«NO ES ASUNTO DE IMPORTANCIA»

Costa portuguesa, del 2 al 20 de mayo de 1587

CAPÍTULO
X

Seguramente Drake debió haber oído en Cádiz que Juan Martínez de Recalde —quizá el marino español más famoso, después de Santa Cruz— navegaba por algún lugar cercano a San Vicente con una escuadra la mitad de numerosa que la suya. Cuando el 2 de mayo puso proa hacia el oeste de Cádiz, Drake intentaba probablemente buscarle. Todo cuanto pudo conseguir fue la captura de un correo que iba también en busca de Recalde con órdenes urgentes de Felipe II en el sentido de que rehuyese la flota inglesa, superior a la suya, refugiándose en Lisboa. De nuevo en alta mar y desplegando toda la velocidad posible, Drake volvió a poner rumbo hacia el Norte. Pero ya era demasiado tarde. Recalde había tenido noticia de la potencia de Drake, anticipándose a las órdenes del rey. Mientras los ingleses daban la vuelta al cabo de San Vicente, la escuadra de Recalde —siete potentes navíos vizcaínos y cinco pinazas— enfilaba la desembocadura del Tajo aprovechando la marea, con intención de anclar bajo el cobijo de los fuertes que protegían la ciudad de Lisboa.

El día 9 de mayo, satisfecho por la huida de Recalde, Drake dejó repentinamente de buscarle. Cuando, a una señal del almirante, acudieron sus comandantes a bordo de su nave para celebrar consejo, o —como ocurría con más frecuencia— para recibir órdenes, Drake dijo que volvían al cabo de San Vicente, para desembarcar y apoderarse del castillo de Sagres y otras plazas fuertes de las cercanías. No dijo por qué. «Actuaba con su valiente compañía, para incrementar el honor de su fama, en servicio de su soberana», escribió Robert Leng, caballero aventurero que se unió a la expedición quizás con la esperanza de sacar de ella un importante beneficio literario. «Estratega nato, había comprendido la importancia capital del famoso cabo», dijo un gran historiador de la época victoriana, fiel admirador de Drake. Aparte de la opinión basada en la lectura de libros de caballerías y la inspirada por la lectura de las campañas de Nelson, contamos con el rígido criterio del vicealmirante de Drake, compañero de armas —aunque a disgusto—, William Borough. En una carta lamentablemente irrespetuosa que dirigió a Drake la noche siguiente de saber su plan, Borough no parecía creer que las facilidades para el aprovisionamiento de agua fuese lo que en Sagres tentara a su comandante, ya que «allí no hay, en media milla a la redonda, más sitio para el aprovisionamiento de agua que una charca a la que es muy difícil llegar», ni tampoco el valor de la artillería de bronce del castillo. «De lograr vuestro propósito», escribió Borough, «¿qué ganaréis con ello? Nada que merezca la pena. Tampoco nuestros hombres saldrán ganando. Sólo vos mismo tendréis la satisfacción personal de decir: Esto es lo que he hecho en tierras del rey de España.»

Borough no dudaba de la importancia que como posición militar tenía el cabo San Vicente. Lo suponía un hecho suficientemente reconocido. Tanto es así que estaba seguro de que precisamente allí se dirigía Drake siguiendo órdenes del consejo de la reina. Dijo, pues, al almirante que su misión habría de ser patrullar por las cercanías del cabo, dificultando los preparativos españoles. La operación de desembarco era arriesgada e innecesaria y el Lord Almirante había indicado especialmente los peligros de una parecida acción. Lo que exasperó más a Borough fue tal vez que entonces tampoco se celebrase un consejo entre jefes, y que él, en su calidad de vicealmirante de la flota, tuviera que enterarse de los planes por unos ruidosos comentarios de sus oficiales más jóvenes y no por boca del propio Drake.

Hasta qué punto se equivocaba Borough con respecto a las intenciones de Drake, es cosa que no puede ser justamente apreciada. Parecía convencido de que su flota podía patrullar por aguas del cabo de San Vicente todo el tiempo necesario para el cumplimiento de su misión, sin necesidad de anclar, y posteriormente algunos almirantes ingleses realizaron operaciones parecidas en períodos de tiempo bastante largos sin contar con una base cercana. No obstante, los barcos de guerra, en época de Isabel, no tenían las mismas condiciones de resistencia que los navíos de años posteriores. Si Drake se proponía permanecer todo el verano allí, un refugio seguro, libre de la amenaza de cañones enemigos, un lugar donde los barcos pudiesen ser carenados y se tomasen los hombres descanso en tierra, iba a ser muy útil. En sus viajes por el Caribe, Drake siempre había buscado bases parecidas. Pero sin duda le empujaba en esta ocasión su vieja codicia de corsario en busca de botín, y, en su condición de enemigo jurado de Felipe, el ansia de llevar a cabo una importante hazaña en tierras del rey de España.

Las condiciones climatológicas demoraron el desembarco de Drake hasta el 14 de mayo, en cuya fecha, en lugar de lanzarse sobre Sagres, atacó Lagos, un puerto cómodo y seguro situado a unas quince millas al este en dirección a Cádiz. Lagos había sido en otro tiempo una ciudad próspera, pero en los últimos tiempos su comercio había decaído y Drake esperaba hallarla poco defendida. Sin embargo, resulta difícil imaginar cuáles podían ser sus planes para conservarla, después, en su poder. Ancló la flota en la bahía, al oeste de Lagos, cuando anochecía y desembarcó sus soldados, sin hallar resistencia. Al amanecer Anthony Platt, teniente general para las operaciones de tierra, dispuso sus hombres —unos mil cien— formando una sola columna en la playa. Las fuerzas de choque delante, luego, al frente, dos filas de arcabuceros, otras dos en ambos lados y dos más en la retaguardia; los lanceros en el centro. Fue una formación que los portugueses encontraron impresionantemente profesional. Así dispuesta, la columna inició la marcha sobre Lagos, al compás del triunfante rumor de las gaitas y los cimbales, igual que si pasasen revista ante el gobernador militar de Devonshire.

El desembarco, aunque no encontró resistencia, no había pasado inadvertido. Los invasores pronto observaron la presencia de algunos grupos de caballería que seguían su avance a ambos lados del camino, individuos de aspecto rudo y poco marcial, pero bien montados y excelentes jinetes. Se mantenían a distancia regular, a salvo de los mosquetes de largo alcance, pero a medida que la columna se acercaba a la ciudad, crecía el número de jinetes al acecho y empezaba a advertirse movimiento de infantería en las tierras altas del interior. La columna inglesa desfiló frente a las murallas de Lagos, comprobando que las defensas de la ciudad eran mucho más eficaces de lo que habían supuesto, y soportando el continuo fuego de grandes piezas de artillería, mosquetes, cañones de muralla y arcabuces. Seguidamente la columna retrocedió, haciendo alguna pausa para intercambiar inútiles disparos con los muros, y así, por el mismo camino que había recorrido a la ida, volvió a la playa.

Don Hernan Teller, gobernador general del Algarve, comandante de la defensa, se sintió sorprendido y aliviado. Sabía perfectamente que las fuerzas de defensa no estaban, ni mucho menos, a la altura de lo que las murallas daban a entender y dudaba de que sus lugareños y pescadores resistiesen durante mucho tiempo el empuje de aquellos soldados que parecían veteranos. No creía capaces a sus fuerzas de infantería de efectuar incursiones, pero en cuanto vio que los ingleses se volvían de espaldas hizo salir a los doscientos caballeros de su escolta para que se uniesen a los jinetes que ya estaban en el llano.

Transcurrieron dos incómodas horas de calor antes de que la columna embarcase otra vez. Desde muros y olivos, los mosquetes no dejaban de disparar sobre ellos y había cada vez más heridos que transportar... Y la misma irregular formación de caballería caracoleaba amenazadora a su alrededor, obligándoles a detenerse repetidamente y a formar grupos para rechazar algún ataque, sin cesar en la carga hasta que llegaron a la costa, cuando los cañones de sus barcos comenzaron a abrir fuego.

William Borough no estaba en posición de poder subrayar lo prudente que había sido su razonamiento al señalar los riesgos de una operación de desembarco. Drake había pasado cuarenta y ocho horas meditando la carta que le enviara su vicealmirante. La carta, evidentemente, fue escrita con poco tacto, pero teniendo en cuenta la libertad de costumbres y el poco formulismo del ejército y la marina en tiempo de los Tudor, nadie la hubiese considerado muestra de insubordinación. Ni siquiera la habrían tachado de irregular. Pero Drake, por ser un genio, no juzgaba las cosas como los demás. Recordó (y quizá no fue exacto) que Borough había intentado disuadirle de su plan de penetración en el puerto de Cádiz. Reflexionó (y quizá fue injusto) que Borough había mostrado demasiada prisa por huir hacia la salida de la bahía alta, antes de ser incendiadas las embarcaciones. Se dijo (con el resquemor que cabe imaginar) que por causa de Borough, su propia nave almirante, el Elizabeth, se había visto obligada a permanecer inmóvil casi doce horas bajo el fuego de la maldita culebrina del promontorio, en un lugar donde, a no ser por su huida, debió encontrarse el propio Borough. Olvidó (o quizá nunca llegó a saberlo) que en aquella tarde de calma Borough había tenido problemas propios que solventar, y llegó a la conclusión de que su vicealmirante sólo deseaba seguridad, y así fue acrecentando erróneamente la distancia que, en forma de pensar, les separaba. Considerando la situación en su peor aspecto, el comandante menos dispuesto habría considerado estúpida la actuación de Borough y en el menos favorable de los casos, incluso cobarde. Pero Drake profundiza más. Sabía que en Inglaterra existía una conspiración proespañola y propapista, dispuesta a destruir a todos los honrados protestantes que defendían la causa común. Sabía que, desde el instante en que se declaró a sí mismo enemigo mortal del rey de España, su vida estuvo constantemente amenazada por los agentes de la mencionada conspiración, adversarios sin forma ni rostro algunas veces, que le enemistaban con la reina, incitaban a sus marinos a la deserción, o avisaban a los pueblos y a las naves españolas del lugar donde pensaba descargar su próximo golpe... Otras veces eran villanos que la astucia del propio Drake conseguía desenmascarar, como aquel brujo negro, Thomas Doughty, a quien Drake hizo decapitar en la bahía de San Julián, antes de que el Golden Hind entrase en el Pacífico. Crimen principal de Doughty —o al menos el que parece más probable hoy— fue suponer que Drake sobrepasaba las órdenes recibidas. Igual que Borough. Borough también le acusaba de violar las costumbres propias del servicio de su majestad. Francis Drake había hecho atar con cadenas y grilletes a su propio capellán después de un sermón que le pareció irrespetuoso; luego había convocado a toda la tripulación y sentándose con las piernas cruzadas sobre un baúl y unas pantuflas en la mano, había dicho al clérigo: «Francis Fletcher, yo te excomulgo de la Iglesia de Dios y de sus gracias y beneficios; te denuncio además ante el demonio y todos sus ángeles.» Es, pues, bien lógico que un hombre de este temple no aceptase humildemente la lección de etiqueta naval que pretendía darle un subordinado, no importa sus años o su experiencia en el cuerpo. Tras un rato de reflexión, Drake convocó una especie de consejo de guerra a bordo del Elizabeth, leyó algún párrafo de la carta de Borough y anunció que iba a enviar al capitán Marchant, sargento mayor de las fuerzas de tierra, al Golden Lion para que tomase posesión del mando del navío, dejando a Borough confinado en un camarote, bajo arresto. Allí encerrado permaneció Borough durante todo el ataque a Lagos y también el mes siguiente, temiendo diariamente por su vida.

Una vez lo hubo confinado allí, Drake probablemente lo olvidó por completo. En cuanto embarcó todas sus fuerzas, tras el infructuoso desfile por Lagos, levó anclas y se alejó hacia alta mar. Pero en seguida volvió a acercarse a la costa para efectuar una larga virada hacia Sagres. Hernan Teller andaba todavía buscando refuerzos para la defensa de Lagos cuando las tropas de Drake subían ya el empinado y sinuoso camino de la playa para ocupar el desnudo promontorio batido por el viento. La técnica de la nueva operación fue tan distinta, decidida y osada, que cabe preguntarse si el ataque a Lagos no fue sino una treta.

Una casa señorial fortificada cerraba el paso al castillo de Sagres, pero estaba indefensa cuando los ingleses llegaron a ella y las fuerzas de ocupación la rebasaron sin dificultad. El castillo de aquel entonces coronaba las salientes rocas de la punta extrema del cabo de Sagres. Al este del lugar se extiende la bahía con su pequeña población de la playa al pie de los acantilados y al sur el océano perdido en la lejana curva de África; hacia Occidente el Atlántico mece las rumorosas olas que se inician más de tres mil millas mar adentro y al noroeste, no muy distante, se encuentra el promontorio del cabo de San Vicente, extremo final sudoeste de la Península Ibérica y de Europa. En este promontorio de Sagres se sentó en otro tiempo el monjil y visionario príncipe Enrique llamado el Navegante, para contemplar los mares desconocidos. Allí, en la ancha y corta altiplanicie protegida por escarpadas rocas, hizo construir el más antiguo edificio que Drake encontrara, su residencia Vila do Infante, con buen acomodo para su biblioteca, sus astrónomos y sus hombres de mar. En lo alto de aquella roca pelada fueron ideados los planes que habían de abrir a Europa los caminos del mar hacia el fabuloso Oriente y hacía continentes aún no soñados. En cierto modo todas las correrías que hasta entonces se había permitido Drake fueron algo así como pequeños productos secundarios de aquel sueño del príncipe Enrique.

Aunque el castillo de Sagres ya no era residencia real ni tampoco centro de erudición y elevadas empresas, sino un fuerte de tercera categoría destinado a proteger de algún posible ataque de los moros el pueblecillo que yacía a sus pies, contaba con una muralla en su sector norte, el único donde podía tener acceso alguien más que las gaviotas. La muralla era de piedra, gruesa, debidamente parapetada, con cuarenta pies de altura, una caseta y cuatro torres redondas equipadas con un largo cañón de bronce de los llamados Portingale sling —cañón de muro, giratorio— que podía disparar balas de media libra, capaces de matar a un hombre desde una distancia de trescientas yardas o más. Era un material fácil de cargar que podía dispararse con rapidez. Aun estando guardado por pocos hombres, un castillo así era prácticamente inexpugnable para tropas sin cañones de asedio.

Drake pidió la rendición del castillo recibiendo una cortés pero firme negativa. Ordenó entonces a sus arcabuceros y mosqueteros abrir fuego y mantenerlo sin pausa hasta que su guarnición abandonase las aspilleras. Unas gavillas empapadas de alquitrán sustituyeron a los cañones y petardos y en toda la peligrosa labor de amontonarlas contra la puerta principal, bajo los disparos que procedían de la muralla, Drake no dejó de ayudar personalmente a sus hombres. Tras dos horas de continuado ataque, la puerta fue reducida a un montón de rescoldos, el fuego de los mosquetes ingleses dominaba ya un sector de la defensa interior, buena parte de la guarnición estaba herida o había muerto, y el capitán, herido dos veces, se disponía a negociar la rendición. Drake se mostró generoso al dictar condiciones. Tanto los soldados como los paisanos que se encontraban dentro del fuerte quedaban en libertad para marchar, llevándose sus efectos personales, menos las armas. Hacia la media tarde, los ingleses eran dueños absolutos de la fortaleza. La sorpresa y el terror experimentados por tan rápida victoria hizo que las otras plazas fuertes del lugar —un monasterio y un pequeño castillo cercanos al cabo de San Vicente— se rindiesen sin un solo disparo.

Probablemente Drake no sabía que acababa de conquistar el castillo de Enrique el Navegante, cuna de todos los imperios coloniales europeos, pasados, presentes y futuros. Cabe pensar que, de haberlo sabido, no le habría importado lo más mínimo. Lo que a él le importaba era haber limpiado de enemigos los alrededores del cabo y apresado la fortaleza que protegía la base que eligió. Quizás también el hecho de haber realizado una proeza de guerra en tierras del rey de España. En cuanto al castillo de Sagres, si por un momento pensó en ocuparlo, fue para convertirlo en lugar inofensivo, inhabitable. Ordenó que las ocho piezas de bronce del castillo, los cinco giratorios de la muralla norte y los tres grandes cañones, un semicañón, una culebrina y una semiculebrina que dominaban el puerto, fuesen arrojados por encima de las rocas a la playa para, una vez allí, ser transportados hasta las naves. Antes de que sus hombres realizaran un último viaje a la playa, había incendiado todos los departamentos del interior dejándolos en su puro esqueleto ennegrecido, sin techo. El salón del príncipe Enrique, su estudio y biblioteca corrieron la misma suerte.

Cinco días después la flota inglesa se encontraba frente a Lisboa; para ser más exactos, frente a Cascaes, a salvo de los cañones del fuerte que protegía la entrada norte del Tajo. En Lisboa habitaba, a la sazón, el cardenal archiduque Alberto de Austria, sobrino del rey Felipe y virrey del reino de Portugal. También en Lisboa tenía su cuartel general el viejo marqués de Santa Cruz, quien ante la emergencia que le sorprendía con una flota enemiga ante sus propias puertas y sus doce galeones de Portugal sin los nuevos cañones que le habían sido prometidos, y sin artilleros ni soldados para presentar combate, había montado en cólera. La noticia de que la flota inglesa se encontraba frente a la desembocadura del Tajo le llegó precisamente el día anterior, y en una precipitada conferencia el virrey y el marqués llegaron a la conclusión de que el próximo probable objetivo de Drake iba a ser la rica y abierta ciudad de Sezimbra. Apresuradamente se enviaron refuerzos a dicho lugar, aunque el ejército escaseaba tanto por los alrededores de Lisboa que tuvieron que recurrir a los arcabuceros del castillo y a los soldados de los barcos de Recalde. Estos —galeras pertenecientes a la guardia del puerto y los barcos más rápidos que existían por entonces— acababan de doblar el cabo Espichel.

Pero la flota inglesa ni siquiera había reparado en Sezimbra. Seguía, por el contrario, en alta mar y las galeras de Lisboa —siete, al mando del hermano de Santa Cruz, don Alonso de Bazán— consiguieron situarse frente a ella, en orden de batalla, bajo el fuego de los cañones del castillo de San Julián.

Era precisamente el punto crítico. En aquel lugar una especie de dique marcaba la desembocadura del Tajo, este dique podía salvarse por dos pequeños canales, ambos estrechos y harto deficientes, en el extremo norte uno de ellos y el otro en el extremo sur. El de la parte norte, generalmente de más tránsito por ser más profundo y seguro, estaba protegido por las baterías de San Julián. Al otro lado del río, un edificio conocido por la Torre Vieja guardaba la angosta entrada del Sur. Pasado este recodo y aunque existía otra posibilidad de riesgo —menos considerable— ante Belem, una flota como la de Drake podía hacer mucho daño en el puerto de Lisboa y hasta quizá saquear la ciudad. Santa Cruz sabía que a un comandante decidido, disponiendo de pilotos que conociesen las vías de acceso a Lisboa, le sería posible forzar ambas entradas. El canal del Sur resultaba estrecho y peligroso, pero los cañones de la Torre Vieja eran escasos y de poco calibre. Los de San Julián eran mejores, pero el paso más fácil de atravesar; contando con una brisa fuerte y la marea crecida, una hilera de galeones podía cruzarlo perfectamente con pocos desperfectos y hasta con la esperanza de volver a salir por el mismo lugar.

Existía otro peligro, que Santa Cruz, por conocer los métodos de Drake, consideró más detenidamente. Por el sector que daba al mar, el castillo de San Julián era una fortaleza amenazadora. Pero por la parte de tierra apenas contaba más que con una simbólica defensa. Más allá, hacia el Oeste, se extendía la pequeña bahía de Cascaes. En su extremo occidental, hacia la población pesquera, la playa estaba protegida por los cañones del castillo de Cascaes, pero entre ambos fuertes había una gran curva de playa donde el oleaje era casi siempre suave, sin rocas traidoras y cuyo acceso resultaba fácil. Una extensión de dos millas a salvo de los cañones de San Julián y de Cascaes. Precisamente ante esta playa ancló la flota inglesa.

El viejo marqués corrió hacia el castillo de San Julián en cuanto supo que la flota inglesa había doblado el cabo Espichel. Sólo contaba con un arma para hacer frente a cualquier posible embestida de Drake: las siete galeras de su hermano don Alonso, ancladas bajo la protección de los cañones del castillo. Si los ingleses intentaban desembarcar en la bahía de Cascaes, las galeras, deslizándose rápidamente por las aguas poco profundas, podrían dispersar los botes de los navíos enemigos haciéndolos astillas antes de que lograsen atracar en la playa. Si se decidían por la entrada del norte, las galeras podrían entretenerlos lo suficiente para que las baterías de costa hundiesen un par de barcos en el canal. Si Drake conocía el secreto del acceso por el canal del sur, las galeras podrían al menos lanzarse sobre él en carga suicida. Acaso consiguieran algo positivo. Mientras tanto, los nobles caballeros de la localidad habían organizado la milicia portuguesa, que, debidamente reforzaba con unos centenares de arcabuceros españoles, marchaba ya hacia la bahía de Cascaes; por su parte, el cardenal archiduque buscaba refuerzos en cuantos lugares no estuviesen a distancia mayor de un día a pie.

Y el caso es que Drake no tenía pilotos que conociesen ni uno ni otro canal; tampoco tenía hombres suficientes que estuviesen decididos a correr el peligro de un desembarco y de enfrentarse con una costa preparada para la defensa ni tampoco con galeras ni mucho menos con ambos riesgos a la vez. Estaba en Lisboa sólo para echar un vistazo. Otras veces había hecho una jugada parecida con resultado favorable para él. Y si esta vez nada conseguía, tendría al menos la satisfacción de haber desafiado al rey Felipe en el portal de su propia tierra. No hallando oportunidad para un ataque por sorpresa y considerándose incapaz de arrastrar a las galeras fuera del puerto, intentó negociar un intercambio de prisioneros para proteger los pequeños barcos capturados en el mar o en la playa. Se le respondió que no había prisioneros ingleses en Lisboa y la respuesta era sincera. Pero Drake no prestó crédito al aserto y desafió al marqués para entablar batalla, sabiendo lo mucho que lamentaba el viejo lobo de mar no estar en condiciones de aceptar. Igual que en Cádiz, fue el viento el que acabó con tan inútil cambio de mensajes. Procedía del Norte y los ingleses lo aprovecharon para navegar hacia el cabo otra vez. Si bien no sirvió para otra cosa, la demostración ante Lisboa había roto la monotonía de ir destrozando barcos mercantes, manteniendo además al enemigo inquieto, irritado y en desequilibrio, cosa que mucho agradaba a Drake.