EL DÍA DE LAS BARRICADAS - II
Los dos días de creciente tensión que siguieron a la entrada del duque de Guisa en París demostraron que el rey no podía llegar a un acuerdo con la Santa Alianza y que había perdido el control de la capital. Cuando Enrique de Guisa volvió al Louvre iba acompañado de cuatrocientos caballeros con armaduras bajo el jubón y pistolas en las bocamangas; lo que expuso al rey fue más un ultimátum que una explicación. En la mañana del día 11 el intento de las autoridades de expulsar a «los extranjeros» de París terminó en sainete. Por aquella fecha se creía que el número de soldados de la Alianza infiltrados en la ciudad ascendía a mil quinientos o dos mil. Habían entrado por todas las puertas, fanfarroneaban en grupos por las calles y plazas e incluso bajo las ventanas del Louvre. Pero la guardia de la ciudad creyó oportuno informar que no había ningún «extranjero» en París. Y cuando las autoridades municipales organizaron, por orden del rey, una guardia especial, en la noche del día 11, aunque algunas compañías permanecieron en sus puestos, hasta ser relevadas, otras huyeron y algunas habían declarado lisa y llanamente al recibir las órdenes que en vez de hacer guardia en un sitio extraño de la capital preferían marchar a sus hogares respectivos para atrancar las puertas y defender su familia y sus bienes. Corrían toda clase de rumores en medio de una atmósfera de inminente catástrofe. Antes de medianoche, Enrique III ordenó que los suizos y la Guardia Francesa acuartelada en los suburbios de París entrasen en la ciudad al amanecer.
Con las primeras luces del alba descendieron por la calle de Saint Honoré hacia el cementerio de los Santos Inocentes. El mariscal Biron, a caballo, iba a la cabeza de la columna. Crillon, a pie, con la espada desenvainada, al frente de la Guardia Francesa; el mariscal Aumont cerraba el desfile con sus tropas a caballo. Desde el cementerio de los Santos Inocentes, Biron envió sus tropas a cumplir diversas misiones. Unas columnas, a la plaza de Gréve, frente al Ayuntamiento, donde eran esperadas por el jefe de los Magistrados de París, el Prevost des Marchands y la junta de concejales leales; otras, en igual número, al Petit Pont y su Petit Châtelet y al Pont Saint Michel, respectivamente, los dos puentes que unen la lile de la Cité con la orilla izquierda. Otras, al Marché Neuf entre ambos puentes y no lejos de Nôtre Dame. Finalmente, un destacamento fue enviado a la plaza Maubert, principal centro de reunión de los monjes y estudiantes de la Sorbona. En el cementerio quedó estacionada una gran reserva de tropa. Hacia las siete de la mañana Biron notificó que todas las fuerzas estaban apostadas donde había ordenado el rey.
El continuo rumor de pisadas por las calles o bajo sus ventanas, el estridente sonar de las gaitas y el tronar de los tambores anunciaron al pueblo de París lo que realmente estaba ocurriendo. En seguida advirtieron que la ciudad estaba en manos de los soldados del rey. Posteriormente los afiliados a la Santa Alianza se complacían en referir con cuánta indignación se alzó París en armas y cómo la ciudad se convirtió de pronto en rabiosa y zumbante colmena; cómo se echaron a la calle, abandonando sus respectivas tareas, el zapatero, el comerciante, el magistrado, empuñando el arma que hallaron más a mano, ya fuese espada, puñal, pistola, alabarda, arcabuz, garrote o hacha; cómo en cada distrito empezaron a surgir cadenas y fueron alzadas barricadas casi por arte de magia, trabajando con verdadera furia en ellas hombres, mujeres y niños.
Lo cierto es que en los primeros momentos nada de esto ocurrió. En casi todos los sectores transcurrieron unas horas antes de que se levantase la primera barricada, y a pesar de que muchos parisienses llevaban varios años preparándose para tal momento, su primera reacción fue de inmensa sorpresa, seguida de inmovilidad glacial. Al fin y al cabo, nadie esperaba tantos soldados. El rey había ocupado París por la fuerza. Lo menos que podía producirse era una serie de rápidas ejecuciones y acaso algo más. Quizá todo acabase en matanza selectiva o saqueo general. Resultaba difícil definir qué podía ser peor; si el obsceno júbilo de la Guardia Francesa chillando ante las ventanas de cerrados postigos: «Poned sábanas limpias en las camas, burgueses. Esta noche dormiremos con vuestras mujeres», o la pacífica turbación de los gigantescos suizos. París se estremeció.
Lo que, con rapidez de relámpago, hicieron los parisienses aquella mañana no fue precisamente levantar barricadas, sino cerrar bien los postigos y atrancar las puertas de las casas y tiendas. A la brillante luz del mediodía las calles de París aparecían desiertas. No había una sola persona en ellas. Ni un rostro en sus ventanas. Los carniceros del Marché Neuf no estaban, aparentemente, ansiosos de iniciar relaciones con los suizos y lo mismo puede decirse de los pacíficos ciudadanos que vivían en los alrededores del cementerio. La guarnición de la mansión de los Guisa —atestada de hombres y municiones como un castillo en espera de ser sitiado— no se atrevió a salir a la calle de Saint Antoine, la cual de vez en cuando era recorrida de uno a otro extremo por una patrulla de la caballería de Aumont.
Sólo un distrito de París se aprestó desde el principio a la defensa. Precisamente el Barrio Latino. Cuando el duque de Guisa supo que la guardia del rey había ocupado París, envió al conde de Brissac —el más violento y combativo de los capitanes de la Santa Alianza— con un grupo de afiliados de Picardía para dar aviso y prestar ayuda a la Universidad. Brissac llegó con sus hombres hacia la orilla izquierda, bastante más allá de las tropas reales, para unirse a Crucé, uno de los «Dieciséis» y coronel de su arrondissement, que ya estaba repartiendo armas a una abigarrada multitud de estudiantes, seminaristas, monjes, mozos de cuerda y barqueros, reunida en la calle de Saint Jacques. Muchos de ellos llevaban una cruz blanca en el sombrero, en memoria de San Bartolomé, episodio en el cual Crucé, su caudillo, desempeñó un importante papel.
Cuando un grupo combinado de la Guardia Francesa y los suizos bajo las órdenes de Crillon salía del Petit Pont, en dirección a la plaza Maubert, ya halló que se estaban construyendo barricadas en la calle de Saint Jacques, las cuales, defendidas por una patrulla armada a las órdenes del propio Brissac, casi se interponían en su camino. Crillon habría de buena gana arremetido contra ellas, limpiando la calle de Saint Jacques de punta a punta y avanzando hasta «echar de sus absurdos nidos a los negros pajarracos de la Sorbona». Ciertamente sólo disponía de un centenar de lanceros y treinta arcabuceros, pero se trataba de soldados profesionales y él era Crillon. Sin embargo, no pudo demostrar el alcance de este concepto. Había recibido órdenes precisas. A las burlas de Brissac sólo podía corresponder con miradas encolerizadas y seguir adelante con sus lanceros, hacia la izquierda, camino de la plaza Maubert.
La ocuparon prácticamente sin resistencia, pero casi en seguida vieron que iban surgiendo barricadas a uno y otro lado del cerrado convento de Carmelitas y también en las esquinas de las calles que desembocaban en la ancha plaza. Limitado por órdenes concretas, el valiente Crillon no pudo hacer sino montar en cólera y dar rienda suelta al vocabulario que, aun en aquella época pródiga en blasfemias, le hiciera famoso, mientras miraba cómo las barricadas bloqueaban toda salida de la plaza Maubert. En cuanto a los buenos y fuertes suizos, fueron muchos los que, dejando su lanza en manos de un compañero, se unieron a los sudorosos ciudadanos para ayudarles en el acarreo de piedras y el manejo de barriles. Según su capitán explicó después, el mariscal Biron les había asegurado —repitiendo órdenes de su majestad— que su misión sería defender al pueblo de París contra los extranjeros armados. Hasta entonces no habían visto ni un solo extranjero y el espectáculo del pueblo de París colaborando en la defensa se les antojó maravilloso.
Seguidamente la escena se repitió en casi todos los sectores donde había apostadas tropas reales. En muchos, las primeras barricadas se levantaron a una prudente distancia de los soldados del rey, pero cuando la organización de los «Dieciséis» reaccionó de la sorpresa experimentada aquella mañana y se decidió a actuar, ya que las tropas del rey no hacían ningún movimiento hostil y hasta las patrullas a caballo tiraban cortésmente de la rienda para dar media vuelta en cuanto topaban con un grupo que construía barricadas, el pueblo de París recuperó su valor y pronto los ciudadanos construían sus atrincheramientos a pocos metros de los pacíficos soldados.
Por la mañana el rey tenía en la palma de la mano la ciudad de París. Por la tarde se la habían arrebatado del todo. Gracias a los informes de su espía Poulain, el rey poseía una lista de los principales afiliados a la Santa Alianza en París. Conocía sus domicilios y sus lugares de reunión y el lugar donde guardaban sus armas. Estratégicamente desplegadas, las tropas reales pudieron controlar con facilidad todos los principales centros de comunicación, manteniéndolos despejados para sus propios movimientos tácticos, cerrando el paso a la Santa Alianza e impidiendo toda peligrosa reunión, excepto en la orilla izquierda. Allí, en caso de que Crillon no lograse dominar la situación, podían enviarse sin ninguna dificultad tropas de refuerzo. Algunos destacamentos de lanceros habrían bastado para detener a los más peligrosos demagogos de los púlpitos, a casi todo el comité de los «Dieciséis» y a sus más importantes lugartenientes. Los tres principales puntos de concentración de los miembros de la Santa Alianza —la Universidad, la mansión de los Guisa y la de Montpensier— estaban aislados unos de otros debido a la posición de los soldados del rey; habría sido fácil tomarlos uno tras otro o tal vez sitiarlos. Los jueces leales del Parlamento de París se habrían complacido en juzgar a los conspiradores rebeldes a medida que fuesen apresados. Pero Enrique, tras designar los puestos a ocupar, sólo dio a sus hombres una orden, una sola varias veces repetida a las diversas unidades armadas que desfilaron por la Puerta de Saint Honoré, ante el monarca que les contemplaba montado a caballo. Nadie debía olvidar que fueron llamados a París para proteger la ciudad. En ningún caso, bajo ningún pretexto, podían permitirse acto que dañase la persona o propiedad de un ciudadano. Del fiel cumplimiento de este mandato respondían todos con su vida. Enrique creyó que una simple demostración militar bastaría para intimidar al pueblo. Había olvidado que no hay peligro mayor que una demostración de fuerza cuando a ésta se le impide entrar en acción. Nadie amenaza con una pistola a un enemigo armado para decirle que no se tiene intención de disparar.
Gradualmente, el pueblo de París fue haciendo el regocijante descubrimiento de que las tropas del rey no tenían intención de luchar. Hacia la una del mediodía, a no ser por el creciente número de barricadas (en algunas calles se alzaban a cada treinta pasos) no existían señales de hostilidad. La primera anomalía registrada por la tropa fue que los carros de avituallamiento no se presentaban. Por supuesto, habían quedado interceptados lejos de allí, a las puertas de la ciudad debido a las barricadas, pero ellos no podían saberlo. Así pues, los soldados del rey se encontraron sin víveres y sin vino e incluso sin agua. Todo ello causó el único acto de indisciplina de la jomada: los suizos y los soldados de la Guardia Francesa apostados junto al Marché Neuf empezaron a requisar salchichas y otros comestibles en los puntos de venta del mercado.
El rey, entretanto, comenzaba a estar preocupado. Durante la mañana, tranquilo en medio de tanta excitación, se había sentido muy satisfecho de su inteligencia y audacia. Después fue recibiendo noticias acerca de las barricadas y sus comandantes empezaron a enviar mensajes urgentes. Las calles estaban bloqueadas en todas direcciones y aunque naturalmente podían ser despejadas, era ya completamente imposible hacerlo sin lucha. Las provisiones no llegaban y los destacamentos estaban incomunicados entre sí. Finalmente Enrique dio nuevas órdenes. Las tropas tenían que iniciar una ordenada retirada hacia el Louvre. Las unidades más avanzadas, en primer lugar. Había que evitar, a toda costa, que corriese la sangre y también que fuesen cometidas violencias contra el pueblo de París. A pesar de las barricadas, los mensajeros consiguieron entrar y salir siempre del Louvre, de modo que todos sus jefes recibieron la orden.
Probablemente la primera bala fue disparada en la plaza Maubert, precisamente cuando Crillon empezaba a iniciar la retirada de su destacamento hacia el Marché Neuf. Los de la Santa Alianza dijeron que disparó un suizo. Los realistas, que fue un ciudadano. Pero quienquiera que lo hiciese no consiguió sus propósitos. La bala alcanzó a un no combatiente (¿un sastre?, ¿un tapicero?) que desde la puerta de su establecimiento contemplaba tranquilamente los sucesos. Luego se produjo el tiroteo. Los hombres de Crillon derribaron las primeras barricadas con facilidad, pero se vieron muy apurados en el laberinto de estrechas callejas entre el río y la plaza Maubert. Continuamente les eran arrojadas piedras y ladrillos mientras que desde las ventanas de los pisos altos y las barricadas de las calles disparaban sobre ellos sin cesar. Por fin alcanzaron la calle de Saint Jacques, pero sólo para comprobar que el Petit Pont estaba interceptado por barricadas defendidas por estudiantes y soldados de la Santa Alianza, y que además les disparaban desde el Petit Châtelet. Tuvo que ser entonces cuando las campanas de alarma empezaron a dejarse oír. Primero quizá las de St. Julien le Pauvre e inmediatamente las de St. Severin y St. André, y las iglesias de la orilla izquierda, siendo contestadas por el toque de a rebato de la ciudad y las iglesias de más allá del río.
En la plazuela de Saint Severin, Brissac alzó otra barricada frente al Petit Châtelet, y tan pronto sonó el primer disparo en la plaza Maubert, arremetió contra la puerta principal, desalojó a la guarnición y desde la plataforma del pequeño castillo amenazó a los soldados del puente con los cañones de las murallas. Estas tropas, que según parece eran mandadas por un oficial joven y aturdido, se replegaron hacia el Marché Neuf.
Con su maniobra, Brissac hizo que por el momento la encrucijada de Saint Severin quedase libre de soldados de la Santa Alianza y Crillon pudo llevar su columna por la calle de Saint Jacques hacia el puente de Saint Michel. Desde las ventanas altas continuaban arrojándoles piedras y disparando sobre ellos y tal vez quedasen una o dos barricadas por cruzar, pero éstas no debían estar muy bien defendidas, ya que al cabo de poco el contingente de la plaza Maubert llegó a orillas del río para encontrar el puente de Saint Michel completamente vacío de amigos, pero aún no en poder del enemigo, así que pudieron cruzarlo y llegar a tiempo de asistir al espectáculo de la catástrofe sufrida por el grueso de sus tropas.
En el Marché Neuf monsieur de Tinteville y otros partidarios del rey (incluyendo al parecer uno o dos funcionarios del municipio) llevaban varias horas arengando a los ciudadanos de los alrededores, discutiendo con ellos, asegurándoles que los soldados no tenían intención de causar daño alguno a la ciudad e intentando convencerles de que retirasen las barricadas y dispersasen sus fuerzas. El resultado de sus esfuerzos fue bastante satisfactorio, ya que cuando el Mariscal Aumont dio orden de retirada general (tuvo que creer, si es que llegó a pensar en ello, que el contingente de Crillon se había unido a la guardia del Petit Pont), los suizos cubrieron los primeros metros de su marcha sin ser atacados ni recibir daño alguno.
Pero los oradores con sotana de la Santa Alianza empezaron a gritar: «¡Castigad a los Amalecitas! ¡Que no escape ni uno!», y al pasar por la Madeleine una piedra arrojada desde cierta ventana dejó a un suizo tumbado en el arroyo, tras cuyo éxito las piedras comenzaron a llover sobre ellos sin parar. Seguidamente los arcabuceros abrieron fuego desde tejados y ventanas. El clamor de las campanas de alarma llenó de nuevo el aire. La columna siguió avanzando confusamente, sólo para encontrar que una vez en el puente de Nôtre Dame, hacia la mitad de éste, su avance quedaba irremediablemente cortado. Desde las altas casas de ambos lados del puente «nos arrojaban», escribió un capitán suizo, «grandes piedras, troncos de madera y toda clase de muebles. Así nos encontramos entre una maraña de barricadas mientras algunos caballeros, acompañados de soldados y muchos individuos armados con arcabuces, disparaban sobre nosotros como si fuésemos enemigos del rey. Entretanto numerosos y extraños monjes no cesaban de gritar incitando a la gente contra nosotros como si fuésemos hugonotes y profanadores de objetos sagrados».
Durante un buen rato los suizos aguantaron la furiosa embestida del pueblo al que tenían orden de defender igual que si se tratase de algo tan sin sentido como una tempestad, como si no pudiesen dar crédito a lo que ocurría. Luego, comoquiera que se prolongaba demasiado, y entendiendo que su vida estaba en peligro, arrojaron las armas al suelo y empezaron a pedir clemencia persignándose y sacando rosarios, crucifijos o escapularios, para demostrar que eran católicos, mientras gritaban: «Bon chrêtien! Bon France! Bon Guise!» y otras tantas expresiones igualmente conciliatorias que conocían en idioma francés. Poco después se presentó Brissac, quien, rescatándolos de sus atacantes, los condujo, desarmados y prisioneros, de nuevo al Marché Neuf, donde igualmente se le rindió Crillon.
En la plaza de Gréve y el cementerio de los Santos Inocentes, las tropas del rey se mantuvieron firmes, respondiendo al tiroteo de los rebeldes, por lo cual casi no sufrieron daños personales, pero ya que la muchedumbre de ciudadanos crecía en número y furor, cada vez se les antojaba más difícil volver al Louvre y más probable ser asesinados allí. Por entonces los capitanes de los «Dieciséis», sintiéndose más dueños de la situación, enviaron un irónico mensaje al rey informándole de la apurada situación de sus tropas. Enrique envió a Biron al propio duque de Guisa con el especial ruego de que salvase la vida de sus hombres.
El duque de Guisa había permanecido todo el día en su mansión, donde dio audiencia a dos emisarios. Por la mañana se presentó Bellièvre para ordenarle calmase a los suyos y se retirase con sus partidarios de París. Poco después fue a visitarle la reina madre, quizá de parte del rey o quizá, probablemente, por cuenta propia. Esperaba encontrarle agradecido por su intervención del lunes y por lo tanto dispuesto a negociar con ella algo así como un tratado de paz. Ante ambos emisarios, el duque se había encogido de hombros. Admitió que le dolía ver que el pueblo de París considerase necesario defenderse de su rey, pero en modo alguno quiso hacerse responsable de lo que en las calles estaba ocurriendo. Era fácil comprobar que él en aquellos momentos no estaba armado ni dirigía la insurrección, sino que por el contrario permanecía tranquilamente en su casa. En cambio, ante la súplica del rey relativa a finalizar la matanza, reaccionó en seguida por entender que de la misma se desprendía una completa capitulación. Tal como iba vestido —pantalones de montar, jubón de raso blanco y un latiguillo en la mano por todo armamento—, salió a ejercer su pacífica misión.
Por las calles fue saludando como un conquistador. «¡Viva Guisa! ¡Viva Guisa!» y con gritos de «¡Buen momento para escoltar a su señoría hasta Reims y para coronarle!» «¡A Reims!»
«Silencio, amigos», gritó a su vez el duque, riendo. «¿Acaso queréis mi ruina? Vale más que gritéis ¡Viva el Rey!». Así, rodeado por una incesante muchedumbre de admiradores, se encaminó hacia el cementerio, la plaza de Gréve y el Marché Neuf ordenando al pasar que las barricadas fuesen destruidas. Luego volvió atrás y condujo a los regimientos del rey a través del centro de la ciudad. Marchaban éstos con todas sus armas, pero con banderas plegadas, mechas apagadas, mosquetones hacia abajo y bandas de música en silencio, como un ejército que ha capitulado y abandona una ciudad rendida al enemigo. Si alguna otra persona que no fuese el duque hubiese siquiera intentado arrebatarle la presa, ahora que había empezado a oler a sangre, el pueblo de París habría montado en cólera, pero con Enrique de Guisa todo era distinto. El no podía equivocarse. Su generoso gesto no hizo sino acrecentar su popularidad. A lo largo de todo el recorrido entre el Marché Neuf y el Louvre fue avanzando entre una tormenta de delirantes vítores. Si Enrique de Guisa no hubiese sido, desde hacía tiempo, rey de París, habría sido reconocido como tal desde aquel momento.
París durmió poco aquella noche. Se encendieron hogueras en todas las calles y los ciudadanos armados se instalaron alrededor de ellas cantando himnos de la Santa Alianza, rememoraron su reciente proeza e hicieron planes para las que habían de realizar al siguiente día. En el Louvre se durmió todavía menos. Los fatigadísimos soldados cabeceaban de sueño junto a sus armas, por patios y bodegas, oscuros pasillos y cocinas de la planta baja. En el piso alto los salones eran iluminados por las velas y antorchas y los cortesanos mantenían una constante vigilancia junto a ventanas y escalinatas, empuñando desenvainadas espadas. El rey fue quien menos durmió. Su madre había regresado al anochecer para dar cuenta de su segunda entrevista, aquel día, con el duque de Guisa. Enrique se veía obligado a confiar en ella. No podía confiar en nadie más; ni siquiera en sí mismo. Pero Catalina, que tantas veces, a fuerza de paciencia y habilidad, arrancó una casi victoria en los umbrales de la derrota total, aportó sólo esta vez tristes noticias. Si Enrique de Valois disolvía su guardia y sus partidarios, cambiaba la línea de sucesión del trono en el sentido deseado por los católicos, y delegaba su poder en la persona del duque de Guisa y demás grandes señores de la santa Alianza, el duque permitiría a Su majestad seguir llamándose a sí mismo rey de Francia. Después de oír a su madre, el rey guardó silencio unas horas. Se sentó en el gran salón de audiencias —«era exactamente la imagen de un muerto»— y dejó que las lágrimas corriesen lentamente por sus mejillas, mientras de vez en cuando repetía entre suspiros: «¡Traicionado! ¡Traicionado! ¡Cuántas traiciones!». Habían sido tantas, verdaderamente, que el propio Enrique no podía recordar cuándo empezaron, ni siquiera cuántas fueron obra suya. Era demasiado tarde para contarlas. Muy tarde también para lamentarlas. No es de extrañar que el doctor Cavriana, que desde una respetuosa distancia observaba el dolor del rey, escribiese que aquel día —12 de mayo— había de ser recordado como el más triste de todos en la historia de Francia, y que Etienne Pasquier, que contemplaba desde una ventana la cada vez más numerosa multitud reunida junto a las hogueras, declarase que los acontecimientos de aquel día habían puesto fin a su incredulidad en los astrólogos, ya que Regiomontanus había predicho la inigualable catástrofe. Desde cualquier punto de vista, el 12 de mayo resultó una fecha histórica. En el primer momento de euforia por el triunfo, y prescindiendo generosamente de todo pedantesco rodeo, el duque de Guisa escribió a uno de sus capitanes en estos términos: «He derrotado a los suizos y a una parte de la guardia real y tengo tan sitiado el Louvre que espero dar buena cuenta de todos los que se encuentran en su interior. La victoria es tan grande que nunca podrá ser olvidada.»
Pero algunos de sus aliados no veían aún tan clara la victoria. Durante toda la noche los mirlos de la Santa Alianza, dando muestras de poseer una garganta de hierro, siguieron gritando ante el cambiante público anunciando que había llegado el momento de terminar para siempre con el villano Herodes. Brissac, Crucé y otros de los «Dieciséis» opinaban lo mismo y antes del mediodía, más borracho del generoso vino del triunfo que del que durante toda la noche corrió por las abiertas espitas de diversos barriles, el pueblo de París, afluyendo de todos los barrios inició su marcha hacia el Louvre. El rey vio cómo la multitud iba creciendo y juzgó su estado de ánimo por el estruendo que hacían. Una vez más, rogó a su madre que fuese a ver al duque para suplicarle calmase a la plebe. Pero Enrique de Guisa manifestó que no estaba seguro de poder conseguirlo. Alegó que era difícil encerrar a una manada de toros furiosos. Y mientras hablaba con Catalina, se alzaron barricadas alrededor del Louvre y ochocientos estudiantes de la Sorbona, a las órdenes de Brissac, más cuatrocientos monjes armados, se aprestaban al asalto. El grito de «Vamos ya, saquemos de su Louvre al maricón del rey» se iba extendiendo.
Era, no obstante, demasiado tarde. Enrique estaba enterado de algo que la reina madre ignoraba, que la ruidosa muchedumbre de la calle no podía sospechar y que el propio duque de Guisa quizá tampoco conocía. La Puerta Nueva carecía de guardia. Casi inmediatamente después de ausentarse su madre, el rey, con un pequeño grupo de capitanes y consejeros —que le acompañaban o le seguían—, salió por la no vigilada Puerta Nueva, situada en un extremo de los jardines del Louvre y, atravesando rápidamente las Tullerías, llegó al establo, montó a caballo y se alejó hacia Saint Germain. Así llegó hasta lo alto de la colina de Montmartre, donde aflojó las riendas para echar una última mirada a su amada ciudad y recurrir a la elocuencia que le caracterizaba. «Adiós, París», le oyó decir uno de sus acompañantes. «Te he honrado por encima de cualquier otra ciudad de mi reino. Por tu gloria y riqueza he hecho más que ninguno de mis diez antecesores y te he amado más que a una esposa, más que a un amigo. Tú ahora, a cambio de ese amor, me das traición, insultos y rebeldía. Pero me vengaré.» Al llegar a esta frase hizo un solemne juramento. «Cuando vuelva a entrar», añadió, «será a través de una brecha en tus murallas.» Antes del anochecer la real comitiva cruzó el Sena. Durmieron cerca de Saint Germain y al día siguiente llegaban a Chartres, donde fueron muy bien recibidos.
El duque de Guisa estaba aún hablando con la reina madre cuando le fue dicho que el rey había huido del Louvre. «¡Señora», gritó, «me estáis engañando! Mientras me entretenéis aquí en conversación, el rey ha escapado de París para trasladarse a donde le sea posible buscarme complicaciones. ¡Soy hombre perdido!». Puede que la consternación del duque fuese sincera, pero quizá pensó que el hecho de tener al rey en su poder (ya fuese como prisionero o como cadáver) podía resultar embarazoso, siéndole igualmente tener que protegerle de sus propios aliados parisienses decididos a reducirle a uno u otro estado. De los tres Enriques, el de Guisa quizá fuese el que menos convicciones tenía, y el político más blando, y fácilmente inclinado a desviarse del logro de sus fines. Pero era también militar de experiencia y cuando afirmaba que había sitiado una plaza no era fácil descuidara alguna de sus puertas de salida o entrada. Puede que alguien olvidase ordenar que fuese vigilada la Puerta Nueva o quizá alguien ordenó que la dejasen sin guardia. En todo caso, el duque estaba casi seguro de haber terminado con el poder del rey. En adelante, nadie sino él sería dueño de Francia.
Pero no todo el mundo compartía su opinión. Cuando Alejandro de Parma tuvo noticia de la revolución de París, ordenó se encendieran hogueras en señal de regocijo, pero al saber que el duque había salvado a los suizos de manos de la plebe, que no consiguió que se asaltara el Louvre y que como remate final había dejado escapar al rey, moviendo la cabeza de un lado para otro, dijo: «El duque de Guisa no conoce nuestro proverbio italiano. Ese de que: “quien desenvaina la espada contra su príncipe, debe arrojar lejos la vaina”.»
Si Bernardino de Mendoza sintió inquietud por la huida del rey no dio absolutamente muestras de ello. A través de las líneas de su relato —severamente ceñido a los hechos— sobre los acontecimientos del día de las barricadas, es fácil entrever el orgullo del artífice ante la perfecta y puntual realización de un trabajo complicado y difícil. Que Enrique III se sometiese al duque de Guisa o que intentase resistirle, poco importaba. Epernon ya no podía dominar Normandía, ni existía peligro de que los franceses molestasen a los Países Bajos aprovechando la ausencia del duque de Parma. Los flancos de éste y los de Medina Sidonia quedaban asegurados. Por lo que hacía referencia a Francia como posible peligro, la Armada había zarpado en perfecta seguridad. Exactamente tal como Mendoza prometiera.