EL EVIDENTE DESIGNIO DE DIOS

San Lorenzo de El Escorial, 24-31 de marzo de 1587

CAPÍTULO
VII

Los mensajes que Mendoza mandó a España puede que llegasen al mismo tiempo que los enviados a Roma. El embajador de Venecia supo finalmente que la noticia de la muerte de María Estuardo se recibió en El Escorial la noche del 23 de marzo. Ciertamente debió de ser así. Desde París, la ruta hasta Madrid era más dura que hasta Roma, más peligrosa en Gasconia, más áspera y difícil en Castilla la Vieja, pero bastante más corta. El correo para España había salido antes; seguramente dispuso de los mejores caballos de los establos del embajador y tan pronto como llegó a la frontera, el mensaje debió de salir a toda velocidad hacia el Sur por mediación del correo real. Pero no existe la seguridad de que así fuese. Aunque lo intentase, Felipe II no podía corregir con su propia escritura todos los errores y omisiones de sus subordinados. Este despacho carece, pues, de fecha de recibo. El cuerpo diplomático no supo nada de la muerte de María hasta el 31 de marzo. Los embajadores pasaban mucho frío en Madrid —ciudad alejada de El Escorial unas treinta millas por carretera aproximadamente— y aun en las contadas ocasiones en que el camino no estaba cubierto de barro a causa de la nieve y la lluvia, los chismes de la corte eran a menudo la comidilla general ocho días antes de que llegasen a oídos de algún embajador.

Entretanto los diplomáticos no hacían más que preguntarse qué es lo que estaría haciendo el rey allí entre aquellas montañas.

Llegara la nueva cuando llegase, lo cierto es que el 31 de marzo Felipe no había tomado ninguna decisión. Las razones de su actitud pueden ser varias. Cuando una valija diplomática llegaba a El Escorial, su contenido, por urgente que fuese, era recibido por el funcionario apropiado, descifrado por un empleado y colocado, junto con el original, sobre el apropiado sector de la larga mesa de la sombría habitación en que el rey pasaba la mayor parte de sus horas de vela. Sobre aquella larga mesa se amontonaban toda clase de documentos oficiales: correspondencia de embajadores, informes de virreyes, de gobernadores, de oficiales de aduanas, de funcionarios municipales y del Tesoro. Allí se amontonaban también peticiones y memoriales, resultados de investigaciones judiciales, estados de cuentas de diferentes puertos, minas y fundiciones, además de los de la casa real. Iban llegando cada día, de todos los reinos de Castilla, de la Corona de Aragón —últimamente también de Portugal— y de otras posesiones de Felipe II, de Nápoles, Sicilia, Milán, el Franco Condado y las provincias belgas; de Méjico, Perú y Brasil; de la dorada Goa y la africana Soana y de las islas de los mares de Oriente y Occidente. Nadie, desde el principio de la Historia, había gobernado tantos territorios como Felipe II de España. Nadie había sido dueño de tantos títulos de reinos, de tantos ducados, condados, principados y señoríos. Y nadie, sin duda alguna, había tenido que leer tantos documentos. Más tarde o más temprano, Felipe leía, si no todos, por lo menos gran parte de ellos, dejando con su letra minúscula al margen de las páginas agudos comentarios de estadista y triviales correcciones de ortografía y gramática. Cada anotación era como una prueba, para la posteridad, de su abrumadora, su asombrosa actividad. Por supuesto, algunas veces se atrasaba un poco. Si el mensaje que Mendoza envió con tanta urgencia quedó sin leer durante algunos días, tal vez durante algunas semanas, sobre la mesa del rey, ciertamente no había sido el primero ni el último en correr tal suerte.

No obstante, por regla general, los despachos urgentes recibían rápida atención. Generalmente, si Felipe tardaba en actuar era porque le gustaba pensar las cosas dos veces. Solía revisar metódicamente todos los argumentos en favor y en contra de una determinada decisión, planeando el asunto por escrito apoyándose siempre en los documentos apropiados. Cuando estaba entre sus consejeros tenía costumbre de escuchar, pero casi nunca hablaba. Después, en silencio, como atrincherado tras sus consoladoras montañas de documentos, mientras oscilaba la llama de las velas y algún subsecretario bostezaba en un rincón, lenta y obstinadamente Felipe forjaba su criterio.

En este aspecto —así como en otros— de la personalidad del rey, el monasterio de San Lorenzo de El Escorial es todo un símbolo y una revelación. Ya cuando luchaba en las guerras de su padre en los Países Bajos, Felipe había soñado en San Lorenzo, e incluso en estos tempranos sueños siempre situó el palacio-monasterio en España. En cuanto volvió a la patria comenzó a buscar el lugar adecuado. Paseó mucho por las desnudas laderas cercanas al mísero poblado de El Escorial antes de que fuese hundida la primera estaca o cavada la primera zanja, bebió agua en los manantiales de la montaña, respiró aquel aire transparente y sintió la lluvia y el viento sobre sus mejillas. Una vez decidido, se apresuró a lanzar sobre el lugar seleccionado un ejército de obreros y a una confundida y un tanto irritada comunidad de monjes jerónimos. Desde entonces a Felipe le resultaba muy difícil alejarse de allí. Prefería aquella bucólica austeridad al mundano Toledo, al suave y delicioso Aranjuez; prefería su austero dormitorio semejante al de un cura de aldea por lo sencillo, o una improvisada celda en el monasterio provisional todo él construido en madera, a sus palacios más agradables. En los veinte años transcurridos durante la construcción de San Lorenzo, constantemente discutió los detalles con el arquitecto, recorriendo los andamios con el maestro constructor, dando ánimos a los obreros con mayor interés y más amabilidad de los que nunca dedicó a los grandes del reino. Las líneas principales del edificio y muchos de sus detalles eran completamente obra suya.

Desde el principio Felipe concibió para la parte central del edificio un noble templo donde pudieran reposar los huesos de su padre y los suyos y donde pudieran celebrarse misas por el alma de ambos (muchas misas diarias hasta el fin de los tiempos). Así, en adelante, vivió como obsesionado por el miedo de morir antes de ver terminada su tumba. Presionaba tan urgentemente el trabajo que sus consejeros se lamentaban de que el rey pasase tanto tiempo en el monasterio como por todos sus dominios. Ahora bien, aunque la decoración del interior no podía darse por terminada mientras los agentes del rey pudiesen encontrar un nuevo cuadro en Venecia, otro tapiz en Flandes o alguna pieza de escultura clásica en Roma o Nápoles, la última piedra del edificio y la última viga habían sido colocadas hacía ya dos años. La inmensa mole de piedra que alzó a su alrededor retrataba su peculiar carácter como ningún otro edificio de Europa haya reflejado jamás el espíritu de un hombre.

El monasterio está situado en la ladera de una montaña con la rocosa y accidentada cordillera del Guadarrama alzada en vertical a su espalda y la base de aquélla extendida en declive ante él. Es como un monumento colocado sobre un pedestal para admiración de toda la llanura española. Por sus elevadas proporciones, sus distantes perspectivas, su fondo agreste hacia la parte Norte, y la luz, el aire, el silencio que lo circundan, produce una abrumadora impresión de soledad y de aislamiento. Los macizos muros, desnudos de todo adorno y construidos con granito del lugar, casi parecen surgidos del mismo monte por obra de la naturaleza. Sus estrechas y muy profundas ventanas casi podrían ser bocas de cueva o alma de cañones.

En el centro del edificio se alza la cúpula de la iglesia del monasterio. Su forma recuerda la de San Pedro, detalle que no escapó a los contemporáneos y que probablemente fue concebido para que a nadie escapase. No importa qué emperador hubiesen elegido los alemanes, Felipe estaba convencido de que era emperador por voluntad de Dios y por lo tanto, un personaje tan sagrado como el Papa. El templo que es prueba manifiesta de esta creencia resulta más pequeño que su rival de Roma, pero en la Europa del siglo XVI no existía un conjunto de edificios que pudiera compararse, por su tamaño, al Escorial, si se exceptúa el grupo arquitectónico formado por San Pedro y el Vaticano. Ambos se componen evidentemente de una iglesia y un palacio. Ambos eran en la Europa de 1580 a 1590 edificios modernos, construidos según las normas arquitectónicas en boga. Ambos respiraban el espíritu de la Contrarreforma. Pero aquí terminaban las semejanzas. La iglesia de San Lorenzo, en los días de Felipe II, carecía totalmente de la alegre ostentación y la opulencia popular características de la de San Pedro. Nunca ha tenido el aire de abierta y universal bienvenida que ésta respira. El San Lorenzo de Felipe II —encerrado en el centro de un monasterio de gruesos muros— es como la ciudadela de una fortaleza, como un estandarte sagrado en el centro de un pelotón. San Pedro es el puntal en el que se apoya la contraofensiva espiritual de Roma, el anuncio confiado y elocuente de la fe católica. La iglesia de San Lorenzo es el símbolo de la belicosa defensa de la ortodoxia por medio de la espada temporal.

Que Felipe consideró el gran monasterio como un desafío y una amenaza lanzados a todos los herejes de Europa y que éstos deseaban, a cualquier precio, destruirlo, es algo más que una simple fantasía. Frecuentemente así lo hacía constar, atribuyendo cualquier accidente o retraso a las maquinaciones de los heréticos espías. Es, pues, bien lógico que un edificio construido por quien así pensaba tuviese aspecto de fortaleza. El hecho de que la iglesia construida en el centro albergase la tumba donde —de acuerdo con los planes establecidos para toda su compleja estructura— habían de celebrarse gran número de misas por el alma de Felipe y de sus familiares, revela, más que la espiritualidad del rey, su sentido de la posición única que con los suyos creía ocupar en la cristiandad. De igual manera, la elección del sitio en donde construir el monumento muestra elocuentemente que deseaba situarse por encima aún del más importante de sus súbditos. No obstante, El Escorial revela algo más que la personalidad pública del propio Felipe. En el recóndito corazón del inmenso edificio, precisamente junto a la iglesia del monasterio se ocultan unas habitaciones austeras, siendo las dos más importantes una especie de estudio o cuarto de trabajo con bastante luz, pero algo pequeña, y más allá un dormitorio o alcoba con una pequeña ventana con postigos que da precisamente al interior del templo, a su altar mayor. El monasterio, el palacio, la tumba, todo resulta ser como otras tantas máscaras que oculten un lugar de retiro, un refugio, casi un escondrijo.

Que el lugar seleccionado por Felipe para edificar El Escorial garantizase el aislamiento, no bastaba. En la desnuda y rocosa ladera de la montaña donde fue edificado no existía ni una sola casa decentemente habitable, aparte del propio San Lorenzo, y el usufructo de la tierra de los alrededores no permitía la construcción de otras moradas. Más aún, pese a las grandes dimensiones del edificio, reinaba en él gran actividad, pues, según lo dispuesto por el rey, había en su interior escuela, biblioteca, taller y hospital. Es decir, que allí sólo cabían la comunidad de monjes jerónimos y los componentes de la casa real. No quedaba sitio para los enjambres de cortesanos suplicantes y oportunistas que acosaban al rey en cuanto la corte se trasladaba a Madrid o a Valladolid. Allí, sus poderosos primos, los grandes del reino, y los corteses e inoportunos enviados de aliados y súbditos no podían forzarle a hospitalidad alguna, ni podían instalarse por allí cerca.

Sin embargo, aun dentro de aquel aislado lugar, Felipe se había procurado un mayor aislamiento. El pequeño conjunto de habitaciones poco acogedoras en las que pasaba el rey cada año más tiempo fue proyectado para mantener a distancia a los demás. Las cámaras eran demasiado pequeñas, los pasillos demasiado estrechos para que en ellos pudiera agolparse una multitud. Los accesos se controlaban con facilidad; bastaba una mirada para examinar un recinto; no era posible tropezar de improviso con un visitante inesperado. Felipe amaba a su familia pero ésta ocupaba otro sector del edificio. También amaba a sus monjes y confiaba en ellos, pero su acceso personal al coro se hacía por una puerta escondida y una escalera secreta. Hasta la entrada pública a sus habitaciones tenía aspecto misterioso y apartado. Una vez en ellas, Felipe podía disfrutar de verdadero aislamiento total. En el siglo XVI y durante toda la Edad Media, el aislamiento y la vida privada fueron envidiable prerrogativa de los ermitaños. Cuanto más importante era un hombre, mayor había de ser la multitud que le rodease en sus horas de vigilia. Es posible que fuese más por su creciente amor a la vida privada que por su convencional piedad por lo que muchos llegaron a creer que Felipe II, a medida que se hacía viejo, resultaba monjil.

En cierto modo, esto era cierto. Trabajando con los ojos enrojecidos, los huesos doloridos, los dedos rígidos, aquel hombre que se había impuesto a sí mismo el cargo de primer funcionario del Imperio español parecía realmente un asceta. En forma progresiva y a medida que se iba haciendo viejo, abandonó en aras de su tarea, no sólo la caza, los bailes y las fiestas —diversiones tradicionales de los monarcas— sino también todo lo que realmente amaba: las flores y los cuadros, los paseos por el campo, la compañía de sus hijos... Y en toda su agonía de dudas, al enfrentarse con cualquier decisión importante que afectara a sus reinos, también debió de existir meditación religiosa. Se sabe que Felipe creía firmemente que Dios exigía más a un rey que al resto de los mortales, y mucho más aún al rey de España. Tenía conciencia de la terrible carga que pesaba sobre sus hombros. Quizás la soledad de su habitación, semejante a una celda monacal, lejos del paso de las horas, le resultaba tan necesaria en su lucha por saber lo que Dios quería de él, como lo hubiese sido para la solitaria lucha de cualquier monje. Allí, en su casi monacal recinto se encerró Felipe durante siete días —según se cree— sin escribir una sola línea referente a Inglaterra y sin hablar del asunto a nadie, excepción hecha de su confesor, con quien trató acerca del funeral por el alma de la reina. Y no porque tuviese otras consultas que hacer. Si los entusiastas ingleses habían estado presionándole para la realización de la empresa durante más de veinte años, Felipe llevaba considerándola seriamente tan solo cuatro. En su mente y en sus voluminosos archivos el plan había empezado a tomar forma definitivamente clara. En España, los preparativos para la empresa habían comenzado ya y los funcionarios de rigor habían recibido toda la información necesaria sobre el proyecto. Para cuándo sería fijado —si es que se fijaba— el siguiente paso, cuándo empezaría a moverse el pesado mecanismo administrativo con mayor rapidez, era cosa que sólo podía decidir el rey.

A principios de 1580, poco después de que el monarca volviese de su paseo militar por Portugal y no mucho antes de que fuese colocada la última teja en los tejados de El Escorial, la empresa de Inglaterra comenzó a ser un plan bien definido. La anexión de Portugal significaba un gran aumento del poder naval de España en el Atlántico. Los portugueses habían sido los exploradores del océano. En el océano Índico habían usado los cañones de sus veleros para aplastar las galeras de guerra de egipcios y turcos y ganar un imperio basado en el dominio del mar. En aguas africanas y brasileñas, sus galeones habían alcanzado el mismo éxito contra corsarios ingleses, franceses y españoles. Y en la última fase de la conquista española de Portugal —la toma de las Azores—, un almirante español al mando de galeones portugueses había obtenido dos brillantes victorias frente a los escuadrones que el pretendiente portugués reclutara en los puertos franceses. Combates todos ellos entre embarcaciones al estilo atlántico, en el segundo de los cuales los españoles creyeron haber vencido a los buques ingleses y franceses. Bajo el entusiasmo de esta victoria, el almirante don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, experimentado veterano de Lepanto, se ofreció para derrotar a la flota inglesa en cuanto su soberano lo ordenase.

En respuesta a su ofrecimiento, Felipe II solicitó un presupuesto de las fuerzas que se necesitarían en la empresa de Inglaterra. La pregunta del rey, bien realista por cierto, enfrió algo el entusiasmo del almirante, quien demostró en sus cálculos una justa apreciación de la flota inglesa. Santa Cruz pedía ciento cincuenta barcos grandes, incluyendo todos los galeones (la embarcación de guerra del momento) disponibles y el resto buques mercantes todo lo grandes y bien armados que fuera posible; cuarenta urcas para el almacenaje de las provisiones (grandes barcos de carga, pudiera decirse) y unos trescientos veinte navíos auxiliares de toda especie; botes para transmitir órdenes y para atender posibles naufragios o hundimientos; rápidos y bien armados guardacostas para exploración y persecuciones (zabras y fragatas); un total de quinientos diez navíos además de cuarenta galeras y seis galeazas, tripulados en total por treinta mil marineros y dispuestos para el transporte de sesenta y cuatro mil soldados, totalidad de fuerzas mucho más considerable de lo que Europa había visto hasta entonces en sus mares. Según los cálculos de don Álvaro, incluyendo armamentos e intendencia necesarios, arcabuces, corazas, picas, pólvora, balas, cuerdas, áncoras, galletas, arroz, aceite, pescado en salazón y todo cuanto la expedición podía necesitar para una campaña de ocho meses, sólo habían de gastarse unos 3.800.000 ducados. No era suficiente si se ha de juzgar por lo que Felipe fue comprando —en lo que hace referencia a barcos y provisiones— durante los años siguientes, pero el almirante igual habría podido pedir 38 millones. No obstante, ambas cifras, al igual que el resto de exigencias que pesaban sobre él, y hasta el creciente aumento de sus deudas, todo estaba fuera del alcance de Felipe II. Y ni siquiera con la cifra más alta mencionada se habría podido reunir la totalidad de las embarcaciones sin que transcurriesen unos años. Para juntar los quinientos navíos que el almirante solicitaba habría sido necesario dejar los puertos de España e Italia casi sin barcos. Desde el punto de vista de la misión a cumplir, el presupuesto del almirante parecía razonable. Desde el punto de vista de la economía, resultaba completamente absurdo.

Pero Felipe II tenía otro presupuesto para contrarrestar el de su mejor almirante; precisamente el que había enviado su más grande general de tierra. Santa Cruz pretendía que toda la fuerza expedicionaria saliese de España por mar; sería pues, una expedición naval unificada con él como jefe supremo. Alejandro de Parma era partidario —si las condiciones se mostraban favorables— de prescindir por completo de la flota. Treinta mil soldados de infantería y cuatro mil de caballería junto con la ayuda de los católicos ingleses bastarían para poner en práctica el plan. Con vientos y mareas favorables intentaría el transporte de su ejército, desde Newport y Dunquerque, valiéndose de barcazas, en una sola noche. Era la misma idea que tendrían mucho después Napoleón Bonaparte y Adolfo Hitler. Alejandro de Parma, por lo menos, admitía que la condición más esencial para el éxito del proyecto era su condición de total sorpresa. Cómo podían ignorar los ingleses que treinta y cuatro mil soldados y setecientas u ochocientas barcazas se estaban concentrando en las costas de Flandes es cosa que Parma nunca llegó a explicar. Quizá pensara que si, llegada la ocasión, surgía la flota inglesa en su camino, le vendrían muy bien los refuerzos solicitados para los Países Bajos. Felipe comprendió la jugada. En el margen del apartado donde Alejandro de Parma, dentro de su plan, hacía constar la necesidad de que el desembarco fuese por sorpresa, hay una nota de puño y letra del rey que dice: «Poco probable.»

Estudiando los planes de sus dos mejores generales, Felipe II entresacó su propio plan. El de Parma recibiría refuerzos por tierra desde Italia, aunque no quizás tantos como solicitaba. Llegado el momento, aguardaría con sus barcazas y su ejército en la costa flamenca. Mientras tanto, Santa Cruz reuniría en Lisboa una flota de combate, una armada capaz de enfrentarse con la inglesa y transportar o escoltar numerosas tropas de infantería española. La armada zarparía rumbo a Inglaterra, dirigiéndose al canal. El duque de Parma ordenaría entonces a sus fuerzas embarcar, y la flota española, unida a sus barcazas, les daría escolta hasta el sitio elegido para el desembarco en algún lugar de la desembocadura del Támesis. Una vez seguras, en su punto de destino las barcazas de Alejandro de Parma y desembarcada la infantería procedente de España, don Álvaro tendría que asegurar las comunicaciones de Alejandro de Parma por mar. Si la flota inglesa presentaba batalla o surgía la ocasión, don Álvaro tendría que intentar la destrucción del enemigo, pero la principal misión de la armada era proteger el desembarco. Se ignora si don Álvaro comprendió bien el plan, pero Alejandro de Parma sí que lo entendió todo; de igual modo que don Bernardino de Mendoza, por lo menos seis meses antes de morir la reina de Escocia, había comprendido perfectamente todo el alcance de su propio papel.

En cierto modo puede decirse que el plan era bueno. Felipe no parecía confiar —como el de Parma— en los católicos de Inglaterra, aunque, por supuesto, sin contar con alguna división de las fuerzas inglesas, las tropas invasoras difícilmente bastarían para conquistar la isla en su totalidad. Servirse de los veteranos del duque de Parma, haciéndoles cruzar el Canal, en lugar de transportar todo el ejército invasor desde España, resultaba muy económico. (¡Como si Felipe hubiera podido reunir toda la tropa solicitada por don Álvaro o encontrar los barcos para su transporte!). Y era un buen asunto, realmente, aprovechar la incomparable maestría del duque de Parma para la guerra en tierra. Por otra parte, éste no quedaba privado de comunicaciones y medios para la retirada; no se le condenaba a la alternativa desesperada de conquistar Inglaterra o perder todo su ejército. Reduciendo y simplificando el papel de la flota, cabía esperar que las fuerzas que pudieran ser reunidas bastasen para la realización del hecho. Por supuesto era un plan complicado y algo rígido que no permitiría errores ni accidentes. Pero Felipe II confiaba en la habilidad y obediencia de sus generales. No parecía existir un plan mejor.

Sin embargo, hasta aquel momento, los preparativos españoles tuvieron como un aire de vacilación, de tentativa poco firme. Se habían firmado contratos para la compra de importantísimas cantidades de galletas y salazón, tela para velámenes y jarcias. Se estaban reclutando nuevas compañías de infantería y otras ya formadas se reorganizaban para mantenerse en perfecta forma. En Alemania e Italia, los agentes del rey buscaban armamento naval, grandes cañones, culebrinas, toda clase de armas de fuego que un barco pudiera transportar, tanto en hierro como en bronce, y hasta mosquetes, que eran prácticamente armas pequeñas. En los puertos de Andalucía y Vizcaya se concentraban innumerables embarcaciones de toda especie —ragusas, napolitanas, genovesas, francesas, danesas, y otras de las ciudades de Hansa— contratadas o dispuestas para algún servicio eventual. Y en Lisboa se estaban instalando los mástiles de muchos nuevos galeones mientras se reparaban otros antiguos, aunque la mayor parte careciese aún de cañones y de tripulación. Tanta actividad por toda la costa era signo evidente de que algo se tramaba, pero por el momento no parecía tratarse de una batalla a vida o muerte con Inglaterra. Los embajadores italianos en Madrid —un veneciano, un genovés, un florentino y dos representantes del Papa— no acertaron a decidir en aquella primavera si los preparativos eran destinados realmente contra Inglaterra.

Quizás ni siquiera el propio Felipe lo hubiese decidido aún. Los ingleses le habían dado motivos suficientes de provocación: la imprudente incursión de Drake en las costas españolas y en las Indias Occidentales: el ejército de Leicester en los Países Bajos y el empeoramiento de la situación de los católicos ingleses por quienes, desde su boda en Inglaterra, Felipe había sentido una especial responsabilidad. El Papa le exhortaba para que actuase, los exiliados ingleses le rogaban que se diese prisa y entre sus consejeros crecía una opinión favorable a la guerra. Felipe tal vez tardaba en apresurarse porque, según había escrito una vez, en asunto tan importante consideraba mejor ir con pies de plomo.

Por otra parte había en la propia empresa varios detalles que le desagradaban. Para empezar, su coste. Toda la plata de Méjico y Perú no consiguió evitarle, año tras año, un mayor hundimiento del Tesoro. Cargado de deudas iba, pues, empeñando anualmente parte de los ingresos nacionales y pagando más elevados porcentajes de interés por un dinero que desaparecía en el pozo sin fondo de los Países Bajos. Portugal, con su leyenda de tener monopolizados los tesoros de Ormuz e Ind, resultó estar tan al borde de la quiebra como España e incluso más cerca de ella. Felipe había tenido ocasión de aprender que una flota salía todavía más cara que un ejército.

Peor aún que el coste, era la incertidumbre. Y cualquier guerra es arriesgada, desagradable, para un hombre prudente. A Felipe le gustaba pensar que nunca había, conscientemente, buscado la guerra; que sólo en defensa propia había querido luchar y que nunca usó de su fuerza para robar u oprimir a sus vecinos. «Teme a la guerra», escribió acerca de él, despreciativamente, el padre Parsons, «como teme al fuego un niño que ha sufrido quemaduras». Temía, sobre todo, una guerra con Inglaterra. Conocía bastante aquel país del cual durante un tiempo había sido rey, el tiempo suficiente para saber que su plan —o cualquier plan para la realización de la empresa— implicaba una apuesta desesperada. Más de una vez, en algún comentario acerca de lo fácil que resultaría la conquista de Inglaterra, su pluma había garabateado al margen: «¡Disparate!». En ocasión de su matrimonio con María Tudor, había escrito: «El reino de Inglaterra es y debe seguir siendo fuerte en los mares, porque de ello depende su seguridad.» ¡Fuerte en los mares! Y así seguía siendo Inglaterra, según informes de sus más experimentados capitanes. Tan fuerte que no podía ser desafiada sin riesgo de perecer.

La empresa misma casi parecía ofrecer más riesgo en el triunfo que en la derrota. De estar viva María Estuardo, cuando los ejércitos de Felipe hubiesen derrotado a los ingleses, ella hubiese sido la reina de Inglaterra. Al fin y al cabo, era católica. Últimamente se había aproximado más a él. Quizás, al final hasta se hubiese mostrado agradecida. Pero su corazón era francés y Felipe había aprendido de su padre que el mayor peligro que podía ofrecerse a su dinastía era una unión de Francia e Inglaterra. Podría ser una amarga ironía que la sangre española, y el tesoro español, se perdiesen sólo para que un rey de Francia fuese nuevamente el más grande monarca de Europa. ¿Acaso podía Dios exigir tanto, aunque fuese por la restauración de la fe en Inglaterra?

Este peligro, al menos, había dejado de existir. No hay ninguna seguridad con respecto a lo que todo esto pudo representar para el rey. También se ignoran las reflexiones que pudo hacerse al recibir la carta de Mendoza. Sólo se sabe que después de unos días en que su pluma apenas si rozó papel alguno y en que sus secretarios permanecieron ociosos, súbitamente, en la tarde del 31 de marzo, el secreto corazón de El Escorial comenzó a latir con mucha actividad. Se produjo un verdadero alud de cortantes misivas. Santa Cruz tenía que estar dispuesto a levar anclas antes de que terminase la primavera. Los barcos y almacenes de Cartagena y Málaga se trasladarían rápidamente a Lisboa. Se enviaría a los astilleros vizcaínos el anticipo de 25.000 escudos solicitado, con la única condición de que se apresurasen. El arsenal de las Atarazanas de Barcelona revisaría sus armamentos y almacenes, entregando cuanto pudiese para el mejor equipo de la armada del Atlántico. Nápoles recibió una orden similar. Y seguidamente el rey tuvo que ocuparse de una grave cuestión: averiguar qué era lo que retrasaba el salazón que se esperaba recibir de Génova. Luego escribió una nota, velada y breve, para el duque de Parma, comunicando que los planes acordados, en vista de los recientes acontecimientos, estaban en rápida vía de realización; otra nota, igualmente corta a Mendoza, ordenando diese el pésame al embajador escocés por la muerte de la reina. Sobre otros asuntos no se daban nuevas instrucciones; el embajador podía interpretar este silencio dando por hecho que su consejo había sido aceptado.

Aquella misma noche, Felipe redactó un montón de largas cartas, en lenguaje más claro, para ser enviadas a Roma. Felipe nunca olvidaba que sus cartas a Mendoza o al duque de Parma podían ser interceptadas por los hugonotes, para quienes ningún sello era sagrado y en cuyas manos nunca estaba seguro un código secreto. La valija de Roma no corría este riesgo. Por lo tanto, además de un saludo cordial para el cardenal Caraffa y una detallada serie de instrucciones para William Allen —dando por cierta la colaboración que éste ofrecía en una carta que Felipe no había leído aún—, redactó algunas misivas y documentos para Olivares recordándole insistiese en la obtención del inmediato préstamo; recordase al Papa que no se podía tener confianza en el rey de Francia; le mostrase los documentos que apoyaban a Felipe como pretendiente al trono de Inglaterra, rogándole asimismo redactase un informe secreto confiriéndole la investidura. Naturalmente Felipe se la cedería a su hija. No deseaba más coronas. Pero la cruel muerte de la reina de Escocia había reavivado su ansia de llevar adelante la empresa.

También fue escrita otra carta destinada a ser vista en la curia: «Estoy desolado (por la muerte de María)», escribió Felipe; «ella hubiese sido el instrumento más indicado para llevar de nuevo estos países (Inglaterra y Escocia) al seno de la fe católica. Pero puesto que Dios, en su sabiduría ha ordenado las cosas de otra manera, El nos conseguirá también los instrumentos para el triunfo de su causa». Se puede afirmar que éste fue el fruto de las solitarias meditaciones de Felipe II. El mismo que le consoló y que le hizo firme en todas las pruebas que le esperaban, de modo que ocurriera lo que ocurriese, él siempre seguiría adelante, en línea recta, como un hombre guiado por una visión, como un sonámbulo. Quizás al dejar sobre la mesa su conclusión volvió a posar los ojos en aquel pasaje de Mendoza: «Así pues, parece evidente designio de Dios reunir en vuestra majestad las coronas de estos dos reinos.»