LA SANGRE CORRE POR VEZ PRIMERA
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Point.
31 de julio de
1588
CAPÍTULO
XXIIICon entera
certeza puede afirmarse que la primera batalla naval moderna de la
historia comenzó igual que una gesta de la Edad Media y los
romances de caballería. El Capitán General de los Océanos izó en lo
alto del palo mayor su pendón sagrado, en señal de que iba a
empezar el combate. (Como solían hacer los capitanes castellanos en
cuanto eran avistadas las galeras moras.) En cuanto al lord
almirante de Inglaterra, envió su propia pinaza, la
Disdain —en prueba
de desafío— el almirante de España del mismo modo que el rey Arturo
envió a sir Gawain para desafiar al emperador Lucio. Luego, una vez
lanzado el reto, a eso de las nueve de la mañana, Howard dirigió la
flota inglesa alineada en una sola hilera —en ala, como decían los
españoles— un barco tras otro, contra el extremo norte, el más
cercano a tierra, de la media luna española.
El flanco atacado fue el de Leyva, compuesto principalmente por el escuadrón de Levante que había constituido la vanguardia, mientras la Armada se dirigió al Norte con rumbo a la costa en su esfuerzo por aislar el destacamento de sotavento de la flota inglesa. En la mayor parte de relatos que existen sobre la batalla, el grupo de Leyva es denominado «la vanguardia», pese a que el adoptar su nueva formación la Armada había cambiado el frente por el flanco, virando cada barco hacia el Este unos noventa grados o más, por lo que Leyva se encontraba en el ala izquierda, y los levantinos formaban el cuerno de la media luna, proyectado hacia la retaguardia por aquel sector.
El barco más rezagado —el que ocupaba el puesto de honor y de peligro— era el Rata Coronada, del propio Leyva, y cuando el Ark Royal de Howard apareció ante su popa, don Alonso moderó la marcha para enfrentarse con la nave almirante inglesa de flanco a flanco y singlando con rumbo paralelo a ella, a través del armónico arco formado por la media luna española al paso que intentaba avanzar a barlovento para cerrar el campo. Inmediatamente tras él entró en acción la gran carraca de Bertendona, el mayor barco de la Armada, llamado Regazona —casi tan grande como el Triumph de la reina— y en pos de Bertendona el resto de la escuadra de Levante. Howard, creyendo que la Rata era nave almirante de los españoles «en donde se suponía estaba el duque», cambió con ella algunas andanadas «hasta que la misma fue apoyada por diversos barcos de la Armada española». Al menos así lo cuenta Howard. De hecho, los levantinos no eran los barcos de la Armada más indicados para barloventear y en modo alguno podían cerrar el campo, y como quiera que Howard no tenía intención de hacerlo, ambas partes combatientes se mantuvieron alejadas una de otra. Según cuentan las crónicas, no hubo heridos en esta fase de la batalla ni tampoco se tuvo que rescatar a nadie.
Mientras tanto, un grupo de barcos ingleses que Drake dirigía desde el Revenge —con Hawkins en el Victory y Frobisher en el Triumph, incluidos— atacó el otro flanco de la Armada, «la retaguardia», mandada por el vicealmirante Juan Martínez de Recalde. La acogida que se les dispensó fue muy distinta. Recalde, en el San Juan de Portugal, el más grande galeón de la Armada y un barco potentísimo, borneó para hacer frente al ataque, pero los otros galeones siguieron adelante. Más tarde, cuando Medina Sidonia advirtió lo que ocurría, tuvo la impresión de que, o bien Recalde se separaba de su escuadrón por alguna causa determinada o bien sus buques, deliberadamente, desertaban. En su informe al rey sugiere ambas posibilidades. Ninguna parece probable. Tanto la tripulación como los altos mandos de los galeones de Portugal, eran veteranos que difícilmente se hubieran asustado por el simple estruendo de un cañonazo.
En el transcurso de todo el combate, ninguna escuadra, en ninguna de ambas flotas, se portó con mayor gallardía. Es difícil imaginar a los vizcaínos de Recalde abandonándole. Por otra parte, de todos los jefes de escuadra, Recalde era el menos indicado para meterse en dificultades accidentalmente. Tenía fama de saber manejar sus barcos y sus tripulaciones. Si permitió que el duque eligiese entre dos factores poco probables fue seguramente para no confirmar la única conjetura admisible, a saber: que había desobedecido las órdenes recibidas, separándose de su grupo, ordenando no ser seguido y arrojándose deliberadamente sobre el enemigo.
Mejor que nadie, Recalde sabía que en adelante, perdido el barlovento, la única esperanza de triunfo estaba en la lucha cuerpo a cuerpo. Había considerado lo suficiente el desarrollo de la batalla para saber con seguridad que interpretaba bien las intenciones del almirante de los ingleses. Estaba convencido de que Howard tenía intención de mantenerse apartado y destruir los barcos españoles con sus culebrinas, disparando desde una distancia en donde sus barcos no sufrieran el más pequeño daño. Sin embargo, en los anales de todas las anteriores guerras navales nunca se registró el hecho de que un barco solo, rodeado de enemigo, no fuera abordado. El abordaje era la única forma de conseguir que una embarcación en condiciones de superioridad se hiciese con el botín intacto de otra; por entre el grupo que le acosaba, Recalde distinguió una nave mucho mayor que la propia y con castillos de proa y popa al menos tan altos como los suyos. Sería muy extraño que a su capitán no le tentase el abordaje, y Recalde sabía que una vez consiguiera clavar sus garfios en un galeón inglés, o mejor en dos, podría resistir hasta que se presentase ayuda. Seguidamente, si los ingleses también enviaban refuerzos quizá se produjese la general barahúnda del cuerpo a cuerpo de la que todo dependía. Y quizá, suponiendo que lograse atraer a los ingleses a una distancia suficientemente cercana para usar con éxito sus piezas de corto alcance, cañones, semicañones, y perriers (especie de catapulta), todo ello destinado a la destrucción de naves, incluso podía conseguirse un resultado satisfactorio. Merecería, pues, la pena arriesgar un barco y desobedecer una orden formal.
Drake tuvo que leer tan claramente en la mente de Recalde; como Recalde en la de Howard. El Revenge, el Victory, el Triumph y sus demás acompañantes, cerraron el campo, pero sólo a la prudente distancia de unas trescientas yardas, atacando sin cesar a Recalde con los largos cañones que constituían su más importante armamento. No podía acercárseles, pero ellos tampoco se le acercaron aunque Martín Frobisher desde el Triumph tuviera —en opinión de Recalde— fuertes tentaciones de hacerlo. Así pues, por espacio de más de una hora, el San Juan resistió completamente solo el cañoneo de los barcos ingleses hasta que se acercó el gran Grangrin, seguido por el resto de los vizcaínos, poniendo en fuga a los ingleses y protegiendo al San Juan en su regreso hasta el núcleo central de la flota, donde pudo reparar sus desperfectos.
Parece que el rescate del barco de Recalde comenzó con el movimiento del San Martín, el cual contribuyó también a que la operación quedase interrumpida. Puede que Recalde hubiera preferido quedarse más tiempo en la trampa, pero dijera lo que dijese a sus capitanes, nada pudo decir naturalmente el capitán general. En cuanto Medina Sidonia vio a su vicealmirante en peligro desplegó velas y puso rumbo hacia él. Inmediatamente todos los barcos de guerra del sector principal, los andaluces, los guipuzcoanos y los restantes galeones, le imitaron, aguardando con velas desplegadas hasta que la lenta deriva de los que luchaban en retaguardia les alcanzase y —suponiendo a los ingleses completamente absortos— quizá incluso dejarse atrás ganando la ventaja del barlovento. En lugar de ello, los ingleses, en el momento crítico, se desviaron abandonando el campo. Así terminó el primer día de batalla.
Cuando, hacia la una de la tarde, los ingleses abandonaron la lucha, Medina Sidonia tomó inmediatamente la ofensiva intentando ponerse a barlovento. Como la media luna era estrictamente una formación defensiva que sólo podía mantenerse con viento favorable, el duque dispuso sus naves en columnas de escuadras, todas ellas en perfil de proa, permitiendo que las lentas urcas siguieran su avance a sotavento. Sin duda alguna, los galeones, navegando de bolina a impulsos de una ligera brisa, constituirían una bella estampa, pero los ingleses podían fácilmente mantener la distancia escogida, permitiéndose de vez en cuando una pequeña salva de disparos artilleros. Las bruscas embestidas de la flota española, primero a babor, luego a estribor, tenían menos probabilidades de éxito que las valientes y ciegas acometidas del toro ante su ágil perseguidor. Por espacio de tres horas, el duque prosiguió con sus inútiles ataques. Después cambio de dirección para volver cerca de las esforzadas urcas. «Como el enemigo rompió fuego», consta en el cuaderno de bitácora, «el duque replegó fuerzas comprendiendo que nada más podía hacer, ya que los ingleses continuaban con el barlovento a su favor y sus barcos eran tan rápidos y ligeros que podían hacer con ellos lo que gustasen».
Para ambas partes combatientes, el primer día de lucha fue como una experiencia frustrada. Los españoles, más que dañados, se encontraban furiosos. No había otra nave con desperfectos más que la de Recalde, que sólo presentaba dos cañonazos en el trinquete y algún cordaje desprendido, más un puñado de muertos y heridos. Pero si el bombardeo de los cañones de largo alcance ingleses sólo había infligido hasta entonces pequeños desperfectos, a juzgar por todas las apariencias, dichos desperfectos volverían a producirse de nuevo en cuanto los ingleses quisieran; existían, pues, pocas probabilidades de conseguir un efectivo desquite.
En cuando a los ingleses, aunque sin sufrir daño alguno, empezaban a inquietarse de verdad. Se sabían poco preparados para hacer frente a un enemigo tan fuerte y considerable como aquél. La disciplina de la Armada española fue durante todo el día impecable y sus hombres mostraron igual espíritu combativo al principio como al final. La dotación artillera de la flota de España resultó también ser más importante de lo que creían, pues el enemigo tenía cañones largos para devolver el fuego y en sus mejores barcos había más piezas de corto alcance, cañones y perries que en los de la reina. Acortando distancias lo suficiente, los españoles podrían perjudicarles mucho, aun sin llegar al abordaje. Y si bien en aquel primer día la artillería española no causó desperfectos, tampoco, al parecer, logró grandes resultados la inglesa. Desde cerca, la Armada todavía resultaba más impresionante que desde lejos. Finalmente, entre las sombras del anochecer, parecía un muro de madera inexpugnable. Era ciertamente como una formidable fortaleza erizada de torres.
Los ingleses no se sentían orgullosos de su actuación. Habían sorprendido a los españoles más allá de Plymouth y si la Armada tuvo por un momento intención de presentarse allí (no había mostrado ni la más pequeña intención de ello), evidentemente la abandonó en seguida, pues navegaba ya deliberadamente majestuosa y en perfecto orden, remontando el Canal, hacia el punto donde debía encontrarse con el duque de Parma. Si en verdad querían evitar que lograse su intento tenían mucho que hacer. Howard, que antes deseara salir al encuentro de la flota española con sólo sesenta y cinco naves, dudaba ahora en presentar de nuevo batalla, prefiriendo esperar a que se le reuniese el resto de los barcos que quedó en Plymouth. Por otra parte, había escrito a todos los sectores en demanda de refuerzos en hombres y barcos. El Consejo Militar le apoyaba. A Walsingham escribió así: «Nos hemos batido desde la nueve hasta la una, obligando a algunos barcos enemigos a retirarse con vías de agua (esto era más un deseo que una realidad); sin embargo, no nos aventuramos a acercarnos porque su flota es eminentemente fuerte». Drake avisó a Seymour de que el enemigo estaba cerca, de modo aún más lacónico: «El día 21 salimos en su persecución y, acercándonos, cambiamos algunos disparos de cañón; al parecer, vienen decididos a vender caras sus vidas».
Las primeras pérdidas españolas de importancia se produjeron después de la batalla; fueron dos contratiempos completamente al margen de la acción enemiga, pero que costaron a la Armada dos naves importantes. La primera resultó ser aparentemente la menor. Poco después de las cuatro de la tarde, mientras los españoles rehacían su media luna defensiva y la escuadra andaluza se aproximaba hacia la derecha del duque, su capitana —la nave insignia de Pedro de Valdés, Nuestra Señora del Rosario— chocó con otra embarcación andaluza y perdió su bauprés. Luego, sólo pocos minutos más tarde, se oyó una tremenda explosión a la izquierda del duque. La San Salvador, almiranta de Oquendo, acababa de incendiarse y era pasto de las llamas. A poco desaparecían sus dos cubiertas del castillo de popa. Evidentemente, había estallado la santabárbara.
Cuanto más profundizamos el hecho, más detallada y dramática se nos antoja su historia. En su diario —sencillo cuaderno de bitácora— que el 21 de agosto envió a Felipe, Medina Sidonia dice simplemente que a bordo de la San Salvador habían estallado unos barriles de pólvora. Es de suponer que el duque había hecho averiguaciones y además llevaba a bordo del San Martín algunos supervivientes del San Salvador, pero si realmente sólo averiguó lo que dijo, no resulta demasiado sorprendente. Al parecer, todo aquel que se encontraba cerca del lugar de la explosión perdió la vida. Naturalmente, pronto comenzaron las conjeturas. Fray Bernardo de Góngora, que terminó el viaje a bordo del San Martín, oyó decir que la explosión fue debida a un descuido de los artilleros, suposición por otra parte muy verosímil. En otro barco se decía que un artillero había prendido fuego a un barril de pólvora sin que nadie supiese por qué. Probablemente era inglés. Algunos desertores, no del San Salvador, recogidos más allá de las Gravelinas, refirieron una historia más detallada. Un maestro artillero holandés a quien se regañó por un descuido había colocado un reguero de pólvora que terminaba en el almacén, encendiéndolo luego y saltando al mar, desconociéndose su posterior paradero. Un gacetista de Amsterdam tuvo una idea mejor. Oquendo había amonestado el maestro artillero por fumar en el alcázar y el individuo que, por supuesto, era holandés y prestaba servicio obligado, se limitó a arrojar tranquilamente el contenido de su pipa en un barril de pólvora para que el barco estallase. Naturalmente, Oquendo no navegaba en el San Salvador, pero no eran solamente los holandeses quienes se confundieron por el hecho de que en una flota española la nave insignia no fuese la almiranta sino la capitana. Qué podía hacer un barril de pólvora en el alcázar del barco, era otra cuestión. Semanas más tarde, en Hamburgo, el maestro artillero de la historia se había convertido en alemán, y la causa, un bastonazo propinado por un oficial español.
Cuando Petruccio Ubaldini se ocupó del hecho tuvo que rehacer la historia por completo. El maestro artillero —flamenco esta vez— se había sentido ofendido no sólo en su honor profesional sino en el particular. El oficial español que le amonestó se había acostado con su mujer, amenazando después a su hija, ya que ambas —gracias a la libertad poética— viajaban a bordo de la San Salvador. El flamenco encendió un reguero de pólvora y se arrojó al mar eliminándolos a todos de una vez. (Aquí Ubaldini se permite una conmovedora peroración acerca de la locura que representa despertar en un pecho humano la primitiva pasión de la venganza.) La barroca versión de Ubaldini debería haber arrastrado a todas las demás, pero ya por entonces tenía demasiados competidores y para los pueblos del norte quizá resultase, como determinadas iglesias barrocas italianas, demasiado exuberante. De otra parte, la historia del amante de la libertad o patriota o rencoroso holandés —o alemán, o inglés, o flamenco— ha quedado tan perfectamente centrada en la leyenda de la Armada como la de David Gwynn.
La catástrofe que la inspiró era completamente real. Medina Sidonia se apresuró a actuar. Disparó un cañonazo para llamar la atención de la flota y singló hacia atrás, hacia la San Salvador, enviando entretanto unas pinazas y botes auxiliares con mensajes. Los barcos pequeños se reunieron alrededor de la nave incendiada para remolcarla por la popa resguardándola del viento a fin de evitar que se propagase el incendio y para reforzar a la agotada tripulación que luchaba desesperadamente contra el fuego en el sector central (había otro polvorín bajo el castillo de proa), retirando a todos los heridos y víctimas de quemaduras para llevarlos a uno de los dos barcos hospitales situados entre las urcas. El San Martín, con el propio duque en cubierta, no se movió de allí. Siguió supervisando y ayudando al salvamento, hasta que aparecieron dos galeazas destinadas a llevar a la San Salvador hasta las urcas, ya que el incendio estaba prácticamente sofocado.
Por entonces la noche tomó mal cariz. El cielo se había encapotado, el viento soplaba en ráfagas inesperadas y la mar aparecía picada y densa. En el momento que la flota abría filas para acoger a las dos galeazas y a su desvalida carga, la nave de Pedro de Valdés, que sin el equilibrio de sus dos velas principales iba a la deriva, no resistió más; en un golpe de mar perdió el palo trinquete, tal vez debilitado por la colisión sufrida y la rotura del bauprés. De nuevo el duque actuó sin pérdida de tiempo. Otra vez disparó un cañonazo para detener el avance de la flota y navegó hacia la Nueva Señora del Rosario, que seguía, inclinada de banda, en retaguardia. Esta vez el primero en llegar fue el San Martín. Pocos marinos de la Armada superaban en pericia al comandante del buque insignia, capitán Marolín de Juan. A pesar de lo agitado que el mar estaba en aquellos instantes y de lo mal que se mantenía el Rosario, el capitán Marolín consiguió echarle un cable. El propio San Martín pudo remolcar la nave averiada, pero el cable no había tenido tiempo de quedar asegurado, cuando el Rosario, saltando como un potro salvaje, se desprendió. El viento crecía en violencia y el mar en furor y cada vez era más difícil echarle otro cable. Desde la cubierta de popa, el duque observaba el trabajo con penosa atención.
Estaba oscureciendo y había una pareja de pinazas en las cercanías cuando Diego Flores de Valdés subió a popa para protestar. Oficial de experiencia, comandante de los galeones de Castilla, estaba en el buque insignia por indicación del rey, ostentando el cargo de jefe de Estado Mayor del capitán general y principal consejero en cuestiones navales y militares. Declaró que el duque debía volver a su puesto y la flota reanudar su: ruta hacia el Este. Siguiendo allí, en medio del mar embravecido, los barcos podían fácilmente chocar entre sí o diseminarse durante la noche, de forma que al amanecer el duque quizá no divisase la mitad de la flota. Era imposible continuar con aquel desorden frente al enemigo, poniendo en peligro el éxito y la seguridad de toda la flota por causa de un solo barco.
Según padece, siguió una amarga y acalorada discusión. Se cree que Diego Flores fue apoyado por otro oficial—quizá Bobadilla, maestre de campo general—. Finalmente, el duque accedo a la propuesta, aunque sin dejar de insistir en que había de permanecer allí hasta que llegase Ojeda en el pequeño galeón que hacía las veces de capitana de la reserva y cuatro pinazas para tomar posesión, y asegurarle que las órdenes dadas a una de las galeazas y la nave almiranta de las andaluzas, para que ayudasen al salvamento, habían sido recibidas. Luego el duque viró hacia atrás y volvió a su posición en el grueso de la flota y ésta en formación cerrada reanudó su avance. Poco después el roncar de los pesados cañones, que entre la oscuridad resonaba aún de modo más fuerte precisamente hacia donde el Rosario se hundía, resultó impresionante.
El duque había permanecido todo el día en cubierta sin probar bocado desde el desayuno. Tampoco entonces bajó a la cámara. Un muchacho le trajo pan y queso a la cubierta de popa, donde quedó largo rato apoyado en el coronamiento, contemplando la estela y las sombras que iban quedando atrás. Su primer fracaso verdadero fue abandonar al Rosario a su suerte. Sabía que, no importaba quién le hubiera aconsejado ni que el consejo fuese sensato, la culpa de lo ocurrido recaería sobre él. Quizá sólo entonces recordó que Diego Flores de Valdés y Pedro de Valdés, además de primos, eran implacables enemigos.