EN ORDEN FORMIDABLE
CAPÍTULO
XXVDe Portland Bill
a Calis Roads hay algo menos de ciento setenta
millas. La
Armada, con los ingleses en pos, recorrió esta distancia en unas
den horas o poco más. Aun deduciendo el tiempo perdido en dos
indecisas y rápidas operaciones, el resultado es de una velocidad
media de dos nudos. Responsable de ello fue el viento. Después de
la batalla del martes por la mañana a la altura de Portland Bill se
originaron periódicos momentos de calma y vientos variables y ligeros; en
el resto del tiempo sopló una suave brisa procedente de alguna
cuarta del Oeste. Los españoles no podían desear mejor tiempo que
éste que les permitía mantener su formación con el mínimo riesgo y
pocas molestias, y que a la vez privaba a los ingleses de una parte
de la ventaja que poseían dada la mayor velocidad de sus barcos.
Con todo ello el duque de Medina Sidonia disponía de tiempo para
enviar mensajes al de Parma indicándole tuviera las tropas a punto
de embarcar, solicitando provisiones e invitándole a unirse a la
Armada para atacar en conjunto a los ingleses.
Estos, entretanto, seguían avanzando con cautela, constantemente reforzados por voluntarios de los puertos del Canal, siempre con posibilidad de entablar batalla con el enemigo en el momento deseado, pero sin conseguir romper su formación. Así quedó demostrado en dos rápidas escaramuzas, a pesar de que en ambas ocasiones los ingleses tuvieron oportunidades al parecer muy favorables.
Al amanecer del miércoles 3 de agosto, los ingleses distinguieron un gran barco español que había quedado rezagado tras el extremo de la media luna más adentrada en el mar e inmediatamente forzaron la marcha para intentar aislarlo. Carecemos de informes de fuente inglesa acerca del hecho, pero la nave almirante identificada por los españoles al frente de la expedición no pudo ser sino el Revenge de Drake. Su puesto habitual estaba, al parecer, en el flanco más adentrado en el mar y por otra parte, de haberse tratado de Howard, éste habría incluido el incidente en su relato de los hechos. Hacia el ala derecha española, Recalde, con el San Juan, había ocupado de nuevo su puesto. Rápidamente, con un grupo de barcos de primera línea acudió, pues, en ayuda de su rezagado compañero.
Se trataba del Gran Grifón, nave capitana de las urcas, al mando de Juan Gómez de Medina. Al solicitar que la misma reforzase su flanco mar adentro, Recalde se había mostrado menos preciso que de costumbre en su apreciación, pues, aun tratándose de una sólida nave de seiscientas cincuenta toneladas dotada de treinta y ocho cañones, era embarcación pesada y torpe que sólo servía para navegar a la velocidad de las urcas que capitaneaba. En cuanto advirtió que estaba en un apuro viró en dirección de la media luna que le ofrecía seguridad, pero la nave almirante inglesa se deslizó ante ella, disparando una andanada y volvió a la carga disparando otra, cruzando junto a su popa y disparando otra vez a distancia de medio mosquetazo. Luego se acercaron otros barcos ingleses e inmediatamente el Gran Grifón se vio acosado por todos lados. Nadie, sin embargo, intentó el abordaje, así que pudo seguir avanzando envuelto en humo, con sus rugientes cañones desafiando al enemigo hasta que alcanzó la columna de Recalde.
Toda el ala derecha de la retaguardia española estaba a la sazón ocupadísima. Recalde, Oquendo, De Leyva, Bertendona y el gran galeón de Florencia soportaban los más duros embates, mientras Drake persistía en su ataque al Gran Grifón, que ya había perdido el control y se hallaba en grave apuro, debido a no se sabe qué desperfecto del mástil, la jarcia o el timón. Medina Sidonia envió a las galeazas en su ayuda; una de ellas consiguió remolcarlo y conducirlo hasta la parte central de la flota mientras otras cambiaban algunos disparos con el Revenge, logrando derribar —o así lo creyeron entonces— su verga mayor. La lucha en el sector derecho era cada vez más enardecida, hasta que el duque, con la vanguardia, se dirigió a popa y arrió las gavias en señal de combate general. Los ingleses se retiraron a una distancia de disparo largo de culebrina, pero continuaron disparando ocasionalmente e iniciando movimientos amenazadores hasta que el duque comprendió que no tenían intención de aceptar batalla sino que únicamente procuraban demorarla, por lo que volvió a su puesto. Luego la Armada prosiguió su avance una vez más.
Aunque menos de la mitad de cada flota tomó parte en la batalla de aquel miércoles por la mañana y la pelea duró unas dos horas, el informe oficial español dio un total de sesenta muertos y setenta heridos, diez muertos más que en la del día anterior a la altura de Portland Bill, siendo el día en que más pérdidas tuvieron desde que entraron en el Canal. Probablemente la mayoría de víctimas se produjo en el Gran Grifón, pero se tiene la impresión de que los ingleses cada vez se aproximaban más, con lo cual ambas partes sufrían e infligían mayores daños.
El miércoles por la tarde amainó completamente el viento y ambas escuadras se limitaban a flotar, sin moverse de sitio, contemplándose mutuamente, a una distancia de milla escasa la una de la otra y a pocas millas al sudoeste de Needles. De vez en cuando un ligero soplo hinchaba las velas de una flota, incluso las de ambas, impulsando y empujando a los barcos que se acercaban con refuerzos para Howard, deficientes barcos de guerra, costeros y del puerto, o pinazas, pero llenos de voluntarios (gente joven ansiosa de pelea) y con gran cargamento de pólvora y municiones.
Howard aprovechó la oportunidad para reunir consejo nuevamente. El y sus capitanes debían de estar tan poco satisfechos del desarrollo de los acontecimientos como sus mismos adversarios: Durante la batalla a la altura de Portland Bill la alineación inglesa se había dispersado en tres grupos no coordinados y sólo por la ágil maniobra de sus barcos y la tenaz defensa de Frobisher se libraron de un desastre mayor. Los españoles por su parte habían conservado su formación en todas las operaciones y aunque sus barcos eran más lentos y a pesar de la carga que suponían las urcas, maniobraron siempre con unidad y precisión, lo que les libró de serias pérdidas.
La solución por que optó el consejo inglés fue la de organizarse en escuadras pequeñas. Durante cuatro días habían sido testigos del sistema de lucha del enemigo sin contar lo que habían logrado saber Drake y Howard por boca de su muy locuaz invitado, don Pedro. Así, pues, dividieron sus fuerzas —un centenar de barcos grandes y pequeños, en total— en cuatro escuadras más o menos iguales. Por supuesto una al mando de Howard y otra al de Drake. Las dos restantes fueron encomendadas, una a John Hawkins, veterano marino y creador de la nueva armada de la reina, y la otra —por sorprendente que parezca— a Martin Frobisher, reciente héroe de Portland Bill.
Los ejércitos y las armadas cambian a menudo su táctica u organización para imitar la de un admirado antagonista, pero casi nunca frente al enemigo, y precisamente en el momento crucial de prepararse una decisiva operación. Según parece, la nueva organización dio mejores resultados que la primera. Adoptándola, el consejo militar inglés rindió tributo a la eficiencia del adversario, dando así muestras de su inteligencia.
A la mañana siguiente se llevó a cabo el primer ensayo. Desde la media noche reinaba completa calma y con la luz del alba se distinguieron otra vez algunas embarcaciones españolas rezagadas, dos esta vez, el galeón real San Luis de Portugal, y un mercante, perteneciente al comercio con las Indias Occidentales, llamado Santa Ana, encuadrado con los andaluces. Ambos se balanceaban a una distancia ni cerca ni lejos de sus normales posiciones en la formación para ofrecer un buen blanco. Esta vez no soplaba viento alguno. John Hawkins, que estaba más cerca, mandó arriar sus botes para remolcar los barcos de guerra hacia el enemigo con el Victoria a la cabeza, hasta que las balas de los mosquetes comenzaron a silbar alrededor de los remeros.
El tiempo era favorable para las galeazas y Medina Sidonia ordenó rescatasen a los dos rezagados. Rápidamente partieron tres con tal propósito llevando a remolque al Rata Coronada, la gran carraca de Alonso de Leyva, para disponer de más potencialidad de disparo. Por un momento el sector de la escuadra de Hawkins que estaba siendo remolcada pareció perdida. Pero el Ark del Lord Almirante avanzaba por la izquierda de Hawkins, con las tripulaciones de los botes remando con firmeza e inmediatamente después un familiar de Howard, lord Thomas, se acercaba en el Golden Lion.
Durante un rato ambos grupo se fueron disparando mutuos cañonazos, mientras el resto de la flota se limitaba a observar. Ni un ligero soplo de brisa hinchaba las velas, así que sólo las galeazas podían maniobrar. El Lord Almirante anotó, con orgullo, lo siguiente: «Tanto el Ark como el Lion realizaron muy buenos disparos haciendo blanco en las galeazas según ambas flotas pudieron comprobar». Finalmente, las referidas galeazas resultaron tan perjudicadas que «una de ellas tuvo que ser retirada, pues había que carenarla, otra perdió su farol a consecuencia de un disparo del Ark, farol que vino flotando hacia nosotros, y la tercera perdió su mascarón de proa». Howard, complacido, añade que desde entonces no volvieron a aparecer en el escenario de la lucha.
El informe español se limita a afirmar que dos de las galeazas remolcaron el San Luis y el Santa Ana y que luego las seis embarcaciones se alejaron de la flota enemiga. Al igual que otros comandantes, Howard parece haber exagerado un poco los daños que infligió. La pérdida de un farol de popa y de un mascarón no bastan para dejar un barco inutilizado. En cuanto a la tercera, si se hallaba en reparación debido a un disparo recibido, el desperfecto tuvo que ser leve ya que media hora más tarde las tres galeazas se encontraban de nuevo en acción, manteniéndose en sus respectivos puestos durante el trayecto hasta Calais y aun más allá.
En aquel momento se alzó una brisa suave y, al igual que en Portland Bill, se originaron dos operaciones simultáneas aunque sin conexión. Tres grupos ingleses atacaron la retaguardia española, mientras Medina Sidonia, con la vanguardia, emprendía la ofensiva contra el cuarto. Para comprender la situación habrá que echar un vistazo a la costa. Durante la noche ambas flotas habían navegado hacia el Este o bien avanzaron a la deriva en la misma dirección, de modo que el amanecer las encontró en el extremo sur de la isla de Wight y tal vez a una legua o menos de la costa. Se encontraban, pues, muy cerca de la entrada este de Solent, punto que el propio rey Felipe recomendó a su almirante para fondeadero de emergencia, caso de que hubieran de esperar al duque de Parma y más allá del punto que el pequeño consejo militar celebrado a la altura del Lizard había decidido no pasar sin la seguridad absoluta de que el duque de Parma estuviese preparado. Para sentirse seguros, los españoles creían suficiente «apoderarse de la isla de Wight», lo cual, de acuerdo con los informes que tenían, no podía resultar demasiado difícil. Y verdaderamente no lo habría sido si la presencia de la flota inglesa no hubiera cambiado las cosas. Medina Sidonia no había recibido noticias confirmativa por parte del duque de Parma y aún hoy se ignora si tenía intención de procurarse una cabeza de puente en la isla de Wight y un fondeadero en Spithead, o bien si pensaba seguir más prudentes consejos; pero según parece, Howard temía qué lo intentase y quiso permanecer cerca de la orilla.
En todo caso la escuadra del sector más cercano a la costa —precisamente la de Frobisher— estaba, en el amanecer, mucho más hacia la orilla que ningún barco español, sobrepasando bastante el ala izquierda de la Armada. Aquel día y en aquellos momentos la corriente de la marea avanzaba con mucho ímpetu hacia el Este, por lo cual durante la lucha, con el mar completamente en calma, ambas flotas habían de ser arrastradas hacia el Este a algo más de una milla marina por hora. Además, cuánto más cerca de la orilla se encontrasen más fuerte sería la corriente, por lo que no es sorprendente que Frobisher habría gozado la ventaja del barlovento, pero el caso es que sopló del Sudoeste y aquél y los barcos que iban en cabeza de su escuadra quedaron más o menos a la altura de Dunnose y a sotavento de la vanguardia española.
Cuando el viento comenzó a soplar, media docena de barcos del grupo de Frobisher —incluido el Triumph— luchaban con el San Martín, que durante la primera media hora llevó, sin duda alguna, las de perder. En cuanto el viento lo permitió, unos doce barcos pesados españoles —o quizá más— acudieron en ayuda de su capitán general y entonces, advirtiendo el peligro, los ingleses viraron, retirándose. Casi toda la escuadra de Frobisher consiguió deslizarse tras el ala izquierda española, pero el Triump, que navegaba en cabeza en el sector más oriental, quedó aislado. Rápidamente, Medina Sidonia ordenó a sus refuerzos que se deslizasen a través de la línea de retirada y por un momento el Triumph pareció quedar a sotavento. Con una maniobra desesperada, Frobisher logró arriar los botes para remolcar su embarcación. Viendo lo que ocurría otros barcos ingleses enviaron también sus botes al Triumph hasta un total de once y entre todos éstos le remolcaron mientras dos de los mayores galeones de Howard —el Bear y el Elizabeth Jones— doblaron el flanco para demorar el ataque español. En todo caso, Medina Sidonia seguía interceptando el camino con la esperanza de abordar un gran barco inglés («única forma posible de vencerle») cuando el viento cambió de dirección, y el Triumph, desplegando velas, recogió sus botes y fue a reunirse con su escuadra.
En aquel momento, Medina Sidonia estaba muy ocupado mirando lo que ocurría mar adentro, donde Drake parecía haber concentrado su ataque en el extremo derecho de la media luna española. Normalmente aquel era el puesto de Recalde que solía ocuparlo con su San Juan, pero Recalde se encontraba a la sazón en vanguardia, cambiando andanadas con el Bear y el referido extremo estaba defendido por el San Mateo, uno de los galeones reales de Portugal, sólida embarcación con un valiente capitán, pero trescientas toneladas más pequeño que el San Juan y con sólo treinta y cuatro cañones en lugar de cincuenta. Finalmente, el San Mateo se retiró al centro de la media luna, siendo reemplazado por el Florencia, barco mucho más potente, pero el cambio, aunque no rompió la formación, la hizo oscilar, y como Drake redoblaba su ataque en el extremo de la media lucha y el viento aumentó, fue como si toda el ala sur avanzase hacia el Este y el Norte.
Normalmente el duque no se habría preocupado demasiado por todo esto, pero desde la cubierta de popa de su capitana el piloto que estaba junto a él distinguió algo que sí le preocupó: el aspecto y el color del agua denotaban abundante bajío a sotavento, demasiado cerca, extendiéndose hacia el Sudeste, con el diente oscuro de alguna roca surgiendo aquí y allá. Francis Drake y John Hawkins hubiesen comprendido que estaban junto a los Owers, y de lograr retener el interés de los españoles obligándoles a navegar hacia el Norte, en menos de veinte minutos la Armada entera se habría estrellado contra los arrecifes. El almirante disparó un cañonazo de advertencia a su flota, desplegó más velas y se alejó en dirección Sursudeste. La flota se hizo cargo de la situación; la distancia entre ella y el mortal arrecife fue siendo cada vez mayor y la isla de Wight y la flota inglesa quedaron atrás, muy lejos. El peligro les había rozado de cerca y no exageró mucho aquel anónimo testigo que escribió que el almirante, después de ver cómo la victoria se les escapaba por un pelo (se refiere a la huida del Triumph) había salvado a su flota de un gran desastre por un margen no mucho mayor.
Los ingleses continuaron tras el enemigo sin intentar siquiera entablar batalla. De una parte habían quedado casi sin pólvora y municiones. Howard no cesaba de enviar llamadas desesperadas a lo largo de la costa y las autoridades locales habían respondido noblemente, pero las balas de cañón no son artículo que pueda proporcionar un juez de paz, y las cadenas de arado y las bolsas de cuero repletas de trozos de hierro resultan un sustitutivo poco adecuado. Además, Howard tenía que encontrarse a la altura de Dover con Seymour y la escuadra del Este. Se trataba de un importante refuerzo y a Howard le constaba que para la próxima operación, la decisiva quizá, necesitaría toda la ayuda que pudiese conseguir.
Seguro finalmente de que los españoles no desembarcarían en la costa sur, Howard celebró la batalla del jueves como una victoria. En la calma del viernes por la mañana, y sobre la cubierta del Ark condecoró a Hawkins, a Frobisher y a varios familiares suyos, exactamente como si se hallasen en un triunfante campo de batalla. En todo caso, juzgando por lo que dijo más tarde y por su comportamiento posterior cabe pensar que no estaba muy tranquilo. Hasta aquel momento ni sus hombres ni sus barcos habían sufrido grandes daños y estaba cierto de haber perjudicado bastante más al enemigo, tanto en sus barcos como en sus hombres. Pero se trataba de un enemigo mucho más fuerte, más rudo y guerrero que ningún otro con los que trataran antes sus capitanes, exceptuando quizás a Drake. Tras cuatro batallas, cada una de las cuales —en lo tocante a barcos que intervinieron y balas disparadas— pudo ser la más importante que jamás se libró en el mar, no se acusaba el menor relajamiento de la disciplina española ni una sola brecha en el formidable orden, y los españoles estaban tan ansiosos de acortar distancias buscando la lucha cuerpo a cuerpo como lo estuvieran en la primera mañana, a la altura del Eddystone.
El ánimo de Medina Sidonia tampoco era muy brillante. Ciertamente había realizado con éxito su avance hacia el objetivo fijado y aunque no consiguió aplastar al enemigo, tampoco se había desviado en su ruta. No obstante, ahora que se iba acercando a la meta, su destino le gustaba menos que nunca. Pronto iba a encontrarse en un estrecho más allá del cual le esperaba un mar tormentoso y traicionero, mar en donde no dispondría ni de un puerto amigo para que sus barcos pudiesen anclar. Hasta entonces no había recibido ningún mensaje del duque de Parma indicándole en firme cuándo estaría listo para embarcar ni cuándo y dónde habían de encontrarse. Tampoco había podido hallar una fórmula para el exterminio de la flota inglesa. No podía conseguir el abordaje y aunque estaba seguro de haberle causado serios daños con sus disparos de cañón, inutilizando alguna nave, hundiendo alguna otra y acabando con muchos de sus hombres, el enemigo no cesaba de recibir refuerzos desde todos los puntos de la costa, siendo cada día más numeroso y castigando a los españoles, debilitando su fuerza con las piezas de largo alcance.
Sabía, además, que, en adelante, no podría hacerles mucho daño con sus cañones. Habían consumido casi toda la enorme cantidad de municiones que sacaron de Lisboa. Aún quedaba bastante pólvora. Después de todo, según sus cálculos, habían llevado consigo pólvora suficiente para una gran campaña de tierra; pero en algunos barcos ya no quedaban balas de cañón del tamaño adecuado y entre toda la flota se hubieran reunido poquísimas. En caso parecido, Howard podía confiar en un avituallamiento realizado desde cada puerto inglés, pero Medina Sidonia sólo disponía de un recurso. Enviar un llamamiento urgente al duque de Parma para que le facilitase con carácter de urgencia tantas balas de cañón como pudiese, de todos los calibres, pero en especial de diez, de ocho y de seis libras. Entretanto, y aprovechando la calma del viernes mientras Howard condecoraba a sus familiares y caballeros, el duque examinaba el resultado de los inventarios y hacía sacar todas las balas de cañón que tenían o admitían tener las urcas y los barcos menos importantes para llenar con ellas las exhaustas santabárbaras de los galeones.
Al parecer, ambos comandantes habían exagerado el efecto de sus disparos sobre el enemigo, error este bastante normal. El total de bajas españolas en las cuatro batallas del Canal —según cálculo del capitán Vanegas— fue de ciento sesenta y siete muertos y doscientos cuarenta y un heridos, sin contar, por supuesto, los ciento cincuenta muertos y heridos que aproximadamente causó la explosión de la San Salvador ni los cuatrocientos —más o menos— capturados en el Nuestra Señora del Rosario. Pero, aun incluyéndolos, el total de pérdidas, teniendo en cuenta que la fuerza efectiva era de más de veinte mil hombres, no resulta muy elevado. Según parece, el capitán Vanegas se encargó de llevar el recuento oficial de las pérdidas y cumplió su cometido muy conscientemente, pero por dos razones sus cálculos son siempre poco exactos. En primer lugar, sólo incluía a los heridos que quedaban incapacitados para la lucha. En segundo lugar, los capitanes españoles, al igual que todos los demás del siglo XVI, eran reacios a dar la lista de bajas porque mientras un hombre figuraba en nómina los capitanes percibían la correspondiente paga. «Los hombres mueren, pero su paga no», observó Burghley refiriéndose a las fuerzas inglesas de la misma campaña.
Si Vanegas, a pesar de la disciplina y experiencia españolas, no consiguió redactar listas exactas de bajas, las que facilitaron los ingleses, no son en absoluto dignas de crédito. Si los disparos españoles resultaron ser tan inofensivos como se declara en la mayor parte del informe, casi no hay excusa para la decisión de Howard al no acortar distancias. Lo que sí, al parecer, resulta cierto es que las pérdidas ingleses en el transcurso de las cuatro referidas batallas fueron mucho menores que las españolas; quizá la mitad y hasta puede que ni esto. De igual modo, a pesar de que barcos de ambas flotas perdieron vergas y aparejos menores, ninguno de ellos quedó sin mástiles por un cañonazo, ni quedó averiado lo suficiente para ser retirado de las operaciones más de un día entero.
Dos factores contribuyeron al escaso resultado de las descargas. Nadie tenía verdadera experiencia en el uso de grandes cañones para las operaciones navales. Nadie sabía qué tal se iban a portar. Los ingleses creían (y también los españoles) que una flota que contase con la ventaja de poseer piezas de largo alcance (culebrina y semiculebrinas) podía permanecer a distancia del enemigo y hacer a éste pedazos sin sufrir el menor daño. Pero la realidad resultó ser distinta. La culebrina o semiculebrina del siglo XVI a una distancia de trescientas a setecientas yardas podía no perforar siquiera el sólido casco de un galeón u otro cualquier barco potente y en caso de acertar y hacer blanco causarle sólo un pequeño agujero que una hábil tripulación reparaba rápidamente. Teniendo esto en cuenta, hundir un solo barco resultaría dificilísimo. Con el tiempo pudieron comprobar que lo decisivo en una batalla naval es la andanada —lo más fuerte posible— de grandes cañones especiales para destruir barcos, disparada desde el lugar más próximo posible al objetivo que se desea alcanzar.
Por otra parte, la artillería de ambos bandos tuvo que ser bastante deficiente. Con los cañones de los barcos del siglo XVI era difícil apuntar y también disparar y por supuesto un error que a cincuenta yardas resultaba sin importancia inutilizaba por completo el disparo cuando la distancia era de quinientas. No obstante, con mejor adiestramiento las dotaciones de ambos bandos habrían conseguido un mejor resultado. Casi ningún artillero de la Armada había disparado con anterioridad un cañón desde la cubierta de un barco y aunque la flota inglesa contaba con algunos experimentados no eran los suficientes. Los españoles admiraban la rapidez de los ingleses al disparar. Acerca de su puntería se reservaban la opinión. Entre los ingleses, un aficionado como Howard podía aplaudir la actuación de su artillería, pero un veterano profesional como William Thomas no ocultaba su consternación. «Lo único que podemos decir es que la culpa fue nuestra», escribió a Burghley después de la batalla, «si tanta pólvora y tantas municiones y tanto tiempo de lucha sirvieron para hacer, en comparación, tan poco daño». Con todo, la artillería inglesa era mejor que la española. Tras una semana en el Canal, la flota española era la que mayor cantidad de desperfectos había sufrido.
Pero no eran los desperfectos de su flota lo que preocupaba al duque, sino la proximidad de su salida al mar del Norte sin noticias del duque de Parma relativas a la cita fijada. Aparentemente sólo quedaba una solución. A última hora de la tarde del sábado, mientras la Armada adelantaba hacia Calais Roads, arrió velas y echó anclas. Fue una maniobra muy bien ejecutada y existía la posibilidad de que los ingleses, cogidos por sorpresa y empujados por viento y marea, se viesen obligados a pasar la rada, perdiendo el barlovento. Pero fue como si los ingleses estuviesen esperando la señal del duque para imitarle. Antes de que las estachas españolas hubieran acabado de desenrollarse, los ingleses echaban anclas y ambas flotas, ancladas, quedaron contemplándose a la salida de los arrecifes de Calais, a una distancia de disparo largo de culebrina.