiese terminado las reparaciones del San Juan) y una pequeña vanguardia, bajo el mando del propio duque. Este eligió la vanguardia porque esperaba que de un momento a otro surgiese ante él, bajo el mando que él creía de Hawkins (lo estaba bajo el de Seymour, por entonces), el flanco oriental de la flota inglesa. Constantemente se veían llegar nuevas embarcaciones y era fácil darse cuenta que Howard había solicitado refuerzos.

Sin embargo, cuando se presentó la oportunidad de lucha, surgió precisamente en dirección opuesta. La calma de la noche anterior quedó truncada el martes por la mañana debido al viento del amanecer que soplaba del Este. Los españoles contaban con el barlovento a su favor.

Rápidamente Howard se hizo cargo de la situación. Lo primero que vieron los españoles a la creciente claridad del día fue al almirante inglés navegando de bolina, hacia la costa, en evidente esfuerzo por superar el ala izquierda española y contar de nuevo con el viento a su favor. Cuando amanecía la Armada casi se encontraba frente a Portland Bill y Howard parecía tan preocupado por Weymouth como lo estuvo por Tor Bay el día anterior. Esta vez los españoles estaban demasiado cerca de la costa y fuera de observación para que se les pudiera ganar ventaja. En cuanto advirtió la maniobra inglesa, Medina Sidonia procuró interceptarla con sus galeones de vanguardia, y Howard, comprendiendo que no llegarían a Portland Bill sin que les alcanzase la vanguardia española, viró en dirección opuesta y la línea de ataque inglesa avanzó hacia el Sursudoeste, intentando ganar el barlovento por la parte del flanco español más adentrado en el mar. Rápidamente, la retaguardia española dirigida por Bertendona se dispuso a cortarles el paso y la distancia entre ambas naves almirantes se redujo desde el radio de acción de la culebrina al del mosquetazo o medio mosquetazo. En cuanto quedó aclarado que los ingleses estaban de nuevo aislados, ambos contrincantes comenzaron de nuevo a vomitar fuego y humo.

Así empezó una curiosa batalla que duró toda la mañana y que según es reseñado por Camden, una vez se revisó el informe, se desarrolló en medio «de una gran confusión». Quizá fuese así. La mayor parte de detalles no han podido precisarse. Pero no existe duda acerca del objetivo de ambos comandantes y con más relatos de los que Camden dispusiera como guía se obtiene un bosquejo bastante claro de lo más importante. Los ingleses intentaron repetidamente ganar el barlovento al flanco español más adentrado en el mar. Los españoles intentaron repetidamente el abordaje e incluso provocaron al enemigo para que les abordase a ellos. Ambas partes fracasaron en su intento, pero no cabe duda de que frecuentemente los dos se hallaban a una distancia de respectivo disparo de cañón y alguna vez hasta más cerca. Ambos almirantes estaban impresionados por el furor de la batalla y cada uno anotó mentalmente más de un barco para ser elogiado de manera especialísima más tarde. Se afirma que el tronar de los cañones sonaba como el continuo retumbar de la mosquetería y el humo resultaba cegador. Los más viejos soldados jamás habían sido testigos de un cañoneo como aquél. Mientras el viento sopló del Sudeste la lucha que se libraba mar adentro derivó hacia el Oeste, hacia la bahía de Lyme.

Entretanto, a sotavento de Portland Bill se estaba desarrollando una batalla de orden menor. El Triumph de Martin Frobisher —el mayor barco de ambas flotas— se encontraba allí anclado cubriendo, más o menos, a cinco mercantes de Londres de regulares proporciones y siendo, a la vez, ayudado por ellos para rechazar el ataque de cuatro galeazas. Posiblemente Frobisher y sus acompañantes, tras fallar en el intento de ponerse a barlovento de Portland Bill, no pudieron seguir el cambio de ruta iniciado por Howard, considerando única solución permanecer anclados allí, esperando que la propia marcha de la lucha en el Oeste les ofreciese la ventaja del viento y espacio para maniobrar. O bien, puede que Frobisher tuviera algún propósito más astuto. Un par de millas al este de Portland Bill existe un extenso y vadoso bajío de conchas rotas —Shamlbes, se llama— alzado en silueta irregular hacia la superficie. Desde la punta del Bill, recta hacia el referido bajío, avanza una periódica corriente que en ocasiones alcanza una velocidad mayor de cuatro nudos. Los barcos prudentes suelen apartarse de esta trampa de muerte. Para atacar al Triumph por la ruta más corta, cualquier embarcación tenía que haber cruzado la corriente en cuestión. Para acercársele con más prudencia, había que perder el barlovento y luchar con las traicioneras corrientes. Debido a sus altos Castillos el Triumph resultaba algo menos ligero que la mayor parte de barcos ingleses, pero en caso de abordaje tenía más posibilidades de defensa. Puede que Martin Frobisher estuviese cansado del juego. En tal caso no podía haber escogido refugio mejor.

Cuando Howard cambió de rumbo, Medina Sidonia advirtió la apurada situación —o lo que aparentaba ser apurada situación— de la pequeña escuadra de Frobisher y envió cuatro galeazas al mando de don Hugo de Moneada para terminar con ella. Cuando nuevamente tuvo tiempo de observarles —poco más o menos una hora después— vio a las cuatro galeazas maniobrando con cautela a distancia larga de culebrina del Triumph, al igual que experimentados perros que tropiezan en el interior de un foso con algún oso viejo, rápido y astuto. La marea bajaba, el agua bullía y la corriente empujaba las galeazas hacia un lado, pero Medina Sidonia en modo alguno podía advertir estos detalles. Sin embargo, envió una pinaza para avisar a don Hugo.

Poco después el viento giró hacia el Sur y Howard, que se había alejado un poco y no perdía de vista al Triumph, se dirigió con un grupo de galeones de la reina y algunos buques voluntarios de categoría a «rescatar» a Frobisher. Se ignora si éste deseaba ser rescatado. Tal vez podría saberse de tener la seguridad de que entre el grupo salvador figurase el Revenge de Drake, ya que tres semanas más tarde, en Harwich, el irascible hombre de York afirmaba que Drake tenía intención de engañarles en lo tocante al botín de la nave Rosario, añadiendo: «Pero tendremos nuestra parte o haré que corra lo mejor de su sangre», con lo cual es fácil comprender que no hablaba a impulsos de un insoportable bagaje de gratitud.

Al ver cómo Howard efectuaba el rescate, Medina Sidonia se apresuró a interceptar con su vanguardia —dieciséis barcos— la alineación inglesa. Antes de que las escuadras estableciesen contacto el duque miró hacia atrás y vio cómo Juan Martínez de Recalde, que con el San Juan ya reparado iba a unirse a la lucha, había quedado aislado siendo acosado por unas doce naves. El cambio de viento había arrastrado a toda la Armada, con excepción de la escuadra del duque, a sotavento de Recalde. Inmediatamente Medina Sidonia ordenó a su escuadra cambiar de rumbo para rescatar a su vicealmirante. Sólo el San Martín quedó atrás para hacer frente al enemigo, y cuando el Ark se le acercaba se situó de flanco y arrió la gavia como invitando a los ingleses al abordaje. En los libros que el duque había leído, un combate naval se desarrollaba siempre así: almirante contra almirante, espada contra espada, sobre una cubierta salpicada de arena; precisamente para llegar a esta situación había desaprovechado la oportunidad del día anterior.

En lugar de amarrar y lanzarse al abordaje, Howard soltó una andanada a muy corta distancia y pasó de largo. Lo mismo hizo el galeón siguiente y el otro y todos los restantes. Inmediatamente después volvieron a la carga con una nueva serie de andanadas repitiéndolo tres veces. Entretanto, los barcos que habían estado importunando a Recalde se unían al círculo que rodeaba al almirante español. Desde la cubierta del San Juan parecía como si el San Martín luchase solo contra cincuenta potentes naves por lo menos. La verdad es que disparaba todos sus cañones y, según informe de quien se hallaba a bordo, devolvía el fuego al enemigo con tanta eficacia que al final de la operación éste quedó más alejado que al principio. Como quiera que la Armada se encontraba bastante a sotavento de su almirante, el San Martín tuvo que luchar solo durante más de una hora. Para entonces se le acercó un grupo de galeones con Oquendo a la cabeza y los españoles, al decir de Howard, «se reunieron en masa en tomo a su baqueteada nave almirante».

Seguidamente los ingleses emprendieron la retirada. Las galeazas habían dejado de importunar al Triumph y como el viento era de nuevo favorable para el inglés, la Armada volvió a formar su media luna defensiva reanudando su impresionante avance. Por la tarde se cambiaron algunos disparos de largo alcance, pero en realidad con el rescate del almirante español finalizó la batalla de aquel día.

La amarga lección recibida por los españoles fue que, aun con el barlovento a su favor, no podían dar alcance al enemigo para abordarle, pues los barcos ingleses eran lo suficientemente rápidos y lo bastante buenos en la navegación de bolina como para mantenerse a la distancia que deseasen. Los españoles, unánimemente, decidieron que el enemigo hacía bien en confiar en sus cañones, pues las piezas inglesas eran mayores y de más largo alcance que las suyas y sus artilleros más adiestrados gracias a lo cual podían disparar con más rapidez. (En ambas flotas se creía que con rapidez tres veces mayor, aunque debió de ser cosa difícil de calcular.)

En cuanto a los ingleses, su lección amarga fue comprobar que frente a la disciplina española la escogida táctica resultaba inútil. No es que esperasen hundir a casi todos los barcos españoles en el primero o el segundo encuentro, pero sí creyeron hacer blanco en los galeones, inutilizándolos uno tras otro hasta conseguir su retirada y el consiguiente hundimiento. Pero hasta aquel momento sólo habían logrado suprimir dos barcos enemigos, el Nuestra Señora del Rosario y la urca San Salvador, y aunque los ingleses creyeron que sus cañones habían contribuido al hecho, lo cierto es que, en ambos casos, la circunstancia se debió a accidente fortuito. Entretanto, durante los dos días de batalla, especialmente en el furioso encuentro desarrollado a la altura de Portland Bill, habían hecho, según expresión del propio Howard «un enorme gasto de grandes proyectiles», tanto que en algunas naves habían quedado incluso sin existencias. Desesperado, escribió a tierra alegando que sin recibir pólvora y balas no podían volver a la lucha. El caso es que, evidentemente, no habían causado grandes daños al enemigo. Los españoles mantuvieron su formación mejor que ellos mismos, sin abandonar ni un solo barco durante la batalla. Por supuesto, no habían tomado Weymouth, pero nada indicaba que hubiesen tenido intención de atacar aquel puerto y ahora sus apretadas filas avanzaban, como antes, majestuosamente.