¡DRAKE HA SIDO CAPTURADO!

Europa occidental,
agosto y septiembre de 1588

CAPÍTULO
XXX

Si hacia fines de agosto, ingleses y holandeses carecían de noticias suficientes para estar seguros de que la Armada había sido derrotada, en el continente la ignorancia era todavía mayor. Desde Plymouth a la isla de Wight los españoles habían sido perfectamente visibles desde las costas de Inglaterra, se les vio seguir el rumbo usual de los navíos de Oriente. Miles de ojos se fijaron en ellos y sobre los promontorios y colinas se habían concentrado densas multitudes para presenciar bajo los claros cielos de verano las cuatro grandes batallas navales que jalonaron su avance. Diariamente llegaban a uno u otro puerto navíos de la flota inglesa con mensajes y requerimientos, y algunos de los barcos que marchaban al encuentro de Howard con víveres y voluntarios eran más viajeros curiosos que portadores de refuerzos. Finalmente, a su regreso las naves de la reina y sus auxiliares refirieron todo lo ocurrido.

Por el contrario, en el continente, excepto los holandeses, nadie sabía nada de la campaña, aparte de lo ocurrido en Calais, y en Calais, sin hablar de la suerte del San Lorenzo, nadie sabía lo que verdaderamente ocurrió. Desde luego, el duque de Parma iba recibiendo un boletín diario desde que la Armada llegó al cabo Lizard. Probablemente sabía mucho más acerca de ella el domingo 7 de agosto de lo que había admitido saber, pero incluso él, a menos que estuviera interpretando una charada particularmente complicada, debió de creer hasta el 10 de agosto —quizá después también— que la flota española regresaría de un momento a otro y que de alguna forma, milagrosamente, pondría a los holandeses en fuga. Mientras tanto, ninguno de los dos buques —ni el de Parma ni el de Medina Sidonia— se preocuparon de informar a la persona, después de ellos dos, más importante en todo el asunto. Precisamente a don Bernardino de Mendoza.

Mendoza supo bastante pronto que Medina Sidonia había llegado al cabo Lizard y uno o dos días más tarde que un gran navío español, desconocido (el Santa Ana de Recalde según fue comprobado después), había anclado en la bahía de La Haya. Pero nadie tenía idea de lo que esto podía significar, así que durante seis días llenos de ansiedad sólo llegaron rumores acerca de que se habían oído disparos en el Canal y noticias contradictorias. Que si los españoles habían desembarcado... Que si la Armada había sido derrotada y remontaba el Canal perseguida por Drake. Que si la Armada había conseguido una gran victoria y que avanzaba triunfalmente hacia el punto fijado para su encuentro. Mendoza añadía cada noticia al informe redactado para su soberano y dueño, y también para el conde de Olivares de Roma, haciendo constar en cada uno de ellos que la fuente de información no era segura y que el relato no podía ser confirmado. Lo más prudente era no formar todavía una opinión.

Súbitamente, el domingo 7 de agosto, el agente de Mendoza en Rouan facilitó un informe más sustancial. Se decía por El Havre que varias barcas pesqueras de Newfoundland había conseguido pasar a través de las flotas enemigas. Informaban que la Armada se había enfrentado con Drake el martes, a la altura de la isla de Wight. Los ingleses se habían retirado hacia tierra, de forma que los españoles, navegando a barlovento, atacaron duramente. La batalla había durado veinticuatro horas y los ingleses llevaban las de perder. Los españoles habían hundido quince galeones y capturado otros que echaron a pique tras apoderarse de sus cañones. Además habían hecho prisioneros a un buen número de ingleses que fueron conducidos a bordo o estaban luchando aún en el mar. Durante los acontecimientos, las galeazas desempeñaron muy buen papel. El corresponsal en Rouan añadía que estos informes fueron confirmados por algunas cartas de Dieppe, donde atracó la mayor parte de la flotilla pesquera de Newfoundland. Un capitán bretón dijo que había pasado muy cerca de la nave almirante de Drake durante la batalla, el cual había sido atacado por una galeaza que derribó sus mástiles con un primer cañonazo para con el segundo hundirlo del todo. El bretón (quizá un primo lejano de David Gwynn) afirmaba haber visto a Drake escapar en una pequeña embarcación, sin esperar a que finalizase la batalla. Por todo Rouan corría la noticia de la victoria española e incluso se había pintado un cartel para celebrarla.

Todos estos informes parecen ser atisbos de los hechos ocurridos en Portland Bill el martes y miércoles por la mañana, según versión de los pescadores de Newfoundland, todo lo cual podía ser cierto, pero no podía tomarse como una información específica. Porque difícilmente hubiese podido un capitán de barco pesquero permanecer en medio de la mayor batalla jamás presenciada por hombre alguno, y quedar observando exactamente los efectos del cañoneo del Revenge por parte de una galeaza, y contar los navíos ingleses hundidos. En todo caso, los marinos siempre han tenido fama de suministrar detalles convincentes acerca de historias prácticamente increíbles. Desde cierta distancia y a través de una densa nube de humo, los pescadores de Newfoundland quizá creyeron ver algo parecido a lo que se contaba en Rouan. Mendoza debía tener mucha confianza en la opinión de su agente de allá, pues esta vez transmitió las noticias sin su prudencia acostumbrada y con expresiones de alegría.

E hizo más aún. Habló abiertamente de victoria, e hizo apilar leña para encender un fuego en el patio de la embajada, ante la verja principal, en el momento que se recibiese confirmación de las noticias de Rouan. Dos días después, ya en posesión de más informes, se dirigió a Chartres para pedir se celebrase un tedeum en la catedral por la victoria católica e intimidar a Enrique III, obligándole a someterse a la Santa Alianza.

A medida que la Armada se iba acercando a Inglaterra, el rey de Francia podía considerarse cada vez más hundido. Su anterior favorito, el duque de Epernon, había dejado de ser gobernador de Normandía y, relevado de su puesto de almirante, gozaba de poco favor en la corte, y tuvo que abandonar la ciudad de Loches. Finalmente se había obligado al rey a firmar el edicto de Alençon, mediante el cual éste se doblegaba a las extremas exigencias de la Santa Alianza, incluyendo la cláusula donde se ordenaba que ningún hereje o cómplice de herejía pudiera ser jamás rey de Francia, concesión pusilánime en el principio de la sucesión monárquica, al cual Enrique III siempre había sido leal.

Sin embargo, hasta aquí, las concesiones del rey lo fueron tan sólo sobre el papel. Por el momento, al menos, Epernon todavía dominaba en Angulema. Algunas determinadas ciudades de Picardía —Boulogne, incluida— se mantenían contra la Santa Alianza, y aunque Enrique de Navarra luchaba por el sur del Loire, no fue alzado ningún real estandarte. Se rumoreaba que los Estados Generales, convocados en Blois para septiembre, y que seguramente serían dominados por católicos extremistas, iban a ser aplazados antes de que pudieran reunirse. Enrique parecía esperar aún que determinado acontecimiento, quizá la victoria inglesa en los mares, restaurase la balanza de facciones, lo único en que podía apoyarse ahora su gobierno. Con toda clase de subterfugios iba evitando su total capitulación. Mendoza, por otra parte, estaba decidido a imponer una rendición tan abyecta que Enrique nunca más pudiera recuperar su libertad. El embajador sabía muy bien que de la misma manera que el día de las barricadas fue necesario para que la Armada zarpase con seguridad, era preciso conseguir una victoria sobre Inglaterra si se pretendía que Enrique quedase sometido a la Santa Alianza y a Guisa, convirtiendo a Francia en un país vasallo de España. Mendoza había ido a Chartres para avanzar un paso más en su objetivo.

Por el camino recibió otro mensaje. La Armada había llegado a Calais y la toma de contacto con el duque de Parma se había efectuado. Fue fácil, pues, llegar a la conclusión de que en el momento de recibir el mensaje, las tropas españolas habrían desembarcado ya en Inglaterra. Con manifiesta satisfacción, añadió esta nota al sobre preparado para Roma, comentando que todo concordaba perfectamente con el resto de sus informaciones. Estaba bien enterado de la promesa del millón de ducados. Por fin, Su Santidad tendría que entregar el dinero.

Su audiencia con el rey se celebró el viernes día 12 de agosto, por la mañana. Tan pronto como le fue posible, Mendoza refirió los más importantes detalles de su información. Tenía —dijo— el convencimiento de que el rey desearía encargar una misa especial de acción de gracias en todo su reino para celebrar la gran victoria católica. Añadió que era una gran oportunidad para que el rey mostrase su solidaridad con la causa del catolicismo tanto de hecho como de palabra, y que para empezar quizá fuese lo mejor volver a su leal ciudad de París. Enrique le escuchó con impasible cortesía y dijo: «De ser cierto todo cuanto decís, será debidamente celebrado, pero nosotros también tenemos noticias de Calais que posiblemente han de interesaros.» Seguidamente Bellièvre a un gesto del rey, entregó al embajador una carta de Gourdan, gobernador de Calais, con fecha 8 de agosto.

Mendoza se apartó un poco, mientras su secretario examinaba cuidadosamente el documento, para después decirle al oído la noticia. La flota española había entrado en Calais Roads perseguida por los ingleses. Tanto los aparejos como la parte alta de las naves demostraban que la lucha había sido seria. Su almirante había solicitado permiso para comprar víveres, el cual le fue concedido, y pólvora y municiones, lo cual le fue denegado. El domingo por la noche la Armada había sido disgregada por medio de brulotes, pero pudo escapar hacia el mar del Norte, con excepción de una galera que fue a estrellarse contra los muros, al pie de los cañones del castillo. A la mañana siguiente, los ingleses, en perfecto orden, se lanzaron en su persecución.

Mendoza dio las gracias al rey, y devolviéndole la carta se limitó a decir: «Evidentemente, nuestros informes difieren», para regresar luego, rápido, a París. Veinticuatro horas después escribía a su soberano que en la carta anterior se había mostrado demasiado optimista. La hoguera ante la embajada no llegó a ser encendida, pero con todo, Mendoza no abandonó la esperanza de dejar a Enrique III atado de pies y manos en poder de Enrique de Guisa y a éste también atado de pies y manos en poder de España. Tampoco abandonó su sueño de regresar a Londres como conquistador, montado a caballo, junto a sus viejos camaradas de las guerras de los Países Bajos, tal como dijo que haría.

Transcurrió otra semana de vagos y contradictorios rumores, entre los cuales el más misterioso y desconcertante fue la noticia dada por un capitán de Hansa al comentar que había navegado por un mar sin barcos, pero plagado de mulos y caballos nadando en sus aguas. Las únicas noticias de la semana que, según Mendoza, tuvieron confirmación fueron las siguientes: identidad del barco de La Haya (el Santa Ana), conformidad de Francia en devolver a España la artillería y pertrechos del San Lorenzo que estaba en Calais, y el hecho de que por lo menos cuatro de los mejores navíos españoles habían caído en poder del enemigo. Dos capturados por los ingleses y otros dos por los holandeses.

De pronto llegaron noticias en profusión. Se habían visto hombres que abandonaban una nave y saltaban a unos botes. Como quiera que los españoles no tenían por allí costas amigas donde dirigirse en tan reducidas embarcaciones, se llegó a la conclusión de que la nave que se hundía era inglesa. Una de las pinazas que envió el duque de Parma al encuentro de la Armada había visto un pequeño grupo de barcos ingleses que huía hacia Inglaterra en medio del mayor desorden: en Amberes se dijo que Drake había perdido una pierna y que el Ark Royal había sido capturado. En Dieppe, que se había registrado una gran batalla cerca de la costa escocesa y que la totalidad de la flota inglesa, excepto unos veinte barcos, había sido capturada o hundida. Las noticias más precisas, sin embargo, llegaron de Inglaterra. Veinticinco barcos, es decir, todo lo que quedaba de la flota inglesa se habían refugiado en la boca del Támesis. El 13 de agosto se registró una batalla a la altura de Escocia. Cuando intentaba abordar al San Martín, Drake había sido hecho prisionero. Por lo menos quince galeones ingleses habían sido hundidos, otros capturados y muchos de los restantes sufrieron tales desperfectos que posiblemente desaparecieron en la tormenta que se desencadenó a continuación. La tormenta impidió la persecución y destrucción de las naves restantes, y el duque marchó a un puerto escocés para recuperarse, procurándose agua y diversos suministros y en espera de un viento favorable para volver a los canales. Estaba prohibido escribir o decir nada acerca de la suerte de la flota; se temía un levantamiento de los católicos ingleses, y la reina había recurrido al ejército para cuidar de su seguridad.

No es difícil comprender cómo fueron surgiendo estas historias. La flota inglesa había sido dispersada el martes por un viento del Nordeste, después de interrumpir la persecución del enemigo; el 17 y el 18 de agosto fue buscando refugio en diversos puertos de la boca del Támesis o cercanos a ella. Los marineros quedaron a bordo, permitiéndose sólo a los altos oficiales y a los correos bajar a tierra. Resulta lógico que quien simpatizase con los católicos, y los supervivientes del sistema de espionaje de Mendoza —por aquel entonces casi destruido— llegasen a la conclusión de que lo que en un determinado puerto estaban viendo fuese el resto de la derrotada flota inglesa. También sería fácil creer que la estricta censura ejercida, y la visita de la reina a Tilbury, fuesen señales evidentes de pánico. Mientras tanto, los primeros informes de Dieppe y El Havre habían levantado como un eco (la repetición de que en la batalla, quince navíos fueron hundidos, difícilmente puede admitirse como simple coincidencia), de igual modo que los rumores ingleses del 16 al 19 de agosto, rápidamente llevados a Brujas, Dieppe y El Havre, se reprodujeron en París, constituyendo para Mendoza una confirmación independiente de lo que él, ya directamente, conocía.

Durante los quince días que siguieron circularon toda clase de historias que los impresores se apresuraron a publicar en bandos o párrafos añadidos a una nueva edición de los detalles descriptivos de la Armada —generalmente después del 20 de agosto— con un breve relato de los acontecimientos del Canal. Estos nuevos folletos, católicos o protestantes, diferían muy poco en lo tocante a la lucha en el Canal, exceptuando las interjecciones piadosas o belicosas según el gusto que los impresores atribuían a sus lectores, y los cálculos —optimistas por ambas partes— de los daños infligidos al enemigo; no obstante, en las noticias que muchos de ellos incluían acerca de la última (completamente imaginaria) batalla del mar del Norte diferían profundamente las narraciones, y las de fuente protestante resultaban tan extraordinariamente fantásticas con respecto a la devastación causada por Drake —siempre era Drake— como aquellas otras que Mendoza creyera con anterioridad.

Por el sector católico circulaban también diversas historias. Según uno, Drake había muerto. Según otros, sólo estaba herido. También se decía que escapó de la lucha en una pequeña embarcación, y que no se le había vuelto a ver. Pero la versión favorita era la que Mendoza seleccionó para transmitir a Felipe en España; la que anunció públicamente en París e hizo que finalmente la hoguera ante la embajada se encendiese en señal de alegría. Según ella, Drake había sido capturado cuando intentaba el abordaje del San Martín. El duque de Medina Sidonia le tenía prisionero. Era, al parecer, un final adecuado para pirata tan terrible como aquél.

¡Drake prisionero! La noticia voló de Colonia a Mainz y a Munich, a Linz y a Viena. ¡Drake prisionero! París la comunicó a Lyon, Lyon a Turín y Turín a toda Italia, aunque en Venecia se refería la misma historia, entre otras extraídas de sus valijas diplomáticas. «Drake ha sido hecho prisionero, y aunque la noticia carece de confirmación por parte del duque, ha sido ampliamente aceptada y parece altamente probable», escribía Mendoza a su soberano, incluyendo un fajo de informes. Todo ello dio pauta para un bando publicado en Madrid, con autorización del secretario Idiáquez, y también en Sevilla, donde se le acompañó de una ingeniosa balada obra de un poeta ciego de Córdoba. Por un momento aflojó la larga tensión de la espera. Apenas existía una casa de la nobleza española que no tuviera un hijo, un hermano o un padre en la Armada; en muchas de ellas se carecía de noticias seguras de los ausentes desde fines de mayo. El silencio había llegado a ser considerado de mal agüero, pero ahora, aunque no había una celebración, y se continuaba rezando por la victoria de la Armada, parecía como si finalmente fuera a conseguirse la victoria.

En Praga, don Guillén de San Clemente, embajador español, estaba seguro de que la victoria se había conseguido ya. El primer informe de Mendoza había sido ampliamente confirmado por noticias recibidas de las ciudades de Renania —que en realidad no eran sino eco de las mismas de siempre— y aunque el agente de Fugger fuese portador de un informe totalmente distinto, don Guillén ordenó —valiéndose de la autoridad de su cargo— se celebrase un tedeum en la catedral. Don Guillén comenzaba a darse, en la capital del emperador, aires de virrey. Al fin y al cabo representaba a la mayor, más poderosa y más ortodoxa rama de los Habsburgos. El emperador Rodolfo negó ante los demás embajadores haber ordenado la celebración de una misa y tener noticias especiales con respecto a la victoria española, pero los embajadores estaban acostumbrados a no dar gran crédito a cuanto Rodolfo decía.

En cuanto recibió el primer mensaje de Mendoza anunciando la victoria, el conde de Olivares fue directamente al Vaticano, pidió y consiguió una audiencia especial, y por su cuenta y riesgo comunicó al Papa Sixto, en decididos términos, cuál era su deber: Tenía que celebrar un tedeum especial en San Pedro y ordenar otro en cada una de las iglesias de Roma. Debía haber iluminaciones como en las grandes festividades. Al cardenal de Inglaterra se le debía entregar inmediatamente el nombramiento de legado pontificio para que saliese hacia Holanda sin demora. Y el primer plazo del millón de ducados en oro tenía que pagarse también sin tardanza, ya que por entonces el duque de Parma habría desembarcado en Inglaterra.

Sixto convino que si los informes de Mendoza eran ciertos serían cumplidos todos los requisitos especificados, pero añadió que creía conveniente esperar unos días para obtener la necesaria confirmación de las noticias. Hasta entonces nadie más se las había hecho saber. Era prematuro regocijarse.

Para el cardenal Allen no era prematuro el regocijo. Cuando se lleva mucho tiempo esperando, creer es sencillo y el mensaje que Olivares envió a vía Monserrato antes de salir para el Vaticano había sido tan esperado que apenas sí produjo alegría; sólo avivó la firme conciencia de una inmediata necesidad de acción. Allen habría deseado ir a Amberes para vigilar personalmente su Exhortación a través de la prensa, pero hubo de delegar la tarea en el padre Cresswell, porque su nombramiento no estaba en regla y le era preciso presentarse en Holanda completamente bien acreditado, como legado a laten en Inglaterra. Desde principios de mayo le acuciaba el deseo de partir, y tanto el conde de Olivares en la cámara de audiencias como el padre Parsons en segundo término, habían trabajado en pro de su causa, pues compartían su sentido de urgencia inmediata. Resultaba difícil hacer que los italianos comprendiesen cuán importante era que un inglés, alguien con toda la necesaria autoridad, entrase en escena cuanto antes, tras el primer desembarco. La salud de Allen no era muy satisfactoria aquel verano, pero tenía, como siempre, el equipaje a punto para montar a caballo y cabalgar en cuanto tuviera el nombramiento en la mano. En la tarde del 28 de agosto estaba esperando en la embajada española cuando el conde de Olivares regresó de su audiencia. Resultaba penoso comunicarle que había de seguir esperando unos días más, aunque un exiliado esté acostumbrado a la espera.

Llegó después el segundo informe de Mendoza, también anunciando victoria, pero esta vez, aunque Allen seguía mostrándose impaciente, Olivares se decidió por la prudencia. Transmitió al Vaticano la noticia con algo de reserva, pero Su Santidad se mostró francamente escéptico. No era así como hablaban el obispo de Brescia y los mensajeros de Flandes; también lo que a través del duque de Parma se decía por Venecia resultaba ser muy distinto. Ciertamente, en Turín afirmaban que Drake había sido hecho prisionero, mientras que en otros lugares se decía que había muerto, o que fue herido, e incluso se le daba por desaparecido. Pero también corría el rumor de que Drake había obtenido una gran victoria sobre los españoles y que la Armada se dio a la fuga. En tan importantes asuntos la verdad no podía ocultarse mucho tiempo. Lo mejor, pues, era esperar y asegurarse. Seguidamente comenzaron a llegar noticias de Inglaterra.

En primer lugar, como anexo al mensaje remitido por Morosini desde París, con fecha 17 de agosto, un manuscrito: «Diario de los acontecimientos ocurridos entre los ejércitos español e inglés, desde el 28 de julio hasta el 11 de agosto de 1588, según noticias de lugares diversos». Las fechas corresponden al nuevo estilo y el idioma es el francés, pero las noticias procedían de una sola fuente: el Consejo Privado de Londres. Allí se recibían los mensajes de la flota inglesa y la disposición cronológica resulta semejante al «Resumen de accidentes entre ambas flotas» que Howard envió al referido Consejo. También se parece al Discours Veritable sin reseña de lugar y fecha de publicación, uno de los primeros relatos publicados sobre la campaña de la Armada. Como Morosini admite que la fuente de información era inglesa, resulta fácil creer que Stafford le envió el documento directamente desde la embajada, y también parece probable que Stafford se ocupase simultáneamente de la publicación del Discours Veritable por una imprenta de París. El Discours sólo se aparta de la verdad (y el Consejo Privado lo sabía) en la sobreestimación de las fuerzas de tierra de la reina y en el asegurar que incluso los principales católicos del reino se habían unido al ejército. La verdad es que ningún católico inglés, reconocido como tal, empuñó arma de ninguna clase aquel verano.

La lealtad de los católicos ingleses hacia la heroína protestante constituyó también la base principal de un folleto propagandístico titulado Copia de una carta a don Bernardino de Mendoza, que describe la visita de la reina a Tilbury y se refiere brevemente a la victoria inglesa en los mares calificándola de notoria. La alusión a los asuntos navales tenía forzosamente que ser breve, pues el autor de la carta (¿quizás el propio Burghley?) escribía a finales de agosto y no podía tener noción de lo sucedido a la flota española después de que Howard cesase en la persecución.

Acababa de salir de imprenta la versión francesa y la inglesa estaba todavía en ella cuando comenzaron a llegar informes de Irlanda. Podían leerse extractos en el folleto inglés publicado seguidamente con el título Algunas advertencias, y más detalladamente, en el Public Record Office y también en otros lugares. Actualmente resulta desagradable leer esta crónica de destrucción, hambre y matanza, pero para la Europa protestante constituyó el mejor recuento de noticias del año 1588. Durante aquellos doce meses habían estado esperando alguna calamitosa catástrofe, el cumplimiento, en suma, de la profecía de los espantosos versos de Regiomontanus. Por fin se sabía a quién le tocó ser víctima. Ya no quedaban dudas sobre la dimensión de la victoria inglesa.

Cuando estaba a punto de aparecer Advertencias fuera de Irlanda, el Consejo Privado recibió una copia de la edición sevillana del segundo falso informe de Mendoza con la balada del poeta ciego e inmediatamente dispuso una contestación. El folleto estaba impreso a dos columnas. En un lado se copió, párrafo por párrafo, el informe español, anotando en el otro una refutación desdeñosa del mismo, por regla general bastante más larga. Dicho folleto, titulado Un montón de mentiras españolas fue traducido a los principales idiomas europeos. Aparecieron ediciones en holandés del sector bajo, y el alto, francés, italiano, y una especial en español, completada por una sátira en verso (obra, se supone, de algún español protestante refugiado en Inglaterra) como respuesta a la balada del poeta ciego.

Este último folleto propagandístico casi resultó innecesario porque los ingleses habían colgado los estandartes españoles capturados en la propia catedral de San Pablo y los holandeses habían publicado el interrogatorio hecho a don Diego de Pimentel y a otros prisioneros de los galeones embarrancados, mientras que por su parte el duque de Parma había levantado el campamento de Dunquerque sin contar con que los informes recibidos de Irlanda tenían un terrible sello de autenticidad. Sólo don Bernardino de Mendoza seguía alimentando la esperanza de que la Armada Invencible reapareciese ante las costas de Inglaterra procedente de los mares del Norte. El 29 de septiembre, Mendoza escribía aún mensajes optimistas. En un informe al rey correspondiente a aquellas fechas, asegura que según noticias de fuente fidedigna, la Armada había terminado sus reparaciones y aprovisionamientos en las Shetlands y Orkneys, dirigiéndose en consecuencia una vez más hacia la costa de Flandes llevando consigo muchos rehenes holandeses e ingleses, incluyendo doce navíos de guerra ingleses también. Pero desde hacía unas semanas, el triste Diario de Medina Sidonia y su portador don Baltasar de Zúñiga habían proporcionado al rey un descorazonador informe acerca del estado en que quedó la derrotada flota. Mucho antes de que el correo de Mendoza llegase a El Escorial, Felipe había recibido noticias de que su Capitán General para el Océano, con una reducida y maltrecha escuadra, había llegado a Santander. Al margen de la carta de Mendoza, la fatigada pluma del monarca anotó: «Nada de esto es cierto. Será mejor notificárselo.»