PERPLEJIDAD DE UNA REINA
Greenwich, 19 a 22 de febrero de 1587
Lo que para los londinenses era un hecho sencillo resultaba bastante complicado para la reina. Isabel seguía en Greenwich, el más grato de sus palacios, con jardines que descendían hasta el Támesis y numerosos ventanales que parecían vigilar las grandes naves flotando en aquella principalísima vía. Una semana antes había, finalmente, firmado la orden de ejecución de María, documento que su nuevo secretario, William Davison, había tenido en cartera hasta que la ansiedad de sus súbditos y los argumentos de sus consejeros rompieron toda resistencia de la soberana. En el momento de firmarlo, Isabel recordó a Davison que una reina podía morir de muchas maneras y no precisamente en manos del verdugo. Pero una ejecución pública era lo que sus consejeros deseaban, y sin más comentarios la orden fue entregada a Beale. Isabel ya no tuvo más noticias sobre el hecho; pero si realmente creyó que los hombres que desde el mes de noviembre la asediaban con todo posible argumento para que firmase el documento iban a dejar de actuar una vez éste en su poder, cometió uno de los pocos errores de su vida. Con su fino instinto político y sus conocimientos en tal clase de juegos, debía haber supuesto que muy pronto se recibirían noticias de Fotheringhay.
Cuando el hijo del conde de Shrewsbury, tras unas veinticuatro horas de viaje a lo largo de una carretera cubierta de fango, se presentó en el patio de armas de Greenwich sobre su agotado caballo, la reina estaba precisamente montando el suyo para una partida de caza y entre la confusión reinante ni siquiera advirtió quién llegaba. Así, pues, el mensajero dio a Burghley la nueva que éste recibió con alegría sólo que, debido a su larga experiencia en tratar a Isabel, se felicitó de que hubieran de ser otros quienes la comunicasen a la reina. Pero todos los consejeros pensaron igual que él. Londres bullía ya con la noticia y en los corredores de Greenwich no se hablaba de otra cosa cuando Isabel regresó a palacio y ya no pudo diferirse por más tiempo el relato del hecho.
Existen dos versiones con respecto a la reacción de la reina al saber la noticia, ambas contradictorias, como ocurre casi siempre con lo que atañe a Isabel. Un desconocido informador dijo a Davison, secretario de su majestad —él así lo asegura en sus tristes memorias—, que al saber que la reina de Escocia había sido ejecutada a manos del verdugo. Su Graciosa Majestad quedó impasible sin que nada en ella traicionase una emoción. Pero el hijo de María, el rey Jaime VI de Escocia, oyó referir que cuando la reina de Inglaterra conoció los detalles de la tragedia de Fotheringhay se mostró muy sorprendida y apesadumbrada, quedando tan abatida y llorosa como nunca nadie la había visto.
En esta ocasión, ambas versiones pueden ser parcialmente ciertas. Durante el reinado de su hermana, Isabel había aprendido bien a ocultar sus sentimientos y sus emociones. Si sintió sorpresa al saber que la orden de ejecución se había cumplido (sorpresa que no pudo ser abrumadora), su primer instinto tuvo que ser el de no traicionarse ante la corte de abigarrados personajes de palacio. Si Isabel lloró mientras sus súbditos se regocijaban, seguramente cuidó de no ser vista.
Por supuesto que luego, ante un público más apropiado, tuvo que dejar correr las lágrimas. Tenía motivos sobrados para llorar. De todos los peligros que la ejecución de María Estuardo aportara, el más inminente y lógico podía constituirlo Escocia. Su majestad Jaime VI había sido educado casi totalmente por los enemigos de su madre. Su tutor, en los años decisivos de su primera juventud completó sus funciones pedagógicas con la publicación de un libro acerca de María Estuardo, «una mujer abandonada de Dios», cuyo indigno lenguaje, por su indecente obscenidad, no merece ser traducido y en donde se citaba —como un crimen más entre los muchos que a María se atribuían— el asesinato del padre del propio Jaime VI. Ni siquiera luego de escapar a la tutela de Buchanan mostró el príncipe excesivo entusiasmo por la causa de su madre. Su gran preocupación con respecto a ella era que los ingleses la mantuviesen bien encerrada en la prisión. El sentimiento más sincero experimentado al tener noticia de la muerte de María fue probablemente el de alivio.
Es duro, sin embargo, para un rey ver a una madre en manos del verdugo; más duro aún para un rey cuyo pueblo no parecía muy satisfecho de que el privilegio de ejecutar a sus propios reyes le hubiese sido arrebatado por su hereditario enemigo del otro lado de la frontera. Muchos y belicosos señores escoceses intentaron convencer a Jaime para que vengase la muerte de su madre a la antigua usanza, es decir, cayendo a sangre y fuego sobre Inglaterra, seguros de que varias potencias extranjeras apoyarían su actitud. María era una heroína católica; la anterior reina de Francia; la cuñada del rey actual. Era también prima y aliada política del poderoso duque de Guisa. Otras potencias, aparte Escocia, sentirían la muerte de María como una ofensa propia y todas, gustosas, empujarían al hijo de María Estuardo hasta convertirle en cabecilla de los vengadores. Isabel sabía que en Escocia el partido antiinglés era cada día más fuerte y que cada día estaba más decidido a hacer de la muerte de María en manos de sus carceleros un motivo inmediato de declaración de guerra. Si Jaime conseguía eludir la peligrosa contingencia cuyo honor, aparentemente, le pertenecía, iba a necesitar toda la ayuda que la evasiva Isabel pudiera proporcionarle. Posteriormente, el secretario Walsingham —que había considerado indigno de él derramar una sola lágrima por María— estuvo apremiando a Isabel para que concediese al rey de Escocia una crecida suma a manera de soborno, para que abriese también su bolsa a otros escoceses susceptibles de ser comprados y para que fuesen bien reforzadas las fronteras del Norte. El honrado Walsingham no podía comprender la indiferencia de su majestad ante la amenaza de invasión por aquel sector, invasión que era un peligro más entre los muchos que amenazaban a Inglaterra. Pero Isabel había descubierto que las lágrimas eran más baratas que el oro o la sangre. Por la neutralidad de Escocia sólo estaba dispuesta a pagar el precio mínimo que consiguiese obtener del rey Jaime.
Las lágrimas, sin embargo fueron sólo la primera etapa de la operación. El viernes, su viejo amigo y nuevo Lord Canciller Christopher Hatton halló a la reina encolerizada y tachando a Davison de responsable principal por haber dado curso a la orden de ejecución sin expreso permiso de la reina. El sábado descargó sobre el consejo privado, reunido en pleno, los ininterrumpidos ataques de su ira. Sería magnífico poseer el texto completo de la real elocuencia que crispó las barbas de los consejeros y deshizo la fortaleza de unos cortesanos como el Lord Almirante y Lord Buckhurst y el propio gran Burghley... Todos ellos terminaron llorando y murmurando frases incoherentes. Se sabe, por quien estuvo a su servicio, que la ira de la reina era cosa terrible y difícil de soportar, pero en aquel caso preciso su vehemencia fue algo realmente único en su reinado. Según dijo más tarde uno de sus consejeros, «nunca su majestad se había mostrado tan conmovida». Pero es el caso que tener a sus dignos consejeros como llorosos colegiales tras una reprimenda y unos azotes era poco para la reina. Necesitaba más. Estaba buscando una víctima. Y aunque todos los consejeros, de rodillas, suplicaron clemencia, se dictó una orden de arresto contra el secretario Davison, quien fue inmediatamente trasladado a la Torre de Londres. La acción era drástica. Cuando un consejero de los Tudor de la categoría de un Davison pasaba por «la puerta de los traidores», difícilmente volvía a salir vivo. Aparentemente, Isabel no hacía sino anticiparse al cinismo de uno de sus amigos escoceses que al hacer constar que si era sacrificado Davison, Escocia se calmaría, tuvo ocasión de añadir: «necesse est unum mori pro populo».
Finalmente el precio a pagar no fue tal alto. Davison no murió. Los lores que juzgaron al infortunado caballero confirmaron su delito condenándole a una multa de diez mil marcos y a permanecer en la Torre a merced de la reina; con esto, los enfurecidos escoceses se dieron por satisfechos. El encierro en la Torre podía ser muy duro, pero también tan leve como fuera el de la propia Isabel años atrás. Es poco probable que el de Davison fuese muy malo y dieciocho meses más tarde, cuando otros acontecimientos importantes desviaron la atención pública de su persona, fue discretamente puesto en libertad. La crecida multa que le había sido impuesta fue cancelada y Davison continuó percibiendo su paga de secretario. La pobreza de que luego se quejó era ciertamente relativa.
Es imposible no sentir piedad por este hombre, viéndole desaparecer de tan súbita manera del escenario de la historia, pero tampoco hay que compadecerle demasiado. El casi único servicio importante que realizó en el ejercicio de su deber como nuevo secretario había sido el que le acarreó la ruina, pero William Davison era hombre tan rígido que posiblemente no hubiera podido mantenerse firme en un ambiente que requería flexibilidad e incluso algo de sinuosidad para subsistir. Después de firmar la orden de ejecución, Isabel le había sugerido indirectamente la posibilidad de que María fuese eliminada de manera menos humillante que en manos del verdugo público. Davison al principio no quiso entenderla; luego, al hacerlo, no disimuló su asombro ante lo insinuado. Como quiera que ella insistiese sobre el particular, escribió de mala gana a Sir Amias Paulet, devolviendo más tarde a Isabel la indignada respuesta de Paulet, quien se negaba a derramar la sangre de María sin que mediase una orden legal de ejecución. A juzgar por su expresión, Davison coincidía en todo con él, hecho que justificó más tarde la terrible cólera de Isabel desencadenada sobre los elegantes y afectados puritanos que tenía a su servicio. El nuevo secretario no se libró de su ira. Los historiadores, incapaces de captar la versátil moral de la época, han aplaudido la actitud de Davison y condenado la de Isabel sin tener en cuenta que, en ambos casos, la vida de María quedaba decidida, que las costumbres del momento consideraban el asesinato de un rey con tolerancia no extensible a su ejecución legal y que tanto Davison como Paulet por afiliarse a la asociación, estaban comprometidos para realizar un acto igual al que reprobaban. El caso es que los graves lores que rodeaban a Isabel —con los nervios crispados, todos ellos, a causa de las muchas ansiedades sufridas— decidieron liquidar diferencias personales y unirse en común conspiración para obligar a la reina a un acto irrevocable, hecho que Isabel advertía perfectamente. Había ofrecido a Davison una oportunidad para escapar de las ligaduras que a ambos iban ciñendo, sólo que él no hizo sino apretarlas todavía más.
Una vez al menos, Isabel le advirtió del peligro. Tras entregar la orden de ejecución, pero antes de que ésta fuese remitida a Fotheringhay, le dijo que había soñado que la reina de Escocia moría por causa suya, pero sin su conocimiento, y que sintió tal dolor y tal cólera que de haberle tenido cerca le habría hecho daño de verdad. Davison sólo respondió que se alegraba de no haber estado a su alcance. ¿Se permitió quizá alguna otra advertencia anteriormente? Antes que Davison se ausentase para visitar al Lord Canciller solicitando fuese sellada con el Gran Sello la orden de ejecución, la reina le aconsejó se detuviese en la mansión, cercana a Londres, donde desde hacía varias semanas estaba recluido Sir Francis Walsingham —debido a una enfermedad providencialmente larga— y que mostrase a su antiguo secretario la orden firmada, añadiendo: «A lo mejor se muere de repente de la impresión.» ¿Quiso únicamente chancearse del implacable odio que Walsingham sentía por la reina de los escoceses? Las ironías de Isabel solían alcanzar un punto de mayor agudeza. Puede que quisiera insinuar a Davison que si la orden de ejecución debidamente firmada podía ser un tónico para Walsingham, la noticia de la muerte de María, en cambio, no le causaría ningún alivio. Pero el pobre y rígido Davison no era hombre para tanta sutileza. La teoría de Camden, que vio en Davison una víctima propiciatoria, pues sus rivales cortesanos le ayudaron a ocupar el importante cargo adivinando el desastre irremediable que —al menos para uno de ellos— se produciría después de muerta María Estuardo, resulta bastante aceptable. Por supuesto, en cuanto Davison desapareció tan súbitamente de escena, los que quedaron ocuparon su lugar.
La actitud de Isabel con respecto a Davison no fue dictada sólo para satisfacer a Escocia sino para calmar a toda Europa. Escribió para el ex hermano político de María, el rey de Francia, un detallado relato de su sorpresa, cólera y dolor, documento que los diplomáticos de París se encargaron de difundir ampliamente. El embajador de Venecia informó a su señor de cómo lamentaba lo ocurrido la reina de Inglaterra. Aparentemente, si Isabel firmó la sentencia y la entregó a Davison fue para acallar las exigencias de su pueblo, no porque esperase que la misma se cumpliera. Por ello había ordenado la detención de Davison y dispuesto su destitución. Isabel estaba decidida a poner de manifiesto, fuera como fuese, su pena. Otros gobiernos escucharon la misma historia, tanto es así, que en Londres, los más íntimos consejeros de la reina comenzaron a alarmarse por las consecuencias de su acción ante los efectos que todo ello producía en la reina. El propio Mendoza, su enemigo más enconado, que soñaba —desde París— con volver a Londres tras las picas de sus viejos camaradas de Flandes, dijo en una carta a Felipe II que la muerte de María afectó tan profundamente a Isabel que tuvo incluso que guardar cama. Cuando el caso lo requería, Isabel era una consumada actriz, pero si verdaderamente aquello se reducía a una representación teatral, cabe decir que su actuación no podía ser más perfecta.
No podemos creer que todo fuese ficción. Ante una personalidad tan compleja como la de Isabel siempre es mejor no asegurar nada definitivo acerca de sus actos. Cualquiera puede dudar de que no reparase en las posibles consecuencias al entregar a Davison la orden de ejecución firmada y de la verdadera sinceridad de su asombro. Su pretendido afecto por la reina de Escocia no ofrece garantías de verosimilitud. Con María Estuardo sólo tenía un lazo de unión: la enemistad. Y si la amenazadora —lo fue para su país y para ella misma— figura de María Estuardo hubiese desaparecido de otra manera, Isabel, evidentemente, habría dominado su pena. Es el caso que ni la pena ni el remordimiento que quizá sintiese fueron verdadera causa de su preocupación. El hecho en sí mismo bastaba para hacerla llorar. Quizá mejor que nadie en Inglaterra comprendía Isabel cómo el hacha, al caer en Fotheringhay, había cortado el lazo principal que ligaba a Inglaterra con el pasado.
A los cincuenta y tres años no es fácil romper con un pasado en el que se ha triunfado plenamente y hacer frente a un mundo nuevo y difícil. Desde el comienzo de su reinado, tras una breve y desastrosa experiencia en Francia —experimento que le demostró las inciertas probabilidades de la guerra y su verdadero coste—, Isabel evitó en lo posible todo compromiso irrevocable. Su política exterior era no tener política exterior que quedase insensible ante el más ligero cambio registrado. Su consistencia fue siempre el ser inconsistente. «Aprovechar las ventajas del tiempo» era, en aquel entonces, máxima principalísima del arte de gobernar un país. El tiempo resolvía tantos problemas, cancelaba la necesidad de tantas decisiones desesperadas, revelaba tan inesperados factores en el calidoscopio del mundo, que los gobernantes más astutos se daban por satisfechos refugiándose en una juiciosa pasividad, en un cauteloso oportunismo. Pero Isabel hizo algo más que aprovechar el transcurso del tiempo. Isabel lo detuvo; algunas veces incluso parecía que lo anulaba. Era siempre la misma, precisamente por ser siempre distinta. Mientras que toda Europa avanzaba con inexorables pasos, día tras día, año tras año, en la peligrosa pendiente de la catástrofe económica y la lucha fratricida, Isabel, con su caprichosa actitud, con su indecisión, conseguía milagrosamente que el tiempo, en su amada isla, se estacionase. Ningún diplomático inglés podía estar seguro de que lo ocurrido hoy constituyese al día siguiente algo inevitable; por simple capricho de su ánimo, Isabel podía volver las cosas al estado en que se hallaban el día anterior o, si realmente se lo proponía, a como estuvieron un año atrás. En Europa la tenían por lunática; sus cortesanos decían de ella que era traviesa como Puck, y esquiva como el mercurio. Verla contemplar las intrincadas evoluciones de sus diplomáticos balanceándose al borde de uno y otro precipicio resultaba agotador para sus hombres de estado. De imitarla, los sistemas nerviosos masculinos más fuertes de Europa habrían quedado destrozados. Pero si había algo que fuese evidente era que Isabel se divertía.
Su problema era gobernar uno de los más indomables reinos de la Cristiandad, conservar su independencia de voluntad y juicio entre una multitud de cortesanos ávidos de mostrar, en la primera posible ocasión, su superioridad masculina, y procurar no situarse jamás en posición donde algún hombre pudiera decirle: «Tienes que hacer esto o aquello». Sus armas eran la astucia, el artificio femenino, un deliberado rechazar lo evidente, la instintiva preferencia por todo lo ambiguo y enigmático y una misteriosa habilidad para la mistificación. La cuestión era envolver a cuantos la rodeaban, a los embajadores, enviados y reyes de los estados del continente, en una sagaz y complicada trama, procurando con la mayor delicadeza que todos se encontrasen comprometidos y permaneciendo ella, por su parte, siempre en libertad. Durante muchos años Isabel fue la primerísima estrella del ballet que ella misma dirigía. Mientras la batuta permaneciese en su mano tenía confianza en mantener el compás.
Pero ningún ballet, por muy lleno que esté de fantasía, logra otra cosa que la ilusión de evadir el tiempo. Cierto que durante más de un cuarto de siglo Isabel consiguió alejar de su isla el amenazador paso de la historia valiéndose del divertimiento de su propia y extraña función, pero la tranquila sucesión de unos años sin acontecimientos importantes terminó siendo un acontecimiento en sí. Isabel no era la dueña, sino la madre de lo que hoy llamamos temperamento isabelino; por lo tanto, como la mayoría de las madres, no supo apreciar bien a su prole. A la osadía que ella les enseñó, los ingleses añadieron un resuelto poder de determinación, una brillante imaginación —impropia de Isabel— y una ambición tan pujante que a la propia reina iba a resultar difícil de dominar. Viendo a sus súbditos surcar valientemente los mares que España había hecho suyos, la reina se regocijaba; pero es poco probable que alguna vez captase el verdadero significado de aquellos viajes. Se divertía controlando las tierras de los Países Bajos ocupadas por su primo Felipe —aunque en tan precaria situación que nunca podría emplearlas como catapulta para lanzarse sobre Inglaterra—, pero simpatizaba tan poco con la idea de combatir a los católicos como con la actitud del rey de España, que hacía quemar a los protestantes sólo por el hecho de ser protestantes. Para su mente fría, escéptica y calculadora, el entusiasmo de sus súbditos empezaba a resultar tan incomprensible como las oscuras pasiones de los españoles. Verdaderamente, el empuje de aquel entusiasmo iba turbando cada día más el delicado equilibrio de fuerzas que hacían posible su propia libertad de acción. La mezcla de codicia e idealismo que surgió a raíz del espectáculo del Golden Hind flotando, triunfal, en aguas del Támesis, hacía que un creciente contingente de súbditos de Isabel marchasen a probar sus picas junto a los holandeses o a despertar con el eco de sus cañones a las Indias Occidentales. Súbditos que antes agradecían la paz, acuciaban ahora la guerra. Y en manera sutil, pero inevitable, el equilibrio de fuerzas en su propio consejo había cambiado. Donde antaño había imperado la intrincada unión de las viejas familias contra los hombres nuevos, los rigurosamente conservadores contra los puritanos, existía ahora —y la reina se enfrentaba con él— un consejo cuya fuerza y peso pretendía empujarla hacia una decisión irrevocable, hacia un camino que habría que recorrer hasta el final.
En realidad, era la historia la que forzaba la situación. Ni siquiera por arte de magia el choque de las fuerzas irreconciliables no podía ser aplazado indefinidamente. Cada paso que el coloso español de los pies de plomo daba en Europa, hacía más inmediato el choque. En Europa ya no existía equilibrio; sólo una fatal dicotomía que tenía que resolverse por la violencia. Burghley se había rendido a la evidencia. Isabel lo sabía. Había enviado a Drake a saquear las Indias con una flotilla de sus buques de guerra; había enviado a Leicester a Holanda, al frente de tropas inglesas, y había aceptado, aunque contra su voluntad, la jefatura de la causa protestante en Europa que el asesinato de Guillermo el Taciturno había puesto en sus manos. Pero nada de ello le agradaba. El viaje de Drake a Cartagena había humillado a España exacerbando a los españoles, pero no infligió ningún serio golpe al poderío español y ni siquiera proporcionó un beneficio decente. La estancia de Leicester en los Países Bajos constituía una continua preocupación y también casi un desastre continuo. El dinero que Isabel concienzudamente dejaba caer en los cofres holandeses (nadie, aparte de ella, parecía darse cuenta de que tenían muy poco) desaparecía en las movedizas arenas de una incompetente administración y unos funcionarios poco íntegros, dejando a sus tropas tan hambrientas y harapientas como si nada se hubiese enviado. Cada desagradable mes transcurrido hacía por otra parte a los holandeses más desconfiados con respecto a los verdaderos propósitos de Isabel y más exigentes, también, en sus demandas. Dos años de guerra le habían costado más de doscientas cincuenta mil libras esterlinas y la vida de varios miles de valerosos soldados y osados caballeros —entre ellos, su favorito Philip Sidney—, y el esfuerzo apenas consiguió retrasar algo el inexorable avance de los españoles. En el mes de julio anterior, Walsingham había escrito a Leicester en estos términos: «Dos cosas tan contrarias a los deseos de su majestad como son, por una parte, la posibilidad de que la guerra sea perpetua, y por otra el continuo aumento de los dispendios, consiguen perturbarla de tal forma que cada día está más arrepentida de haber intervenido en la contienda.» Desde entonces la situación no había mejorado. En una misma quincena, Isabel tuvo noticia de que dos traidores ingleses, Sir William Stanley y Rowland York, habían vendido Deventer y el fortín de Zutphen a los españoles, anulando así todos los pequeños beneficios del año, y precisamente el día antes de que se tuvieran noticias de Fotheringhay, Isabel terminó una tempestuosa entrevista con la última comisión llegada de Holanda negándose en redondo a otro préstamo y al envío de refuerzos militares, poniendo de manifiesto, sin rodeos, su pobre opinión acerca de los Estados holandeses. Todo el temor que sintió de verse envuelta en una posible situación ruinosa, interminable e insostenible para su reino, parecía materializarse de pronto ante sus ojos. Burghley y Leicester, Walsingham y Davison, todo su consejo privado parecía confabulado contra ella empujándola forzosamente a decisiones fatales una tras otra.
El ataque a la reina de Escocia formaba parte del plan. Hasta entonces la guerra con España había sido una contienda limitada, ni declarada ni continuada directamente. Desde la muerte de Guillermo el Taciturno, Isabel luchó por mantenerla en esta fase ambigua, abrumando a sus capitanes con prohibiciones y consejos, empeñada en conservar la ilusión de que el choque podía aún evitarse porque se abría ante ella una salida. En este juego tan peligroso, la reina de Escocia había sido pieza importante durante más de veinte años; algo así como la pieza clave. Mientras que la ruina de Isabel significase el triunfo de María Estuardo, el primo Felipe meditaría mucho antes de lanzar el peso total de su poderío contra la reina de Inglaterra. María era francesa, de la cabeza a los pies, y Francia después de todo, pese a su temporal eclipse, era el enemigo tradicional del poder de los Habsburgo. María se apoyaría en Francia y en los Guisa, por muy obligada que a España estuviese, y en fin de cuentas, Felipe podría hallar que una reina católica profrancesa en el trono de Inglaterra era más peligrosa para su precario dominio de los Países Bajos y su creciente hegemonía en Europa que cualquier reina hereje. El hombre prudente que fue su padre el emperador basó toda la vida su política en mantener separadas a Inglaterra y Francia, ignorando más de una ofensa de los ingleses para no correr el riesgo de que el reino de la isla se lanzase en brazos de Francia. Felipe siempre había demostrado, en el pasado, estar de acuerdo al respecto con su padre e Isabel esperaba que no cambiase y que mientras viviese María, la ofendida ortodoxia de Felipe II y su injuriada majestad, continuasen equilibradas por intereses dinásticos de suerte que se mostrase tan reacio como la propia Isabel a correr el riesgo de medir sus fuerzas con las armas.
Ni el más agudo de sus adversarios diplomáticos, ni siquiera el más íntimo de sus propios consejeros, llegó nunca a leer hasta el fondo en la mente de Isabel Tudor. Tampoco ahora puede pretenderlo nadie. Era maestra absoluta en el político arte de emplear palabras que ocultasen su sentido. En cuestiones públicas, como en asuntos personales, llenaba hoja tras hoja con los vigorosos trazos de su escritura, retorciendo las frases —como si fuesen serpientes— sobre secretas intenciones, eludiendo, sugiriendo, prometiendo, negando, y finalmente apartándose del hecho sin haber dicho más de lo que convenía a sus propósitos. En negociaciones públicas o ante el consejo, se permitía a veces francos estallidos, vehementes manifestaciones de personal emoción aparentemente incontroladas, pero quienes la conocían bien estaban seguros de que, ni por un momento, en el torrente de palabras que dejaba escapar latía el más pequeño indicio de sus reales intenciones.
No obstante, si de algo podemos estar seguros con respecto a Isabel, es de que odiaba la guerra. ¿Quizá por ser el único punto del arte de gobernar sobre el que una mujer no podía pensar igual que un hombre? ¿O porque la desordenada violencia del conflicto ofendía su complicado sentido del orden? ¿Tal vez sencillamente porque costaba dinero? ¿O porque siendo asunto imprevisible, incontrolable por naturaleza, destruía lo que ella, tras su insegura juventud, había convertido en principal pasión de su vida, es decir, el mantenerse siempre dueña de la situación, el controlarse a sí misma en toda circunstancia? Fuera lo que fuese, el caso es que odiaba la guerra. La empujaron a la guerra con España contra su voluntad. Pero aún esperaba hallar una salida. Creyó tenerla siempre conservando la vida a María Estuardo. Que ello significase un riesgo para la suya, le importaba bien poco. De otras cosas se mostró cuidadosa Isabel Tudor, pero nunca de su propia existencia. La desesperada resistencia que opuso a la creciente opinión que le exigía que María fuese ejecutada era ciertamente sincera. Ahora que otra puerta se había cerrado para siempre, mientras desde su oscuro dormitorio de Greenwich adivinaba el largo y estrecho camino que conducía a una interminable contienda, de la cual, en adelante, cada vez tendría menos posibilidades de escapar, Isabel lloraba —sin que nadie pueda dudarlo— sinceramente.