SE CHAMUSCA UNA BARBA
Bahía de Cádiz, 29 de abril-1 de mayo de 1587
El miércoles 29 de abril, a las cuatro de la tarde, debía de ser muy agradable pasear por los jardines del coto de caza de Carlos V en Aranjuez. Por la alta meseta de Castilla la Nueva no existe otro lugar como Aranjuez para las flores, ni hay en él estación más bella que el comienzo de mayo. Generalmente, Felipe II pasaba en Aranjuez el mes entero. Sólo mientras le absorbía la ocupación del trono de Portugal había dejado de pasar todo mayo allí. Luego había escrito líneas anhelantes sobre las flores y los ruiseñores de sus jardines. Aquel año, en cuanto pudo salir de Madrid corrió apresuradamente hacia ellos. En primavera, el sol del atardecer era beneficioso para su gota. Felipe escogía este momento del día para visitar sus flores. Mientras estaba inclinado sobre ellas llegó un correo de París. Don Bernardino de Mendoza comunicaba que el día 12 de abril, Drake había zarpado de Plymouth con treinta barcos y a buen seguro con la misión de entorpecer la concentración de la gran flota española. Cádiz, al parecer, sería su primer objetivo. Puede que el rey permaneciese aquel día más tiempo que de costumbre en el jardín. O quizás la gota le obligó a acostarse más temprano. Sea como sea, el caso es que Felipe no leyó la alarmante misiva de Mendoza hasta la mañana siguiente, cuando era demasiado tarde.
El miércoles 29 de abril, a las cuatro de la tarde, el capitán William Borough subió a bordo del Elizabeth Bonaventure, nave almirante de Drake. Borough, marino de la vieja escuela, tenía el título de Lord Almirante, era vicealmirante de la marina real y en aquel caso actuaba como vicealmirante de Drake y comandante del Golden Lion, uno de los nueve galeones de la reina. Si acudió a bordo de la nave almirante respondiendo a una señal de su superior, es algo que no ha dejado dicho y el tiempo ha borrado los rostros que viera en el alcázar de Drake. Se celebraba una especie de consejo entre jefes, aunque no completo, pues los navíos más pesados apenas se divisaban en el horizonte. En modo alguno era la clase de reunión de consejo a que Borough estaba acostumbrado.
La ocasión les favorecía. Sobre su leve, ondulado promontorio, la ciudad de Cádiz no tardaría en surgir, y un viento del Sur hinchaba las velas de sus embarcaciones. Tras el almirante, formaban casi todos los hombres que zarparon de Plymouth hacía dieciocho días. A pesar de la tempestad que les dispersara a la altura de Finisterre, el viaje, en conjunto, fue rápido y próspero. Se perdió una pinaza en la tempestad, pero durante la ruta habían capturado varias presas, entre ellas una carabela portuguesa de fácil manejo, así que la escuadra que llegó a la altura de la roca de Lisboa debía de estar formada al menos por veintitrés naves. Cuatro buques de la reina: el Elizabeth Bonaventure, el Golden Lion, el Dreadnought y el Rainbow, excelentes y sólidos galeones, de unas quinientas o cuatrocientas toneladas cada uno, dotados de cañones capaces de destruir otras naves; tres altos navíos de la Compañía de Oriente londinense, casi tan grandes como los galeones de la reina y que, debido a los riesgos del comercio con Oriente, estaban casi tan bien armados como aquéllos, aunque con más hierro y menos cañones de bronce. En segunda línea había otros siete navíos de guerra con desplazamientos de ciento cincuenta o doscientas toneladas, y por último, para reconocimiento, vigilancia, avisos y servicios costeros, unas once o doce embarcaciones ligeras —fragatas y pinazas— que desplazaban un tonelaje variado (desde unas cien hasta unas veinticinco toneladas) todas capaces para navegación en alta mar. Con excepción de las galeras, resulta dudoso que los españoles tuvieran, aquella primavera, por los mares que rodean España, un número igual de barcos de guerra listos para entrar en acción.
Frente a la roca de Lisboa se decidió —si es que antes no se había decidido ya— que fuese Cádiz el primer objetivo. Dos mercantes holandeses interceptados informaron sobre la concentración naval que allí se efectuaba, sin duda destinada a la armada que se estaba reuniendo en Lisboa. En aquel momento, sobre su alcázar, Drake preguntó a Borough si consideraba mejor atacar aquella misma tarde o bien a la mañana siguiente.
Borough señaló las conveniencias de la espera, pero añadió que el viento quizás dejase de soplar antes de la mañana y que si conseguían convocar un consejo y preparar un plan, tal vez podrían anclar en la salida de la bahía, hacia las ocho, a eso del anochecer.
—Lo mismo opino —respondió Drake—. Y aunque sé que muchos preferirían que permaneciésemos aquí hasta mañana, no nos quedaremos.
A pesar de lo que Borough había indicado, no se celebró consejo. Cuando el vicealmirante volvió al Golden Lion aún pudo ver a su jefe navegar con rumbo a Cádiz. El resto de la flota le seguía de cerca, pero en orden tan confuso —según Borough, preocupado, pudo apreciar— como nunca en parecida acción se pudo producir. Pero para Drake sólo resultaba importante que la flota le siguiese. El orden era lo de menos. Conocía las ventajas del factor sorpresa. Podía aprovecharlo y estaba decidido a ello.
A las cuatro de la tarde del miércoles 29 de abril la ciudad de Cádiz no podía haber estado más tranquila. La mayor parte de ciudadanos y principales caballeros asistían a la representación de una comedia por parte de unos cómicos ambulantes. En la gran plaza un numeroso público admiraba la habilidad de un equilibrista lo bastante osado para enfrentar el ritmo de sus bien adiestrados músculos con las acrobacias del verso. Como quiera que por las calles de la ciudad pululaban marineros de una docena de países, es lógico suponer que las tabernas estaban igualmente concurridas. Entre tal alegre multitud, la noticia de que una formación de grandes barcos de guerra estaba llegando al puerto tardó en propagarse. Cuando se dejó de prestar atención a los cómicos y al equilibrista, el barco que navegaba en cabeza estaba ya casi a la altura del promontorio llamado Columna de Hércules, a la entrada del puerto. Observando el orden de avance de las naves, unos dijeron que se trataba de Juan Martínez de Recalde y sus bravos vizcaínos. Otros lo negaron. Había demasiados barcos. Serían enemigos, entonces; franceses o ingleses. Quizás, incluso el terrible Drake.
Afortunadamente para ellos, según luego supo el vecindario, el puerto de Cádiz no estaba del todo desguarnecido. Ocho galeras y un galeón, bajo el mando de don Pedro de Acuña (en viaje de patrulla hacia el cabo de San Vicente donde les esperaba Recalde), habían llegado hacía unos días procedentes de Gibraltar. Dos galeras marcharon a Puerto Real, a la salida de la bahía, para una pequeña misión, pero el resto de la flotilla estaba anclada en el puerto, cerca del viejo castillo. Las galeras seguramente se hallaban preparadas, pues don Pedro consiguió alinearlas rápidamente y cubrir la entrada de la bahía inferior destacando una para detener a los intrusos mientras estaban aún en el estrecho. La embarcación desafiadora partió rauda al encuentro del enemigo, las palas de los remos lanzando destellos, los arcabuceros y alabarderos en formación cerrada sobre el puente, el espolón de bronce reluciendo y la bandera de España ondeando en el palo mayor. Tenía intención de dar el alto, pero antes de alcanzar la distancia necesaria una lluvia de balas de cañón cayó a su alrededor. El Elizabeth, y quizás también otras embarcaciones de vanguardia, habían abierto fuego. De seguir su habitual costumbre, éste debió de ser el momento que escogió Drake para izar la bandera inglesa y hacer que sonasen trompetas en el puente de mando.
Cundió entonces por la ciudad algo parecido al pánico. El corregidor, suponiendo que los ingleses intentasen desembarcar y saquear la ciudad y temiendo la lucha en las calles, ordenó a mujeres y niños, ancianos e impedidos se refugiasen en el viejo castillo. El capitán de la fortaleza, para que una multitud civil no combatiente no dificultase la posible defensa, cerró sus puertas. La estrecha calle que apenas tenía una angosta acera quedó, pues, bloqueada en su extremo final por la cerrada puerta, mientras que su acceso iba llenándose cada vez más de una apretada multitud que huía de algo prácticamente desconocido. El pánico se hizo histérico. Los de atrás presionaban de tal modo que se empujaban los unos a los otros. Antes de que el capitán de la fortaleza advirtiese lo que ocurría y antes también de que se percatasen los ciudadanos que recorrían calles y plazas, habían muerto aplastados unas veinticinco mujeres y niños.
Mientras tanto, rápidamente, se iban formando compañías dotadas de cuantas clases de armas era posible obtener, fuerzas que eran enviadas a los lugares más críticos. Un destacamento de caballería que cautelosamente surgió por la puerta sur comenzó a patrullar el Puental, rocosa extensión no amurallada que dividía la parte superior y la inferior de la bahía. El corregidor opinaba que el enemigo escogería posiblemente aquel sector para el desembarco. Envió, pues, su mejor compañía de infantería para apoyar a la caballería y otra para guardar la puerta fortificada. Todo lo cual fue realizado bajo el ensordecedor rugido de los cañones procedente de la bahía.
Allí establecieron combate los pesados barcos ingleses, primero con la galera de don Pedro de Acuña, lucha de cuyo resultado final no podían dudar desde el principio ninguno de ambos bandos. Resulta tentador hablar del comienzo de una nueva era en la estrategia naval precisamente allí, en la bahía de Cádiz, del inesperado triunfo del Atlántico sobre el Mediterráneo, y del final de dos milenios de indiscutible predominio de la galera en los mares. Resulta tentador, pero equívoco. Las galeras eran unas formidables máquinas guerreras, largas y finas, con agresivos espolones de bronce, castillos de proa llenos de soldados y cañones, capaces de maniobrar con velocidad, gracia y precisión sin tener en cuenta la dirección del viento (por lo menos en aguas tranquilas) y que viraban o giraban juntas con la gracia de un ballet acuático. Resultaban temibles, pero sólo para otras galeras. Sus espolones de bronce eran armas destructoras en un combate de galeras, capaces de destruir toda una fila de remos, o de infligir a un enemigo sorprendido de flanco una herida mortal, pero ningún capitán de galera en su sano juicio habría intentado clavar su espolón en un navío pesado. Sus cañones de bronce podían lanzar una lluvia mortal sobre la cubierta de otras galeras y eran lo bastante grandes para poder acorralar a otros barcos pequeños —mercantes que realizaban la mayor parte del transporte mediterráneo—; pero de los cinco cañones que generalmente formaban su artillería, cuatro servían sólo para atacar hombres, y el quinto, instalado en la proa, era generalmente un simple cañón de cuatro o cinco libras. Cualquiera de los siete barcos pesados de Drake podía lanzar más balas por una sola banda que todas las galeras de don Pedro juntas y alcanzar una distancia más considerable.
Las galeras no estaban construidas para el combate con barcos pesados y armados de cañones de gran calibre; nunca habían conseguido vencerlos, ni siquiera abordándolos, a menos de que su dotación fuese mucho más numerosa. Las galeras tenían la línea de flotación demasiada baja y eran demasiado frágiles, demasiado vulnerables al fuego de cañón; llevaban además pocos cañones. Los portugueses habían demostrado en las primeras décadas del siglo la superioridad combativa de sus barcos de vela en una serie de batallas entre sus mercantes armados y las galeras de guerra de los turcos y egipcios. Hacía menos de un año que Inglaterra había sido testigo de otra demostración. Cinco grandes barcos de la Compañía Oriental que regresaban de un viaje al Cercano Oriente habían sido detenidos a la altura de Pantelaria por diez galeras españolas de la guardia siciliana. Tras un parlamento, que resultó inútil, se entabló una batalla contra los españoles, cada uno de los barcos contra dos galeras. Estas últimas tuvieron que retirarse dejando paso libre a los mercantes que apenas recibieron algún rasguño. Tres de estos mismos barcos estaban con Drake en la bahía de Cádiz. Si, según dijo Drake, las galeras españolas hubiesen sido doce o veinte, la diferencia habría importado poco. Aunque siempre podían escapar de los barcos de vela, cobijándose tras unos arrecifes o remando contra el viento, las galeras eran navíos de guerra aptos sólo para luchar con embarcaciones de su misma clase.
Si bien en el comienzo del combate don Pedro ignoraba lo mal equipado que estaba en materia de artillería, pronto tuvo ocasión de comprobar esta verdad. Entabló batalla con gallardía, pero en cuanto los buques ingleses maniobraron para quedar de flanco, se vio envuelto en una lluvia de balas de cañón mucho antes de que su propia artillería pudiese actuar. Viró en redondo alejándose de tierra y del fondeadero para luego volver atrás e intentar otra vez un ataque quizá contra los barcos más pequeños. Pero de nuevo los altos galeones situados de flanco le obligaron a huir por segunda vez. Su trabajo era entretener al enemigo para que los navíos anclados pudieran huir hacia la relativamente segura parte alta de la bahía. Quizá tenía la esperanza de arrastrar a alguno de los galeones ingleses hacia los traidores bancos de arena que, por la parte sur de la bahía baja y hacia la orilla, ocultaba el agua. Pero los ingleses se contentaron con dispersar las galeras y don Pedro con los heridos que hacían sobre el puente superior y dos de sus embarcaciones tan perjudicadas que Drake creyó se estaban empezando a hundir, tuvo finalmente que escapar hacia El Puerto de Santa María, lugar protegido por arrecifes a más de cuatro millas al noroeste de Cádiz en la parte opuesta de la bahía baja.
Entre los barcos anclados en Cádiz había cundido el mismo pánico que se había adueñado antes de la ciudad. La rada estaba llena de muy distintas clases de navíos, quizás en total unos sesenta. Algunos, por supuesto, eran para la armada que se concentraba en Lisboa, incluidas cinco urcas —panzudos transportes con forma de tonel— llenas de vino y de galletas, algunas carracas holandesas confiscadas por los españoles para servicio eventual junto a la flota invasora y que habían sido, entretanto, despojadas de velamen. Cádiz era un puerto de mucho tráfico. Anclados en sus aguas había barcos procedentes del Mediterráneo, con destino a puertos franceses, holandeses y del Báltico, que sólo esperaban viento favorable para avanzar hacia el cabo de San Vicente. Otros, procedentes del Atlántico que iban con rumbo a Oriente y que hacían pausa allí, por no importa qué causa, antes de enfilar su proa hacia el estrecho de Gibraltar. Y también, como siempre en aquella época del año, barcos que esperaban unirse a la flota que marchaba a las Américas. Incluso un mercante portugués, que perdió el rumbo, con cargamento destinado al Brasil. Y como Cádiz es el puerto de Jerez, no podían faltar algunas embarcaciones de países diversos que cargaban los generosos vinos a los cuales los bebedores ingleses permanecerían siempre fieles durante toda la larga guerra con España.
Entre tal confusión de navíos, sólo algunos, tras gran esfuerzo, lograron huir. Los más pequeños se cobijaron junto a las murallas del viejo fuerte donde estuvieron ancladas las galeras. Otros, que conocían bien el Estrecho, o con calado suficientemente ligero para sortear los bancos de arena, se apresuraron a buscar refugio en la parte alta de la bahía. Pero muchos de los grandes barcos carecían de tripulación suficiente para desplegar velas o no tenían velas que desplegar, o sencillamente quedaron paralizados por la sorpresa, inactivos o bien bloqueados por los navíos anclados a su alrededor. Todos ellos quedaron en su lugar de amarre, balanceándose, agrupados como ovejas que presienten la llegada del lobo.
Todos menos uno. Hacia la parte exterior del puerto había anclado un gran barco de setecientas toneladas, construido y armado para el comercio con Oriente. Puede que originariamente procediese de Ragusa —pues los ingleses, guiándose por su aspecto, lo llamaron Argosy, nombre usado para los barcos de Ragusa—, pero por aquel entonces pertenecía a Génova —o bien fue allí fletado— y su capitán era genovés. Hacía el viaje de regreso y llevaba carga completa de cochinillas y palo de tinte, cueros y lanas. Seguramente sólo esperaba que cambiase la marea y soplase brisa del interior para hacerse a la mar rumbo a Gibraltar, ya que toda su tripulación estaba a bordo. Nunca se sabrá qué motivo pudo tener el capitán para presentar batalla, pero cuando Drake y sus barcos pesados se alejaron de las galeras para avanzar con dirección al fondeadero hallaron que el Argosy vomitaba fuego por todos sus cañones de babor sobre los barcos ingleses pequeños, obstaculizando su ataque a los mercantes anclados.
Un barco de setecientas toneladas destinado al comercio con Oriente es un serio oponente. Los galeones de la reina seleccionaron sus posiciones (había poco lugar para maniobrar en el estrecho recinto de los muelles) y metódicamente bombardearon al testarudo genovés hasta reducirlo a astillas. Posteriormente los ingleses se lamentaron de que los cuarenta excelentes cañones de bronce tuviesen que ir a parar al fondo de la bahía, pero no hubo forma de evitarlo. El Argosy, cuando empezó a hundirse, disparaba aún. Se ignora si alguno de sus tripulantes llegó a alcanzar la costa, pero los barcos de Drake no debieron recoger a nadie, ya que nunca supieron los ingleses la nacionalidad de su adversario. Ni siquiera se sabe el nombre del capitán genovés ni qué suerte corrió. De haberse tratado de un capitán español (comandante de uno de los galeones del rey Felipe) que deliberadamente se enfrentase con el total de la flota inglesa, para luchar con ella hasta ser hundido, su valentía habría sido celebrada sin reservas. Pero resulta poco probable que los consignatarios de Génova celebrasen nada por el estilo. Si el capitán consiguió volver a Génova, probablemente fue para oírse decir que Génova no estaba en guerra con Inglaterra y que era más fácil recuperar un barco neutral capturado, mediante las apropiadas gestiones legales, que sacarlo del fondo de una bahía.
El hundimiento del Argosy terminó con la resistencia de los barcos anclados en el puerto. Drake dio orden de anclar y comenzó su trabajo. Tenía que recoger el botín que más le apeteciese y los cargamentos dignos de ser transportados, para, finalmente, destruir los barcos que no le ofreciesen interés, estuvieran llenos o vacíos. A medida que iba anocheciendo, se soltaron las primeras carracas para luego ser incendiadas y abandonadas a la marea. Pronto, los barcos en llamas, iluminaron la bahía poniendo destellos rojizos en las blancas paredes de Cádiz.
El trabajo no fue realizado sin lucha. Ocasionalmente la vieja fortaleza disparaba todas sus baterías y cuando ambos bandos combatientes se alejaron hacia el fondeadero, una segunda batería, instalada junto al muelle en la parte baja de la ciudad, comenzó también a disparar. Pero ambas baterías habían sido instaladas pensando en rechazar los desembarcos de los moros y no en dominar el puerto. La escuadra inglesa prestó poca atención a sus esfuerzos. Las galeras le interesaban más. Antes de que la noche cerrase por completo, las dos que habían marchado a Puerto Real asomaron cautelosamente sus espolones por el Puental comenzando a disparar sobre todo objetivo a su alcance. Los londinenses que cubrían aquella zona de combate consiguieron repetidamente alejarlas, pero las naves españolas eludían, rápidas, los pesados cañones y volvían a la carga, disparando sobre las pinazas inglesas más cercanas. Las galeras procedentes de El Puerto de Santa María realizaban el mismo juego: se iban presentando de dos en dos y abrían fuego con sus cañones de proa desde el relativamente seguro cobijo de los bancos de arena, consiguiendo así una pequeña victoria.
Precisamente al cerrar la noche, una pareja de galeras cayó sobre la capturada carabela portuguesa, muy alejada de la retaguardia de la escuadra inglesa y acaso errante, o en descuido, o enfrascada en alguna aventura particular. Las galeras la acorralaron antes de que nadie en el puerto advirtiese lo que ocurría. La carabela, ignorando la orden de rendición que le hacían, comenzó a disparar sus pequeños cañones como si fuese un galeón, pero barcos como aquél eran precisamente presa ideal para las galeras. La cubierta de la carabela fue barrida por una mortal tempestad de fuego cuando los españoles subieron a bordo sólo quedaban cinco supervivientes de la tripulación, cinco hombres heridos. Estos prisioneros y la embarcación recapturada, fueron conducidos a Cádiz.
Aparte de este incidente, no se sabe que las galeras ni los cañones del fuerte causaran más daño aquella noche. En el amanecer del jueves, la tarea destructora estaba prácticamente terminada y Drake condujo su escuadra a un nuevo emplazamiento fuera del Puental, en la entrada de la parte alta de la bahía. Había observado que algunos barcos huyeron por aquel sector la tarde anterior. Por unos marineros capturados supo que en el interior había anclado un magnífico galeón, propiedad del marqués de Santa Cruz. Acababa de llegar a Cádiz procedente de los astilleros de Vizcaya, para recoger el armamento y unas compañías de soldados. Probablemente estaba destinado a nave almirante de la flota invasora. Su destrucción sería el golpe final con que coronar el asalto a Cádiz.
Drake dejó anclado el Elizabeth Bonaventure frente al Puental, saltó a su chalupa, formó una fuerza de pinazas y fragatas con el Merchant Royal —el mayor de los barcos londinenses— para refuerzo y protección, e inició el avance hacia la parte superior de la bahía. El propio Drake contempló la quema del gran galeón, mientras algunas de las pinazas se ocupaban de incendiar los barcos más pequeños que no llegaron más allá de Sotavento en la tarde anterior, mientras otros recorrían el extremo final de la bahía donde se habían cobijado unos cuarenta buques menores tras los bancos de arena y las baterías que defendían Puerto Real o en el angosto estrecho llamado Río de Santi Petri, a través del cual se extendía un puente de madera que unía Cádiz con la península.
Todos estos movimientos realizados en la parte alta de la bahía, fueron seguidos con ansiosa atención por los defensores de la ciudad. Habían pasado una noche de tensa vigilancia, más preocupados por un posible desembarco que por el incendio de los barcos anclados en el puerto. Estaban convencidos de que todo aquel movimiento de pequeñas embarcaciones era preparatorio del desembarco. Cuando las pinazas inglesas se acercaron a la boca de la ría, creyeron que Drake se proponía incendiar el puente por donde necesariamente habían de llegar los refuerzos y bendijeron las dos galeras que obligaron a escapar a las pinazas.
Por fin la situación no era tan grave. Una compañía de infantería procedente de Jerez había llegado al amanecer, tras una marcha nocturna. Otra, con elementos de caballería, llegó dos horas después y en la bahía bullía un continuo zumbido de marcial actividad, nubes de polvo levantadas por columnas en marcha, trompetas de largo alcance resonando, reflejos de puntas de lanza destacando en el oscuro fondo de los naranjos... El gran duque de Medina Sidonia estaba ya en camino, con todas las fuerzas que había podido reclutar. La ciudad aún podía ser salvada.
La esperanza estimuló a la población, que fue presa de febril actividad. En ambos lados de la puerta del Puental se instalaron dos enormes y viejas culebrinas de bronce, cuyo largo cañón casi medía seis metros y cuyo peso era de varias toneladas con capacidad para lanzar balas de hierro de dieciocho libras a una distancia de más de dos millas. Si en el puerto hubiesen habido baterías iguales, todo habría marchado de otra forma. Los entusiasmados milicianos llevaron uno de estos monstruos de bronce a través del desolado yermo del Puental hasta un pequeño promontorio rocoso alzado sobre el extremo superior de la bahía baja. A lo largo de ésta desfilaban los grandes barcos de la escuadra inglesa, siendo el más cercano el Golden Lion, a poco más de una milla de distancia.
El capitán del Golden Lion, William Borough, vicealmirante de la escuadra, no se encontraba a bordo. Sentía inquietud por diversas razones: la distribución de vino y galletas de los barcos capturados; la expuesta situación de la flota en el estrecho paso y entre bancos de arena, buen blanco para un ataque de galeras o navíos pesados; la inexplicable actividad de pinazas y botes de los barcos situados más allá de la entrada de la bahía baja, y sobre todo, el hecho de no haber celebrado consejo alguno. La actuación de Drake, aquel meterse de cabeza en un puerto desconocido y lleno de ignorados peligros, con toda su confusa flota tras él, sin previo estudio de posibles estrechos y fuertes, sin celebrar una reunión, sin dar órdenes concretas, era, en opinión de Borough, buscar una catástrofe. Hasta entonces, todo había ido —forzoso era admitirlo— razonablemente bien, pero, ¿qué les quedaba por hacer allí, aparte de cargar el botín y zarpar para alta mar? Tanto luchar sin previa consulta y sin estudiar las cartas marinas ni dar órdenes específicas, sin decidir las posibles rutas a seguir, ni consultar a los oficiales más antiguos, no le parecía acertado. Todo era, en opinión de Borough, sumamente irregular. No es que él quisiera recordar a los otros que había ostentado el mando de una flota y ganado una difícil batalla en el Báltico, mucho antes de que Drake mandase un navío mayor que el Judith no es que pensara valerse de su dignidad de vicealmirante de Inglaterra. Sólo deseaba saber qué era lo que estaba ocurriendo, y para ello, remando él personalmente, se trasladó al Elizabeth Bonaventure.
En la nave almirante le dijeron que Drake estaba en la bahía alta con las pinazas y el Merchant Royal. No sabían nada más. Si bien los comerciantes de Borough fueron prudentes, su gesto debió de ser rebelde. Condujo su chalupa hacia donde ardía el galeón de Santa Cruz y preguntó por el Merchant Royal. Le dijeron que el almirante había vuelto a la bahía baja. Finalmente Borough encontró a su jefe a bordo del Elizabeth, pero le vio tan irritado y silencioso que decidió volver a bordo de su embarcación aunque tan preocupado como antes.
Mientras estuvo ausente, el artillero de la batería instalada frente al lugar donde estaba anclado su navío, había encontrado la distancia del Golden Lion. A setecientos metros aproximados, incluso una culebrina tenía que apuntar —según apropiadamente decía los artilleros de Isabel— «al azar». Sólo que últimamente los españoles estaban afinando demasiado. Un disparo había alcanzado al Lion en su línea de flotación arrancando de cuajo una pierna del maestro artillero. Cuando Borough subió a bordo el contramaestre había levado anclas y se disponía a llevar el barco a El Puerto de Santa María, fuera del alcance del cañón enemigo. Borough aprobó la disposición. Un agujero en el casco le parecía suficiente. Otro disparo desafortunado podía derribar un mástil o hacer blanco en la santabárbara.
Al ver cómo el Golden Lion se deslizaba solo, hacia abajo, separado del resto de la flota inglesa, las galeras realizaron otra incursión. Era bien posible que si seis galeras atacaban a un solo galeón que no tuviese las velas hinchadas, podrían perjudicarle terriblemente, sobre todo si alguna conseguía situarse a popa. Avanzaron con exacta precisión, en dos filas de a tres, bien separadas para ofrecer el mínimo blanco, las dos primeras disparando todos sus cañones simultáneamente y luego separándose una de otra, como si fuesen escuadrones de caballería, para que las dos siguientes disparasen a su vez. Borough se las compuso para virar y ponerse de flanco. Por un rato, el Golden Lion mantuvo en jaque a las seis mortales danzarinas y luego —aunque nadie lo haya afirmado— el viento debió de soplar desde el sur, pues Drake viendo el peligro que corría su vicealmirante, pudo enviar en su auxilio al Rainbow, junto con seis mercantes y su propia pinaza. Con viento favorable y los refuerzos a su espalda, Borough tomó la ofensiva, se situó en la parte exterior de la bahía, cortó el paso de las galeras que iban hacia El Puerto de Santa María obligándolas a refugiarse tras los bancos de arena de las Puercas —al borde del estrecho exterior— y ancló con su escuadra en el centro de la distancia que mediaba entre el viejo fuerte de Cádiz y la batería que defendía El Puerto de Santa María. Aunque posteriormente fue acusado por ello, en aquellos momentos nadie criticó la maniobra de Borough. De hecho, la posición fue elegida con mucha habilidad. Casi inmovilizaba por completo a las galeras, que no podían abandonar su refugio para importunar a ninguna sección de la escuadra, a menos de correr el riesgo de que su retaguardia quedase cortada si el viento continuaba soplando.
Más que la situación de Borough, era el viento lo que preocupaba en aquel momento a Drake. Durante toda la mañana soplaron brisas que convenían a sus fines, pero en aquel momento, algo después del mediodía, cuando todo lo que podía hacerse estaba hecho ya y la flota se encontraba dispuesta a partir, la brisa que había conducido a Borough a la boca de la bahía iba cesando Las velas de las embarcaciones todavía situadas más allá del Puental fueron desplegadas. La nave almirante se colocó en cabeza de la columna. Las banderas ondearon al viento y las trompetas y los tambores resonaron como burlándose del cañoneo procedente de la ciudad. De pronto, antes de que la nave almirante llegase al lugar en donde aquella mañana estuvo anclado el Golden Lion las velas se fueron deshinchando y la escuadra inglesa quedó detenida, balanceándose perezosamente sobre la tranquila y oleosa superficie del mar.
Transcurrieron doce horas sin que el viento volviese a soplar. De una parte, era una indigna y ridícula situación teniendo en cuenta el brillante y triunfador ataque a la bahía. Por otra, no obstante, era su mejor epílogo posible. Hacia mediodía el duque de Medina Sidonia había entrado en Cádiz con refuerzos que sumaban más de trescientos hombres a caballo y tres mil a pie. La población ardía en deseos de vengar su noche de terror y desamparo infligiendo algún daño a la flota inglesa. Algunos de los cañones de los dos fuertes del puerto puestos a su máximo alcance podían hacer blanco en los barcos ingleses, por lo cual no cesaban de disparar. El artillero de la culebrina situada en la parte alta de la ciudad volvió a la carga escogiendo por blanco en esta ocasión al Elizabeth Bonaventure. La presencia del duque les animaba. La guarnición de la puerta del Puental enfiló su otra culebrina hacia la bahía, apuntando preferentemente al Dreadnought y al Merchant Royal. Las galeras, únicos navíos que podían moverse por aguas completamente en calma, iniciaron de nuevo su ballet circular. En el muelle, ciudadanos y marineros iban llenando de combustible algunas pequeñas embarcaciones ancladas bajo el fuerte, incendiándolas seguidamente para que la marea las llevase, a la deriva, hacia la flota inglesa. Las galeras cooperaron remolcando los incendiados buques hacia posiciones más favorables, protegiéndolos con disparos de cañón. El entusiasmo de los españoles por este sistema de ataque creció a medida que avanzaban las sombras de la noche. La bahía de Cádiz quedó tan brillantemente iluminada por el resplandor de embarcaciones en llamas, como la noche anterior.
Todo fue en vano. Aunque la flota inglesa se defendía bajo las condiciones más adversas, inmóvil dentro de un espacio limitado, en medio de desconocidos bancos de arena y de bajíos, ni la artillería de la costa ni las galeras ni los barcos incendiados consiguieron causarles desperfectos. Ni un solo barco, ni un solo hombre, cayeron heridos. La culebrina de tierra no consiguió repetir su afortunado disparo de la mañana. La del fuerte sólo acertó a levantar surtidores de agua alrededor del blanco escogido y las baterías de la ciudad aún menos efectivas. Habrá que recordar, en favor de los artilleros de Cádiz, que la pólvora era muy cara en el siglo XVI y que, por lo tanto, las prácticas de tiro en tiempos de paz no se prodigaban. Por otra parte, la calidad de la pólvora dejaba mucho que desear. No existían dos cañones iguales y las balas para una misma pieza no eran casi nunca de igual tamaño, así que el huelgo —o sea, la diferencia entre el diámetro del cañón y el de la bala—, generalmente considerable, variaba también. Resultaba, por tanto, que sólo en los manuales explicativos se daba el caso de que una pieza de determinado diámetro y longitud, cargada de una manera prevista, lanzase una bala de cualquier calibre a una distancia prefijada. De hecho, ni el artillero más experimentado podía predecir si su cañón lanzaría el próximo disparo directamente sobre su blanco o si lo soltaría, como con desprecio, unos metros más allá, o si estallaría sobre el rompiente acabando quizás con él y con su tripulación. A tan gran distancia, las posibilidades de un disparo efectivo eran escasas.
La flota inglesa pudo escapar de los cañones costeros debido a la deficiente artillería del enemigo y a sus nulos artilleros, pero si consiguió eludir las galeras y los barcos en llamas fue gracias a su habilidad marinera y a su rapidez de acción. No importa cómo maniobrasen las galeras ni cómo les asediasen, siempre consiguieron alejarlas y situarse fuera de su alcance. (Levando bien las anclas y con tripulaciones que saben amurar y arriar velas convenientemente, un barco de vela puede bornear, describiendo un amplio arco, en muy corto espacio de tiempo.) En cuanto a la amenaza peor, los barcos en llamas, fueron desviados o remolcados por botes manejados hábilmente a fin de que ardiesen junto a la orilla o entre los arrecifes. Entretanto, el chistoso comentario del almirante inglés, «Esta noche los españoles nos ayudan en nuestra tarea porque están quemando sus barcos», recorrió de punta a punta toda la escuadra. Aquella noche, en la bahía de Cádiz, los ingleses durmieron tan poco como la noche anterior, sólo que al parecer terminaron divirtiéndose mucho. Después de aquellas doce horas, ninguno de ellos volvería a sentir temor ante las baterías de costa, las galeras o los barcos en llamas.
Por fin, poco después de medianoche, sopló bastante brisa desde tierra para que la flota avanzase en el estrecho. Las galeras de don Pedro iban detrás. Eran ocho en total, acompañadas de un galeón y otro barco a remos de clase indefinida, tal vez la fragata que el duque de Medina Sidonia había ordenado siguiese a la flota de Drake. Al amanecer las galeras abrieron fuego y Drake se detuvo para ofrecer combate. Don Pedro, que lo más que podía esperar era dar alcance a algún rezagado, tuvo buen cuidado de no aceptar el reto. En lugar de ello, envió al almirante inglés un mensaje cortés junto con un presente de vino y confituras, y tras el consiguiente intercambio de cortesías digno de dos héroes de los libros de caballerías, ambos comandantes comenzaron a estudiar la conveniencia de un intercambio de prisioneros. Mientras sus botes iban y venían sobre las aguas tranquilas, comenzó a soplar una brisa fresca y Drake con ademán de despedida condujo su flota hacia el cabo San Vicente.
Drake calculó haber hundido, incendiado y capturado en Cádiz un total de treinta y siete embarcaciones. Robert Leng, caballero voluntario en la expedición, declaró que sólo fueron «unas treinta». Un observador anónimo italiano, de paso en la ciudad, mencionó esta misma cantidad y el cálculo oficial de los españoles preparado no con propósitos propagandísticos sino para someterlo a la consideración del rey Felipe, admitía veinticuatro, valorados en 172.000 ducados. Probablemente estas diferencias dependen de cuántos barcos menores se incluyan y de si contaban también los barcos españoles incendiados. «La pérdida», dijo Felipe II después de estudiar los informes, «no ha sido muy grande, pero la audacia del intento es ciertamente inmensa».
Las pérdidas materiales tampoco fueron pequeñas. Si bien algunos de los mercantes eran neutrales y muchos de sus cargamentos no iban destinados a Lisboa, cierta cantidad de suministros sí eran para Santa Cruz, las urcas y los barcos holandeses se destinaban al transporte y suministro de la armada y el gran galeón del marqués hubiese sido uno de sus más formidables barcos de combate. Los compatriotas de Drake no consideraron vano su alarde, cuando el almirante inglés dijo que en Cádiz «habían chamuscado la barba del rey de España». Pero el significado de su frase quizás fuese más modesto de lo que parecía. Después de la batalla de Lepanto, el sultán había dicho: «Cuando los venecianos hundieron mi flota sólo consiguieron chamuscar mi barba. Crecerá otra vez. Yo en cambio cuando conquisté Chipre, corté uno de sus brazos.» Drake sabía que las barbas vuelven a crecer. En la misma carta en que informaba a Walsingham acerca del asalto al puerto de Cádiz, escribió:
«Aseguro a vuestro honor que nunca se ha visto ni oído nada parecido a los preparativos que ha realizado —y sigue realizando— el rey de España para invadir Inglaterra... Si no son evitados, antes de que puedan reunir sus fuerzas, serán un gran peligro. .. Este servicio que hemos realizado con la ayuda de Dios producirá algunas alteraciones..., pero es muy urgente tomar todas las medidas posibles para la defensa... Apenas si me atrevo a hablar del gran ejército que, según se dice, posee el rey de España. ¡Preparad bien a Inglaterra, sobre todo por mar!»