«EL VIENTO ME IMPELE A ZARPAR»

Londres y Plymouth, 25 de marzo-12 de abril de 1587

CAPÍTULO
VIII

Mientras que en el retiro de El Escorial Felipe iba meditando las consecuencias de la muerte de María Estuardo, por los alrededores de la corte inglesa en Greenwich deambulaba un individuo, un hombre de mar, que dudaba menos que Felipe de la misión que Dios le había encomendado en este mundo, porque desde hacía mucho más tiempo que el propio Felipe estaba seguro de que el plan del Todopoderoso era una guerra entre ellos dos. Al igual que Felipe, Francis Drake aprendió de su padre los ludimientos de su misión en el mundo, y aunque éste sólo era clérigo rural de Devonshire, aceptó aquél sus enseñanzas con el mismo respeto que Felipe recibiera las del emperador del Sacro Imperio Romano. Pese a todas sus diferencias temperamentales, el rey Felipe y sir Francis Drake coincidían en una indiscutible abnegación filial con la que mantenían sus convicciones básicas.

El predicador laico Edmund Drake legó a su hijo una simple fe puritana. Todo cuanto ocurría lo era por voluntad de Dios. Algo que, sin duda alguna, deseaba Dios intensamente era la destrucción del obispo de Roma y todas sus obras. Por lo tanto, una constante hostilidad a la Iglesia de Roma y a sus seguidores era señal cierta de aproximarse a Dios, de ser uno de sus elegidos. Así, pues, Francis Drake jamás desconfió de que en su lucha privada con el rey de España atacaba a los idólatras como un héroe del Antiguo Testamento, bajo los auspicios de lo Alto.

Sin embargo, la guerra particular de Drake contra España no era una herencia recibida ni había surgido de algo tan abstracto como un sentimiento de deber, religioso o público. Se produjo, como la guerra privada de Sansón contra los filisteos, por causa de una grave ofensa personal. En su juventud, Francis Drake había estado en el puerto de San Juan de Ulloa con John Hawkins cuando los barcos armados de este próspero comerciante fueron repentinamente atacados y vencidos por la armada de la Nueva España. Drake pudo regresar a Plymouth en una pequeña y desvencijada embarcación con quienes creía únicos supervivientes de la aventura. Cuando, poco después, llegó el propio Hawkins a la patria en el único barco que se salvó, aparte del de Drake, se limitó a decir acerca del resultado final de la batalla: «Aquella misma noche... la embarcación Judith nos abandonó en nuestra desgracia.» No hizo ningún reproche a su lugarteniente, pero Drake quizás pensó que la gente creería y diría que él abandonó a su jefe por miedo a los españoles, lo cual le ofendía en su honor. Ciertamente había ofendido su bolsillo, ya que todo el modesto capital que pudo reunir lo invirtió en aquel viaje, perdiéndolo por completo.

Al año siguiente, sin pérdida de tiempo, Francis Drake se lanzó a la recuperación de su dinero y de su reputación. En los dieciocho años que siguieron a su humillante retorno a Plymouth, realizó algunos viajes con glorioso regreso. El primero de éstos, un domingo de agosto de 1573, cuando con un puñado de muchachos de Devonshire y una fragata española capturada con anterioridad había llevado a su patria el oro de los recintos de Nombre de Dios. Su más triunfal regreso fue el de cierto día del otoño de 1580, cuando con Golden Hind dobló la punta de Rame Head, tras efectuar la circunvalación del globo con el botín del Pacífico virgen en sus bodegas: lingotes de plata y oro, joyas, especies y sedas en cantidad suficiente para rendir un dividendo del 4.700 por ciento a todos los accionistas del viaje, quedando aún margen para su capitán y para su majestad. Recientemente había vuelto con una poderosa flota con la cual había desafiado al rey de España en los puertos de la Península y atacado por sorpresa su comercio con las Indias, expedición que los comerciantes londinenses consideraron un fracaso —pues perdieron en ella cinco chelines por libra—, pero que fue motivo de gran desconsuelo para los españoles. En todo el año 1586 no había cruzado el Atlántico ninguna cantidad de plata de Perú o de Méjico; varios importantes mercaderes de Sevilla estaban casi arruinados y entre los banqueros de Felipe II empezaba a cundir algo muy semejante al pánico.

Aunque había prestado a Drake barcos oficiales para sus últimas correrías y percibido su real parte en los beneficios, Isabel I negaba siempre haber conocido los planes de Drake con anterioridad y rechazaba toda responsabilidad por su conducta. Para los españoles, Drake era un pirata. Pero Francis Drake se consideraba a sí mismo en guerra con el rey de España. En más de una ocasión le había escrito desafiándole personalmente. Para él la guerra comenzó en el ataque a San Juan de Ulloa y tenía intención de continuarla hasta la muerte de uno de ambos o hasta que el rey de España quedase tan humillado como él mismo se sintió el día en que, con la pequeña y baqueteada embarcación Judith y su tripulación de heridos y enfermos, llegó al puerto de Plymouth.

La idea de que un particular, un simple caballero, pudiese estar en guerra con el más poderoso rey de la cristiandad era digna de los libros de caballería. En la sociedad del siglo XVI sólo podía atribuirse a alguien tan loco como Don Quijote. Que el propio Drake se rigiese por ella, siendo —pues lo era— un individuo cuerdo, se explica únicamente por esta determinada faceta de su genio: una devastadora seguridad en sí mismo que resultaba casi impropia de una mente normal. Lo sorprendente era que toda Europa empezaba a ponerse de parte de Drake. Críticos, panfletistas, incluso políticos de reconocida capacidad y diplomáticos, hablaban del duelo naval entre España e Inglaterra como si fuera un asunto personal entre Felipe y Francis Drake. Ya en 1581, los príncipes protestantes de Alemania y Escandinavia, los señores hugonotes y otros enemigos de España, habían empezado a pedir copias del retrato de Drake y muy pronto la maciza figura de anchos hombros, de agresiva barba hirsuta, de expresión alegre y osada y de brillante y amplia mirada azul, fue algo tan familiar como desde entonces y para siempre ha seguido siendo. Más tarde, cuando las flotas de Inglaterra y España luchaban en el canal, los alemanes, franceses, italianos y los españoles escribían como si la flota inglesa no fuese sino una continuidad de la persona de Drake. «El domingo Drake fue visto en...» «Drake ha hundido tantos y tantos barcos...» «Drake ha perdido tantos navío...» «Drake ha zarpado de la isla de Wight.» «Drake ha conseguido una victoria...» Como si la flota de la reina no tuviese otro almirante; incluso como si la flota ni siquiera fuese de la reina. Espías y amanuenses escribían: «Drake está reuniendo sus fuerzas...» «Drake proyecta atacar la flota que transporta la plata...» «Drake caerá sobre Brasil», como si el movimiento de los barcos de la reina dependiese del capricho de un extraño pirata.

Mientras iba y venía de Londres a Greenwich y de Greenwich a Gravesend para volver a Londres otra vez, Francis Drake debía de estar deseando que la opinión pública no se equivocara. Preguntando a la gente de mar, olfateando cada viento del Sur, y recibiendo también información de labios de su amigo, el secretario de la reina sir Francis Walsingham —que le ofrecía impresionantes detalles— supo los grandes preparativos que en España se estaban llevando a cabo. Drake se sabía capacitado para entorpecerlos mediante aquellos súbditos ataques por sorpresa que aprendió en las campañas del Caribe. Esta vez su guerra privada iba a ser la guerra de Inglaterra y si realmente se atacaba con suficiente rapidez y presteza, la gran empresa del rey de España podía fracasar antes de que la armada zarpase. No obstante, y por mucho que a menudo lo sintiesen los hombres del país, Inglaterra estaba gobernada por una mujer y los barcos de la reina no zarpaban sin una orden suya. Marzo finalizaba ya, y Drake llevaba varios meses esperando esa orden. En cierta ocasión la reina le había recibido en audiencia nueve veces en un solo día. Ahora transcurrían las semanas sin que ni siquiera pudiese verla.

Los biógrafos de Drake cuentan que la reina estaba ofendida con el héroe nacional porque el viaje a las Indias ocasionó pérdidas de dinero en lugar de ganancias. Sin duda alguna se sintió defraudada. Tenía tantas demandas y gastos que atender en aquel invierno de 1586 que posiblemente esperaba los beneficios de alguna incursión por el Caribe, ya que con un poco de suerte éstas podían producir buenos dividendos. Sin embargo, los cortesanos de la época opinaban que Isabel estaba tan afectada por la suerte de la reina de Escocia y tan entristecida y confusa por su ejecución, que había descuidado completamente las cuestiones de importancia menor.

Posiblemente ambas opiniones eran parcialmente ciertas. Un mes después de la ejecución de María, Isabel seguía de riguroso luto, irritada aún y agresiva con sus consejeros, todavía despreciando sus acostumbradas diversiones. Por entonces los escoceses parecían más calmados y el evidente dolor de la reina empezaba a emocionar a los franceses. Era un tanto en favor de los grandes esfuerzos que Isabel realizaba para evitar una alianza entre España y Francia o entre España y Escocia. Entretanto el ataque de España quizá pudiera ser, por lo menos, retrasado. En los últimos días de febrero y también en marzo, el dolor de la reina no le impidió proseguir —por vía convenientemente secreta— el desarrollo de las proposiciones hechas en enero a un prisionero español de Walter Raleigh para que él las trasladase directamente al rey de España. Al mismo tiempo, con el consentimiento de no se sabe cuántos consejeros suyos, Isabel continuaba sus prudentes negociaciones con el duque de Parma. Si las cosas hubieran podido llevarse a la precaria situación en que se hallaban el día antes de la ejecución de Fotheringhay, la reina habría hecho lo imposible por restaurar la antigua incertidumbre.

Entretanto no podía descuidarse la mínima oportunidad. España amenazaba a Inglaterra en tres frentes. En primer lugar, en los Países Bajos. Con el ejército del duque de Parma en la costa flamenca, Isabel necesitaba a los holandeses tanto como éstos la necesitaban a ella. El sector gubernamental de Holanda se había comportado, en opinión de Isabel, de manera insolente y mezquina. La fuerza expedicionaria inglesa estaba resultando, hasta entonces, una catástrofe financiera y militar. Pero en todo caso, había que conseguir más dinero para las exhaustas tropas inglesas y había que ofrecer nuevas seguridades a los holandeses afianzando mejor la alianza que les unía. A pesar de su pena, en el mes que siguió a la muerte de María, Isabel halló tiempo para ocuparse de estos asuntos.

También halló tiempo para considerar otro posible lugar de peligro: Francia. Enrique III, en medio de sus desgraciados fracasos, había obtenido un triunfo diplomático. Nadie confiaba en él. Todos le tenían por falso. Si Mendoza y Felipe II le creían capaz de estrechar lazos con Inglaterra y Navarra, el mismo día que la Armada zarpase, Strafford y Walsingham y hasta quizás la propia Isabel temían que en un momento dado pudiera unirse a España y a los Guisa. En una sola cosa coincidían los estadistas españoles e ingleses: con el rey de Francia sólo podía tratarse por medio de la fuerza. España contaba con la Santa Alianza. Los consejeros de Isabel partidarios de la guerra se inclinaban por la idea de reforzar a los hugonotes con tropas de protestantes alemanes. Isabel sugirió entonces, muy ingeniosamente, que quizás por una vez los príncipes alemanes serían convencidos para luchar por motivos de religión y no por dinero; pero seguramente no hablaba en serio. Suspirando, convino en procurarles un subsidio de cincuenta mil libras esterlinas, titubeó cuando los príncipes exigieron fuese de cien mil, pero no cedió terreno. Al mismo tiempo se las compuso para conseguir algo más de dinero para el arruinado rey de Navarra. La reina no podía —como Walsingham— endulzarse estas amargas píldoras con un gran entusiasmo por la causa común del protestantismo en todo el mundo. Pero sí comprendía que, dado el peligro del momento, era necesario hacer algo para mantener a los franceses suficientemente ocupados dentro de su propio país.

Con todo lo cual, la mayor amenaza —un ataque español por mar seguía sin resolverse. En el mar, Inglaterra estaba bien preparada. Ningún país, en el siglo XVI, mantenía movilizada una flota de combate sin estar en guerra, pero Isabel, gracias a John Hawkins, disponía de más medios que ningún otro soberano europeo, y poseía además mejores barcos, todos construidos, o en reparación, con un coste mínimo. Sus lobos marinos estaban convencidos de poder vencer a los españoles no importa dónde, pero un combate naval —tanto en el Canal como en las costas españolas— era un asunto terriblemente costoso y arriesgado. Francis Drake tenía fe en un método más barato y juraba que estaba en posición de detener a los españoles en sus propios puertos mediante algún ataque por sorpresa a sus costas. Isabel vacilaba ante la idea de provocar nuevamente a su real hermano y de gastar un solo céntimo más de lo absolutamente necesario. Sabía que un loco entusiasta como Drake podía destruir todas sus pasadas esperanzas de repliegue. No obstante, suponiendo que pudiera detener a la armada, aunque sólo fuese un año, ¿cómo determinar los imprevistos frutos que ofrecería el tiempo? Además, la expedición tal vez podría financiarse como empresa privada sin necesidad, por tanto, de interrumpir fatalmente las negociaciones de paz ni comprometerse hasta el punto de no poder echarse atrás.

El plan finalmente acordado tiene todas las características de personal intervención de Isabel. A Drake se le facilitaron seis barcos de su majestad; cuatro galeones de primera categoría y dos pinazas. Se le autorizó para tratar con los traficantes londinenses a fin de obtener tantos barcos como quisieran unirse a él. El Lord Almirante ofreció enviarle su propio galeón y una pinaza y Drake, entretanto, equipó en Plymouth cuatro barcos suyos. La escuadra navegaría en busca de botín, dividiéndose los beneficios de modo que, por lo menos desde un determinado punto de vista, la expedición tuviese algún aspecto de especulación comercial privada. Pero las verdaderas instrucciones que recibió Drake fueron estas: «Dificultar los propósitos de la flota española e impedir su concentración en Lisboa». Los medios a emplear se dejaban a su discreción, «incluso el de atacar a los barcos dentro de sus propios puertos». Para este último aspecto Drake obtuvo el permiso de la propia reina. Por fin la guerra privada de Francis Drake contra el rey de España se estaba convirtiendo en la guerra de Inglaterra.

Es poco probable que Drake no discutiese con Francis Walsingham la posibilidad de que surgiesen variaciones y cambios de opinión en el consejo de la Reina si se demoraba la partida. Drake declaró que las órdenes recibidas llevaban fecha de 15 de marzo sistema antiguo (25 de marzo según el nuevo calendario romano); sin embargo, los espías de Mendoza supieron que unos días antes Drake estaba preparando los barcos de la reina con completa dotación de guerra. Tres días después, Drake había llegado a un acuerdo con los traficantes londinenses y los navíos de su majestad levaron anclas en Gravesend. Drake no zarpó con ellos. Tal vez quedase rezagado para celebrar una entrevista en Greenwich, pero en tal caso fue una entrevista secreta. Luego él y su esposa marcharon a Dover, donde una pinaza les condujo a bordo de la nave insignia. Diez días después de haber recibido órdenes llevó su escuadra a Plymouth Sound.

Permaneció allí sólo una semana trabajando con verdadero frenesí. Tenía que supervisar la preparación final de sus propios barcos y terminar con el aprovisionamiento de los de la reina, labor que, debido a la prisa, descuidó sin duda, pues, luego resultó que el contingente procedente de Plymouth y los barcos de la reina estaban peor aprovisionados que los procedentes de Londres. Tenía además otros problemas. Quizás ya fue en Plymouth donde corrió la voz —como ocurre a veces con los rumores incluso en el caso de servicios secretos— de que el objetivo no eran las Indias y posesiones españolas con ciudades comerciales y ricas plantaciones dispuestas al saqueo y con la oportunidad de asaltar la escuadra que transportaba la plata y de ganar pesos suficientes para enriquecer incluso al marinero más pobre, ni las mal guardadas costas de Brasil, ni siquiera las Azores, sino los puertos de Cádiz y Lisboa, protegidos por fuertes —y repletos, según se creía, de barcos armados— donde como botín sólo podían esperarse fuertes golpes. Se sabe al menos que la primera noticia de que el probable objetivo de Drake fuese Cádiz llegó a oídos de Mendoza precisamente cuando los primeros marineros empezaban a desertar abandonándole en número tan crecido que Drake, como era lógico en él, sospechó una traición. No obstante, esta vez tenía demasiada prisa para hacer algo más que indicar a las autoridades locales la conveniencia de detener a los desertores y escribir al Lord Almirante que un asunto tan peligroso para el servicio de la reina exigía el más severo castigo. Entretanto, dispuso que los turnos de guardia fuesen realizados por soldados y cuando se divisaron los mástiles del Merchant Royal y otros cuatro navíos —los últimos del contingente que Londres aportaba—, el 1 de abril (sistema antiguo), Drake lo tenía todo a punto para zarpar.

A la mañana siguiente, desde el camarote de la nave insignia, Elizabeth Bonaventure, y con su habitual estilo rebuscado y más entusiasmo del acostumbrado, escribió una carta de despedida a su amigo Walsingham diciendo en ella acerca de sus acompañantes:

«... todos estamos persuadidos de que nunca existió en ninguna flota comprensión mayor que ésta que esperamos tener el uno para el otro. Doy gracias a Dios de no tener aquí individuos sino miembros de un solo cuerpo para defender a nuestra graciosa soberana y a nuestro país contra el Anticristo y sus amigos. Doy gracias a Dios por la presencia de unos caballeros de alta alcurnia como son el capitán Borough, el capitán Fenner y el capitán Bellingham, mis compañeros en esta misión. Me parecen discretos, honrados y muy eficientes. Vuestro honor pudiese ver ahora cómo la flota se dispone a zarpar y cuán firmemente decididos están mis hombres para entrar en acción, Vuestro honor se regocijaría contemplándolos; ninguna pequeña diferencia les separará... Aseguro a vuestro honor que no se ha producido dilación alguna...».

Luego venía una velada alusión a la posibilidad de que pudiese existir «un mal intencionado, como no ha faltado en otras empresas» y la queja: «es dura prueba que hablen mal de uno aquellos que, o se mantendrán alejados del fuego o vivirán atentos a un posible cambio de nuestro gobierno, el cual, según espero, Dios nunca permitirá que puedan ver». En el momento de escribir esta nota es fácil imaginar que Drake no podía haber identificado entre sus compañeros de expedición a ningún solapado y traidor enemigo de aquellos que le obsesionaron durante toda su carrera. Posteriormente iba a convencerse de que el capitán Borough, su vicealmirante, era uno de ellos.

Al escribir tal cosa, pensaba seguramente en el grupo de consejeros de la reina partidarios de la paz, enemigos suyos y de Walsingham, como todos aquellos (con excepción hecha de Gloriana) que no deseaban la guerra con España. ¿Le había dicho Walsingham que la reina podía cambiar de opinión y limitar su libertad de acción en la misión a cumplir? Su enfática manera de subrayar la prisa que tenía parece indicar que se le aconsejó rapidez. Ciertamente, Walsingham sabía que las negociaciones entre Isabel y el duque de Parma habían avanzado un cauteloso paso más y que la reina no iba a poner en peligro el acercamiento con un golpe dado en las costas españolas. Pero ningún cambio en las instrucciones recibidas podía alcanzar a Drake a partir de aquel momento. «El viento me impele a zarpar...», escribió al final, en son de triunfo. «Nuestros barcos han desplegado velas. Dios me conceda vivir en su temor y que el enemigo se vea obligado a confesar que Dios lucha por su majestad, tanto en el extranjero como en la patria. ¡Adelante! En la nave de su majestad, Elizabeth Bonaventure, a dos de abril de 1587.»

La reina, en efecto, cambió de parecer. Un correo llegó galopando a Plymouth con instrucciones modificadas; por tener conocimiento de que el rey de España estaba dispuesto a zanjar las últimas discusiones y violencias y deseando no empeorar las relaciones, se ordenaba a Drake:

«... os prohíbo entrar por la fuerza en ninguno de los referidos puertos o fondeaderos del rey, ejercer violencia en sus ciudades o barcos anclados y realizar actos de hostilidad en tierra. Sin embargo y a pesar de todo ello, su majestad verá con agrado que tanto vos como los hombres a vuestras órdenes —evitando el derramamiento de sangre cristiana— hagan lo posible por apoderarse de tantos navíos del mencionado rey y sus súbditos como sea dable encontrar en el mar».

Fuera cual fuese la verdad acerca de sir Francis Drake u otro cualquiera de sus belicosos súbditos, Isabel quería dejar bien sentado que ella no estaba en guerra con el rey de España.

Si Drake hubiese recibido estas instrucciones y las hubiera hecho caso, sin duda su campaña habría sido muy distinta. Pero si no las recibió, no fue por una diferencia de minutos, como algunos de sus biógrafos, para hacer más dramática la narración, han pretendido. Existen varios borradores de la contraorden, pero el primero de todos, firmado por los consejeros privados de la reina —una copia del cual fue, sin duda, la que se envió a Plymouth— llevaba fecha del 9 de abril. Aquel mismo día (19 de abril, según el nuevo sistema) Mendoza supo, en París, que Drake se había hecho a la mar. Resulta curioso que ninguna noticia de su partida afectase las deliberaciones de Greenwich. Cuando zarpó la pinaza que había de darle alcance y entregarle la contraorden del consejo, Drake llevaba nueve días de navegación. Pocas veces necesitó tanto tiempo para evadirse de quien le perseguía. La galerna que empujó a la pinaza de nuevo hacia el Canal debió de ser rastro de la tempestad que dispersara la flota de Drake cerca de Finisterre pocos días antes. De todos modos, el hecho de que la pinaza navegase por el Canal hasta apresar un mercante portugués hace suponer que su capitán quizás había adivinado que su misión no era, a fin de cuentas, tan urgente.

Un distinguido historiador comentó que la contraorden «caracterizaba perfectamente a Isabel en funciones de ministro de la guerra». Por supuesto, sólo quería expresar su desagrado ante el hecho de que una mujer pudiera inmiscuirse en tareas propias de hombres. Muchos de los consejeros de la reina pensaban también así. Y sin embargo, cuanto más se estudia la contraorden más se llega a la conclusión de que era característica de Isabel, de su actuación tanto en la guerra como en la paz. Para empezar, una parte de ella resulta algo misteriosa, como envuelta deliberadamente en lenguaje confuso. El texto es ambiguo y oscuro. Sólo el aspecto económico, principalmente lo referente a asegurar la parte que correspondía a la reina en el botín, aparece con claridad y precisión. Pudo haber sido escrito perfectamente por la propia Isabel. El resultado del asunto (tanto si se pretendía alcanzar lo, que se consiguió como si no, y aunque se desprende la impresión de que sí) era obtener ventaja de dos políticas contradictorias seguidas simultáneamente. Walsingham podía escribir a Stafford (¿acaso no ignoraba que Mendoza sería debidamente informado?) que la reina había prohibido a Drake entrar en ningún puerto español y Burghley, por su parte, protestaba ante De Loo, representante del duque de Parma, bajo palabra de honor y con la mano sobre el corazón, que su majestad había enviado expresas órdenes a Drake prohibiéndole cualquier acto de hostilidad contra el rey de España, y asegurando castigaría severamente al capitán encargado de llevar el mensaje si fracasaba en su cometido y no podía justificarse bajo juramento. Todo esto podía confirmarse por pública evidencia de modo que el falso aserto de que Inglaterra y España no estaban en guerra siguiese vigente y que las negociaciones en los Países Bajos prosiguieran. Al mismo tiempo, Drake quedaba en completa libertad para entorpecer la concentración de la flota española valiéndose de los medios que prefiriese. Isabel quizás comprendió que, en este aspecto de la cuestión, Drake sabía tanto como otro cualquiera.