EL PAN AMARGO
Roma, 24-30 de marzo de 1587
Antes de acostarse, el mismo día que recibió la noticia de la muerte de María Estuardo, Bernardino de Mendoza dictó tres despachos. El primero, para su señor, Felipe de España. El segundo, para el duque de Parma —éste muy breve, porque ambos se veían con frecuencia—. El tercero, para Enrique de Guzmán, conde de Olivares, embajador de España en Roma. Madrid, Bruselas, Roma: he aquí los tres filos de la cuña que Mendoza esperaba clavar en el mismo corazón de Inglaterra. En Madrid debía pronunciarse la última palabra con respecto al envío de barcos y a la marcha de los ejércitos. En Bruselas residía la base de las tropas invasoras, el mismo ejército en que Mendoza había servido y al cual todavía consideraba como el mejor del mundo. En cuanto a Roma... Por muy poco que a Mendoza le agradase mezclar el clero con la política, hacía tiempo que había comprendido que en esta empresa necesitaba del primero imprescindiblemente.
El conde de Olivares era, según Mendoza, maestro en tratar al clero. Hablaba a los cardenales como de igual a igual, como un Guzmán, como un Mendoza podía hablarles. Se había mostrado firme con el último papa, Gregorio III, e igualmente firme con el actual, Sixto V, cosa que casi nadie en Roma se hubiese atrevido a hacer. Olivares sentía tanta impaciencia como Mendoza ante la lenta actitud de su señor y aunque no compartiese el rencor personal de aquél hacia los ingleses, aspiraba a exterminarlos igualmente. Por supuesto, dadas las circunstancias, Olivares era persona de confianza para cuanto fuese necesario hacer.
Sin embargo, al saber la noticia de la muerte de María Estuardo, Mendoza creyó oír como un tañido de campana... Tuvo la impresión, más fuerte de lo que habría podido explicar, de que se avecinaba una crisis, un momento decisivo. Esta vez era esencial que cuanto hiciese en Roma la diplomacia española fuese bien estudiado; que cada punto resultase claro y explícito sin importar las veces que se hubiese considerado con anterioridad.
Uno por uno, Mendoza los fue revisando todos. Para empezar, la reina de Escocia había muerto mártir. Fue asesinada por ser católica y por constituir la esperanza principal de los católicos ingleses. Había que asegurarse de que su majestad entendiese bien este punto. Por otra parte, al morir —y también unos meses antes— María había renegado de su hijo hereje y había delegado sus derechos de pretendiente al trono y gobierno del pueblo inglés en Su Muy Católica Majestad el rey de España. Mendoza tenía en su poder una copia de la carta en que ella así lo declaró. Otra copia estaba en España y en Roma había una tercera. También se tenía que subrayar, ante Su Santidad, la indolencia del rey de Francia; su pretendido envío de un embajador especial para salvar la vida de María era realmente un fraude. Posiblemente dicho embajador no hizo sino apremiar a Isabel para que precipitase la muerte de María. Mendoza estaba tan seguro de ello como si hubiese estado presente en la conversación. Ahora, a menos que le asustasen un poco, Enrique III pactaría con los herejes con el fin de perjudicar a España. Se hacía necesario recordar a Su Santidad que la Iglesia sólo podía confiar en el duque de Guisa y en la casa de Lorena. Entretanto, con la empresa tan próxima, Su Santidad había de ocuparse muy especialmente de los católicos ingleses. Podían ser útiles una vez efectuada la invasión por el ejército del duque de Parma, pero necesitaban un jefe. Habría que nombrar cardenal, inmediatamente, al doctor William Allen para que acompañase al ejército como legado pontificio. Todos los católicos ingleses, declarados y ocultos, tendrían que confiar en Allen y obedecerle. Así, ajustando su seca voz al correr de la pluma de su secretario y con su mirada inexpresiva fija en los apagados leños de la chimenea, el embajador fue dictando el último despacho de aquella larga jomada; las frases, sólidas, transcurrían como las compañías de soldados españoles cuando atisbaban al enemigo, no apresurando el paso, sino agrupándose apretadamente, empujados por una nueva tensión. La carta resultó muy larga.
Ningún correo, al servicio de quien fuera, era más rápido que el de Mendoza. Pero, dada la estación, el camino más corto de París a Roma estaba parcialmente obstruido y la nieve aún cubría los pasajes, mientras que hacia el Sur existía el peligro constante del pillaje de los hugonotes. Hasta la mañana del 24 de marzo no cruzó el mensajero de Mendoza el Ponte Sisto ni atravesó la vía Giulia para entrar en el patio de la embajada española. Llegaba, sin embargo, con bastante anterioridad a otros mensajeros portadores de la misma nueva.
Olivares comenzó en seguida a actuar. Se entrevistó con el cardenal Caraffa, secretario de Estado del Papa, aquella misma tarde para comunicarle los puntos de vista de Mendoza más un par de su cosecha particular, siendo estos últimos: la sugerencia, casi el ruego, de que se celebrase una misa de réquiem por la reina María en la iglesia de San Pedro y la proposición de que ahora, por ser más que nunca apremiante tomar venganza de la reina hereje, Su Santidad hiciese a España un préstamo suficiente para cubrir el retraso de la llegada de la plata de América. El préstamo se estipulaba con la garantía de entrega, por parte del Papa, de un millón de ducados en oro, pagaderos en el momento que los soldados españoles pisasen suelo inglés. Por espacio de más de un año Olivares estuvo intentando cobrar una parte del prometido anticipo en metálico. El hecho, para él y Caraffa, era ya viejo tópico de conversación. Por cierto que Caraffa se impresionó muchísimo al recibir la noticia de la muerte de la reina de Escocia; tanto que prometió a Olivares discutir con el Papa, inmediatamente, su proposición. Aquella misma tarde, Sixto V supo lo que había ocurrido en Fotheringhay. Se ignora lo que dijo.
Y si lo supiésemos, quizá no nos serviría de nada. Entonces, como durante toda su vida, el carácter, la política de Sixto V se ocultaron tras una cascada de palabras. Palabras, en parte, de los otros. Durante su papado abundaron en Roma las anécdotas relativas a Felice Peretti, maliciosa unas, aterradoras otras, algunas divertidas o asustadas e incluso increíbles y afrentosas. Había fascinado a los romanos y, por espacio de cinco años, los versificadores Pasquino y Morforio y sus interlocutores parecía que no tenían otro tema de conversación. Sixto había fascinado también al cuerpo diplomático. En todas las embajadas se contaban anécdotas suyas —con más lujo de detalles si quedaba por indiscreto o poco hábil— tal vez para vengarse por el miedo que de él sentían. La principal fuente de aquella verborrea tras la que se ocultaba —se oculta aún— la verdadera personalidad de Felice Peretti era el propio Papa. Las palabras brotaban de su boca en torrente espontáneo, nunca calculado, temerariamente emocional, y en apariencia revelador, aunque realmente nada revelase. Y no, según pueda parecer, por el expreso propósito de engañar sino porque con este torrente de palabras se liberaba de todos sus impulsos superficiales, los cuales —debido a su rígida introspección— no hallaba salida por medio de la acción. Lo que resulta difícil de descubrir en sus propios textos conservados y en los que a él hacen referencia es un solo indicio del gran gobernante que llevó la paz y el orden a los Estados Pontificios y el agua a Roma. Para conocer a Sixto V hay que tener en cuenta sus obras, no sus palabras.
Solía, por ejemplo, hablar muy a menudo de Isabel de Inglaterra con admiración. ¡Qué mujer! ¡Y qué princesa! Dueña tan sólo de la mitad de una pequeña isla, sabía mantener en jaque a los dos más grandes soberanos de la cristiandad. ¡Qué corazón tan gallardo y qué gran ingenio! Si hubiese sido católica, ¡cuánto le hubiese gustado a Sixto V mantener con ella una amistad! Sixto hablaba a menudo también de Felipe de España y por cierto con enorme variedad de matices, que iban desde la festiva impaciencia hasta la cólera más profunda. Pero esto no quiere decir que el Papa viese con buenos ojos a Isabel y con recelo a Felipe. Felipe era el socio a quien de modo permanente estaba ligado, aunque ello pudiera resultar amargo para los dos. Era para ambos tarea común restaurar la unión de la cristiandad. Felipe resultaba ser el aliado indispensable; Isabel, la enemiga. Sixto sabía que dondequiera que los herejes resistiesen a sus soberanos seguro que había intriga inglesa y oro inglés. En Francia y aun en los Países Bajos —como últimamente en Escocia— las revoluciones protestantes dependían del oro inglés. Y los príncipes protestantes de Alemania y Escandinavia confiaban en Inglaterra para mantener a los triunfantes ejércitos del catolicismo lejos de sus fronteras. Sixto podía tratar a Felipe con ironía, indicándole que, por conveniencia propia «se apresurase a acabar con los ingleses», pero en el fondo sabía que éste era un asunto tan complejo como la propia cristiandad y no hubo Papa del linaje postridentino más enteramente dedicado que él a la recuperación para la fe de todos los territorios que desde Lutero se habían perdido. Cierto que no ocultaba su admiración por la reina de Inglaterra, pero estaba dispuesto a ayudar, con todos los medios a su alcance, a quien se propusiera terminar con ella. Al Papa, pensara lo que pensara o dijese lo que dijese acerca de la muerte de la reina de Escocia, lo que realmente le importaba era esto: «¿Se sentiría el rey de España, tan lento habitualmente, aguijoneado por la situación?»
En las semanas siguientes, Sixto V actuó como si así lo creyese.
En la noche del 24, la noticia dada por Olivares, no importa por qué medios, era conocida en todas las principales embajadas —la francesa, la veneciana, la florentina—, y también por algunos cardenales. Bajo muchos techos de Roma, y con gran variedad de énfasis, resonaba la pregunta que el propio Sixto se acababa de hacer. Pero en ningún sitio se formulaba con mayor ansiedad que en una pequeña casa, sencillamente amueblada, situada junto al Seminario Inglés, no lejos de la embajada española. Para que la noticia llegase a las embajadas, Olivares se sirvió de distintos medios, pero al referido y modesto domicilio envió una nota de su puño y letra por medio de uno de sus criados, antes incluso de hablar con Caraffa sobre el particular. En aquella casa habitaba el hombre que Mendoza tanto recomendó a Olivares, el fundador y presidente del Seminario Inglés de Douai y cofundador del Seminario Inglés de Roma, el doctor William Allen.
El Seminario Inglés de Roma sigue aún instalado en la vía di Monserrato, al igual que en los tiempos de Allen, pero la pequeña casa colindante ha desaparecido. En viejos trazos, por un rincón u otro, pueden divisarse aún atisbos de ella. Había una puerta que daba a la calle y junto a ella un corredor estrecho —quizá sólo un pasaje cubierto—, que daba a un patio oscuro. Tras la citada puerta había un vestíbulo donde esperaban los visitantes del doctor Allen y en donde sus criados charlaban y se querellaban de día y dormían de noche. Tras este recinto debía de estar la cocina. Las habitaciones de Allen se hallaban situadas en el piano nobile, en lo alto de dos tramos de escalera hacia el centro del edificio. Había un estudio amueblado con una mesa de grandes proporciones, algunos bancos y taburetes, un pesado cofre (regalo de Su Santidad) y un estante para libros, había también una alcoba, parecida a una celda, situada tras un arco bajo y en donde sólo cabía una sencilla cama —con un crucifijo sobre su cabecera, en la pared— y algunas perchas para colgar ropa.
La sencillez del mobiliario no se debía a la falta de medios económicos únicamente. Cierto que los ingresos del doctor Allen eran reducidos y que tenía muchas demandas que atender, pero podía haberse permitido algún adorno y también una o dos sillas. Pero ni siquiera años más tarde, siendo ya cardenal, se permitió el más pequeño lujo. No es que lo hiciera por la ostentación de negárselo a sí mismo, pues nada más ajeno a su forma de ser, sino seguramente porque aunque llevaba dos años viviendo allí no consideraba la casa como un domicilio permanente. (En la casa de muchos exiliados actuales ha podido observarse la misma cualidad de interinidad.)
William Allen llevaba veintidós años fuera de Inglaterra. En veintidós años no había visto Oxford, lugar en donde, joven aún, supo ganarse una muy buena situación, sacrificada antes de los treinta años por motivos de conciencia; tampoco había visto en todo este tiempo la casa de su padre, Rossall, en Lancashire, a pesar de que en plena juventud y hallándose enfermo se llegó a temer por su razón hasta tal punto que un médico belga dictaminó que si no volvía a la patria acabaría por morir. Desde que salió de Inglaterra, William Allen tuvo ocasión de comprobar —como muchos exiliados antes que él— lo duro que es subir y bajar las escaleras de las casas de los extraños, y qué amargo es el pan que el exiliado ha de comer.
En sus años de exilio, Allen nunca dejó de trabajar y conspirar en espera de volver al hogar algún día. En 1561, cuando renunció a la rectoría del St. Mary’s Hall en Oxford, quizá creyó, como la mayoría de los refugiados católicos ingleses, que sería por poco tiempo. Ya por entonces, algún exiliado cifraba sus esperanzas en la joven reina viuda de Francia que aquel verano había embarcado con destino a Escocia. Algunos comenzaban a hablar de una bula pontificia de destitución que sería sancionada por Francia o España, o tal vez por ambas a la vez. Pero los más, confiaban en recursos menos violentos. Dios quitaría del trono a la hija de Ana Bolena o suavizaría su corazón. Para los más optimistas, e incluso para los políticos de experiencia, esta última circunstancia era más probable. Una mujer no podría gobernar, ella sola, por mucho tiempo un país tan turbulento como Inglaterra. Por otra parte, todos sus probables pretendientes resultaban ser católicos. Una vez casada, Isabel podría escapar el dominio de los puritanos e Inglaterra se reconciliaría una vez más con Roma. Durante muchos años los refugiados se aferraron a esta esperanza.
Luego se fue oscureciendo la espera. El propio Allen quedó desconcertado cuando, al volver a Inglaterra en el año 1562, vio cómo la vieja fe había ido desapareciendo y cómo muchos que se decía católicos acudían a las iglesias anglicanas con el consentimiento e incluso el beneplácito de sus clérigos. Cuando en 1565 abandonó Inglaterra por la que había de ser última vez, Allen tuvo el convencimiento de que cuando su patria volviese al redil necesitaría un nuevo clero bien preparado. Así nació la idea del Seminario Inglés de Douai, que él ayudó a fundar.
Luego se produjo el levantamiento del Norte y tras su fracaso, una nueva ola de refugiados aún más desesperados y llenos de rencor. Habían visto cómo, por primera vez, se derramaba sangre en el reino por motivos religiosos y como fuera que los ahorcamientos y las confiscaciones en el Norte no se interrumpían, su rencor crecía más aún. Aunque casi todos se quedaron en los Países Bajos, algunos marcharon a París, Madrid y Roma, clamando venganza. Pero Roma era la única que les oía. El rey Felipe tenía otras preocupaciones: la inquietud en los Países Bajos, la revuelta de los moros y los barcos turcos desafiándole en sus propios mares. Los ingleses le habían provocado muy seriamente, pero él quería a toda costa mantener la paz con Inglaterra. Si Francia lograba terminar su guerra civil-religiosa, era más probable que atacase a España que a Inglaterra. Pero, aunque nadie más que los ingleses le prestara atención, el muy santo Pío V, en su encíclica Regnans in excelsis —25 de febrero de 1570— excomulgó a la reina Isabel declarándola hereje y perseguidora de la verdadera religión. Es más, invocando un derecho que la Santa Sede había más proclamado que ejercido, el Papa privó a Isabel de su «pretendido derecho al trono» y liberó a sus súbditos de toda obediencia, ordenándoles —bajo pena de anatema— no obedecer en adelante órdenes ni leyes suyas.
La encíclica no hizo sino añadir tensión a una situación ya harto crítica. «Es mejor creer en la doctrina de la Iglesia que en un acta del Parlamento»; de esta suave manera expuso la situación a lord Burghley más de un refugiado católico. Pero esto significaba, para católicos y protestantes, la necesidad de escoger entre obedecer a una autoridad internacional o a las leyes de su propio país. Los gobiernos así desafiados —el de Felipe en los Países Bajos, el de Valois en Francia, el de Tudor en Inglaterra— llamaron a esos hombres traidores y rebeldes, tratándoles como a tales. Pero en el siglo XVI había muchos hombres, tanto protestantes como católicos, que por razones de conciencia estaban dispuestos a defender sus creencias por todos los medios, conspiración secreta y rebelión armada incluidas. La encíclica de Pío V parecía empujar a los católicos ingleses a extremos de esta clase.
Para empezar, pesó mucho sobre el ánimo de William Allen. Se ignora exactamente en qué momento llegó él a la conclusión de que la encíclica señalaba la única senda posible de salvación para lo que denominaba a menudo su «perdida madre-patria». En el año 1575 estaba ya muy comprometido en un complot para rescatar a María, reina de Escocia, por la fuerza de las armas y derribar a la mujer a quien consideraba como usurpadora y tirana. Cuando en 1577 su amigo Nicolás Sander le escribió diciendo que «la entera cristiandad dependía de la fuerza de la invasión de Inglaterra», podemos estar seguros que él estuvo de acuerdo con aquella opinión. Así, después de fracasado el alzamiento de Sander en Irlanda, en el que halló la muerte, Allen pasó a ser caudillo de los refugiados ingleses que reclamaban la intervención extranjera contra Isabel.
En la década transcurrida desde que ocupó el puesto de Sander, Allen sufrió muchas decepciones. Conspiraciones y cruzadas prometidas se habían resuelto en nada. «Si esta vez», escribió en 1582, «la empresa no se realiza, me consideraré amargado para siempre». Poco tiempo después el plan se venía abajo y en unos meses más ya estaba él de nuevo, pacientemente, preparando otro. Fracasado éste, a su vez, se sintió tan desesperado que parecía dispuesto a retirarse de la política, pero en la misma carta que así decía, ya estaba hablando de un nuevo plan. Y entretanto, ni por un momento dejó de discutir, escribir, resolver problemas, dirigir la administración de los Seminarios, preparar la edición de libros y su clandestina distribución, y manejar la muy activa organización secreta encargada de facilitar a sacerdotes, estudiantes, mensajeros y refugiados la entrada y salida de Inglaterra. El gobierno, furioso, buscaba sus libros y los quemaba. Pero se calculaba que en Inglaterra más de 20.000 copias de unos doce títulos pasaban de mano en mano. Los agentes de la corona perseguían al clero por todo el país, torturaban horriblemente a los sacerdotes, ejecutando a algunos por el sistema medieval de horca y descuartizamiento y expulsando a otros del reino. Pero según los confiados cálculos de Allen, en 1587 aún más de trescientos sacerdotes vivían en diferentes casas de nobles y caballeros principales esparcidos por el reino, y ellos se encargaban de mantener despiertos la mente y el corazón de los fieles para el día de la liberación.
Pero todo esto no era más que un triunfo menor. La campaña principal aún no había empezado. La vieja herida sangraba todavía. Allen así lo hizo constar, para el clero y los seglares, al escribir:
«Tú sabes, buen Dios, cuán a menudo hemos lamentado que por nuestras culpas nos veamos reducidos a pasar toda nuestra vida, o buena parte de ella, lejos de nuestra patria a la que nos debemos y a la que, en otros tiempos, habríamos dedicado nuestra existencia. Sabes igualmente cómo lamentamos que nuestro esfuerzo sea dirigido, así como nuestra vida y nuestro trabajo dedicados a personas extrañas y no a nuestras queridas familias, en el hogar.»
Mientras viviesen aferrados a su fe, Allen y sus colaboradores no podrían estar conformes en prestar servicios en suelo inglés hasta que un católico ocupase el trono.
Había otro motivo de ansiedad, una razón para darse prisa, que todos los exiliados ingleses compartían, pero que Allen sentía con mayor fuerza por haber intervenido en el asunto. Desde el principio, los seminaristas que Allen enviaba a Inglaterra exhortaban a los fieles a que se separasen de los herejes, considerando pecado mortal su asistencia a las iglesias anglicanas. Era opinión de Allen que sólo de esta forma podrían mantenerse intactas las filas de los fieles. Ello significaba para el católico de verdad confesar abiertamente sus creencias, precisamente en unos tiempos en que debido al alzamiento del Norte, a la encíclica del papa Fío V, al complot de Ridolfi y al exterminio de la noche de San Bartolomé la opinión protestante estaba harto excitada.
La réplica del gobierno fue la persecución todavía más drástica. En 1580 se persuadió a Gregorio XIII para que ampliase la encíclica de su antecesor mediante la explicación consiguiente, con lo cual se empeoraron aún más las cosas. Gregorio XIII declaró que si bien Isabel y sus secuaces herejes seguían excomulgados y maldecidos, los católicos podían obedecer a Isabel y tenerla por reina sin miedo o anatema, rebus sic stantibus, mientras las cosas siguiesen igual. Es decir, hasta que la aplicación pública de la encíclica situase a todo buen católico en la encrucijada de la rebeldía. En efecto, a los católicos les estaba permitido afirmar su inalterable lealtad a la reina «en materias civiles» siempre que no olvidasen su deber de atacarla a la primera oportunidad que se les ofreciese. A lord Burghley le asustaba el hecho de inventar nuevas traiciones, leyes que ya no atañían a palabras ni tampoco a actos, sino a «las secretas traiciones del corazón y la mente». La persecución de los católicos fue nuevamente intensificada.
Allen no temía quedarse sin sacerdotes ingleses dispuestos a enfrentarse con la horca. Pero los protestantes tenían un arma más poderosa que la horca. En 1559 quien no acudía a la iglesia para el servicio dominical tenía que pagar una multa de doce peniques. En 1580 la multa alcanzó la cifra de 20 libras mensuales y como sólo los muy ricos podían permitirse tal dispendio un mes y otro mes, mediante una ley del Parlamento se autorizó la incautación de las tierras y fincas de quienes se atrasaban en el pago. Para todos sus planes de restaurar la fe en Inglaterra, Allen contaba con la ayuda de los terratenientes aristócratas católicos. Pero no había clase terrateniente alguna capaz de resistir indefinidamente tal régimen de multas. Cuanto más tiempo tardara en aplicarse la bula pontificia, mayor peligro corría el grupo católico de quedar reducido a la miseria y a la impotencia, y a la vez, mayor era el peligro de apostasía por parte de los «cismáticos» ingleses que acudían a las iglesias anglicanas, pero simpatizaban con la vieja fe. Allen también confiaba en ellos, pero sabía que cada año transcurrido desde que deliberadamente los puso al margen de los católicos confesionales, su lazo de unión con Roma y con los fieles seguidores de Roma se iba debilitando más y más. Si el día del castigo divino se demoraba mucho, el partido católico inglés quizás fuese demasiado débil para prestar ayuda y Allen tenía la certeza de que sin ésta, una invasión extranjera forzosamente habría de fracasar.
He aquí por qué Allen llevaba diez años insistiendo en la urgencia de la empresa. Ahora, como siempre que atisbo una posibilidad, creía que todavía se estaba a tiempo para actuar. En su mente bullían los viejos argumentos y el antiguo sueño se extendía ante sus ojos. Inglaterra era una nación abierta. Había en ella muchos puertos seguros. Abundaba también el ganado y toda clase de provisiones de que servirse. Sus ciudades carecían de guarnición y prácticamente no estaban fortificadas. Ni una sola de ellas resistiría tres días de sitio. Sus habitantes no estaban acostumbrados a la guerra, no podían compararse a los veteranos españoles. Y, hecho más importante aún, las dos terceras partes de su población profesaban la religión católica o eran sencillamente simpatizantes de la causa católica. Los católicos confesionales se unirían inmediatamente al ejército católico. Estaban enterados de que no debían nada a la reina y obedecían por puro temor. Algunos magnates cismáticos (Allen guardaba sus cartas) se le unirían a buen seguro por motivos de conciencia, por ambición o por odio a la reina y a quienes la rodeaban. Muchos otros se abstendrían de intervenir en espera de ver la marcha de las cosas. Sólo los oportunistas y los aventureros que prosperaron gracias al favor real defenderían a la soberana; ellos y la vil secta de los puritanos, sólo que éstos (todos de los condados del Este y del Sur) estaban envilecidos por la vida fácil y la ambición. No eran un enemigo digno de los arrojados católicos del Norte y el Oeste que vivían en el campo y aún recordaban el manejo de las armas. Allen creía verles ya... Los Neville, reintegrándose a Westmorland con sus familiares; los Dacres, cabalgando a la cabeza del grupo de sus feudos y amigos; los hijos de Northumberland, arrastrando a la comarca de Percy para vengar la muerte de su padre, y Montague, y Morley, y Lovell, y Storton, defendiendo la causa. Nombres poderosos todos, y quizás otros aún más poderosos e inesperados, como Oxford, Derby, Cumberland y Southampton, e incluso —suponiendo que una incursión a la Torre saliese bien —Arundel galopando para añadir el estandarte de los Howard a los del ejército de la rebelión. Entre todos estos aristócratas, rodeado de sus viejos amigos y parientes, con los pares del reino al alcance de su mano, cabalgaría un hombre con vestimentas de cardenal: el legado pontificio. William Allen iba a reprocharse su fantasía y a apartar los ojos de aquel sueño antes de poder ver en su imaginación el rostro del legado en cuestión.
Habría sido realmente extraño que William Allen, en aquel atardecer y en su austero estudio, no hubiese recibido la visita de un sacerdote del vecino seminario, el padre Roberto Parsons, S. J. En los últimos años el nombre del jesuita se había hecho tan famoso en Inglaterra como el del propio Allen. Parsons había estado en Inglaterra con Edmond Campion para una misión que difícilmente habría causado más alarma de haber sido la pareja de jesuitas un ejército invasor. Desde entonces se había convertido en un formidable panfletista. Pero así como de Allen se hablaba mucho y bien, la fama de Parsons era más bien algo siniestra, debido, en parte tal vez, a que era miembro de una orden que se tenía por misteriosa. Que los jesuitas eran hombres de oscuros secretos y tortuoso proceder era bien sabido por la mayoría de la gente que ignoraba cualquier otra cosa acerca de la orden.
En apariencia y temperamento, ambos amigos eran tan distintos como su propia reputación. Allen parecía un caballero del Norte: alto, de miembros erguidos, y de agraciado y noble porte. Su cabello y barba, otro día rubios como la mantequilla, iban volviéndose grises; su rostro comenzaba a cubrirse de arrugas, producto de las preocupaciones y de la enfermedad que venía sufriendo desde hacía tres años y que había de sufrir durante otros siete, pero era todavía un rostro que respiraba «dulzura y bondad», con la frente alta y más bien estrecha, la nariz larga y delicadamente modelada, los ojos del color de la bahía de Morecambo en un día claro en que soplase ligera brisa del Norte. Hablaba despacio y en tono amable, pero sin vacilaciones y con aire de serena autoridad, gesticulando apenas. Su paciencia era formidable; casi nunca se enfadaba. Muchos eran quienes le encontraban simpático y confiaban en él casi a primera vista. Otros muchos sentían verdadera devoción por él. No parece que su inteligencia fuese rápida ni extraordinaria, pero era, por naturaleza, un caudillo «nato y apropiado para grandes empresas».
Parsons tenía catorce años menos que Allen; se había convertido al catolicismo y fue en otro tiempo, según parece, casi un puritano. Era un hombre de otra clase social y procedía de un rincón de Inglaterra muy distinto. Su fuerte contextura, su tez morena, su áspero cabello y sus ojos de color pardo claro pueden encontrarse en cualquier parte de Inglaterra, pero con más frecuencia en el Sudoeste. Entre otros ingleses, un hombre como Parsons podía pasar por celta, pero su ascendencia había echado ya raíces en Inglaterra cuando los primeros celtas llegaron a la isla; su estirpe era tan antigua como Stonehenge, Robin Goodfellow o las Quantock Hills. Parsons había nacido en Nether Stowey en donde su padre —se decía— fue herrero. Sus manos y pies grandes, sus anchos hombros, y su pecho curvado, indicaban que él también habría sido un buen herrero de no haberse dedicado a estudiar. Tenía la cabeza igualmente grande y eran, asimismo, grandes sus facciones toscamente modeladas que, en pleno reposo, aparecían como sin terminar y casi brutales, aunque la verdad es que pocos las habían visto así. Tenía el rostro muy animado siempre y como iluminado desde adentro, por el constante juego de la inteligencia, el humor y la pasión, de suerte que con su vivacidad y rápidos cambios de expresión, con su voz persuasiva y flexible, resultaba tan buen orador como elocuente era su prosa. Los que una vez le oían hablar difícilmente le olvidaban; lo que en seguida olvidaban es que su primera impresión acerca de él había sido desagradable, casi repulsiva. La disciplina del noviciado acostumbró a Parsons a disimular su ferviente e inquieto espíritu con un barniz, al menos aparente, de paciencia, procurándose así un cierto autocontrol que mucho le costó lograr y que algunas veces le resultó precario. Tenía, además, otras cualidades. De la redacción de sus iracundos y violentos panfletos podía pasar a la composición del más sencillo, duce y sólido devocionario que jamás haya existido en lengua inglesa.
Aparentemente no podía existir, pues, una pareja de colaboradores más discrepantes que Parsons y Allen. Y sin embargo, durante seis años, el más joven había sido la mano derecha del otro, sirviéndole como enviado especial, una vez cerca del rey de España y otra cerca del Papa. Ciertamente y aparte del propio Allen, no hubo nadie más inmerso en las intrigas y negociaciones de la empresa que el jesuita Parsons. Que entre los ayudantes de Allen fuese éste el de pluma y lenguaje más dispuesto, el de intelecto más refinado y el de más fértil cerebro, sólo explica en parte su estrecha colaboración. El hecho de que nadie, ni siquiera el propio Allen, creyese con más pasión que Parsons en la urgente necesidad de una intervención extranjera puede que decidiese al primero a seleccionarle. Ambos tenían también en común el ser los más rebeldes exiliados y el ansiar con verdadero fervor el martirio que hasta entonces les escapara y, por encima de todo, el deseo de un simple contacto con el suelo inglés. Pero aún existía algo más profundo. Sus cualidades eran completamentarias, de modo que la suma de sus fuerzas resultaba ser más que una simple adición de las mismas. Era como si cada uno reconociese en el otro algo genuinamente inglés de lo que él mismo carecía o había perdido; como si juntos formasen un verdadero microcosmos de aquella sociedad fuerte que era la Inglaterra medieval. En todo caso sabemos que ambos trabajaron juntos en perfecta armonía por lo menos durante diez años y que desde el momento en que se encontraron por vez primera hasta mucho después de que los últimos supervivientes de la Armada llegasen, tras largos esfuerzos, al puerto de origen, mientras Allen moría en Roma y Parsons se consumía vivo en España, nadie que les conociera sospechó siquiera existiese entre ellos diferencia alguna.
A finales de 1585 llegaron juntos a Roma y desde entonces trabajaron conjuntamente. Colaboraron, por ejemplo, en el complicado estudio de una genealogía por el que demostraban que al descender de Eduardo III, Felipe II tenía —después de María Estuardo— más legítimo derecho al trono de Inglaterra que ningún otro príncipe ortodoxo. Habían enviado el documento a Felipe, para su consideración, y desde entonces empezaron a redactar también juntos un panfleto, en inglés, en defensa de la rendición de Deventer, plaza entregada por sir William Stanley al duque de Parma. Posiblemente trabajaban en esto cuando llegó el mensaje de Olivares, ya que la noticia de la rendición de Deventer la supieron tres semanas antes y el libro quedó listo para la imprenta tres semanas después.
Era un libro corto, pero difícil de escribir. Su propósito declarado era resolver los escrúpulos de un caballero católico del regimiento de Stanley preocupado por la actuación de su comandante. ¿Fue justo que Stanley entregase a los españoles una plaza holandesa cuya defensa le había sido confiada? ¿Y qué decir de los soldados que habiendo jurado servir a la reina se encontraron de pronto en el campo enemigo? Pero el verdadero propósito del libro era más complejo. Estaba destinado no sólo a todos los católicos ingleses que servían en los Países Bajos, sino a todos los católicos ingleses —los que lo eran en secreto y los confesionales—, y pretendía decir explícitamente con todas las citas apropiadas de la Biblia y el derecho canónico lo que hasta entonces Allen sólo había insinuado:
«Que pues todos los actos de justicia, realizados dentro del reino por autoridad de la reina, desde que ella por pública sentencia de la Iglesia y la Sede Apostólica fue declarada hereje y enemiga de la Iglesia y... depuesta y excomulgada... (son) vanos por la ley de Dios y la de los hombres, he aquí que de igual modo ninguna guerra puede ser legalmente sostenida por ella. Y que nadie, según la ley, puede servir o prestar ayuda a un príncipe hereje sin ser automáticamente excomulgado..., porque quienes rompen con Dios no pueden pretender obediencia ni fidelidad de quienes fueron sus súbditos.»
Así pues, Allen no podía desear nada mejor para su patria que ver a todos los ingleses, en cualquier guerra, en suelo patrio o extranjero, imitando, por motivos de religión, al regimiento de Stanley, para que:
«... en servicio del Todopoderoso y por el más grande y justo monarca del mundo (Felipe II, por supuesto) y bajo el mando de un general tan noble (el duque de Parma)... sean una notable ayuda... en la tarea de someter a nuestro pueblo a la obediencia de la Iglesia de Cristo, librando a los católicos amigos y hermanos nuestros del maldecido e intolerable yugo de la herejía».
Si la muerte de María Estuardo significaba que había llegado por fin el momento de actuar —y Allen confiaba que así fuese—, era de suma importancia tener el manuscrito terminado, impreso y en vías de su clandestino reparto en Inglaterra.
Allen y Parsons tenían otros asuntos de carácter inmediato por decidir. Habían considerado muy a fondo la gran empresa meditando toda posible contingencia desde todos los puntos de vista posibles. En cuestiones de política del momento ambos eran realistas. Habían dejado de contar con María Estuardo desde el día en que el severo encarcelamiento de que había sido víctima hizo casi imposible su liberación. A los Guisa y a los franceses les tenían descartados también desde hacía tiempo y habían llegado a la conclusión de que —a menos de que con un golpe de mano realizado por sorpresa se pudiera llegar hasta ella— la reina de Escocia moriría antes de que el ejército invasor hubiese pasado muchas horas en suelo inglés, y posiblemente, antes de que la flota invasora zarpase.
Aquella misma noche decidieron presentarse a la mañana siguiente en la Embajada española para solicitar consejo e instrucciones sobre ciertas específicas líneas de acción necesitadas de coordinación con el embajador. Posiblemente fue Parsons quien redactó el correcto cuestionario que Olivares envió a España. Desde hacía tiempo, Allen y Parsons habían descubierto que ésta era la forma más sencilla para tratar al embajador español. Con ello Olivares se hacía una elevada opinión de su prudencia y sagacidad así como de su humildad cristiana.
Parsons se hizo cargo también de los asuntos inmediatos a tratar con la curia. Había que sondear a los tres o cuatro cardenales de su confianza, y procurar que Sixto hiciese unas manifestaciones enérgicas —todo lo posible— sobre la muerte de María. Convenía que el Papa supiese por varios conductos que los franceses se habían mostrado negligentes o acaso algo peor. Últimamente parece que había surgido el proyecto de convertir al catolicismo al hijo de María, Jaime VI, hecho que no podía ser más inoportuno; pero había que tratarlo con delicadeza si no se quería levantar las sospechas del rey Felipe por un exceso de entusiasmo y el enfado del Papa por un exceso de frialdad. También era llegado el momento de dar un nuevo impulso a la campaña en pro del cardenalato de Allen, cuestión esta que siempre estuvo al especial cuidado de Parsons.
En cuanto a Allen, su labor consistiría en escribir a los refugiados ingleses que estaban con el duque de Parma y en enviar los oportunos mensajes, en el momento preciso, a Inglaterra —vía Reims— y a Escocia, donde ya estaba en contacto indirecto con los nobles católicos. Pero antes tenía que escribir a Felipe. Una carta respetuosa, por cierto, pero incitándole fuertemente al castigo de la Jezabel inglesa por su iniquidad real. No había por qué mencionar las tropas inglesas de los Países Bajos o los recientes saqueos de Drake en las Indias Occidentales. Allen conocía a su hombre muy bien; sabía que no hacía al caso mencionar todo eso. En la carta sólo debía hablarse de la triste situación de los católicos ingleses que ahora sólo en Felipe podían cifrar su esperanza de ayuda; del deber del rey con respecto a Dios y a la república cristiana; de la seguridad en la victoria que sólo podría ser para el campeón de la fe. Durante años Allen, hablando de la reina de Escocia, decía: «la muy temida soberana señora», en prueba de la transferencia de su lealtad de Isabel a María. En latín, la forma de dirigirse a un monarca es forzosamente mucho más ambigua, pero Allen definió muy explícitamente su posición firmando el documento dirigido a Felipe así: «Su devoto súbdito y siervo, William Allen.» Tras la muerte de María Estuardo, estaba dispuesto a aceptar a Felipe de España como su legítimo rey.