«YO MISMA SERÉ VUESTRO GENERAL»

Tilbury. 18-19 de agosto de 1588

CAPÍTULO
XXIX

El jueves 18 de agosto, por la mañana, los barcos de la gran flota navegando viento en popa —dirección nordeste—, llegaron a Harwich, Margate Roads y otros puertos en los alrededores de la boca del Támesis. Seis días antes, más o menos a la altura del Firth, habían abandonado la persecución, y observado cómo la Armada, navegando hacia el Nornordeste, se internaba en el mar de Noruega. La flota inglesa no había tenido contacto con ningún barco de aprovisionamiento desde aquel domingo en que, algunos, llegaron a Calais. Por tanto, contaban con pocas municiones, poca comida y, lo peor de todo, apenas sí tenían cerveza.

Aquella misma mañana salió de St. James la barcaza real, dejando atrás Londres, precedida por su sonar de trompetas de plata. En otras barcazas iban los caballeros de palacio (es decir, aquellos que no habían marchado para incorporarse a la flota) con media armadura y morrión de plumas, y el regimiento de alabarderos de la guardia en su totalidad, así que la procesión de barcazas parecía un desfile militar, muy del agrado de los ciudadanos que, cubriendo la línea, les vitoreaban y de quienes desde las ventanas sobre el puente de Londres miraban cómo las embarcaciones se deslizaban majestuosamente en la menguante marea. Su majestad la reina se dirigía a Tilbury para inspeccionar su ejército.

Su lugarteniente y capitán general, conde de Leicester, había recibido con agrado la noticia de su inminente visita, rogándola se apresurase. No hubiera estado tan impaciente dos semanas atrás. Quince días antes, el jueves por la tarde, cuando las adiestradas bandas de Hampshire levantaron el campo, después de haber contemplado la reñida batalla a la altura de la isla de Wight y ver cómo ambas flotas desaparecían en el Canal, no existía ningún campamento en Tilbury ni nada parecido a una fuerza militar, exceptuando el séquito del propio Leicester. Los hombres de Essex ni siquiera se habían presentado a pesar de que se les ordenó hacerlo el lunes anterior. «Si necesitamos cinco días para reunir a la gente del lugar», hubo de exclamar Leicester exasperado, cuando por fin se presentaron, «¿qué sucederá cuando busquemos a quienes se encuentren a cuarenta, cincuenta y sesenta millas de distancia?». Porque este era el ejército que había de enfrentarse con el desembarco de Alejandro de Parma si la flota era derrotada e indudablemente necesitarían refuerzos venidos de mucho más lejos aún. Ni tan siquiera se habían presentado los proveedores a quienes Leicester convocó por medio de pregoneros en las plazas del mercado de todas las ciudades, quizá porque sabían el escaso beneficio que podía proporcionales un ejército inexistente. Reinaba una gran confusión en las disposiciones dadas para la elaboración de la cerveza y Leicester no sabía qué hacer para conseguirla. Por último, el mismo nombramiento del conde no había llegado aún (la verdad es que ni siquiera había sido firmado), y hasta recibirlo, el designado capitán general no tenía autoridad ni para despedir a un subordinado incompetente ni para reorganizar sus batallones.

Cuatro días más tarde, cuando la Armada estaba a la altura de Dunquerque y el duque de Parma podía aprovechar la marea para zarpar, las cosas no se presentaban mucho mejor. Por fin se habían presentado cuatro mil hombres de Essex y algunos centenares de soldados de caballería del condado; también mil de infantería, todos ellos con armas de fuego procedentes de Londres. Pero Black Jack Norris continuaba recorriendo el condado y sir Roger Williams sólo acababa de regresar de Dover. Como no tenían suficientes oficiales experimentados, el campamento se iba organizando por sí mismo con una calma que Leicester hallaba exasperante, y el propio conde tuvo que ser, según él mismo reseña, «cocinero, abastecedor y cazador» para su ejército. El puente de botes que unía Tilbury Fort con Gravesend, para que el ejército de Leicester pudiera cruzarlo y defender la orilla en su caso de que Alejandro de Parma decidiese desembarcar allí (tal como realmente había planeado) requería aún mucho esfuerzo para quedar utilizable, y la cadena de Giambelli para interceptar el Támesis se había roto debido a su propio peso con la primera pleamar. Y sin embargo, Tilbury, donde trabajaba Leicester con aquella su característica, aunque en muchas ocasiones mal dirigida, energía era el centro de defensa mejor preparado del reino. El segundo campamento situado en Kent no era más que un depósito de fuerzas de reserva para la marina; en cuanto al gran ejército, también de reserva, cerca de Westminster, que se consideraba cuerpo de guardia de la reina en caso de invasión, tan sólo existía sobre el papel.

Aparte de Tilbury, sólo Londres estaba algo preparado para el día en que el duque de Parma desembarcase, si es que por fin se decidía a hacerlo. A pesar de los mil hombres enviados a Leicester, las bandas disciplinadas alcanzaban ya los diez mil, y aunque el foso era infecto y la muralla amenazaba ruina en algunos sectores, se habían dispuesto perímetros de defensa interior, tras los cuales los londinenses —colocadas las viejas cadenas que se usaron por última vez contra los rebeldes de Wyatt— se aprestaban para la defensa de su ciudad calle por calle. Conocían lo ocurrido en Amberes. Tenían decidido hacer pagar al ejército del duque un precio todavía más alto por el botín, que era mucho mayor. Mientras tanto, los grupos armados patrullaban día y noche y la inflexible vigilancia de las autoridades de la ciudad sobre los extranjeros de no importa qué fe aumentó con las voluntarias actividades de los «enemigos naturales de los extranjeros». Petruccio Ubaldini, protestante entusiasta y enemigo acérrimo de España, fue particularmente molestado. «Es más fácil», escribía con resignada desesperación, «encontrar una manada de cuervos blancos, que un inglés, no importa su creencia religiosa, que acoja bien a un extranjero».

Los que pertenecían a los círculos allegados a la reina esperaban que las cosas marchasen así y que el patriotismo inglés, firmemente basado en la xenofobia, demostrase ser más fuerte que ningún vínculo de religión. Pero nadie estaba seguro de ello. Con respecto a los exiliados, era completamente falso. Había pilotos ingleses en la flota española, y compañías de soldados ingleses al mando de caballeros ingleses en el ejército del duque de Parma. El exiliado más importante, el doctor William Allen, ahora cardenal, había publicado en Amberes el libro que durante muchos años había estado deseando escribir y publicar: Exhortación a la nobleza y al pueblo de Inglaterra con respecto a la guerra actual. El punto más importante era aquel en que decía a sus paisanos que el actual Papa «confirmaba la sentencia de Pío V (contra Isabel), tanto en lo referente a ilegitimidad, usurpación e incapacidad para ocupar el trono de Inglaterra como a excomunión y pérdida de derechos, por su hereje, sacrílega y abominable vida». Allen seguía diciendo que Su Santidad ordenaba que nadie debía obedecer ni defender a Isabel, y que todos habían de estar preparados «para la llegada de las fuerzas de Su Católica Majestad... para unirse a su ejército... para ayudar a restaurar la fe católica y destronar a la usurpadora mientras se nombra al general de esta guerra santa». El resto del libro estaba destinado a probar que el destronamiento de Isabel se basaba en el derecho natural y en el divino, pues era una tirana y hereje, siendo deber de todo inglés ayudar a limpiar su país de la iniquidad de su reinado, pues de este modo ayudarían a salvar sus almas y las de sus hijos, y si no, seguramente se condenarían. Para un lector moderno, el lenguaje vituperable y vulgar que acompaña a estos argumentos resta valor a los mismos, pero con razón los contemporáneos de William Allen temían su pluma. El gobierno de Isabel hizo lo que pudo para confiscar y destruir estos panfletos, pero nadie sabía cuántos pasaban de mano en mano, secretamente, al igual que tampoco nadie sabía cuántos curas del seminario de Allen iban de casa solariega en casa solariega diciendo a los nobles y a los afectos a la vieja fe cuál debía ser su deber el día señalado por la voluntad divina.

En las tabernas de Flandes se rumoreaba que una tercera parte (otros decían la mitad e incluso dos tercios, pero desde luego una tercera parte resultaba cierta) de ingleses eran católicos y que el desembarco del duque de Parma iba a ser la señal para un levantamiento general. Dadas las circunstancias, el Consejo Privado no quería arriesgarse a que el patriotismo inglés (y el odio a los extranjeros) no demostrase ser más fuerte que todo lazo de religión. A los principales recusantes se les puso bajo custodia preventiva. A otros se les despojó de armas y caballos —suponiendo que los tuviesen—, siendo confinados en sus parroquias o en sus casas. Pero los católicos abiertamente reconocidos en Inglaterra— los que se sabía eran recusantes— resultaron ser escasos. Los católicos en secreto y los anglicanos con fuerte tendencia al catolicismo eran mucho más numerosos. Nadie sabía cuántos podían ser ni tampoco su grado de deslealtad, pero no faltaban consejeros privados y magnates de los condados que solicitasen rigurosas medidas contra toda persona sospechosa. «Será difícil para cualquier hombre enfrentarse con el enemigo con la debida resolución», escribía uno de ellos, «si piensa que su casa puede ser incendiada a espaldas suyas en cualquier momento». El temor a una gran conspiración católica de fuerza desconocida existía en la mente de muchos, siendo una de las causas principales de la tensión en el difícil verano de 1588. Dadas las circunstancias, el gobierno se reservó plenos poderes para rechazar la presión de los alarmistas o actuar, en caso de necesidad, sólo contra recusantes reconocidos. Era el camino más sensato, pero para seguirlo hacía falta valor.

Probablemente el hecho de que se adoptase se debió precisamente a la reina. Walsingham solía ver más peligros de los que existían en realidad, y hasta el prudente Burghley estaba alarmado. Pero Isabel encontraba difícil creer que un sentimiento religioso dominase al pueblo de una manera total, con excepción hecha de unos cuantos fanáticos medio locos que tal vez resultasen molestos, pero nunca verdaderamente peligrosos. Forzadamente había permitido que la corona actuase contra los jesuitas, los curas y sus cómplices e instigadores, al igual que contra los espías y agentes de países extranjeros, y el caso es que no pensaba llegar más allá. Aunque Burghley la previno acerca de «las deslealtades secretas de la mente y el corazón» y de que iban a ser necesarias nuevas normas para combatirlas, Isabel no permitió que los puritanos se entremetiesen más de lo necesario en las creencias de sus súbditos o en sospechar lealtad al papado y traición, donde se tropezase con una inclinación sentimental hacia las costumbres de otros días.

Preocupar a Isabel resultaba fácil, pero era muy difícil asustarla. Podía desmenuzar, cambiar y desechar unas ideas decenas de veces antes de tomar una decisión. Podía ignorar un acto desagradable hasta casi enloquecer a sus ministros, pero la inminencia de un peligro verdadero la fortalecía. «Resultaba consolador», escribía Robert Cecil por aquellos días en que las flotas luchaban tan cerca, «ser testigo de la gran magnanimidad demostrada por su majestad que ni por un momento se muestra desalentada». Así, sin asomo de desaliento, marchó a la cabeza de la marcial procesión de barcazas a lo largo del río, consciente durante el camino de que participaba en grandes acontecimientos, sentimiento que no había podido abrigar desde que la iniciativa de la lucha pasó de diplomáticos a soldados. Puede que fuese durante el viaje, o quizá luego, al desembarcar en Tilbury y ver el campamento, cuando tomó una nueva decisión.

Tilbury estaba preparado para la visita de la reina. Se ignora el número de soldados que había podido reunir Leicester, pero seguramente era menor de lo que se requería según los planes; menor que los veintitrés mil que Camden confiadamente calculara, pero seguramente mayor que el «entre los cinco y los seis mil» citado por los escépticos. Probablemente este ejército no habría detenido al duque de Parma, pero sí le hubiese dado mucho quehacer. Ahora constituía un espectáculo pintoresco, alineado en regimientos de infantería, casi todos sus hombres con cotas iguales —o casi iguales— y tropas a caballo con armadura y vistosas plumas. El campamento resultaba alegre y estaba limpio; por fin se habían cavado las zanjas y plantado las empalizadas. Brillaban los pabellones multicolores de los caballeros y nobles, y las verdes casillas donde dormía la tropa aún no aparecían sucias ni desordenadas. Por el momento Tilbury combinaba el brillo de un espectáculo militar con la inocente alegría de una feria de pueblo. Cuando el capitán general se acercó pare recibir a la reina y esperar órdenes para la inspección y revista, Isabel admitió que se sentía dichosa, que estaba allí para ver a sus tropas y para dejarse ver por ellas. Por tanto, añadió, no tenía intención de que unos y otros se mirasen a través de los anchos hombros de sus alabarderos o las plumas de los sombreros de sus caballeros. Para inspeccionar a su pueblo en armas para servirla no necesitaba guardia alguna. Así, pese a las protestas de algunos, fue organizada la inspección. El conde de Ormonde avanzó primero, a pie, llevando con gran ceremonia «la espada del estado»; le seguían dos pajes vestidos de terciopelo blanco, uno de los cuales era portador de un almohadón también de terciopelo blanco en el que descansaba el casco de plata repujada de la reina, mientras que el otro paje tiraba de la brinda del caballo de su majestad. Seguían inmediatamente tres jinetes; la soberana cabalgando entre su capitán general y su oficial de caballería. Tras ellos, a pie, avanzaba sir John Norris. No había más escolta para la reina. Sólo cuatro hombres y dos muchachos. Los alabarderos y los cortesanos de palacio quedaron alineados tras el fuerte de Tilbury y el pequeño grupo avanzó hacia las filas de la tropa, que rompió en exclamaciones de alegría.

La reina, a paso lento, fue inspeccionando todos los rincones del campamento. En la corpulenta figura de su derecha, sin yelmo, con la rubicunda faz rodeada de una aureola de barba y cabello blancos, pocos habrían identificado el atrevido y pícaro encanto, la insolente gracia de Robin Dudley, el hombre con quien Isabel Tudor coqueteara hacía treinta años. Isabel quizá sí le reconoció. Pero muchos ojos, aparte de los de la reina, habían advertido la casi excesiva belleza del joven de su izquierda, alto, bien plantado, elegante, con ancha y pura frente, ojos oscuros y soñadores, boca tierna y sensual... En otras palabras, Robert Devereux, conde de Essex, que a los veintitrés años ya era caballero de la Orden de la Jarretera y oficial de la Caballería Real, soldado notable y de gran porvenir por ser hijastro de Leicester y primo de la reina.

Es poco probable que en aquella fecha alguien reparase en ninguno de estos dos hombres más de la cuenta si se exceptúa, naturalmente, a la soberana. Todos los ojos estaban fijos en Isabel. La reina montaba un caballo blanco, de lomo difícil de olvidar. A juzgar por un retrato existente, la expresión de la soberana era bondadosa y su sonrisa casi ingenua. Vestía de terciopelo blanco, coraza de plata repujada con dibujos mitológicos y llevaba en la mano derecha un bastón de mando de plata montado sobre oro. Al igual que los caballeros que se hallaban a su lado, cabalgaba con la cabeza descubierta, luciendo en el pelo un copete de plumas con resplandor de perlas y brillo de diamantes.

Cualquier observador objetivo sólo habría visto en ella a una solterona fatigada y bastante flaca, de unos cincuenta años, montada en un caballo blanco y gordo; una mujer de dientes oscuros, con la peluca roja algo inclinada, una espada de juguete en la mano, y luciendo una absurda armadura de desfile de revista... Exactamente una estampa teatral. Pero sus súbditos, ofuscados como estaban por algo que brillaba, y no era el sol, sobre el peto de plata, o bien por la humedad que de sus propios ojos emanaba, vieron algo distinto. Divisaron a Judith y a Esther; a Gloriana y a Belphoebe; a Diana, la virgen cazadora, y a Minerva, la sabia protectora; vieron por encima de todo a su muy amada reina y señora, que acudía a ellos en el momento de peligro, con toda sencillez, para infundirles confianza. La conmovedora generosidad del gesto produjo en ellos tan ferviente entusiasmo que sólo pudo hallar expansión en la consiguiente confusión de gritos de bendición y protestas de devoción y cariño que se desarrolló a continuación. Seguramente Isabel hacía mucho tiempo que no experimentaba tanto gozo.

El día resultó tan satisfactorio, que la reina decidió procurarse una repetición. Pasó la noche en una casa solariega a unas cuatro millas de distancia y volvió al día siguiente. Esta vez hubo desfile a paso de marcha seguido de ejercicios de caballería, que terminaron en improvisado torneo. Después, con gran pompa, la reina comió en el pabellón del general, y todos los capitanes de su ejército acudieron allí a besar su mano. Pero antes de esto, tal vez al finalizar el desfile, Isabel dirigió una alocución a su pueblo, que éste forzosamente tuvo que agradecer.

«Mi pueblo amado: Alguien que cuida de nuestra seguridad nos ha persuadido de ser cuidadosos en lo referente a confiamos a multitudes armadas por temor a la traición. Pero yo os aseguro que no quiero vivir para recelar de mi leal y amado pueblo. Dejemos que los tiranos experimenten temor. Yo siempre me he comportado de manera que he situado en Dios mi principal fuerza, y mi salvaguardia en los leales corazones y los buenos deseos de mis súbditos. Por lo tanto, he venido aquí, entre vosotros, como podéis ver, no para mi recreo y pasatiempo, sino por estar decidida en medio del calor de la lucha a vivir o morir entre vosotros y a entregar por mi Dios, mi reino y mi pueblo, mi honor y mi sangre. Sé que mi cuerpo es de mujer débil y delicada, pero tengo el corazón y el estómago de un rey, de un rey de Inglaterra, e intensamente desprecio la idea de que el duque de Parma, o España, o cualquier príncipe de Europa osara invadir los límites de mi reino; por lo cual antes de que el deshonor haga mella en mí, yo misma he de tomar las armas y yo misma seré vuestro general, juez y recompensador de todas vuestras virtudes en el campo de batalla. Me consta que por vuestra audacia merecéis premios y coronas. Yo os aseguro, con palabra de príncipe, que seréis recompensados debidamente.» El estruendo de los aplausos fue impresionante.

Mientras tanto, en aquellos dos días iban llegando noticias de la flota y lo que ésta había conseguido hacer. En general, la situación no era para sentir entusiasmo. Cierto que no se había perdido ni un barco de la reina, ni se habían sufrido desperfectos considerables, y que era casi seguro que seis o siete grandes barcos españoles quedarían fuera de combate por una u otra causa, pero como quiera que faltaron pólvora y municiones para la última batalla decisiva que hubiese exterminado a la Armada, la flota grande y temible seguía existiendo aún. «Nadie del mundo ha visto jamás una potencia como aquella», escribió Howard con algo de temor; y seguidamente recordaba a Walsingham sin necesidad que «un reino es una gran apuesta». Incluso Drake, quien mejor que nadie sabía el daño que se causó a la Armada, no estaba demasiado seguro de que los españoles hubiesen desistido de la idea de volver y la opinión general era todavía más pesimista. Los capitanes hablaban de una gran oportunidad perdida, no de una gran victoria ganada. Henry White concluía así su narración a Walsingham: «Vuestra señoría podrá ver cómo por causa de nuestra habitual lentitud se ha perdido la victoria más famosa que nuestra armada jamás hubiera conseguido en el mar.» Walsingham, con un lote completo de informes recibido el jueves en Tilbury, escribió aquella noche a Hatton con harta melancolía: «Así, nuestra manera de hacer las cosas a medias sólo engendra deshonor y deja los males sin curar.» No hubiera podido mostrarse más abatido si hubiese sido derrotada la flota inglesa.

Al día siguiente, mientras la reina se sentaba a comer con sus capitanes en la tienda de Leicester, llegó la noticia de que el duque de Parma estaba preparado para salir con las próximas mareas, es decir, en cualquier momento de los días a seguir. Isabel se sintió más excitada que alarmada. Dijo claramente que no estaba dispuesta a desertar de su ejército cuando el enemigo se aproximase y que se quedaría para ver a los españoles frente a frente. Sus capitanes y consejeros tuvieron bastante trabajo en conseguir que cambiase de opinión. Finalmente la persuadieron de lo que ninguno de ellos creía (aunque era cierto), o sea de que el duque de Parma no embarcaría hasta tener noticias favorables de la flota española. Así pues, la reina, aunque contrariada, permitió que el viernes por la noche la escoltasen hasta St. James.

En todo caso, lo que quedaba claro es que por el momento no se registraría desmovilización ni por mar ni por tierra. El campamento de Tilbury había de ser mantenido al igual que el otro instalado en los alrededores de Londres (ya que éste se había montado al fin), sin tener en cuenta los consiguientes y crecidos gastos. Y todas las naves de la reina tendrían que seguir equipadas a pesar de las grandes dificultades existentes para el aprovisionamiento de las mismas, especialmente de cerveza, y de que en algunos barcos como el Elizabeth Jones, por ejemplo, la lista de enfermos resultaba alarmante. Inglaterra no se atrevió a desprenderse de su guardia hasta ver lo que hacía el terrible duque de Parma y ver también qué barcos podían surgir, aun en aquel instante, de entre las nieblas del Norte.