EL APROVECHAMIENTO DE LA VICTORIA

Francia, 21 de octubre-16 diciembre de 1587

CAPÍTULO
XIV

Ganar una batalla es una cosa y aprovechar la vitoria otra. Entre los triunfantes hugonotes surgieron varias opiniones acerca de cómo aprovechar la victoria que finalmente habían obtenido en Coutras. Los caballeros de Poitou eran completamente partidarios de volver a ocupar las ciudades y castillos perdidos, obligando a los católicos a situar sus plazas fuertes al otro lado del Loire. Lo mismo opinaba el príncipe de Condé, quien ya se veía estableciendo un dominio prácticamente independiente en toda la región, algo así como los grandes ducados tributarios del pasado. Los gascones, no obstante, hicieron constar que aún existía un gran ejército católico al Sudoeste —unos cuatro mil hombres al mando de Matignon— que iba al encuentro de Joyeuse. Cambiar de dirección y caer sobre Matignon antes de que éste pudiese retroceder hacia Burdeos significaría limpiar toda la Guyena de tropas católicas por primera vez en muchos años. Pero los cerebros más sagaces entre los consejeros del rey de Navarra vieron realmente que sólo existía una posibilidad. Por algún sitio cercano a las fuentes del Loire debía de encontrarse en aquellos momentos el gran ejército mercenario para el cual la reina Isabel había gastado tanto dinero y había prometido aún más. Ocho mil soldados de caballería alemana, los formidables reiters del barón Von Dohna, un número casi igual de lansquenetes, infantes mercenarios alemanes y más de mil ochocientos suizos, reclutados y mandados por el duque de Bouillon; en conjunto, el más poderoso ejército extranjero que había visto Francia en treinta años, reforzado además por cuatro o seis mil hugonotes. Si Enrique se unía a ellos en seguida y, juntamente con sus tropas, se lanzaba sobre París, el rey de Francia se vería obligado a deponer las armas o a presentar batalla y los largos y tristes años de guerra civil acabarían tal vez con la victoria antes de caer las primeras nieves. Los hugonotes firmes, como Maximiliano de Bethune, posteriormente duque de Sully, nunca perdonaron a Enrique haber dejado escapar una ocasión tan magnífica.

En vez de ello, Enrique se detuvo en Coutras para ocuparse de asuntos diversos, el cuidado de los heridos (la mayoría de ellos enemigos, pues sus propias bajas habían sido escasas), los rescates y los trofeos. Luego, repentinamente, espoleó su caballo y partió hacia Pau, apenas sin escolta, para poner los pendones capturados al ejército de Joyeuse a los pies de su amante de tumo, la belle Corisande. El ejército fue disuelto y todos los soldados regresaron a su hogar. Defraudados y entristecidos, los graves campeones de la Religión Reformada movieron la cabeza de un lado para otro. Todo el mundo sabía que Enrique de Navarra sentía debilidad por el bello sexo: era, para no andarse con rodeos, notorio mujeriego. Pero que un hombre de treinta y cinco años, príncipe, veterano jefe y principal protector de las Iglesias de Dios en Francia, actuase como un jovencito romántico, despreciase los frutos de la victoria y dejase su campaña en plena confusión sólo para acostarse con una ramera, resultaba realmente inadmisible. La evidente debilidad del rey de Navarra era, en opinión de gran parte de sus seguidores, irremediable e incluso exasperante.

Todo pudo, perfectamente, quedar así. Y sin embargo, existen indicios de una explicación menos sencilla. El episodio de Corisande tocaba a su fin. Los pendones de Coutras fueron prácticamente un regalo de despedida. Y aunque Enrique generalmente era jinete rápido, en el trayecto aquel corrió como nunca, sólo para pasar la noche y charlar un rato con cierto caballero literato que vivía en su castillo algo alejado de la ruta que él debía seguir. Aunque algunos de nosotros daríamos mucho por conversar toda una velada con Michel Eyquem de Montaigne, resulta dudoso que Enrique de Navarra desviase su ruta sólo para gozar de una encantadora conversación con su huésped. Sabía que Montaigne, aunque católico y súbdito leal, era hombre moderado, defensor de la paz y la tolerancia. Sabía también que podía considerarlo amigo suyo.

Lo que ambos amigos hablaron aquella noche junto al fuego de la chimenea nunca se sabrá, pero si Enrique de Navarra decidió exponer a su amigo las posibilidades que se le estaban ofreciendo, puede que hablase más o menos así: por mucho que el príncipe de Condé y los caballeros hugonotes de la región deseen proseguir la campaña en Poitou, el ayudar a Condé a establecer un principado personal, allí o en otro lugar cualquiera, era perjudicial para la corona. En este caso, los intereses de Enrique de Navarra eran precisamente los del rey. De igual modo, derrotar al viejo Matignon, católico fiel pero hombre moderado y leal servidor del rey, significaría probablemente que algún fanático ambicioso, miembro de la Santa Alianza, ocupase su puesto en Guyena. El sudoeste de Francia había sufrido ya demasiados sitios sangrientos y salvajes batidas. De seguir así todo, aumentaría la sensación de amargura reinante y sería aún más difícil mantener la paz del reino. En esto también, los intereses de la corona coincidían con los de Enrique de Navarra. En cuanto a su obvio programa de acción —unirse a los soldados de Dohna y caer con ellos sobre París—, ¿cómo podía acabar sino con una sangrienta batalla campal entre el rey de Francia y su más probable sucesor? ¿Y quién saldría más beneficiado en sus intereses sino los avaros magnates —hugonotes, partidarios de la Santa Alianza o politiques— que pretendían aprovechar los revueltos tiempos para quedarse con una parte del reino y participar del poder?

No es difícil imaginar lo que el rey de Navarra pudo añadir. Al reino le interesaba mantener la paz. Para conseguirla sólo hacía falta volver a las moderadas condiciones del Edicto de Poitiers y reducir el poder de los Guisa que habían obligado al rey, en contra de su voluntad, a revocarlo. Quizá la campaña del Norte había perjudicado el prestigio de Enrique de Guisa. Si era necesario hacer algo más a este fin o bien para unir el reino contra el viejo enemigo, España, el primer responsable de la guerra civil, Enrique de Valois, podía confiar en los fieles servicios de su primo y rendido vasallo Enrique de Navarra.

Después de la batalla de Coutras, uno de los cortesanos capturados dijo al soldado que le hizo prisionero: «En realidad nada habéis ganado con esta batalla, pues causasteis el enojo del rey.» «¡Vaya!», exclamó el rudo soldado protestante. «¡Ojalá me diese Dios la ocasión de enfurecerle así una vez por semana!». Enrique de Navarra opinaba casi exactamente como el cortesano. En otra ocasión había dicho que antes de luchar contra su soberano el rey de Francia, por lo mucho que le respetaba, escaparía hasta el último confín de la tierra. Quizá lo repitió en su conversación con Montaigne.

Dijera lo que dijese Enrique, el caso es que poco después de su partida, el castellano ordenó ensillar su caballo y marchó hacia el norte. Tal vez el sedentario caballero de cincuenta y cuatro años de edad, aquejado de gota y piedras en el riñón, se lanzó a través de una Francia asolada por bandas de soldados dedicados al pillaje, bajo las frías lluvias de otoño, sólo para hablar con sus editores de una nueva edición de sus ensayos. Esta parece ser la opinión de la mayor parte de sus modernos biógrafos. Pero el siempre sagaz diplomático don Bernardino de Mendoza no lo creyó ciertamente así. Aunque nada sabía de la reciente conversación entre Montaigne y el rey de Navarra, y al parecer ignoraba que Montaigne había servido de enlace —por lo menos una vez— entre Enrique de Navarra y los católicos, cuando el embajador tuvo noticia de que monsieur De Montaigne —amigo de Matignon y de la amante de tumo de Enrique de Navarra— era recibido en la corte, dedujo al instante que aquel hombre había llegado con una secreta misión política. Mendoza, por supuesto, podía sospechar lo peor, especialmente en lo que hacía referencia a Enrique III.

Nunca se sabrá si Montaigne llevó al rey de Francia algún mensaje del presunto heredero del trono y, si realmente fue así, en qué pudo consistir. Michel de Montaigne, que solía ser buen hablador y amigo de referir los incidentes de su vida, era tan reservado como un abogado de familia por lo que respecta a política. No obstante, si fue portador de alguna oferta o mensaje, llegó demasiado tarde. Una vez más, en las semanas que siguieron a la derrota de Coutras, los acontecimientos habían arrebatado las riendas del poder de las mismas manos del monarca Valois.

Quizá el rey de Francia no estuviese, al fin y al cabo, tan enfadado como se creía por lo ocurrido en Coutras. En la corte se rumoreaba que últimamente el rey había depositado su confianza y afecto en un nuevo favorito, el duque de Epernon, y la presencia y fuerza del anterior casi le resultaban desagradables. Según los embajadores, como Joyeuse se había pasado a la Santa Alianza, una victoria suya no haría más que apretar los grilletes con que la Alianza sujetaba al rey. Sir Edward Stafford incluso llegó a decir que pocos días antes de la batalla de Coutras el rey había confesado que la victoria de Joyeuse sobre Enrique de Navarra podía significar la ruina de su estado. Tanto si esto es cierto como si no, la verdad es que Enrique III no podía apoyar sus planes en la victoria de Joyeuse. Tal vez le conviniese más una derrota.

El rey de Francia había planeado cuidadosamente la campaña de 1587. Aunque su cooperación a las famosas victorias de Jarnac y Moncontour no fuera tan importante como él creía, en cuestiones militares —como en casi todas las demás— Enrique III no era tonto. Imaginar el escenario que eligió para su campaña resulta fácil. Joyeuse sería entretenido al sur del Loire, en donde Enrique tal vez sospechaba que el rey de Navarra humillaría algo el orgullo de su favorito. Entretanto, Dohna y sus soldados invadirían Francia por el Nordeste (Enrique conocía perfectamente las negociaciones de la reina Isabel y el conde del Palatinado, así como las de Bouillon y los suizos. La justicia y las finanzas, la administración interna, el ejército y la marina estaban prácticamente derrumbándose, pero el cuerpo diplomático francés seguía funcionando, y con la perfección de siempre). Los alemanes pasarían por Lorena —quizá incluso se detendrían algún tiempo allí— y desde luego, Enrique de Guisa acudiría para proteger sus dominios y los de sus familiares. Su misión, de hecho, consistiría en vigilar la frontera del Norte. Sólo que iban a faltarle hombres, pues contaría únicamente con los que por sí mismo reclutase; los prometidos refuerzos de Francia no llegarían jamás. Tanto si los protestantes detenían el avance de Enrique de Guisa como si lo rechazaban, le sitiaban en alguna ciudad determinada, o bien le obligaban a volver a Francia con el rabo entre piernas, como se dice vulgarmente, difícilmente escaparía a la derrota y a la humillación. Con un poco de suerte, incluso podían matarle o hacerle prisionero.

La derrota de la Alianza sería asunto del rey. Durante el verano había ido concentrando en Etampes y La Charité una poderosa fuerza de reserva, que alcanzaba por entonces la suma de cuarenta mil hombres aproximadamente. Parte de ella estaba apostada para la defensa de todos los posibles pasos del Loire. El resto, con el duque de Epernon al mando de la vanguardia y el rey al frente del grueso de tropas, tenía por misión impedir cualquier contacto entre Enrique de Navarra y los alemanes. Tanto si sus jefes eran exterminados como si retrocedían para unirse a él, su majestad estaba dispuesto a ocupar, cuando llegase el momento, el centro del escenario y dispersar la tempestad amenazadora. Enrique confiaba en la victoria, y esa victoria, si era inmediata a la derrota de Enrique de Guisa, le convertiría de nuevo en rey de Francia.

El drástico final de Coutras aunque no pudo ser previsto, podía encajar todavía bien en los planes del rey. Pero antes de conocer lo ocurrido, las cosas empezaron a marchar mal por el norte. Bouillon y los suizos esperaban seguir en Lorena durante un tiempo para capturar las ciudades de los Guisa y asolar por completo la campiña. Pero Dohna y sus soldados eran partidarios de internarse en Francia, sin pérdida de tiempo. Dohna insistía en que así se le había prometido a la reina Isabel por mediación de sir Horacio Pallavincino. Por otra parte, los alemanes no veían bien un ataque a Lorena por considerarla, al fin y al cabo, parte del Imperio. Finalmente el duque de Lorena había reunido a todos sus lugartenientes en plazas fortificadas con cuantos alimentos y provisiones podían llevar, tomando las medidas necesarias para que fuesen sistemáticamente destruidas las reservas de forraje y víveres. Así habría más comida en Francia que en Lorena y menos golpes duros. Los soldados de Dohna, con el resto del abigarrado ejército casi carente de jefes, avanzaron hacia el interior ignorando a los loreneses. El duque de Guisa no tuvo que presentar batalla ni fue embotellado allí donde habría sido fácil conseguirlo.

Suizos y alemanes avanzaron hacia el Sur formando un amplio arco, para limpiar los pasos del Mame y el Sena, pero tras una discusión se negaron a tomar la ruta del interior que llevaba a las fuentes del Loire. Prefirieron continuar por la llanura donde, según dice un cronista francés, «encontraban más carne de vaca, pollo, huevos, pan más blanco y mejor vino de lo que jamás habían visto». Era el tipo de campaña ideal para soldados mercenarios: marchas cortas y fáciles, campo abierto y bien provisto donde descansar, abundante posibilidad de saqueo y escasa lucha. Sólo hallaron dos inconvenientes. Primero, que ya fuese por el caluroso y largo verano, la comida desacostumbrada o el fuerte vino tinto, la lista de enfermos crecía sin cesar y como que si dejaban atrás a sus hombres corrían el riesgo de que los justamente irritados campesinos acabasen con ellos, las largas y poco marciales caravanas de carros llenos del producto de sus rapiñas estaban sobrecargadas de hombres que no podían tenerse en pie. Segundo, que por haber tomado el fácil camino de los llanos y no el accidentado terreno montañoso aconsejado por el rey de Navarra, el ejército protestante, al acercarse al Loire, halló que el principal cuerpo de ejército del rey de Francia bloqueaba su marcha. Epernon hizo retroceder a los destacamentos avanzados por medio de una serie de osadas y bien dirigidas escaramuzas, y los suizos, desalentados al saber que el propio rey de Francia dirigía las operaciones, se negaron a seguir adelante. Desplegados ante ellos, a las órdenes del monarca, estaban los regimientos suizos tradicionalmente reclutados por la monarquía francesa en la Suiza católica, con los estandartes de los cantones —que los invasores juraron no atacar nunca— ondeando al viento. Alegaron que al alistarse les aseguraron que esta circunstancia no se produciría, que iban a luchar contra el duque de Guisa y sus parientes, no contra el rey de Francia. En todo caso llevaban varios meses sin cobrar. Tampoco los alemanes habían cobrado. A medida que transcurrían las semanas, la errante multitud de pendencieros e indisciplinados mercenarios se comportaban menos como soldados y más como una gran partida de bandidos. Entre recriminaciones mutuas, el ejército parecía estar a punto de disolverse para cada soldado marchar a su país.

Esto precisamente era lo que había previsto —y quizá preparado— Enrique III. Pero lo que no pudo imaginar es que el ejército de treinta mil y pico de soldados que mandaba Dohna no hubiese conseguido vencer a los cinco o seis mil hombres de Guisa. La verdad es que el duque, precavido, había merodeado por las cercanías del ejército alemán a su paso por Lorena, permitiéndose algunas inesperadas escaramuzas; las justas para hacerse con algunos prisioneros y estandartes que exhibir luego en París. Después había emprendido rápida retirada. Cuando los alemanes entraron en Francia, el duque de Guisa no les perdió de vista, aunque siempre con el buen cuidado de mantenerse a unas cinco leguas más o menos de su flanco derecho; lo suficientemente cerca para mantener contacto mediante las patrullas de caballería ligera y estorbar el forcejeo de los alemanes hacia el Oeste, pero lo bastante lejos para eludir cualquier ataque que se pudiera presentar. Sólo que Dohna no atacó. Un pequeño ejército como el del duque de Guisa no bastaba para desviar su avance y, por el momento, París no constituía su objetivo estratégico. Como muy acertadamente supuso Enrique III, Dohna no se atrevió a comprometerse con un ataque a París sabiendo que el rey de Francia, al frente de un poderoso ejército, se encontraba en el campo de batalla y que el camino a recorrer estaba sembrado de fortalezas bien guarnecidas. Pero esto ¿acaso podían saberlo los parisienses? Diariamente escuchaban pregonar desde cientos de púlpitos los partes de guerra del duque de Guisa. Que si había conquistado tal o cual posición entre el lugar donde estaban los invasores y París. Que si continuaba guardando los caminos que conducían a París. Que si continuaba dispuesto a morir con la espada en la mano antes de permitir que los alemanes llegasen siquiera a sus suburbios... Los predicadores parisienses añadían que el rey de Francia, que debió estar guardando la capital, remoloneaba por algún lugar cercano al Loire, sin duda en connivencia con los herejes. A no ser por el valeroso duque de Guisa, todos acabarían asesinados por los bandidos protestantes.

La noticia de lo ocurrido en Coutras llegó a los alemanes en el momento justo para impedir que se disolviese el ejército. Dohna pudo persuadir a sus indecisos soldados para que le siguiesen lejos del Loire y del ejército real, a través del fácil campo abierto y hacia Chartres. No era dirección muy apropiada para salir al encuentro del rey de Navarra —suponiendo que el encuentro pudiera producirse aún— ni tenía apreciable valor estratégico. Pero en logística sí era valiosa. La región de Beauce era rica. Llevaba varios años sin ser saqueada o incendiada. Resultaba un magnífico lugar para acampar, al menos por algún tiempo, hasta que llegase dinero de Inglaterra, o Enrique de Navarra u otro príncipe de Guyena se presentase, o hiciera el rey de Francia una oferta mejor.

Hacia el 26 de octubre, el lento e incontrolado avance del ejército alemán alcanzó las cercanías de Montargis. Como quiera que este lugar, fiel al monarca, estaba defendido por una fuerte guarnición del rey y nadie tenía intención de llevar a cabo algo tan fatigoso como el asedio a una plaza fortificada, el ejército acampó en cierto número de poblados situados de tres a seis millas unos de otros y todos, prudentemente, a más de cinco millas de distancia de Montargis. El propio Dohna instaló su cuartel general en una pequeña aldea llamada Vimory, hacia el flanco exterior derecho. El duque de Guisa, enterado del hecho, decidió atacarle antes del amanecer.

Nunca se ha sabido con claridad lo que ocurrió luego. El pequeño ejército del duque de Guisa avanzó entre la lluvia y la oscuridad hasta Vimory y, con la sorpresa consiguiente, no halló más resistencia que la de un piquete de guardia antes de llegar a las primeras casas de la aldea. Seguidamente la infantería de la Santa Alianza se lanzó por las calles del pueblo incendiando casas, disparando contra los medios dormidos alemanes o atravesándolos con las lanzas a medida que iban saliendo y apoderándose de los carromatos que congestionaban la calle. Evidentemente, la sorpresa había sido completa.

Cómo y por qué cambió la situación ya no resulta cosa tan clara. Dohna saltó sobre la silla de su caballo y se las compuso para reunir a algunos de sus hombres que condujo, a través de una calleja, hasta el otro extremo de la aldea, en pleno campo abierto.

Probablemente por considerar que una calle de pueblo llena de carros y con la mitad de las casas ardiendo era lugar poco apropiado para la caballería.

En la oscuridad, las tropas alemanas sorprendieron de frente a la mitad de la caballería enemiga al mando del hermano de Guisa, el duque de Mayenne. En total, parece ser que los alemanes llevaron la mejor parte en el choque que siguió, aunque del mismo sólo se sepa lo que puede saberse de un combate en la oscuridad entre dos columnas de soldados igualmente sorprendidos y desconcertados, lucha producida no por decisión previa, sino por una violenta ráfaga de tempestad. Si, como pretenden los historiadores franceses, llegaron refuerzos alemanes (sólo que... ¿procedentes de dónde?) o si el duque de Guisa, creyendo a todos los soldados de Dohna acorralados en la aldea, supuso que el tumulto producido en los campos donde se encontraba la columna de su hermano se debía a la llegada de refuerzos alemanes, es algo que siempre se ignorará. Posiblemente, la atrevida decisión del duque al atacar con seis mil hombres un ejército de quizá treinta mil, tuvo que ser nueva y prudentemente considerada. El caso es que dio orden de retirada y al amanecer sus tropas solicitaron refugio a las puertas de Montargis.

Ambas partes proclamaron su victoria. Dohna, porque había rechazado el ataque por sorpresa de un ejército muy superior al suyo. El duque de Guisa, porque había destruido el cuartel general invasor, retirándose con prisioneros, caballos y botín. Parece cierto que en Vimory había menos alemanes que franceses y no existen pruebas de que otros alemanes interviniesen en la contienda. Sacudiéndose el cuerpo, como un perro que acaba de ser mordido por uno pequeño, el ejército de Dohna avanzó hacia Beauce, ignorando por completo al duque de Guisa. Este, por otra parte, retrocedió desde Montargis hasta Montereau-Faut-Yonne, seguro de que Dohna le perseguía, perdiendo contacto con los alemanes. Pero aparte de sus rudos y cínicos mercenarios, Dohna no tenía auditorio a quien impresionar con la pretendida victoria y aquéllos difícilmente podían aceptar que el hecho de dejarse sorprender en su propio cuartel general y permitir que le arrebatasen incluso sus efectos personales pudiera borrarse ahuyentando simplemente a los intrusos. El duque de Guisa, en cambio, supo recoger en Vimory pruebas suficientes de su victoria para entusiasmar luego a los parisienses. Contaba con algunos carromatos alemanes y muchos de sus caballos. También con algunos prisioneros —entre otros, los famosos y terribles mercenarios de negra armadura— que exhibir con las manos atadas a la espalda ante las entusiasmadas masas de París. Y con la tienda de campaña del propio Dohna y su estandarte personal. Y por si todo ello fuese poco, con dos camellos que Dohna conservó durante la marcha a través de Francia por ser presente que Johan Casimir, del Palatinado, enviaba al rey de Navarra. Era suficiente para organizar un pequeño retorno triunfal al estilo romano. Más que suficiente para que los parisienses aceptasen las fantásticas historias sobre la derrota infligida a los alemanes con que sus predicadores les regalaban el oído.

En Beauce, donde los invasores se disgregaron nuevamente sin cuidado y en acantonamientos aislados, continuaba la desintegración del ejército. Tenían más enfermos que nunca. La vendimia aquel año había sido excepcionalmente rica y los vinos obtenidos, excepcionalmente fuertes. Los soldados con suficiente salud para empinar el codo estaban casi siempre bebidos. Los suizos reemprendieron las negociaciones con el rey de Francia regateando hasta el último céntimo por el perjuicio sufrido, pero plenamente decididos a regresar a su país. Dohna, que no había recibido más dinero de la reina de Inglaterra y sólo palabras ambiguas del rey de Navarra, también parecía dispuesto a volver al hogar. Dijo a los hugonotes que llevaría a los alemanes hacia el Este, a las fuentes del Loire, lugar de su cita con el rey de Navarra, cita que ambos, él y Enrique, dejaron incumplida hacía dos semanas. Explicó a sus oficiales que si Enrique de Navarra no estaba allí aguardándole con dinero y hombres, proseguirían hacia el Este por Borgoña y el Franco Condado. La verdad es que nadie creyó que el rey de Navarra estuviese allí. La campaña prácticamente había terminado.

Este fue el momento que escogió el duque de Guisa para volver a atacar. Como los otros protagonistas de la contienda, comprendía que la campaña había finalizado. Nada peor para sus propósitos que ese final que se le estaba dando: unas negociaciones cada vez más espaciadas y tranquilas: su muy cristiana majestad aplacando la tormenta con su simple soberana presencia y los invasores retirándose deferentemente ante él, agradeciendo se les perdonase la vida y la entrega de los reales pourboires que habían de facilitar su regreso a la patria. Enrique de Guisa supo que Dohna estaba acuartelado con parte de sus tropas en la pequeña población amurallada de Auneau, a unas diez millas al este de Chartres. Una guarnición francesa mantenía el castillo en poder del rey. Su capitán, que era gascón, había respondido al emplazamiento de rendición con rudas exclamaciones y disparos de mosquete. Como quiera que lo más interesante para los alemanes en aquellos momentos era un lugar seco donde poder dormir, se contentaron con levantar barricadas en las calles que conducían al castillo, situándose a salvo de mosquetes. El capitán gascón, molesto por ser ignorado, informó al duque de Guisa de lo fácil que sería introducir allí fuerzas francesas —a través del castillo— y el ejército de la Santa Alianza se puso nuevamente en marcha al caer la noche.

De nuevo la sorpresa fue total y esta vez no hubo duda acerca de quién fue en vencedor. El barón Von Dohna, seguido de un grupo de sus soldados, logró escapar. El resto de su ejército, atrapado en el recinto interior de las murallas, pereció en lo que más que una batalla fue matanza general. De nuevo se capturaron carromatos cargados de botín para ser mostrados a las multitudes de París y en esta ocasión la cifra de alemanes asesinados fue casi proporcional a la que, arrebatadamente, se pregonaba en los púlpitos de París.

Dohna intentó llevar el resto de su ejército hasta Auneau, donde creía encontrar a los soldados del duque de Guisa tan desprevenidos como lo estuvo él, pero los alemanes ya no tenían espíritu combativo y los suizos habían aceptado las condiciones del rey, ausentándose en silencio. Cinco días después, cuando Epernon cayó sobre ellos y el duque de Guisa acechaba ansioso su retaguardia, los alemanes capitularon. Las condiciones del rey fueron benignas. A cambio de la entrega de sus estandartes y la promesa de no volver a empuñar las armas contra el rey de Francia, les concedió un salvoconducto y Epernon les acompañó hasta la frontera del Franco Condado, más para protegerlos del duque de Guisa que por miedo a lo que ellos pudiesen hacer. Es poco probable que la famosa victoria del duque de Guisa en Auneau cambiase los resultados finales de la campaña de los alemanes o la acortase siquiera un día o dos. El acuerdo con los suizos se concertó con anterioridad, y sin los suizos, los alemanes de Dohna y los contingentes hugonotes que mandaba el príncipe de Conti tenían pocas probabilidades de vencer al ejército real y muchas menos de esquivarle. En tales circunstancias, los ejércitos mercenarios acostumbraban aceptar condiciones parecidas a las que Enrique de Francia estaba dispuesto a ofrecer, considerando principalmente que llevaban unos meses sin cobrar. El ataque del duque de Guisa a las tropas de Dohna fue más impertinente interferencia que ayuda para el éxito en el bien trazado plan de Enrique III. Las subsiguientes actividades del duque de Guisa —persecución y asesinato de algunos contingentes alemanes rezagados cuando éstos creían haber alcanzado terreno alguno y neutral, es decir, el Franco Condado, e incursión en Mompelgard, donde por campos y poblados indefensos, los soldados de la Santa Alianza demostraron ser tan salvajes y rapaces como los alemanes— no aportaron valor militar alguno a la nación francesa.

Pero una victoria puede ser aprovechada para algo más que para una decisión militar. En vano envió Enrique III al pueblo de París informes fidedignos, exactos, sobre su actuación en la campaña durante la cual un gran ejército extranjero había sido arrojado del país con el mínimo coste de dinero y sangre. En vano encargó tedeums por su propio triunfo. Los parisienses atribuyeron todo el mérito a Enrique de Guisa. El retrato del duque fue expuesto en todas las tiendas de París. Los pulpitos vibraban de alabanzas en su honor. Sólo él había salvado a Francia de los herejes. «Saúl ha vencido a miles, pero David a decenas de millares.» Así cantaba, en son de triunfo, el pueblo de París. (Por entonces ya habían encontrado nombre más ofensivo que el de Saúl con que designar a su rey.) Un predicador muy popular formó con las letras del nombre de Enrique de Valois un significativo anagrama. Y así, las veladas ironías, los obscenos garabatos, las alusiones al «Villano Herodes» que aparecían en panfletos y se prodigaban en la oratoria de los púlpitos fue transformándose gradualmente hasta llegar al ataque abierto, cada día más cargado de odio y desprecio. Más tarde, y mientras el rey se disponía a reintegrarse al Louvre para pasar allí la fiesta de la Navidad, los doctores y maestros de la Sorbona, convencidos de que en Enrique III tenían un rey a quien se podía amenazar e insultar con entera impunidad, se reunieron en sesión, sólo «en principio» (según dicen los franceses), secreta, dejando bien sentado que era tan legal destronar a un rey que ha faltado a su deber, como suprimir a un administrador de quien se sabe ha cometido estafa. El aire de París estaba cargado de revolución.

Más o menos por este tiempo, Bernardino de Mendoza resumió los resultados de la campaña, en una carta dirigida a su señor: «En conjunto», escribió, «a pesar de la victoria del rey de Navarra... y de la actual preeminencia del duque de Epernon... los acontecimientos de aquí casi no pueden ser más favorables para los asuntos de vuestra majestad. Con el pueblo de París puede contarse siempre. Está más que nunca dispuesto a prestar obediencia al duque de Guisa.» En cuanto al duque no fue preciso que lo dijera Mendoza; llegado el momento, sabría demostrar obediencia a su patrón y tesorero, el rey de España.