LOS VIENTOS Y LAS OLAS DE DIOS
Un aspecto de la pública personalidad de Felipe II era su imperturbabilidad ante el triunfo o la derrota. En su infancia debió de escuchar muchas veces cómo su padre, el gran emperador, recibió la noticia de la gran victoria de Pavía demostrando tal dominio de sí mismo, que se ganó la universal admiración. Probablemente resolvió emular esta conducta, lo cual debió de ser sencillo por ser el suyo, en realidad, temperamento poco excitable. En todo caso, hacia el año treinta y tres de su reinado, Felipe era para sus muchos admiradores prototipo del estoico cristiano, y cientos de anécdotas populares ilustraban el admirable autodominio de su ánimo en difíciles circunstancias. Típicamente cómicas unas de ellas, como la del nuevo secretario, al parecer tan nervioso por sus flamantes obligaciones, que al tomar un documento de manos del rey, en lugar de echar arena sobre el mismo, derramó el contenido de un tintero. Estaba temblando por el posible enojo del soberano, cuando le oyó decir dulcemente: «Eso es la tinta y esto la arena.» Otras patéticas, como las relativas a su inagotable paciencia ante la creciente excentricidad de su primogénito y heredero don Carlos. Durante la década que siguió a la muerte de Felipe II circularon tantas historias de este tipo, que naturalmente los cronistas simpatizantes encontraron las precisas y necesarias para reflejar aquel férreo autodominio de su majestad en los momentos de mayor contrariedad.
La apología escrita por el padre Famiano Strada posee un depurado estilo literario. Según aquél, el rey creía aún en la victoria de la Armada cuando llegó a El Escorial un correo de Santander (quizá el maestro de campo Bobadilla) con noticias del desastre. Los secretarios reales, Moura e Idiáquez, quedaron horrorizados, y cada uno de ellos intentó persuadir al otro para que comunicase la mala nueva al rey. Finalmente fue Moura quien entró en el gabinete real y cuando el rey dejó la pluma para alzar la cabeza y mirarle, el secretario balbuceó algo referente a las noticias de la Armada e inmediatamente hizo pasar al correo. Su majestad escuchó la triste historia sin registrar cambio alguno de expresión, y dijo al término del relato: «Doy gracias a Dios que me ha otorgado tantos bienes como para organizar otra flota como la perdida en cuanto se me antoje. Poco importa que una corriente quede alguna vez detenida, lo importante es que la fuente no deje de manar.» Luego, sin un suspiro, sin un cambio de expresión, tomó de nuevo la pluma y siguió redactando unas cartas.
Pero Strada al fin y al cabo había nacido y fue educado en Roma, y el estilo español —aun el mejor— es menos florido y retumbante, mucho más intenso y seco. Por ello quizá, desde el siglo XVII, los historiadores españoles se han inclinado por otra versión distinta. El escenario, los secretarios asustados, el rey ocupado y sereno, el correo portador de la desastrosa noticia, todo eso es igual... Sólo que, antes de tomar nuevamente en su mano la pluma, el soberano dice únicamente: «Yo envié mis naves a pelear contra los hombres, no contra los vientos y las olas de Dios.»
Desde luego ninguna de estas dos versiones puede ser verídica. Felipe no tuvo oportunidad de demostrar su famosa serenidad ante el inesperado desastre porque la extensión de la derrota le llegó poco a poco. Antes de que el duque anclase en Santander, el rey había leído la carta de Medina Sidonia de fecha 21 de agosto, acompañada de su Diario, y oído también el descorazonador relato del capitán Baltasar de Zúñiga. Había tenido también una narración del duque de Parma sobre el fracasado encuentro, y más tarde el rumor de los naufragios en la costa irlandesa. Tampoco es concebible que Felipe culpara de modo tan súbito a los vientos y las olas de Dios (por quien su flota había zarpado) teniendo en cuenta que, según el Diario de Medina Sidonia, hasta el 21 de agosto la Armada había gozado de tiempo favorable.
Es muy posible que Felipe afrontara con dignidad y firmeza las malas nuevas, pero la entereza que se puede esperar del ser humano es siempre limitada. Aquel otoño el rey estuvo muy enfermo. En opinión del cuerpo diplomático, su enfermedad se debió, o fue agravada, por la ansiedad y los disgustos. El nuevo nuncio de Su Santidad opinó que el rey tenía los ojos enrojecidos no sólo a causa del estudio, sino del llanto, aunque desde luego, si el rey lloró, nadie había sido testigo de ello. También hubo quien dijo que los acontecimientos de los últimos diez meses envejecieron enormemente al soberano. Después de 1588 fue cuando su tez adquirió una extraña palidez y cuando en su rostro comenzaron a formarse bolsas a la vez que su barba perdía el último rubio reflejo para tomarse completamente blanca y larga, y aparecer en algunos retratos incluso descuidada. Después de 1588 el rey dio en salir cada vez menos, veía cada vez a menos personas y trabajaba cada vez más en su solitario estudio.
Pero si bien Felipe acusó el golpe del destino demostrando que lo sentía, no quedó por ello anonadado. Tan pronto como conoció la extensión de las pérdidas sufridas, aseguró a los embajadores que construiría otra flota, más fuerte que la que acababa de perder, aunque hubiera de gastar para ello toda la plata de su mesa, e incluso los candelabros de El Escorial. No fue necesario llegar a tal extremo, pero el oro y la plata de América tuvo que ser añadido al producto de las despensas de Castilla, y también hubo que cerrar nuevos tratos con los banqueros genoveses. Tras hablar con algunos de sus capitanes, Felipe comprendió que no se trataba sólo de comprar barcos; esta vez, si los quería verdaderamente eficientes, tendría que hacerlos construir. Y también incrementar en España la fabricación de cañones. Así, antes del año nuevo, la fértil pluma real puso en marcha de nuevo el asunto: fundición de cañones, construcción de barcos, financiación de operaciones, y aunque las cosas, como siempre en España, iban despacio, había mucho tiempo perdido que recuperar y muchas omisiones que remediar, de manera que pocos creían que Felipe consiguiese tener dispuesta su nueva flota para la primavera, aunque nadie dudase de que llegaría a tenerla.
Entretanto el rey tenía que enfrentarse con la situación. El primer paso fue una carta a los obispos españoles con fecha 13 de octubre. Tras comunicarles un resumen de las noticias ya conocidas y recordarles la inseguridad de una guerra en el mar, seguía diciendo el rey: «Debemos loar a Dios por cuanto El ha querido que ocurriese. Ahora le doy gracias por la clemencia demostrada. Durante las tormentas que la Armada hubo de soportar, ésta podría haber corrido peor suerte; que su infortunio no fuese mayor se debe a las plegarias que por su éxito, devota y continuamente, se ofrecieron.» Cortésmente pide a los obispos que sean interrumpidas las rogativas, ya que era poco probable que regresasen más naves. Así pues, en España, casi desde el principio, se empezó a atribuir la derrota de la Armada a los designios de Dios.
Resulta fácil entender por qué ingleses y holandeses se adhirieron a la creencia. «Dios sopló y fueron dispersados», dice la inscripción en una insignia que en recuerdo de la Armada creó la reina Isabel. Y en otra, holandesa, aparece una frase muy semejante. Los poetas que celebraron en versos latinos la triunfante perseverancia de la reina virgen y la fe protestante ensalzaron tanto la participación divina en una tempestad donde se ahogaron miles de españoles, que casi olvidaron mencionar a la flota inglesa.
Desde luego, fueron los barcos y los cañones de mejor calidad los que ganaron la batalla, antes de que los españoles empezaran a tener dificultades con el tiempo, y las pérdidas sufridas a la altura de Irlanda se debieron más a las duelas de barril incendiadas por Drake en el cabo de San Vicente que a las tormentas, pero cuanto más se considerase la destrucción producida en el campo enemigo como obra directa del Señor, más y mejor se evidenciaba que Dios era protestante, y que la causa de éstos, según proclamaban, era la causa de Dios. Así pues, la leyenda de la gran tempestad que redujo a pedazos la Armada española quedó incorporada a otras muchas, por ejemplo: la de las matanzas realizadas por los salvajes irlandeses, la de las grandes naves españolas y los pequeños barcos ingleses, las de la cobardía del comandante español oculto en un refugio especialmente construido bajo cubierta, y la del ofendido artillero que hizo volar un galeón para seguidamente echarse al mar.
Lo curioso es que estas leyendas sean tan comunes en España como en Inglaterra, incluso a la que hace referencia al duque de Medina Sidonia «alojado en el fondo de su navío para resguardarse», que sacó a relucir el autor de Copia de una carta hallada en la cámara de Richard Leigh, para divertir a sus compatriotas, mientras que la de los pequeños navíos ingleses y las enormes naves españolas debió de originarse en la opinión de algún marinero novato que observando la batalla desde la isla de Wight comparó el hormiguero de pinazas inglesas con las voluminosas urcas españolas, sin fijarse siquiera en los barcos de guerra. A simple vista, lo más difícil es comprender por qué los españoles adoptaron el mito de la tormenta. Naturalmente, los ingleses aceptaron gustosos la prueba material de que Dios estaba con ellos, pero ¿cómo podían aceptar los españoles el hecho de que Dios estuviese contra ellos y de que sus barcos luchasen en vano, no contra los ingleses, sino contra los vientos y las olas de Dios? Sólo en principio es difícil comprenderlo. Luego... Siempre resulta más sencillo aceptar una derrota por obra de Dios que por la de los hombres. La tradición cristiano-judaica es rica en recursos que expliquen aparentemente la inexplicable conducta de la Divinidad. Que Dios permitiese su derrota en aquella ocasión no significa que ellos no luchasen por su causa, ni que El dejase de apoyarles al final.
Otro iniciado en el camino del estoicismo cristiano, don Bernardino de Mendoza, después de asimilar la realidad amarga de la derrota, expuso a su soberano la situación con elocuencia y sutileza considerables. Aun los más nobles cruzados, y el propio San Luis hizo observar (con una bien perdonable e incompleta exposición), no siempre consiguieron la victoria. Nuestros pecados son tantos y tan grandes que ningún castigo que Dios nos inflija puede ser inmerecido. Dios castiga a quienes precisamente le aman, sólo para su bien, tanto en este mundo como en el venidero. Es posible que quiera humillar a quienes por El luchan, para que a través de la humildad puedan hallar el camino del triunfo. Felipe subrayó esta frase y garabateó al margen su conformidad.
Hallar, por la humildad, el camino del triunfo. Durante todo el invierno, la pluma del rey fue estudiando las faltas que se había permitido cometer: lo heterogéneo de su flota (la próxima vez los barcos tenían que ser mejores y de modelo uniforme); la carencia de cañones de largo alcance (la próxima vez habían de contar con más culebrinas y semiculebrinas); el mando dividido, la mala coordinación, la falta de puertos con calado hondo, e incluso cómo dominar las aguas de la costa de Holanda, punto crucial que, en cierto modo, había sido descuidado por el duque de Parma y que descuidaron, asimismo, todos los demás. Felipe no llegó a conclusiones brillantes, pero por lo menos se enfrentó con el problema y comenzó a darse cuenta de cuánto quedaba aún por hacer. El impacto de la derrota le despertó del trance en que, después de la muerte de María Estuardo, había permanecido sumido. Durante el resto de su reinado, fue otra vez el rey prudente, cauteloso casi hasta aparecer tímido, vacilante, siempre alerta, dado a la reflexión, calculando en lo posible toda probable contingencia antes de dejar un asunto en manos de la providencia.
Existe otra anécdota que parece auténtica y apropiada. Se ignora a qué época pertenece, pero fuera extraño que no ocurriese uno o dos años después de 1588. Se dice que Felipe paseaba por el jardín interior de San Lorenzo, cuando oyó decir al jardinero que, teniendo en cuenta el trabajo realizado para el cuidado de unos perales que había cerca del muro sur, Dios no podía permitir que su esperado fruto se malograse. Felipe, en aquel tono austero que solía emplear para dirigirse a sus monjes, dijo entonces: «Hermano Nicolás! ¡Cuidado con lo que decís, hermano Nicolás! Es de impíos, casi de blasfemos, presumir de conocer la voluntad de Dios. Degenera todo en pecado de orgullo hasta los reyes, hermano Nicolás», prosiguió con más dulzura, «deben conformarse con que Dios los maneje a su antojo sin saber de qué se trata. Jamás han de intentar valerse de la voluntad divina».