LOS MECHEROS DEL INFIERNO
Mientras que Howard anclaba en la bahía de Whitsand, la escuadra de Seymour —especialmente retirada de su puesto de bloqueo— viraba desde el noroeste para salir al encuentro de aquél; cuando por fin se reunieron, la flota inglesa aumentó posibilidades en proporción de treinta y cinco barcos, cinco de ellos galeones de la reina, y entre éstos dos —el Rainbow y el Vanguard— los más nuevos y los mejores del grupo. Durante todo el tiempo que Howard permaneció luchando en el Canal, la útil y pequeña escuadra de Seymour se había dedicado a cruzarlo en ambas direcciones, desde Dunquerque a Dover, por si acaso el duque de Parma intentaba cruzar con sus fuerzas por allí.
Fue una manera de malgastar reservas, pero resulta que ni Seymour ni los consejeros de la reina confiaban plenamente en los holandeses, quienes, ante la prolongada demora de las conversaciones de Bourbourg, habían adoptado una actitud por demás adusta. Por otra parte, hay que admitir que aunque Justino de Nassau aseguró que podría hacerse cargo del duque de Parma, todo cuanto había visto Seymour de los holandeses en varios meses eran un par de chalupas de poco calado patrullando las costas. Las noticias se propagaban rápidamente a través de las líneas hostiles de Brujas a Flesinga y Justino de Nassau tenía el convencimiento de que le avisarían con tiempo en caso de que el duque intentase embarcar. Esperaba fervientemente que lo hiciese. Nada le habría complacido tanto como encontrarse con aquella formidable infantería y su invencible comandante navegando en botes de fondo plano por las azules aguas. Cuanto más lejos de la costa les atrapase, más tendrían que nadar.
Así, pues, Justino conservaba su flota en Flesinga o bien navegando por el sector oeste del Escalda en espera de que el duque de Parma se tragase el informe de que los holandeses no estaban preparados en el mar. No obstante, el que así lo creyó fue precisamente Seymour, quien, con harto enojo de Justino, hacía desfilar en ambas direcciones de las costas de Flandes fuerzas navales suficientes para hundir una docena de flotillas como la que el duque podía movilizar. Los jefes políticos de Holanda consideraban una falta de tacto contribuir a que la reina Isabel sospechase que el botín inglés fuese cebo en una trampa holandesa, y debido a ello Seymour siquiera intuyó lo que Justino preparaba, mientras que éste se limitaba a esperar que Seymour fuera destinado a otro lugar o bien que, simplemente, decidiese partir. Inmovilizados por una serie de equívocos durante varios fatigosos meses, mientras los encargados de negociar la paz discutían en Bourbourg y nada se sabía de la Armada, holandeses e ingleses murmuraban unos de otros con creciente irritación y recelo como frecuentemente suelen hacer los aliados.
La proximidad de un peligro real acalló toda queja. Justino tuvo noticias de que la Armada se encontraba a la altura del Lizard y que los campamentos del duque de Parma, que durante meses habían permanecido inactivos, eran un hervidero de acción. Más tarde le fue dicho que aunque las flotas se habían batido varias veces, la Armada proseguía navegando por el Canal. Por muy tentador que resultase sorprender al de Parma lejos de la costa —para que ni una barcaza se salvase—, era un plan irrealizable mientras la flota española siguiese intacta y pudiera presentarse en un momento dado. Hasta haber derrotado a la Armada no podían permitirse atacar. Era precisamente trabajo indicadísimo para los barcos de guerra holandeses, teniendo en cuenta sus características de construcción. Sin el menor alboroto, Justino de Nassau reunió más allá de Dunquerque cuantos barcos le eran necesarios para la operación. Antes de que Seymour marchase al encuentro de Howard, los holandeses se habían hecho cargo de la situación. Sólo que a Howard nada se le dijo.
El domingo por la mañana, cuando el almirante izó bandera de consejo, tenía temas más urgentes que tratar.
Calais se encuentra a menos de treinta millas de Dunquerque. Los duques de Parma y de Medina Sidonia pronto establecerían contacto. Evidentemente la Armada tenía intención de seguir anclada hasta que el de Parma estuviese dispuesto para la operación y fuesen favorables el tiempo y el viento. Los capitanes ingleses no tenían verdadera noción de las posibilidades navales del duque de Parma. Ignoraban si realmente estaba capacitado para salir adelante con su flotilla o hasta qué punto les complicaría las cosas el hecho de que lo consiguiese. En todo caso no creían prudente correr el riesgo. Si bien el momentáneo fondeadero de los españoles no ofrecía mucha seguridad, lo mismo podía decirse del propio, y además tenían el convencimiento de que la costa resguardada adonde podían ser arrastrados les resultaría desfavorable. Hasta aquel momento, Gourdan, gobernador de Calais, no se había dado por oficialmente enterado de la presencia del Lord Almirante de Inglaterra, pero sí se habían visto algunos botes navegar, en continuo ir y venir, desde su castillo al San Martín. Existía la creencia de que Gourdan simpatizaba con la Santa Alianza y, en todo caso, desde que el rey de Francia fue humillado por Enrique de Guisa, todos los franceses, con excepción de los hugonotes, podían considerarse enemigos en potencia, poco menos que vasallos de España. Tanto movimiento de botes entre la Armada y la costa sólo podía significar que se estaba fraguando algún plan y evidentemente parecía buen asunto ahuyentar a la Armada antes que Medina Sidonia concertase un acuerdo con el gobernador francés o con el duque de Parma. Sólo existía una fórmula para ello: brulotes... Es decir, barcos en llamas.
Al anclar la noche anterior así lo había comprendido Wynter y seguramente igual puede decirse de todos los oficiales experimentados de la flota. Los recién llegados, lord Seymour, sir William Wynter y sir Henry Palmer, estaban tan impresionados por la amenazadora potencialidad de la flota anclada junto a los arrecifes de Calais, como los mismo capitanes que contra ella habían luchado. Nadie deseaba acercarse demasiado a los españoles ni nadie pensó en la posibilidad de bombardearla, porque el consejo se preocupó principalmente de la manera de conseguir brulotes.
Lo primero que se acordó fue enviar, en una pinaza, a sir Henry Palmer a Dover, en busca de barcos y combustibles y sólo cuando éste hubo partido en el cumplimiento de su misión se prestó atención a temas más osados y delicados. Esperar los barcos desde Dover representaría retrasar el ataque al menos hasta el martes por la mañana y perder la ventaja de una corriente cercana al sitio de origen, así como la del reciente viento del Sursudeste. El momento propicio era la noche del domingo. Drake ofreció una de sus embarcaciones, el Thomas, de Plymouth, de doscientas toneladas; Hawkins imitó el gesto también, y finalmente, con el entusiasmo del ejemplo, se reclutaron hasta seis más, de noventa toneladas los más pequeños y el resto desde ciento cincuenta a doscientas. El resultado fue una flotilla de brulotes digna de la gran Armada, y los capitanes se entregaron a la tarea de prepararla rellenando los barcos con cuanto fuera capaz de arder. Por supuesto, las tripulaciones retiraron sus enseres y, sin duda alguna, casi todos los barriles de agua y los víveres en existencia, aunque luego uno de los propietarios presentase al Tesoro una cuenta acreedora por la enorme cantidad de mantequilla, carne y galletas que quedaron a bordo y fueron, en consecuencia, pasto de las llamas. Las arboladuras, velas y aparejos no fueron retirados. Convenía que los barcos avanzasen navegando velozmente hacia el fondeadero enemigo, porque los cañones se habían cargado convenientemente y listos para que se disparasen solo cuando el fuego los calentase suficientemente; de este modo no sólo se aterrorizaría al enemigo, sino que se contribuiría a su destrucción. Los brulotes fueron armas que se improvisaron rápidamente. Por raro que parezca, no habían ninguno preparado de antemano en la costa. Pero aunque el trabajo tuvo que llevarse a cabo con prisa, se hizo todo cuanto pudo sugerir la ingenuidad y todo cuanto permitían los recursos de la flota.
Howard habría apartado una de sus mayores preocupaciones de saber el porqué del ir y venir de las pequeñas embarcaciones en tomo al San Martín. El bote enviado por Gourdan era sólo una réplica al que el propio Medina Sidonia enviara. Su mensaje se limitó a advertir que «la Armada había anclado en un punto muy peligroso (cosa que el duque ya sabía por advertencia de sus propios pilotos) y que no parecía conveniente quedasen mucho tiempo allí». El desaliento que pudo originar la nueva sólo fue mitigado por el presente de frutos y otros productos que para el duque eran enviados. Calais está lejos de Chartres y, como muchos otros gobernadores franceses, Gourdan se preguntaba si sería cierta la reconciliación del duque de Guisa y el rey. A decir verdad, se situaba a la expectativa aguardando saber quién ganaba finalmente la partida. De todos modos y al parecer, había adoptado una correcta actitud neutral. Autorizó a los mayordomos de la Armada para que bajasen a tierra y adquiriesen cuantos víveres pudieran encontrar (lo cual explicaba gran parte del movimiento de los botes que contemplaban los ingleses), pero nada hacía suponer que hubiese denegado a Howard un permiso similar si los ingleses lo hubiesen solicitado. Howard y su consejo decidieron que Francia les era hostil. Por lo que hace referencia al gobernador de Calais, nada induce a creerlo verdaderamente así.
De haber leído el texto de los mensajes de Medina Sidonia al duque de Parma, Howard se habría alegrado. Tan pronto echaron anclas, Medina Sidonia recordó al duque que a pesar de haberle enviado a menudo mensajeros informándole de cuanto se hacía diariamente, habían transcurrido varias semanas sin obtener contestación. «He anclado aquí, a dos leguas de Calais, con la flota enemiga a mi flanco», continuaba diciendo en el mismo. «Pueden cañonearme si lo desean, sin que yo esté verdaderamente en posición de perjudicarles. Si podéis enviarme cuarenta o cincuenta filibotes de vuestra flota, hacedlo, pues con ellos conseguiría defenderme aquí hasta que estéis preparado para la marcha.»
Los filibotes eran barcos de guerra pequeños, rápidos y de poco calado; con ellos, en los primeros días de la revolución en los Países Bajos, «los vagabundos del mar» habían aterrorizado el Canal y desde entonces los rebeldes holandeses los habían usado para la defensa de sus costas. Pero precisamente de pocos filibotes podía disponer el de Parma. Así, en vez de cuarenta o cincuenta para el refuerzo de la Armada, apenas si hubiese podido enviar una docena; y suponiendo aún que nadie se lo hubiese impedido. La «flota» que había conseguido reunir en Dunquerque y Nieuport estaba formada casi en su totalidad por embarcaciones especiales para la navegación en los canales, es decir, carecían de mástiles, cañones y velas. Eran, por regla general, barcazas de fondo plano, doble canto y cubierta rasa, de las usadas para el transporte de ganado y sólo se disponía de las justas para el traslado de la infantería del duque hasta Margate, contando con que el tiempo fuese favorable y embarcando a los hombres como a rebaños. Alejandro de Parma sabía muy bien dónde se encontraban los filibotes que le hacían falta. Estaban precisamente entre Dunquerque y Ostende. Eran los barcos, pequeños y fuertes, de Justino de Nassau, capaces de sortear los traicioneros bancos de arena y los bajíos de Flandes con la desdeñosa actitud del chiquillo que sabe juega en su propio parque.
Resulta verdaderamente extraño que Medina Sidonia no conociese la realidad, ni siquiera en la tarde del sábado 6 de agosto, y que ignorase la impotencia del duque de Parma para acudir en su ayuda. Tanto, que en la mayoría de los textos conocidos hasta la fecha sobre los acontecimientos se afirma que la causa primordial del «fatal malentendido que inutilizó por completo la empresa» fue la incapacidad de Medina Sidonia (fuera por miedo o por estupidez) en admitir lo evidente. Nada está más lejos de la verdad. Medina Sidonia quizá se equivocó en la forma de dirigir las operaciones, pero en modo alguno se le puede tachar de estúpido; fuera cual fuese el móvil que le impulsara a obrar como lo hizo, en su conducta, por lo que del duque se sabe, no pudo intervenir el miedo. Alejandro de Parma había dado cuenta de su situación, sin rodeos, pero no a Medina Sidonia sino al rey Felipe. Muy a menudo en 1587 (también lo repitió, con énfasis, en enero de 1588) había escrito al rey que sus barcazas no podían aventurarse en el mar a menos que la Armada se encontrase cerca para protegerlas de los barcos de guerra enemigos. En el mes de abril envió dos emisarios solicitando que, debido a las dificultades de realizar la empresa según estaba planeada, quedase la misma aplazada. Terminaba solicitando una tregua que le permitiese apoderarse de Walcheren y del puerto con fondeadero profundo de Flesinga. Como quiera que Felipe rehusase modificar su plan, uno de los emisarios del duque de Parma, el futuro historiador Luis Cabrera de Córdoba, reveló, de acuerdo con sus propios informes, el verdadero enigma de la dificultad. Según propia declaración, en aquella ocasión dijo: «mire, vuestra majestad... Los barcos del duque de Parma nunca podrán reunirse con la Armada. Los galeones españoles tienen calado de veinticinco o treinta pies, y por las cercanías de Dunquerque no encontrarán tal profundidad en muchas leguas a la redonda. Los barcos enemigos son de menos calado y fácilmente pueden situarse en posición de evitar que alguien salga de Dunquerque. Teniendo en cuenta que la unión de las barcazas de Flandes con la Armada es el punto vital de la empresa y que su realización resulta harto imposible, ¿por qué no abandonar automáticamente el plan, ahorrando así mucho tiempo y dinero?»
Cabrera de Córdoba escribió todo esto algún tiempo después de haber sucedido los hechos y quizá no habló, en verdad, tan brusca y concretamente. Pero fuera extraño que alguien no dijese —no una, sino repetidas veces— a Felipe esencialmente lo mismo. Y quizás hay algo más raro aún. En los pocos y formalísimos mensajes que se intercambiaron el duque de Parma y el de Medina Sidonia puede que sea lógico que el primero no revelase sus dificultades y que aludiese a sus fuerzas navales con ampulosa vaguedad, hecho que pudo llevar a los españoles a falsas conclusiones, pero Felipe debía de tener un informe bastante exacto de la poca potencialidad que el duque de Parma poseía en el mar. ¿Por qué durante el período de largas y elaboradas instrucciones y advertencias con que atosigó a Medina Sidonia desde que éste tomó el mando en Lisboa hasta mucho después de que fuera ya demasiado tarde para aconsejarlo o advertirle, nunca mencionó el rey de España la dificultad central y crucial? Desde luego advirtió a su capitán general que se mantuviese alejado de los traicioneros bancos de las cercanías de Dunquerque, pero muchas y repetidas veces le ordenó que había de encontrarse con el duque de Parma en el mar o bien a la altura del cabo Margate. De lo cual parece deducirse que el duque de Parma no estaba en condiciones de hacer frente a los galeones ingleses, pero sí a los filibotes holandeses. No es, pues, de extrañar que los sucesivos mensajeros del duque español al llegar a Nieuport o Dunquerque quedasen sorprendidos y atemorizados ante lo que iban viendo.
Medina Sidonia tuvo la primera sensación de catástrofe el domingo por la mañana. Poco después del amanecer se acercó a la flota la pinaza de don Rodrigo Tello enviada por el duque hacía dos semanas para anunciar a Alejandro de Parma que la Armada se encontraba ya a la altura de Ushant. Don Rodrigo, que se había entrevistado con el duque de Parma en Brujas, era portador de cartas que confirmaban el recibo de todos los mensajes de Medina Sidonia. El duque de Parma manifestaba estar muy complacido porque la Armada hubiese llegado sin novedad y en seis días prometía tenerlo todo dispuesto para zarpar en la primera oportunidad favorable. Pero cuando don Rodrigo abandonó Dunquerque —es decir, la noche anterior— no vio rastro de la llegada del duque y los barcos que había visto en Nieuport y Dunquerque eran de pésima condición, simples cascos sin mástiles, velas, cañones ni almacén para las provisiones. Don Rodrigo no creía posible que estuviesen en condiciones de navegación antes de una quincena.
El comportamiento del duque de Parma durante todo este episodio resulta algo extraño. Parece ser que encontró las embarcaciones deficientemente preparadas y menos satisfactoria aún la construcción de los filibotes en Dunquerque. Los carpinteros y constructores de barcos trabajaban con calma exasperante y cuando el pago se retrasaba abandonaban las herramientas rehusando continuar. Solían mezclar las cuadernas podridas con las sanas y lo mismo hacían con los tablones, por lo cual muchas barcazas tuvieron que ser apartadas y reconstruidas y algunos filibotes resultaron completamente inútiles. Durante un simulacro de embarque un grupo de barcazas se hundió en el canal quedando sus hombres con el agua al cuello. Era dificilísimo encontrar cañones para los filibotes, aun contando con dinero efectivo, y completamente imposible hallar suficientes marinos experimentados. Pero el duque había tenido que sortear esta clase de dificultades en otras ocasiones y siempre pudo superarlas con tretas, recompensas, adulaciones, ingenio, infatigable laboriosidad y el efecto de su presencia y ejemplo. No obstante, en esta ocasión, dejó pasar el tiempo. La disciplina y las inspecciones iban de mal en peor mientras que el avance a paso de tortuga de los constructores de barcos decrecía más aún. La momentánea actividad que se produjo al tenerse noticias de que la Armada estaba en el Canal pronto resultó inútil. El duque de Parma dio las órdenes necesarias, pero no se movió de Brujas hasta el lunes día 8 por la tarde y luego el lunes y martes empujó a su embarque a una precipitación completamente fuera de lugar.
Hay algo de irreal en toda la escena de aquel martes por la noche, en Dunquerque; un filibote carecía de cañones y su mástil aparecía sin obenques; otro tenía estropeadas las jarcias; un tercero se había inundado con ambos extremos del bao hundidos en el lodo del canal. Algunas barcazas no habían sido calafateadas y hacían agua y otras empezaron a agrietarse cuando iban a ser cargadas. Los soldados caían en ellas como sacos de trigo y reían incrédulos al ver las desmanteladas superficies en forma de ataúd donde se esperaba que navegasen. Cayó la tarde y el embarque prosiguió a la luz de las antorchas. El duque de Parma tenía pálido e impasible el rostro, mientras las barcazas iban llenándose y atiborrándose de hombres, a pesar de que la orilla de Dunquerque era una verdadera maraña de blanca espuma y de que la Armada, derrotada ya, navegaba de popa (era extraño que el de Parma lo ignorase) a muchas leguas y a sotavento.
A través de toda la escena se tiene la sensación de que el gran capitán estaba jugando a hacer charadas; que simplemente realizaba una serie de hechos para que luego se dijese que los hizo. «Actuó», dice Cabrera de Córdoba, refiriéndose a la semana anterior, «como si no creyese que las noticias de la llegada de la Armada fuesen ciertas». Quizá, sencillamente, tuviese el convencimiento de que lo que Cabrera de Córdoba dijo a Felipe meses atrás era lo cierto. Aun suponiendo que la Armada destruyese la flota inglesa, ningún daño podía hacer a los holandeses si éstos permanecían junto a sus costas. Y aun en el caso de disponer de cien filibotes armados (en vez de tener una pobre y escasa docena) y útiles para el servicio, sólo hubiesen podido zarpar uno tras otro y uno tras otro los habría hundido Justino de Nassau hasta el punto de bloquear el paso con los restos de tanto naufragio. Si el duque de Parma hizo frente con tan calma al fracaso de la empresa, debió de ser porque desde mucho tiempo atrás había previsto que la misma estaba condenada a fracasar.
La curiosa escena de Dunquerque se desarrolló el martes por la noche. El domingo anterior por la mañana, Medina Sidonia, después de oír las noticias de Rodrigo Tello, aún se negaba a admitir que la empresa pudiera fallar. Envió el mayor número de barcos posible para el aprovisionamiento de agua e intentó en vano que Gourdan le prestara algunas municiones, enviando finalmente mensajeros al duque de Parma con nuevos argumentos, ruegos y exhortaciones.
Desde que a la altura de Portland Bill comprendió que, ni aun con el barlovento a su favor podía acercarse a los ingleses, Medina Sidonia estuvo intentando persuadirse a sí mismo de que cuanto necesitaba para alcanzar la victoria era poseer unos barcos ligeros y rápidos (así creía él que eran los del duque de Parma) con que suplir los suyos demasiados pesados. Si conseguía convencer al duque seguramente éste se decidiría a zarpar y juntos barrerían de los mares al enemigo inglés.
Entretanto, tenía otras preocupaciones. Si los ingleses comenzaban a disparar disponía de pocas municiones para las piezas grandes de los galeones, con las que casi no se atrevería a devolver los disparos. El enemigo no tardaría en comprender su actitud indefensa y se acercaría lo suficiente para destrozarlos. Y con todo, no era esto lo más peligroso. Con los ingleses navegando a proa y una fuerte corriente avanzando por el estrecho, su fondeadero estaba en la posición precisa para ser atacado con brulotes. De cuantos peligros podían amenazar a una flota de veleros construidos en madera, el fuego era el peor. Sus velas, su cordaje alquitranado, sus cubiertas y mástiles resecos por el sol podían arder en un minuto y no había casi nada en ellos que no resultara combustible. Pero el duque tenía motivos suficientes para temer que se produjesen algo más que brulotes ordinarios. Cierto que el rey Felipe le había hecho alguna advertencia, pero no es menos cierto que él había advertido una docena de veces al rey de los extraños fuegos artificiales que los ingleses estaban preparando, al igual que de otras diabólicas invenciones del enemigo. Estas noticias procedían de la guerra de nervios que sir Edward Stafford iniciara, a través de su contacto con Mendoza, en París. Pero al menos se basaba en un hecho sólido —él así lo creía—, cuyo conocimiento Medina Sidonia tenía por secreto y exclusivo, pero que en realidad conocían todos los individuos de la flota. Se trataba del inventor de los mecheros del infierno de Amberes, el arma más terrible jamás usada por el hombre en la guerra, especie de brulotes que podían considerarse bombas inmensas capacitadas para exterminar más hombres de una sola vez que los que pudieran caer en una gran batalla y de dejar la superficie, en más de una milla a la redonda, sembrada de restos de barcos en llamas. El inventor de estas terribles máquinas era un ingeniero italiano llamado Giambelli que, al decir de la gente, trabajaba en Inglaterra para la reina Isabel, lo cual resultaba ser completamente cierto. Sólo que en aquellos momentos estaba inofensivamente ocupado en construir una muy poco práctica cadena de puerto destinada a cerrar el Támesis en Gravesend. La única arma efectiva que facilitó a los ingleses en la campaña de la Armada fue el terror que su nombre inspiraba. Y fue bastante.
Preocupado como estaba por los extraños fuegos artificiales, Medina Sidonia sintió cierta inquietud al divisar a un grupo de embarcaciones que se unía a la flota de Howard el domingo por la tarde. Se trataba de inofensivos barcos de aprovisionamiento, pero el duque creyó que con ellos probablemente llegaban las infernales máquinas de Giambelli. Poca cosa se podía hacer. Ordenó que un grupo de pinazas y botes auxiliares equipados con arpones se dispusiesen a apresar y remolcar los brulotes, desviándolos hasta la costa. Avisó a toda la flota que iba a producirse un ataque, pero que una reserva de pinazas y embarcaciones pequeñas actuaría de fuerzas de choque. Mientras éstas prestasen servicio, las naves tendrían que permanecer inmóviles. Si algún brulote conseguía, a pesar de todo, deslizarse por entre las pinazas y botes, lo aconsejable era levar anclas e internarse en el mar, dejando que los brulotes fueran arrastrados por la corriente hacia la orilla. Luego, y lo más pronto posible, tendrían que fondear de nuevo para, en el amanecer, tener oportunidad de alcanzar las boyas de su anterior fondeadero. Así comenzó aquella noche de angustia.
Hasta la medianoche, poco más o menos, nada ocurrió, excepto que el viento del Sur soplaba cada vez más vivo y que las nubes al deslizarse rápidamente ante la luna presagiaban una mañana ventosa. Luego, en el lugar que ocupaba la flota inglesa comenzaron a encenderse luces. Sólo que no eran luces sino fuegos... —dos, seis, ocho— que se movían con rapidez, resultando cada vez más vivos. Muy pronto, los vigías españoles distinguieron claramente ocho altos barcos con las velas desplegadas, avanzando a favor de viento y marea —las llamas trepando ya por su cordaje—, directamente hacia ellos. La alineación de los brulotes era perfecta y se mantenían tan estrechamente unidos que dos lanceros en respectivos barcos vecinos —suponiendo que alguien hubiese podido vivir en aquellas cubiertas invadidas de llamas— fácilmente habrían conseguido entrechocar la punta de sus lanzas sólo con extenderlas por encima del agua. Los vigías también pudieron ver la línea oscura de sus pinazas de defensa destacando entre el brillo del fuego acercándose a los brulotes.
El momento crítico había llegado. Ambas flotas estaban ancladas cerca una de otra, tanto que las pinazas tenían que realizar su trabajo a la casi distancia de disparo de cañón enemigo y la alineación de los brulotes eran tan espesa que la única forma de atraparlos era actuando de dos en dos y agarrándolos por los extremos. Los monstruos en llamas no eran botes de pesca llenos de leña y paja que podían apartarse con un simple movimiento de remos. Clavar en ellos un arpón, rodearlos luego y conducirlos a la costa era hazaña que requería nervio, inteligencia y un exacto cálculo del tiempo, ya que la flotilla se acercaba tan rápidamente a impulsos de un fuerte viento y favorecidos por la marea y la corriente del Canal, que en pocos minutos invadirían por completo el lugar. Las dos primeras pinazas ejecutaron, al parecer, un buen trabajo, ya que a la mañana siguiente los carbonizados restos de dos brulotes yacían humeantes aún, cerca del fondeadero español, pero pocos segundos más tarde, cuando una segunda pareja de pinazas se situó en lugar oportuno con un hombre de pie en la proa —así se cree al menos— para lanzar su arpón, los cañones cargados, ya casi al rojo vivo, comenzaron a vomitar balas al azar sobre el agua a la vez que la propia fuerza del disparo hacía saltar una lluvia de chispas sobre las estacionadas embarcaciones. Los tripulantes de las pinazas, asustados, se tambalearon y seguidamente se produjo un momento de espantosa confusión, durante el cual los seis brulotes restantes siguieron avanzando hasta precipitarse sobre la flota anclada. Así, el ronco estampido de los cañones ahogó el rugiente crepitar de las llamas, mientras fuentes de chispas remontaban los cielos. No había duda posible. Una vez más habían entrado en escena los mortíferos mecheros del infierno de Amberes.