ENTRADA EN LA ARENA

Desde el Lizard al Eddystone.
30 y
31 de julio de 1588

CAPÍTULO
XXII

En el amanecer del sábado día 30 de julio, cuando todos los barcos ingleses que habían podido salir de Plymouth antes de la próxima marea estaban anclados detrás de Rame Head, la Armada española, en su mayor parte, navegaba aún hacia el cabo Lizard. Su viaje desde La Coruña no estuvo exento de accidentes. Los primeros cuatro días habían sido tranquilos, con una brisa suave y por única molestia la necesidad de avanzar con velas acortadas para no alejarse en demasía de las viejas urcas. Sin su estorbo, posiblemente las demás divisiones de la flota —en opinión de su comandante— hubieran estado ya en el Canal.

A pesar de ello se encontraban casi a la altura de Ushant cuando, en la mañana del quinto día, martes 26 de julio, el viento cesó por completo y la flota avanzó a la deriva bajo un cielo encapotado, situación que se prolongó hasta mediodía. Luego empezó a soplar un viento fuerte del Norte y se produjeron cegadores chubascos breves, pero violentísimos. La flota, algo más dispersa, pero sin perder su conexión, avanzó hacia el Oeste en busca de mar abierto. Las galeras, demasiado largas, bajas y estrechas para las olas de Vizcaya, empezaban a tener dificultades. Una de ellas, la Diana, no tardó en cursar un mensaje: las junturas de los tablones se habían separado y estaba haciendo mucha agua; pedía permiso para buscar refugio en un puerto amigo. Medina Sidonia se lo concedió, haciéndolo extensivo a los otros capitanes de galera si realmente opinaban que el oleaje forzaba demasiado sus embarcaciones, pero todos continuaron avanzando, tenaces, por entre la creciente oscuridad.

Por la noche el viento pasó a ser del Oestenoroeste y aumentó en violencia; a la mañana siguiente soplaba en fuertes ráfagas desencadenando inmensas olas y disminuyendo la visibilidad. A pesar de ello, la Armada seguía unida bajo la tormenta con el San Martín por guía y rumbo hacia al Norte como era posible. La tormenta de viento duró todo el día y también hasta después de la medianoche, sin disminuir en violencia. Luego comenzó a amainar de modo que amaneció un día claro y brillante, soplaba una fuerte brisa y el mar cada vez se hallaba más en calma. Cuando el duque inspeccionó su flota halló que no sólo se habían alejado las galeras, sino también cuarenta barcos más, todos los andaluces, bastantes urcas y algunas viejas embarcaciones de las diversas escuadras.

Los pilotos, al alzar la sonda, registraron setenta y cinco brazas de profundidad y así, comprobando el sondeo con la clase de arena y las conchas del fondo, fue determinada la posición: unas setenta y cinco leguas al sur de las islas Scilly. El duque puso de nuevo rumbo al Norte, todavía con velas acortadas, enviando una pinaza para ver cuántos barcos habían alcanzado ya el punto previsto, otra para advertir a los rezagados y una tercera para el reconocimiento general. La primera no tardó en volver informando que los barcos que faltaban se habían adelantado y aguardaban a la altura de las islas Scilly al mando de Pedro de Valdés, y a última hora de la tarde del siguiente día, viernes 29 de julio, todos los barcos de la flota que zarpó de La Coruña se encontraban de nuevo reunidos.

Todos menos cinco, de ellos cuatro galeras. Tres habían alcanzado distintos puertos en muy mal estado, pero aún podían navegar. La cuarta, la Diana, la primera en marchar, había encallado cuando intentaba entrar en Bayona. Su tripulación, incluso los galeotes, así como también sus cañones, estaban a salvo, pero su casco se hallaba destrozado. Entre lo galeotes había un individuo galés de gran imaginación, llamado David Gwynn. El relato de cómo consiguió libertar a sus amigos —los otros galeotes— de la Diana exterminando a la tripulación española y capturando sucesivamente las tres galeras restantes alcanzó una gran popularidad, que nunca ha quedado oscurecida, a pesar de haber sido refutada la historia.

Se ignora hasta qué punto lamentaría el duque la pérdida de las galeras en cuestión, pero la quinta nave era ya mucho más importante. Se trataba de la Santa Ana, «capitana» de la escuadra vizcaína de Recalde (nave almirante, como dirían los ingleses), generalmente conocida por «Santa Ana de Juan Martínez», para distinguirla de las otras tres Santa Ana de la Armada. Era un barco de 768 toneladas españolas, con más de trescientos soldados y marineros a bordo, dotado con treinta cañones, algunos de bronce muy pesados. Podía pertenecer al propio Recalde o quizá fue construida según sus instrucciones, pero el caso es que o era deficiente o tuvo malos mandos o fue una embarcación desafortunada. Tras la tormenta a la altura de La Coruña, fue la última entre las vizcaínas que se unió a las demás y la que más reparaciones había necesitado. En esta ocasión ni siquiera se presentó. Después de la tormenta no importa el motivo, se dirigió hacia el Este remontando el Canal, refugiándose en la bahía de La Haya, donde permaneció hasta que terminó la campaña. Quizá si Recalde hubiese estado a bordo y no en el galeón real San Juan de Portugal como vicealmirante de Medina Sidonia, la pérdida hubiese sido mayor. Pero claro, en tal caso, la Santa Ana probablemente no hubiera abandonado la flota. La Armada la estuvo esperando en vano a la altura del Lizard hasta la mañana del sábado día 30. Por lo menos la espera proporcionó a la capitana de las galeazas, la San Lorenzo, de don Diego de Moneada, tiempo para reparar su timón. «Las galeazas son barcos demasiado débiles para estos rudos mares», se lamentaba el duque. Y verdaderamente quizá fuese así. A la San Lorenzo se le había de romper otra vez el timón en circunstancias menos favorables.

Antes que la Armada reanudase su avance hacia el Canal, en la mañana del sábado 30 de julio, a bordo del San Martín y a la vista del cabo Lizard, se reunió consejo militar, acerca del cual se ha escrito mucho, aunque poco acertadamente. Aquel mismo día el duque comunicó a Su Muy Católica Majestad la determinación acordada por el consejo: no ir más lejos de la isla de Wight hasta que se fijase una entrevista con el duque de Parma, ya que no disponían de puertos con fondeadero suficiente, y con la primera tempestad quedarían embarrancados. Más tarde, el capitán Alonso Vanegas, testigo de confianza, que iba a bordo del San Martín, informó que cuando los capitanes de escuadra se reunieron para discutir la disposición táctica de último momento, don Alonso de Leyva optó por un rápido ataque a Plymouth, donde, según se decía en Madrid, estaba Drake con el sector oeste de la flota inglesa, noticia confirmada por la tripulación de un barco pesquero recogida por una pinaza. Algunos oficiales allí presentes admitieron que estaban de acuerdo, a lo cual —según Vanegas— el duque respondió que había dos razones para no ir Plymouth. Para empezar, el rey había ordenado lo contrario y en segundo lugar se decía que la entrada era estrecha, difícil y completamente resguardada por fuertes baterías de costa. Tras algunas discusiones se llegó a una unánime decisión. Esto es cuanto se sabe de todo ello, pero cuando los ingleses capturaron a Pedro de Valdés y le preguntaron si la Armada había intentado entrar en Plymouth, replicó que lo habría hecho de tener una buena oportunidad, pero que él, personalmente, siempre estuvo en, contra de la idea.

Más tarde, cuando los barcos vencidos volvieron a España y la mayoría de los capitanes que asistieron a aquel consejo militar habían muerto o fueron hechos prisioneros y el pueblo buscaba una cabeza de turco, corrió el falso rumor de que todos los capitanes de escuadra se pronunciaron a favor del ataque a Plymouth, a lo cual Medina Sidonia se negó arteramente, alegando que las órdenes del rey no le dejaban opción, por lo cual ellos nada pudieron hacer. He aquí cómo, por la falsedad, la arrogancia y la cobardía del duque, la Armada había perdido su mejor oportunidad de victoria. Uno de los primeros propagadores de tal mentira fue el fraile dominico Juan de Victoria, que dejó un relato manuscrito de la campaña notable sólo por su tremenda inexactitud y la malintencionada difamación que del duque hace, atribuyendo al orgullo, la estupidez y la cobardía de éste todos los desastres españoles. Nadie ha llegado tan lejos como Victoria, pero en algunas de las crónicas españolas más difundidas se encuentran débiles ecos de estas calumnias. Dichas crónicas y el hecho de que Fernández Duro incluyese un extracto de la obra de Victoria en su colección —por lo demás auténtica— de documentos de la Armada, han dado a la versión del consejo militar ofrecida por Victoria más crédito del que realmente merece.

En realidad no existen motivos para dudas de que el consejo militar fuese unánime en su opinión. La idea de que Medina Sidonia pudiera coaccionar a sus experimentados oficiales, o que hubiese intentado hacerlo, para que tomasen una decisión que desaprobaban, es completamente absurda. La costumbre militar española era que cuando en un consejo la opinión estaba dividida —aunque fuera por un solo voto— se anotase el nombre de sus componentes así como también sus opiniones particulares, transmitiéndose el informe al rey, tal y como fue hecho después del consejo celebrado en La Coruña. Medina Sidonia era formalista, muy apegado a las costumbres y a la etiqueta del servicio; era precisamente el tipo de comandante que William Borough hubiese deseado tener. Por nada del mundo habría omitido una formalidad tan importante; ni habría ignorado tampoco los consejos de sus veteranos oficiales. Después de seis meses de servicios empezaba a sentirse algo seguro en su puesto y a tener confianza en sí mismo, pero siempre, hasta el fin, habló modestamente de su ignorancia en cuestiones militares y navales y siempre siguió las indicaciones de los más expertos: Así como no existe motivo de duda acerca de la unanimidad en la decisión tomada por el consejo militar, tampoco hay fundamento para condenar su acuerdo. Eran tantos los factores que se ignoraban: el estado de canal interior de Plymouth, la potencia de las baterías de costa, el paradero de la flota inglesa que hubiera sido temerario el comandante que se arriesgase a atacar, dejando a los barcos de transporte sin protección y jugándose el éxito total de la empresa a la suerte de encontrar vulnerable a la flota inglesa. Las noticias más dignas de crédito afirmaban que Drake estaba, o había estado, en Plymouth y Howard un poco más al Este. De coger a Drake por sorpresa en Catterwater o en el momento de salir del Sound, la victoria era segura; pero si los barcos que iban a la cabeza quedaban bloqueados a la entrada del puerto —en lucha con Drake y las baterías de costa— y Moward atacaba por la espalda cerrando el camino, la catástrofe hubiera sido inevitable. Contando con todas estas posibilidades resulta difícil pensar en una decisión más conveniente que la que, al parecer, tomó el consejo militar, es decir, seguir cautelosamente costa arriba intentando averiguar dónde estaba el enemigo para entonces actuar en consecuencia.

Verdaderamente no existía posibilidad alguna para un ataque por sorpresa, ni tampoco para tomar Plymouth, suponiendo que éste hubiese sido el puerto que más desearan tomar. Mientras ellos permanecían sentados discutiendo; a la altura del cabo Lizard, Drake y Howard se encontraban ya en Rame Head con los barcos ingleses de mayor potencia esperándoles... De entre las muchas probables situaciones que el consejo calculó, una de las menos favorables se fraguaba ya en su camino.

Terminado el consejo, la Armada comenzó el lento y cuidadoso avance hacia el Canal. La escuadra levantina de Bertendona y las galeazas, en vanguardia. Después, el cuerpo principal con el duque y una escuadra de galeones a la cabeza, flanqueados por los guipuzcoanos y los andaluces, y en medio de ambos, las urcas. En último lugar, cerrando la retaguardia, navegaba Recalde con sus vizcaínos y el resto de los galeones. Al ser avistados desde tierra, comenzaron a encenderse las fogatas de alarma y de promontorio en promontorio el humo remontó los cielos por toda la curva de la playa que no se distinguía, llevando el aviso de peligro hasta más allá de Plymouth, consiguiendo quedase advertido todo el litoral del Sur; las hogueras brillaron rojizas sobre Dover pudiendo ser vistas desde los barcos que se encontraban a la altura de Dunquerque; las correspondientes a los promontorios del Norte fueron divisadas por los individuos que vigilaban en la costa de Essex. Mientras tanto, otro sistema de fogatas, más rápido que ningún correo, iba extendiendo la alarma hacia el interior, de modo que aquella misma mañana no sólo en Londres y Nottingham sino que hasta en York y más allá de Durham se tenía noticia de la llegada de los españoles.

Por el momento, todo cuanto la Armada pudo divisar del enemigo, fue una pinaza inglesa que al pasar frente al Lizard se encontró de súbito rozando casi los barcos de vanguardia, prácticamente a sotavento de las altas carracas. La pinaza se alejó rápidamente correspondiendo con su cañón de juguete al roncar de las piezas artilleras de La Rata. Hacia el atardecer, la flota ancló formando una prolongada hilera, probablemente a sotavento (el viento era Oestesuroeste) del cabo Dodman. Mientras así hacían, los vigías divisaron el reflejo de la luz del sol sobre unas gavias más allá del Eddystone, barcos enemigos sin duda alguna, pero tan lejanos que no se podía saber cuántos eran ni qué estarían haciendo. Medina Sidonia destacó unas pinazas para hacer averiguaciones.

Con miradas furtivas entre el resplandor solar, el gaviero de Howard sólo pudo atisbar la prolongada hilera de navíos que parecía un oscuro y amenazador muro flotante coronado por multitud de torres. Los barcos no se podían contar ni siquiera distinguir por separado y quienes se colgaron de los obenques para ver mejor hubieron de admitir que desde el principio del mundo nunca se había visto una formación tan inmensa y amenazadora de barcos de guerra. Para apreciar su calidad era necesario aguardar al día siguiente. Las nubes cubrieron el sol, se produjo un chubasco y entre las crecientes sombras del crepúsculo, ambas flotas se perdieron de vista.

Aquella noche, después de las doce, una de las pinazas españolas al mando de un oficial que hablaba inglés volvió con una barca de pesca de Falmouth, capturada con sus cuatro tripulantes. Por ellos se supo que Howard y Drake habían unido fuerzas y que aquella tarde se habían adentrado en el mar. Poco después de la madrugada se produjo el hecho más decisivo en la primera semana de lucha. El viento del anochecer del día 30 era Oestesuroeste y la flota española navegaba a barlovento de la inglesa, manteniendo esta importante posición de ventaja. Por la mañana el viento cambió, siendo de Oestenoroeste y soplando de tierra; la posición de los españoles, a barlovento, habría mejorado de quedarse donde estaban, o de volver al nordeste hacia Fowey. Cuando apuntó el día todavía estaban a barlovento de un grupo de barcos ingleses que vieron avanzar a lo largo de la costa, intentando tomarles ventaja hacia el Oeste y el cual estaba cambiando disparos con la vanguardia española. En pos del grupo, y a barlovento, divisaron el grueso de la flota inglesa. Así, pues, los españoles habían perdido el barlovento y desde entonces, en los nueve días que siguieron, el viento sopló casi siempre del Oeste y ya no pudieron —excepto en momentos brevísimos— recuperarlo.

Se ignora cómo ocurrió. Howard seguramente se dirigió a alta mar y luego volvió, navegando de bolina, alrededor del sector de la Armada más adentrado en el mar y la Armada tuvo que navegar, o marchar a la deriva, unas millas hacia el Este, para que el hecho fuera posible. Howard se limita a decir: «A la mañana siguiente, o sea el domingo, todos los ingleses que salieron de Plymouth volvieron a ganar ventaja a los españoles dos leguas al oeste del Eddystone». El concepto «Todos los ingleses salidos de Plymouth» implica un segundo golpe para los españoles, golpe casi tan fuerte como el primero, porque incluso mientras se hallaban vigilantes, los once barcos enemigos más cercanos a tierra, dejando atrás la vanguardia española, fueron a reunirse, mediante una virada, con su almirante. Fue el primer indicio que tuvieron los españoles de que los barcos enemigos eran más rápidos que los suyos. Con barcos de esta especie a barlovento, tal como temían desde hacía tiempo los marinos experimentados —por ejemplo, Recalde—, siempre sería el enemigo quien escogiese el tipo de batalla y su radio de acción.

Esperando el ataque enemigo, Medina Sidonia mandó disparar la señal para que la Armada formase en orden de batalla; cada unidad fue, pues, avanzando o aflojando la marcha, con verdadera precisión militar, y cambiando de rumbo en combinación con las de al lado, hasta presentar la flota —por primera vez a los ingleses— su famosa formación de media luna que tanto había de asombrar e incluso asustar al enemigo, a todo lo largo del Canal. Naturalmente no era una media lucha perfecta, pero con sus extendidos flancos apuntando a la flota contraria y su reforzadísimo centro, bastaba para que cualquier experimentado hombre de mar se preguntase cómo tan heterogénea agrupación de barcos podía realizar de tan suave modo y mantener con tanta firmeza aquella complicada formación.

Los ingleses no habrían podido conseguirlo. Carecían de práctica en este tipo de operaciones. Los marinos ingleses no despreciaban a los marinos españoles. Nadie opinaba que los portugueses —que habían conducido al resto de Europa hasta los lejanos océanos—, ni los vascos que cada día ganaban su sustento en las aguas más rudas y traicioneras del mundo, fuesen «marinos de agua dulce»; tampoco los habituados a viajar hacia las Indias Occidentales podían despreciar la pericia que para ello se requería. Pero la maniobra que se desarrollaba ante la flota de Howard era algo nuevo para quienes estaban observando; algo tan hábil y sorprendente en su realización como la ligereza ante el barlovento demostrada antes por los ingleses resultó a los ojos de los españoles. También, en cierto modo, igualmente capaz de producir desaliento en quienes lo veían. Porque era una formación de enorme poder defensivo.

Lo más terrible de la media luna era que los barcos que mantenían el barlovento sólo estaban capacitados para atacar sus flancos más sobresalientes, donde, por supuesto, se emplazaban sus más potentes naves y desde donde cualquier barco averiado podía trasladarse fácilmente a la parte central en busca de refugio. Por otra parte, desdichado del barco inglés suficientemente temerario para infiltrarse por entre los extendidos tentáculos. Seguramente quedaría envuelto y aislado por los potentes galeones de ambos flancos, los cuales, navegando a barlovento, una vez le tuviesen en el interior de la media luna le acorralarían de tal forma que su rapidez y su agilidad quedarían completamente inutilizadas. Luego se vería obligado a luchar a corta distancia y eventualmente a sufrir el abordaje; sus compañeros sólo podrían salvarte atacando en medio del general alboroto y llegando al cuerpo a cuerpo. Este era el estilo de combate que los españoles pretendían provocar; precisamente el que deseaban evitar los ingleses.

Así, mientras alineaban su respectiva formación —los españoles su extraña media luna y los ingleses en hilera, o tal vez, doble fila a la cabeza—, ambos adversarios se contemplaron el uno al otro. Y a ninguno le agradó lo que del otro veía. Si los ingleses quedaron sorprendidos por la potencialidad de la Armada, bajo cuyo peso e inflexible orden incluso el océano parecía gemir, los españoles, que sabían cuántos de sus barcos iban a resultar inútiles para la lucha, no salían de su asombro ante la rapidez y destreza de los barcos enemigos, su crecido número, la majestuosidad y aparente potencialidad de su primera línea. Aquella mañana, era el momento de enfrentarse, ambos almirantes tuvieron que preguntarse, desconcertados, qué es lo que iban a hacer.

Había suficientes motivos para experimentar inseguridad. Flotas como aquellas eran algo nuevo en el mundo. Nadie había visto nunca hasta la fecha una lucha como la que se estaba preparando. Y nadie, tampoco, sabía hasta dónde podían llegar las nuevas armas o con qué táctica resultarían más efectivas. Estaban: en el comienzo de una nueva era en el arte militar en los mares. Era como el amanecer del largo día en que el barco de guerra con paredones de madera, impulsado a vela y dotado de cañones de ánima lisa, se convertiría en rey de las batallas, día para el cual, los barcos a vapor, acorazados y con cañones ligeros habían dé ser sólo el crepúsculo, de modo que los anticuarios del futuro probablemente reúnan ambos modelos y los muestren cuando hayan encontrado un nombre con que designar esta era que nosotros, ahora, llamamos «moderna». En un principio no existía nombre para el barco de guerra ni se tenía idea de cómo iba a ser usado. Aquella mañana, a la altura del Eddystone, nadie, en las dos flotas, tenía idea de cómo desarrollar una batalla «moderna». Nadie en el mundo lo sabía.