Capítulo 26

DESPUÉS del vendaval del día anterior, Alex y Paula se despertaron muy amorosos por la mañana. Ella se levantó más temprano que él y preparó el desayuno, que le llevó en una bandeja a la cama. Entró en la habitación y abrió las cortinas, Alexander dormía boca abajo, con la cara hundida en la almohada. Su espalda era sugerente, ancha y musculosa, y Paula decidió despertarlo con un camino de besos que llegó hasta el nacimiento de sus nalgas. Ahí se contuvo, porque su hombre necesitaba recuperar fuerzas; la noche anterior se había portado como un verdadero semental en la cama. Alex remoloneaba, esforzándose por abrir los ojos.

—¡Vamos, dormilón!

—Necesito otra dosis de besos para despertarme —bromeó arrastrando la voz.

Paula largó una risita estúpida, se mordió un dedo y lo satisfizo.

Esta vez en sentido ascendente, subió por la columna vertebral y le besó cada músculo de la espalda, hasta llegar a su boca, donde introdujo su lengua con dulzura.

—Hum, despertarse así no tiene precio.

—¿Verdad que no?

—Vení acá preciosa. —La atrapó con su brazo y se dio la vuelta para quedar frente a ella.

—¿Dormiste bien? —le preguntó Paula.

—Después de que te trajera a la cama, sí. Antes no pude pegar ojo.

Sus miradas se cruzaron durante un rato en silencio. De pronto, Alex levantó las mantas y miró hacia su desnudez, Paula bajó la vista como por instinto.

—No es normal que me tengas en este estado de erección continua, resulta doloroso, te lo aseguro.

—¿Y qué podemos hacer para ayudarte? —le preguntó ella con picardía—, porque quizá pueda apiadarme y, con un poco de esfuerzo, hasta pueda brindarte un poco de alivio. Claro, tendrías que guiarme porque yo no sé cómo hacerlo. Además —ella volvió a levantar la manta para espiar—, se ve muy grande y duro y me asusta un poco.

—¿Así que te asusta? —Ambos sofocaron una risita—. Te aseguro que yo sabría qué hacer para sacarte el miedo.

—Hum, pero es muy grande.

Ese tonteo les resultaba muy excitante.

—Creo que sé de un lugar perfecto donde puede entrar y recibir una dosis de mimos.

—¿Es perfecto ese lugar?

—Sí, es perfecto y mágico, y también el lugar donde más le gusta estar.

—¡Ah! Yo creí que era el único lugar donde le gustaba estar.

—No, de vez en cuando también duerme solito, cuando entra ahí, no duerme, se desvela.

—Entonces, ¿ahora no está despierto?

—Vení acá que voy a demostrarte lo despierto que está.

Alex se encaramó a ella, asaltó su boca de fuego y metió una mano dentro de su tanga: estaba empapada, enterró dos de sus dedos en su vagina y los movió de manera circular. Ella empezó a arquearse, entonces los sacó y se los metió en la boca, junto con su lengua para que los dos saborearan los jugosos fluidos. Eso los excitó mucho.

—Paula, no podés hacer esto conmigo, no podés tenerme en estado de excitación continua, nunca me alcanza, siempre quiero más.

—A mí tampoco me alcanza, Alex, deseo tener sexo a cada rato con vos.

—Mientras sólo tengas esos deseos conmigo, no hay problema; este cuerpo te pertenece, sólo tenés que pedirlo, mi vida.

Alex y Paula se perdieron uno dentro del otro. Ella lo envolvió con su vulva y él la penetró sin descanso, acariciando las paredes internas de su sexo con el suyo. Le hizo el amor una y otra vez, perdido, entregado y sin razón; sólo quería hundirse en ella y permanecer el mayor tiempo así, entrando y saliendo. Mientras hundía su miembro en ella, le provocó un orgasmo estimulándole el clítoris, Paula gritó y se volvió agua entre sus manos.

Luego la colocó en todas las posiciones imaginables, ya que quería probarlo todo, deseaba ver cómo podía enterrarse más profundo todavía, y Paula estaba dispuesta a experimentarlo todo. La penetró en distintas direcciones, se movía de forma que ella tenía diferentes sensaciones y él también. De pronto, Paula empezó a construir en su interior esa sacudida que sólo él le provocaba cuando la llevaba al éxtasis total. Entonces Alex comenzó a enterrarse lento, largo, profundo y agónico. Le había colocado a Paula una almohada en la curvatura de la espalda para estimularla mejor con la fricción de su pene y así ofrecerle un orgasmo más potente al encontrar su punto más profundo. Ella había levantado las piernas hasta los hombros de él y entonces empezaron a formar parte de una unidad que trascendió la suma de todas sus sensaciones. Alex necesitaba exprimirse en ella.

Gritaron, gruñeron, profirieron quejidos agónicos mientras llegaban al orgasmo. Se corrieron juntos; había sido sencillamente maravilloso.

El desayuno se había enfriado, así que Paula se levantó para calentarlo de nuevo. Alex le dio una palmada en el trasero cuando gateó en la cama para ir por la bandeja que descansaba en la mesilla de noche.

Mientras él sorbía su café y revisaba su móvil, Paula lo observaba embelesada. Le encantaba ese gesto serio y concentrado.

Ese hombre hermoso y perfecto era suyo, le pertenecía, con él compartía la intimidad más perfecta y absoluta que una mujer puede aspirar tener. Sus manos eran dueñas de su cuerpo, en ellas se volvía agua, infierno, paraíso y luces.

Él no se había ni enterado de que ella lo devoraba con la mirada, hipnotizado por la pantalla de su móvil.

—Hoy cenamos en el Belaire, ¿te acordás, verdad? —le preguntó sin levantar la vista; no obtuvo respuesta pues Paula estaba absorta, soñando despierta con ese adonis que tenía sólo para ella. Alex la miró y, entonces, reaccionó—. ¿Qué ocurre, mi amor?

—Sos tan hermoso —contestó ella inclinándose por encima de la bandeja para besarlo.

—Uf, mirá que puedo creérmelo.

—No seas presumido, lo hacés a propósito porque sabés que me encanta. Me calienta esa carita de distraído, ¡sabés que sos lindo! —Alex se rió echando su cabeza hacia atrás—. En la clase de pilates, en Argentina, tengo una amiga dominicana, ¿sabés lo que diría Vane si te viese? —Él negó con la cabeza—. ¡Ese hombre es un mardito ejemplá del demonio, crijto jesú, me pone de atrá pa’lante!

Alex se desternilló de risa cuando Paula imitó la tonada dominicana y la besó en la frente.

Terminaron de desayunar y se fueron a bañar juntos. Otra vez apareció esa pasión incontenible y volvieron a tener sexo, aunque esta vez más rápido y expeditivo, dado que no contaban con mucho tiempo porque terminarían llegando tarde a la oficina.

Salieron de la ducha y empezaron a vestirse. Con toda la locura desatada entre ellos el día anterior, Paula ni se había preparado la ropa; estaba indecisa y no sabía qué ponerse.

Alex estaba sentado en el borde de la cama atándose los zapatos y ella aún permanecía en ropa interior sin poder decidirse.

—Dale, Paula, vamos a llegar tarde.

—No sé qué ponerme.

—El vestido rojo que me gusta a mí, el del pliegue en el hombro —le sugirió mientras se anudaba la corbata frente al espejo del vestidor.

Paula lo sacó del armario de inmediato y Alex le ayudó con el cierre. —¿Zapatos rojos o negros?

Le mostró ambos modelos mientras él se abrochaba los gemelos y se ponía su reloj.

—Rojos.

—De acuerdo, entonces me pondré el abrigo negro para cortar el rojo y que combine con el bolso; así no tengo que cambiar las cosas.

Paula se sentó en la cama para ponerse las medias de seda con encaje, se subió a los tacones rojos de ante con un moño al costado del empeine, Tiró todo su cabello hacia adelante y lo secó con el secador de manera informal. Se maquilló con destreza y después salió hacia la cocina en busca de una botella de agua y encontró a Alex revisando su maletín. Volvió corriendo al dormitorio para ponerse unos pendientes y su Serpenti de Bvlgari. Él entró a perfumarse, ya estaba listo.

—¿Has acabado ya? Heller nos espera abajo.

—Ya casi, brillo de labios, perfume y listo.

Alex la esperaba con la puerta abierta. Finalmente salieron pero, cuando estaban a punto de subirse al ascensor, ella pegó un grito.

—¿Qué pasa? —preguntó Alex asustado.

—¡Mi Mac!

Alex puso los ojos en blanco y detuvo la puerta para que el ascensor no se fuera. Paula volvió sin haber encontrado la batería del ordenador. —No importa, usás la mía.

Iban con mucha prisa, puesto que tenían una junta de trabajo esa mañana con unos canadienses. Abrazados y risueños entraron a Mindland a paso resuelto, iban con los minutos contados, pero esa mañana la vida les sonreía más que nunca. Sentían que el amor que los unía era infinito e indestructible. Al salir del ascensor, la recepcionista los saludó muy cordialmente y ambos contestaron al unísono. Se encontraron con Rachel que salía de su oficina e iba para la de Jeffrey, aunque ella fingió no verlos.

—¡Es tan obvia...! —pensó Paula en voz alta. Alex se hizo el despistado y entonces ella le pellizcó el culo y se mofó de la rubia haciéndole burla en cuanto estuvo de espaldas. Él abrió la puerta de la oficina con cierta incomodidad y le cedió el paso a Paula.

—No la soporto, ¡por Dios!, me arruina el día verla, de la misma manera en que a ella se le arruina cuando me ve a mí.

—Paula... no empecemos, con lo de ayer fue suficiente, vení acá, mirame —le suplicó él, la cogió de la barbilla y la obligó a acercarse—. Separemos el trabajo, hoy es un día importante, concentrémonos en lo nuestro.

—Sí, mi amor, perdón, pero ¡vos sos mío! —insistió.

—¡Por supuesto! Ahora, a trabajar, vamos, no más distracciones, voy hasta el despacho de Joseph.

—No le digas «Joseph», no me gusta.

—Parecés mi madre.

—Bárbara tiene razón.

—De acuerdo, señorita Mandona, ya me di cuenta de que vos y mi madre son grandes aliadas.

La reunión con los canadienses no habría podido salir mejor. Al principio, no parecían muy convencidos, aunque Joseph y Alex se esforzaron por mostrar que su propuesta era transparente y que ambas partes se verían beneficiadas por igual. Ante la indecisión de los inversionistas, Paula recordó hábilmente algo que le habían enseñado acerca de las actitudes de un buen negociador, precisamente consistía en demostrar un equilibrio de poder ante los inversores.

Hasta el momento, ella se había mantenido casi al margen, sólo aportando datos concretos, cifras y resultados que Alex o Joseph le pedían. Jeffrey también asistía a su padre y a su hermano con la información legal. Pero ella se armó de valor, respiró profundamente y le pidió la palabra a Joseph. Él dudó un instante, pero en seguida entrecerró levemente los ojos, calculador, y le dio el visto bueno. Paula comenzó citando a John Maynard Keynes, uno de los economistas más influyentes del siglo XX:

—«Cuando usted debe mil dólares al banco —explicó—, usted está en manos del banco, pero, cuando usted le debe un millón de dólares, el banco está en sus manos.» —Todos la seguían con atención—. Se preguntarán por qué traigo esta cita a colación. Intentaré explicarlo de forma gráfica, sin sobrevalorar nuestra estructura. Quiero que saquen ustedes mismos las conclusiones porque creo que, durante el transcurso de esta reunión, los señores Masslow han expuesto información suficiente y han contestado a todas y cada una sus preguntas llenando todos los huecos necesarios. Además, con toda esta información —Señaló las hojas que ellos tenían a su disposición— es muy fácil obtener un cálculo mental acertado.

Alex se acomodó en el asiento para prestar atención a su discurso, Joseph y Jeffrey también se echaron hacia atrás.

—En los años sesenta, Cuba hizo una compra grande de autobuses a una empresa británica, que representaba un cuarenta por ciento de la producción de ese año. Esa compañía inglesa dependía, en gran medida, de sus ventas a Cuba, circunstancia que ocasionó que las negociaciones no fueran muy intensivas. Ahora bien, señores, esto es bastante simple, Mindland podría seguir funcionando sin su inversión, pero ustedes necesitan mover su capital para que no se estanque. Sus ganancias son nuestro poder actual de negociación frente a la competencia. Dicho esto, no puedo dejar de determinar nuestro MAAN (Mejor Alternativa de Acuerdo Negociado). Acabamos de exponerles los resultados que obtendrán con su inversión; para nosotros es lo mismo que sean ustedes u otros los que inviertan en Mindland, y les aseguro que no son los únicos interesados Alex quería disimular la sonrisa de orgullo que asomaba por la comisuras de sus labios, ¡ésa era su chica guerrera!—. Nosotros no corremos el riesgo de que nuestro capital se estanque.

—Por el momento —le refutó el canadiense.

—Permítame que lo corrija, y no quiero pecar de soberbia, pero los aquí presentes sabemos sobre qué estructura estamos edificados. Ustedes vinieron a buscarnos. —Los ojos chispeantes de Joseph demostraban su contento frente a la agresividad con que Paula negociaba la inversión—. No sé si alguna vez han oído hablar de la estrategia del delfín. —Los canadienses estaban fascinados con la joven, Joseph lo había notado—. Estos animales toman una ola y nadan con ella, suben por ella, pero antes de llegar a la cresta saltan al vacío para tomar la siguiente. Y así logran aprovechar al máximo la fuerza de las olas. Estamos llegando a la cresta de la ola, señores: ustedes deciden si se tiran o no al vacío con nosotros. Estamos en pleno auge, supongo que están enterados de nuestra apertura en Milán y estamos en vías de abrir en Roma y en París.

Los inversionistas empezaron a mirarse uno a otro, Paula los había seducido. Alex tomó el relevo:

—Entendemos perfectamente que quieran tener claro que la inversión es segura. Como ha dicho la señorita Bianchi, con este informe les demostramos los resultados que pueden obtener. Ahora, no somos nuevos en este negocio, no queremos sentirnos manipulados ni que ustedes se sientan así. Por eso, al principio de esta reunión, les hemos ofrecido toda la documentación necesaria para que consulten y se encuentren seguros con estos planteamientos. Por favor, avancemos en nuestros objetivos comunes, esto es... ¿cómo decirlo más claramente? Les pondré otro ejemplo clásico: hay una discusión entre dos hermanas por la propiedad de una naranja; una reclama su derecho por ser la mayor; y la otra, por considerar que sus necesidades son vitales porque es más pequeña. Y le reclama a la primera que su deber es protegerla. No llegan a un acuerdo y deciden partir la naranja por la mitad. La mayor la exprime, se toma el zumo y tira la piel; la menor, tira el zumo y ralla la piel para preparar un pastel. Si en vez de discutir sus posiciones, se hubieran preguntado para qué quería cada una la naranja, ambas hubieran quedado más satisfechas y hubieran logrado una solución de «ganar-ganar». Creo que ustedes deben preguntarse para qué necesitan invertir en nuestra empresa. La respuesta, vuelvo a insistir, la tienen en estos datos. —Alex señaló el estado de cuentas nuevamente.

Paula se sintió feliz al notar su apoyo, Joseph asentía con una mano en el mentón y Jeffrey se había quedado pasmado por la clase magistral de negociación que Paula y su hermano habían dado en conjunto y tenía ganas de reírse, pero se contuvo. En conclusión, los canadienses acabaron firmando un precontrato y se fueron guiados por Mandy. Los cuatro se quedaron en la sala de juntas en silencio y comenzaron a reírse. Lo habían logrado: el crecimiento exponencial de Mindland estaba asegurado.

Alex palmeó la espalda de su padre y de su hermano, que estaban sentados a su lado, y luego Joseph se abalanzó sobre Paula, la tomó por los hombros y la puso en pie para darle un paternal beso en la frente. Ella inclinó su cabeza ruborizada por la efusividad de su futuro suegro.

—Paula, salvaste el día, ¡qué digo el día!, el futuro de tus bisnietos. —No creo haber hecho tanto, Joseph.

—No seas modesta, mi amor —dijo Alex poniéndose de pie y yendo a abrazarla—. Esto iba de mal en peor hasta tu intervención. Cuando comencé a escucharte creí que la que había estudiado en Harvard habías sido vos y no yo.

—Es que no soportaba más su pedantería, nuestra empresa vale mucho más que su dinero. ¡Nosotros somos los sobrevalorados y no sus migajas! Por algo nos buscaron, ¿no? Y, ahí, como por arte de magia rebusqué en mi cabeza y me acordé de mi profesor de técnica de negociación. Él nos martirizó durante un año seguido con todos estos principios y nunca había tenido la oportunidad de usarlos. Entonces pensé: «Perdido por perdido, me lanzo a la piscina».

—Bendito sea tu profesor —exclamó Jeffrey— y vos también, cuñada. ¡Tenés una mente y una memoria brillantes, venga también un abrazo!

—¡Hay que festejar esto como corresponde! —propuso entusiasmado Joseph. Tocó el intercomunicador y le pidió a Mandy que trajera la botella de champán que había en la nevera de su oficina y cuatro copas.

El día había sido perfecto en todos los sentidos. Estaban terminando de cambiarse para ir a cenar al Belaire, porque Bárbara había organizado una cena para despedir la soltería de Jeffrey. Era una comida informal, íntima y familiar. Alison no estaría, ya que se iba a cenar con sus familiares, que habían llegado de Ontario.

Cuando Paula salió del dormitorio, encontró a Alex recostado en el sillón del salón escuchando My first love. Tarareaba la canción con los ojos cerrados. Ella se acercó de puntillas y se quedó admirando a su hombre, pero él sintió su presencia y abrió los ojos.

—¡Hey! ¿Hace mucho que estás acá? No te oí acercarte.

—Tan sólo unos instantes. —Ella estaba poniéndose unos pendientes dorados de aro.

Alex se puso en pie la rodeó por la cintura con un brazo y buscó su mano para llevársela a la nuca y bailar cadenciosamente al ritmo de Avant & Keke Wyatt. Hundió la nariz en su cuello y se lo recorrió olisqueándola, subió por él, le mordisqueó el lóbulo de la oreja y entonces le cantó al oído:

Ah baby, you and only long as I live

long as I live

My first love

You will be my first love And I choose you again.

Buscó su mano y sin dejar de moverse la apartó para dedicarle una mirada lujuriosa que la recorrió de pies a cabeza.

Paula era su deidad, siempre tenía un aspecto impecable y, vistiera como vistiese, siempre estaba extraordinaria. Le encantó el atuendo que había elegido para la ocasión: unos vaqueros azul oscuros, un jersey de color crudo y unos botines de ante marrón claro con un tacón de aguja dorado que la hacía aún más esbelta de lo que era. La hizo girar y la volvió a pegar contra su pecho, metió sus manos en los bolsillos del pantalón para apretarle el trasero mientras le sonreía muy cerca de sus labios. Paula jugaba con su pelo a la altura de la nuca. Alex sacó su lengua y se la pasó por los labios, como si fuera un helado; entonces ella los separó ligeramente para darle paso, pero él no lo hizo. Se rió y enarcó una ceja mientras la miraba a centímetros de su boca. Paula abrió los ojos y se encontró con su mirada mordaz.

—¡Alex! —protestó ella.

—Si te beso no nos vamos y Bárbara nos espera para cenar —le explicó.

—No es justo, quiero un beso —se quejó ella— y no llames por su nombre a tu madre. —Bajó su mano por sorpresa y le presionó ligeramente los genitales—. Besame —le ordenó.

—De esta manera, no es justo.

—Lo que no es justo es que tenga que rogarte un beso.

Alex asaltó su boca acariciándole la lengua con la suya y entonces ella dejó de apretar y lo acarició atrevidamente por encima del pantalón. La respiración de él empezó a entrecortarse y su corazón latía frenético. Alexander sacó una mano del bolsillo y la llevó bajo el jersey para acariciar la sedosidad de su piel, le recorrió la espalda con la palma extendida hasta llegar al sostén, y delimitó el contorno del elástico con un dedo; entonces Paula se apartó de él.

—Me voy a terminar de arreglar —anunció pícara intentando zafarse de sus brazos.

—Un momento, el que ahora no quiere parar soy yo. —Paula le cogió el brazo y le hizo mirar la hora en su reloj.

—Bárbara nos espera.

—¡Que espere! —exclamó y asaltó sus labios con ferocidad. Luego se apartó—. Ahora sí, andá a terminar de arreglarte —le dijo y la soltó.

—¡Tramposo! ¡Mandón! ¡Te gusta tener siempre la última palabra!

Él se rió con autosuficiencia y le pegó una palmada en el trasero mientras ella se daba la vuelta para ir al dormitorio.

—¡Michael Kors! ¿Hemos ido de compras? —preguntó Alex reconociendo el logo del vaquero.

—Cuando estabas en Italia, me agarró un ataque de consumismo compulsivo y casi dejo mi tarjeta en números rojos.

—De eso tenemos que hablar.

—¿De qué? —Alex la seguía hacia el dormitorio.

—De tu tarjeta. Quiero que tengas una extensión de la mía.

—Ni se te ocurra. —Paula se horrorizó con la propuesta.

—¿Por qué?

—Porque no corresponde.

—Sos mi prometida.

—Precisamente, sólo soy tu prometida. No puedo tener acceso a tu cuenta.

—Pronto serás mi esposa, Paula, ¿qué tiene de malo? Con la cuestión de la boda habrá que hacer pagos. Yo podré hacerlos a veces, pero otras tendrás que hacerlos vos —quiso engatusarla—. Además quiero que cuando pases por un escaparate y algo te guste, te lo compres.

—No, Alex, me opongo. Tengo dinero suficiente para darme mis gustos.

—¿Por qué sos tan cabezota?

—Alexander Masslow, ¿precisamente vos me preguntás eso? —Ella puso los ojos en blanco—. Lo que dije de mi tarjeta fue una metáfora por la cantidad de compras que hice ese día; mi economía está en orden.

—De todas formas, me parece estúpido esperar a casarnos para que tengas una extensión de mi tarjeta. Tarde o temprano vas a tener que aceptarla, ¿cuál es la diferencia entre ahora o después? Supongo que cuando nos casemos no rechazarás también el dinero que quiero compartir con vos...

—¡No, no y no! Cuando nos casemos... —hizo una pausa— veremos.

—Veremos ¿qué, Paula? —Alex sonó contrariado.

—Parecés mi hermano, siempre cree que el dinero que tengo no es suficiente y termina haciendo depósitos en mi cuenta.

—Buena idea, si no querés una extensión, puedo hacerte transferencias a tu cuenta.

—Por favor, Alex, te lo suplico —se lo pidió con ambas manos unidas—, no me ofendas.

—Mi amor, ¿por qué decís que te ofendo? Quiero compartirlo todo con vos.

—No quiero que la gente hable o piense que estoy con vos por interés.

—Paula, mirame. —Él le levantó la barbilla para obligarla a mirarlo—. A mí no me importa lo que piensen los demás, además no sé a quién te referís cuando decís «los demás», porque mi familia jamás pensaría eso de vos.

—A ver, Alex, dejame explicarte algo, para ver si después te quedás más tranquilo. No vivo sólo de mi sueldo, también cuento con los beneficios que da la bodega, tengo una participación en ella, mi amor. Si bien mi hermano es quien la trabaja, yo soy tan dueña de ella como él. Mis abuelos testaron a favor de ambos: Saint Paule es de los dos.

—No lo sabía.

—Bueno, ahora lo sabés. Es obvio que no genera lo que genera Mindland, pero nuestro nivel de vida es muy bueno. Quizá no vivimos con los lujos a los que están acostumbrados vos y tu familia, pero tenemos un buen estándar de vida. El año pasado se hicieron muchas inversiones y transformaciones en la bodega y esperamos que este año sea muy productivo. Cuando vayamos, verás a qué me refiero.

—Bueno, claro, es cierto. Vos vestís muy bien, tu apartamento es muy bonito, tenés un buen coche y... —se detuvo—, pero no se trata de eso, sino de que quiero compartir con vos todo lo que es mío. Para mí, vos ya sos mi mujer, el papel que vamos a firmar será para que todos sepan que lo sos. Sólo es una cuestión de formalismos y de que anhelo con toda mi alma que lleves mi apellido.

—Todo esto es muy tierno por tu parte y te lo agradezco de corazón —ella le besó la punta de la nariz—, pero dejame conservar mi independencia económica hasta que nos casemos. Se trata de mi orgullo y de mi dignidad, por favor, mi amor. Cuando nos casemos, todo será diferente, te prometo que entonces sí aceptaré con orgullo todo lo que quieras hacer por mí. Será parte del cuidado mutuo que los esposos se prometen.

—Está bien, Paula —aceptó él con resignación—, si para vos es tan importante esperar, lo haremos a tu modo. Para mí es lo mismo, pero lo acepto. Pero entonces no me pidas que no te haga regalos, o una cosa o la otra.

—Está bien, si no ganás, empatás, sos terriblemente cabezón, Alex. Gracias.

—A vos, por ser tan íntegra. Cualquiera hubiese dicho que sí sin protestar, pero supongo que por eso te amo, porque no sos igual a todas las demás.

—Te amo, mi amor.

—Y yo mucho más.

—Imposible, te aseguro que no existe más amor del que siento por vos.

—Entonces te amo en la misma medida. —Se besaron castamente, tomaron sus abrigos y salieron rumbo al Belaire.

En la calle, el viento frío de la noche neoyorquina los atrapó. Paula esperó al lado del coche, con las solapas levantadas para cubrirse del frío, mientras Alex cerraba la puerta de entrada al edificio con prisas.

—¿Paula? ¿Sos vos? Decime que no estoy soñando.

—¡Gabriel! —respondió ella con timidez. Alex había terminado con la puerta y se acercaba.

—¿Qué hacés acá? Pensaba que estabas en Buenos Aires. ¿Por qué no me llamaste? No sabía que habías vuelto —se extrañó él y la cogió del brazo.

—Buenas noches —interrumpió Alex mientras se aferraba a la cintura de Paula. Entonces ella se apresuró a presentarlos y el mendocino la soltó despacio.

—Alex, te presento a un amigo, Gabriel Iturbe.

Éste extendió su mano.

—Alexander Masslow, encantado.

—Igualmente —dijo Gabriel respondiendo al saludo con un fuerte apretón.

—¿Qué hacés por acá? —se interesó ella.

—Vivo muy cerca, a cuatro cuadras.

—Ah.

—¿Y vos, qué haces por acá? Disculpá, no quiero parecer entrometido —le pidió disculpas a Alex mirándolo a los ojos.

Era obvio que Gabriel se había dado cuenta de que estaban juntos, él la había pegado a su cuerpo y no tenía intención de soltarla. Alexander asintió levemente con la cabeza sin hacer ningún comentario, estaba muy serio. El cuerpo de Paula se había puesto en tensión.

—Vivo acá, Gaby, Gabriel —se corrigió. No quería ofender a Alex tratando familiarmente a su amigo y señaló con la cabeza el edificio.

—Jamás lo hubiese imaginado.

De pronto, el amigo de Paula fijó la vista en la mano de ésta, la que sostenía la solapa del abrigo y vio el anillo de compromiso, pero no hizo ninguna referencia. Alex lo notó y se rió para sus adentros, triunfador. Se sintió muy bien al ver que los papeles habían cambiado, pues cuando los había visto juntos en el aeropuerto se había sentido un extraño en la vida de Paula. Ahora, las cosas eran diferentes, porque el intruso era Gabriel.

—Bueno, los dejo, estaban saliendo y los he interrumpido, adiós.

Alex le tendió la mano y Gabriel hizo lo propio. Luego se acercó y besó a Paula en la mejilla.

—Adiós, Gabriel, fue un gusto encontrarte.

—El gusto fue mío. Que tengan una buena noche.

El joven siguió caminando y Alex abrió la puerta del coche a Paula para que entrase. Ella temblaba, un poco por el frío y otro poco por los nervios del momento. Él entró también, se abrochó el cinturón de seguridad, puso el Alfa en marcha y salieron de ahí.

Estaban a mitad de camino y ninguno de los dos había dicho ni una sola palabra al respecto. Alex permanecía muy callado y ella no sabía qué decir, se sentía incómoda aunque no tenía por qué. Gabriel había sido muy correcto y ella también, no le habían faltado el respeto a Alex en ningún momento. Finalmente, fue éste quien decidió romper el silencio:

—¿Por qué no le dijiste que soy tu prometido y que nos vamos a casar?

Ella volvió la cara con brusquedad y se lo quedó mirando fijamente ante su reproche.

—Fue todo muy rápido, sólo cruzamos unas pocas palabras, lo siento, no pensé que te molestaría que no lo hiciera.

—Igual se dio cuenta... Te miró la mano donde llevás tu anillo.

—Sí, yo también lo noté.

Paula volvió los ojos hacia la ventanilla.

—Me hubiese gustado que le dijeras quién era yo en tu vida.

—Lo siento, Alex, no pensé que fuera tan importante que se lo dijera —se excusó sin pensar y ella, de pronto, se dio cuenta de lo que acababa de decir—. Lo siento, mi amor, no quise decir eso —se disculpó tomando la mano que él tenía sobre la palanca de cambio.

—Pero lo dijiste.

—Alex, por favor, quería que nos fuésemos rápido y por eso no entablé ninguna conversación con él, no quería molestarte, ni ofenderte, eso es todo. Por eso no dije nada, si querés y te deja más tranquilo, le envío un mensaje de texto explicándole quién sos y que vamos a casarnos.

—¿Aún conservás su número? ¡Qué bien! —Estaba ofuscado e hizo una exagerada mueca de asombro.

—Alex, mi amor, por favor.

—Por favor, ¿qué?

—No quiero que nos peleemos, ¿querés que borre su número? Lo borro.

Ella comenzó a hurgar en su bolso hasta dar con el iPhone.

—Basta, Paula, no es necesario.

—Sí, sí lo es, para vos lo es, y no quiero hacer nada que te ofenda ni que te incomode. —Alex le arrebató el móvil de la mano.

—No es necesario, me estoy comportando como un estúpido, perdoname.

—No, perdoname vos a mí, no quise faltarte al respeto en ningún momento, te lo juro.

—Lo sé, me puse celoso, lo siento.

A Paula le dio ternura su confesión; él no la miraba.

—No tenés por qué ponerte celoso, soy toda tuya —le dijo mientras le acariciaba la nuca; él seguía con la vista fija en el camino—. Siempre lo he sido desde que te conocí.

—Pero permitiste que él te diera un beso en Mendoza.

—Y te lo expliqué. Si te deja más tranquilo, ni recuerdo cómo fue ese beso, sólo sé que cuando lo hizo pensé en vos y me aparté. Quizá hubiese sido mejor que no te lo contara, no quiero sentir esta desconfianza que no merezco.

Alex estaba aferrado al volante con fuerza, sus nudillos se habían puesto blancos. La joven dejó de acariciarlo y se volvió hacia la ventanilla. Él entonces ladeó su cara y la fulminó con la mirada. Luego, al detenerse en un semáforo, la cogió por la barbilla y la obligó a mirarlo.

—Ni se te ocurra nunca ocultarme nada. —El tono que usó fue de advertencia, pretencioso y enojado.

—Jamás lo haría, de hecho siempre te he dicho la verdad. Desde el principio, nunca tuve secretos para vos, en cambio vos...

Desafiándolo con la mirada, le estampó un gran reproche en la cara, pero no quiso seguir y que todo terminara en una gran discusión, así que le apartó la mano con rabia y volvió la vista hacia el paisaje. Los ojos se le llenaron de lágrimas y, aunque quiso retenerlas por todos los medios, una se escurrió por su mejilla, la recogió rápidamente con el reverso de la mano y se mantuvo inmutable; Alex también.

Cuando llegaron al Belaire, él introdujo el coche en el aparcamiento de los Masslow y, en cuanto se detuvo, ella se bajó, caminó y se quedó junto al ascensor. Sostenía su bolso con ambas manos mientras se miraba la punta de los botines, cavilando angustiada y con cierta decepción.

El ascensor llegó y Alex le apoyó la mano en la cintura invitándola a entrar. Ella se colocó al fondo del ascensor; él tocó el botón y se quedó con las manos en los bolsillos, casi dándole la espalda. Un profundo e incómodo silencio se apoderó del espacio, la frialdad entre ellos era casi hiriente. Alex salió primero y la esperó. Abrió la puerta con su juego de llaves y entraron en el vestíbulo del ático, donde dejaron sus abrigos. Después la cogió de la mano y juntos se dirigieron al salón.

—¡Ah, llegaron! —Amanda se levantó del sofá y fue a recibirlos. Primero abrazó a Paula y le dio dos besos; después a su hermano. Lo miró de reojo y frunció el cejo: de inmediato se había dado cuenta de que algo pasaba entre ellos. Alex intentó disimular y tomó del hombro a la joven y le besó el cabello; ella, como una cachorra desprotegida, se acurrucó en sus brazos.

—¿Dónde están todos? —preguntó Alex, pero cuando Amanda iba a contestarle, Chad se acercó a ellos con un cóctel en la mano.

—¡Hola, cuñado! —saludó con alegría.

Chad y Alex cruzaron un apretón de manos mientras le alcanzaba una Mimosa a su mujer y saludaba a Paula con un beso en la mejilla.

—¿Les preparo un trago?

—Por favor —aceptó Alex—. ¿Qué querés, Paula?

—¿Eso es una Mimosa? —dijo ella señalando el vaso de Amanda, Chad asintió—. Una igual, entonces.

—Cuñado, ¿y vos? ¿Lo de siempre?

—Sí, por favor, dame tu bolso, Paula. —Se lo quitó de las manos y lo dejó sobre el sofá.

—¿Mamá y papá? —volvió a preguntar Alex.

—Mamá está en la cocina y papá, en el despacho con Jeffrey y Rachel.

Alex dio un respingo que nadie notó, salvo Amanda. Una mueca de disgusto se instaló en la cara de Paula. Se sentó en uno de los sillones y su novio la acompañó y se colocó a su lado. Un sentimiento de pánico se apoderó de él imaginando el motivo de la visita de esa mujer y, entonces, se sintió como una mierda, reclamándole cosas sin sentido a Paula y haciéndola sentir fatal. Ella tenía razón, siempre había sido sincera y transparente con él, mientras que él sólo metía la pata y le ocultaba cosas. La abrazó, le besó el cabello nuevamente y le susurró al oído:

—Perdón, mi amor, te amo.

Volvió a besarla detrás del oído. Ella se estremeció con su aliento y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Lo miró a los ojos y le dio un casto beso en los labios, que él devolvió con una franca sonrisa.

Mientras tanto, en el despacho de Joseph, Rachel les terminaba de comunicar su renuncia.

—¿Estás segura, Rachel? Te echaremos mucho de menos —le dijo Jeffrey mirándola a los ojos, cuando ella les comunicó que dejaba Mindland.

—Sí, lo estoy, Jeffrey, aunque reconozco que me apena mucho, pues confiasteis en mí en cuanto terminé mi carrera y eso es impagable. Pero la oportunidad que me han ofrecido en Bradley & Asociados es muy buena, sobre todo porque se ajusta más a mi especialidad; necesito acción. Y no penséis que menosprecio el puesto que tenía en Mindland.

—Tranquila —la interrumpió Joseph—, lo entendemos y te deseamos muchos éxitos. Eres brillante, Rachel, no me extraña que te hayan buscado y te hayan tentado. Me alegro por ti y te deseo de corazón una carrera muy provechosa. Tu paso por Mindland ha sido genial pero siempre supimos que era temporal, pues, como abogada civil, no es justo que tus labores sólo se ciñeran a contratos que encajaran en la legalidad. Es imprescindible que crezcas profesionalmente y estoy seguro de que tu carrera seguirá un ascenso seguro.

Joseph fue sincero y estrechó entre sus brazos a su ahijada con mucho afecto. Jeffrey también la abrazó y la besó en el pelo.

—Ahora, si me disculpáis, os dejo, tengo cosas que hacer —dijo ella.

—Nos vemos mañana en el ensayo y en la cena preboda, ¿verdad?

—Por supuesto, ¡soy una de las damas de honor!

Alison y ella mantenían una muy buena amistad desde la adolescencia. Rachel había sido quien, en su momento, la había recomendado para el puesto de secretaria de Alex, cuando Jeffrey hacía poco que trabajaba en la empresa familiar.

Salieron del despacho, Ofelia, Amanda y Bárbara, que estaban todas abrazando a Paula, como si festejaran algo.

Una punzada le atravesó el corazón y Rachel no pudo evitar sentir tanto envidia y frustración como un odio profundo.

—Chis, por favor, ahí viene Jeffrey. No hablemos más de nuestra boda, esperemos a que pase la de él —les pidió Paula a las tres mujeres, pues Amanda acababa de revelarle a su madre que la ceremonia civil se haría en Los Hamptons y ésta ya quería comenzar a planearlo todo.

Alex estaba sentado en el sofá charlando con Chad, cuando advirtió que su hermano, su padre y Rachel salían del despacho. Dio un sorbo a su Bloody Mary e inmediatamente dirigió su mirada a Paula, que también había advertido la presencia de la rubia.

—Hijo, ¡no sabía que habían llegado! —exclamó Joseph acercándose a Alex. Él se puso de pie para abrazar a su padre, luego se acercó a Jeffrey y le estrechó la mano, y le dio a Rachel un beso en la mejilla. Mientras tanto, Joseph saludaba a Paula con efusividad.

—¡Ha llegado mi nuera favorita y la mejor negociadora de nuestro equipo! —la agasajó él.

—Adulador, terminaré por creer que sos un interesado —Paula se puso de pie y le habló en son de broma—. Creo que me decís eso porque soy la única que está acá.

Todos sonrieron y Joseph la besó en la sien.

—Hola, Rachel —saludó Paula desde la distancia.

Ella no le contestó; sólo movió la cabeza.

Cada palabra, cada gesto de halago era una daga que se clavaba en el pecho de Rachel, sus ojos destilaban veneno y no podía evitar sentirse así. «Todos parecen fascinados con esta trepadora oportunista y no se dan cuenta de que ella sólo quiere atrapar a Alex —pensó furiosa. Apretó los dientes y la miró con sorna de arriba abajo como hacía siempre—. Resulta que ahora esta zorra se viste de marca. Pronto se te va a acabar todo eso», la amenazó para sus adentros. Amanda, que advirtió la forma despectiva con que la mujer miraba a su futura cuñada, no dudó en intervenir.

—¿Ya vieron qué linda que está Paula? Querida, creo definitivamente que debés adoptar la moda de Michael Kors, vas a estar radiante en tu coche nuevo.

Alex clamó al cielo con la mirada, porque sabía de sobra lo que Amanda intentaba hacer.

—¿Coche nuevo? —preguntó Bárbara.

La joven Masslow se acercó a su mellizo y lo rescató del lado de Rachel, donde se había quedado de pie al saludar.

—¡Ay, sí! Mi hermanito le regaló a Paula un Maserati GranTurismo con el interior de diseño exclusivo.

—No me extraña que haya elegido ese automóvil para vos —dijo Bárbara con naturalidad—. Mi hijo adora los autos italianos. —Paula se rebulló en el abrazo de Joseph y se sonrojó mientras fulminaba a Amanda con la mirada—. Sin duda, te debe de quedar muy bien un coche así, ¡felicidades, corazón, que lo disfrutes mucho!

—Gracias, Bárbara, pero lo considero un regalo demasiado ostentoso e innecesario. Alex sabe lo que opino al respecto. —Lo miró suplicándole que todo terminase pronto.

—Si mi hijo consideró que te lo merecés, tené por seguro que no se ha equivocado —le dijo Joseph.

—Por supuesto, niña, cambiá esa cara de ternero degollado, ¿sabés cuántas quisieran conseguirse un jovenzuelo como este que las llenara de regalos? —intervino Ofelia—. ¡Saborealo! Después de todo, pronto será tu esposo, días más, días menos, para disfrutar de su dinero es lo mismo.

—¿Ves? —Alex ladeó la cabeza mientras le hablaba—. Ofelia es muy inteligente, deberías escucharla más a ella, ya que a mí no querés —le sugirió Alex.

—¡Alex, por favor! —volvió a rogarle Paula.

—Lo sé, lo sé, cambiemos de tema, no la abrumemos.

—Me voy —le anunció Rachel a Jeffrey y Chad, que estaban charlando en la otra punta de la sala.

—¡Mamá, papá, Rachel se va! —les avisó Jeffrey.

—¡Ay, tesoro! ¿No quieres quedarte a cenar con nosotros? —le preguntó Bárbara.

En otro momento, la mujer no hubiese dudado en aceptar, pero pensar en compartir la mesa con Paula, y ver cómo Alex se desvivía por ella, era algo que no podía ni quería soportar; además, para su plan no era bueno demostrar sus emociones.

—¡Quédate! Ya que nos abandonas en la empresa, al menos cena con nosotros esta noche —intentó convencerla Joseph. Alex frunció el cejo al escuchar a su padre, no sabía si había entendido bien.

—Se lo agradezco, pero ya he quedado con otra amiga.

—¡Qué pena! —se lamentó Bárbara—, pero ¿cómo dejas la empresa? ¿O he escuchado mal?

—No, mi amor —le aclaró Joseph—, no lo has entendido mal. Rachel ha recibido una oferta de un bufete de abogados muy importante, que representa una gran oportunidad para su carrera.

Paula y Amanda se miraron con una expresión de complicidad. La melliza buscó la mirada de Alex, pero él en ese momento se dirigía a Rachel.

—¡Qué noticia! Te auguro muchos éxitos.

—Gracias, bomb... —se detuvo a mitad de palabra y rectificó—. Gracias, Alex. —Él se sintió aliviado con la noticia: parecía que Rachel finalmente había entendido que entre ellos no podía existir nada. Poco después de que se fuera, llegaron Edward, Lorraine y los mellizos. Los niños venían dormidos en sus sillitas de viaje, así que las mujeres acompañaron a la joven madre hasta el dormitorio de invitados para acostarlos, pues Bárbara había comprado unas cunas para cuando sus nietos se quedaban con ellos.

Amanda y Paula no habían tenido oportunidad de estar a solas para comentar la noticia de la partida de Rachel. Por eso, cuando Amanda la tuvo a tiro, cogió la mano de Paula y se la apretó. Ella la miró, se rió con disimulo y, gesticulando, le dijo: «Estoy feliz». Ambas dejaron escapar una risita contenida que nadie notó. Miraron embelesadas durante un rato a los pequeños, que estaban cada día más guapos y sanos, y se unieron a los hombres en la sala. Jeffrey había puesto música de los ochenta, y, en ese momento, Ofelia y Soledad trajeron de la cocina unas bandejas con pinchos de tomates, mozzarella marinada, bocaditos de paté de marisco, guacamole con nachos y otras exquisiteces, que consumieron como aperitivo antes de la cena.

La comida transcurrió en un ambiente relajado. Los hermanos torturaron a Jeffrey, durante toda la noche, con bromas por su inminente abandono de la soltería, a pesar de la defensa férrea de Bárbara. Los jóvenes habían acaparado la velada con sus bromas. Desde la cabecera de la mesa, Joseph y Bárbara miraban con orgullo a sus cuatro hijos, a los que esa noche se los veía muy felices. Sólo faltaba Alison a la mesa para que estuviera la familia completa. Todos ellos tenían a su lado a personas sin malas intenciones y buenos sentimientos. Lorraine no sólo era buena esposa y dulce nuera, sino que también era una excelente y amorosa madre y la única capaz de soportar el mal genio de Edward. Chad, con su carácter increíblemente reservado y atento, representaba la cordura y la mesura que Amanda necesitaba a su lado y se había ganado el enorme cariño de sus suegros. Alison, por su parte, era la frescura personificada, siempre atenta, tierna y muy correcta; había echado la soga al cuello a su hijo mayor cuando él aseguraba que jamás se casaría. Y, por último, Paula, que parecía un ángel caído del cielo que había llegado a la vida de Alex para mostrarle que la verdadera felicidad existe y que él podía disfrutarla. Sólo bastaba con ver cómo lo miraba para darse cuenta del profundo amor que sentía por el benjamín de la familia.

Ofelia, alerta como de costumbre, se acercó por encima de la mesa a Joseph y Bárbara y les dijo en tono cómplice:

—Hicieron cuatro hermosos muchachos, ¡dejen de babear! Sin el profundo amor que ustedes se profesan no hubiera sido posible.

Joseph acarició la mano a esa fiel mujer, ya entrada en años, que sabía de sobra cómo se querían porque los había acompañado desde el principio de su historia.

—¡Ay, Ofelia, querida! Vos también sos parte de este cuento y partícipe de la educación de nuestros hijos. Criar a cuatro niños no ha sido fácil pero vos nos ayudaste siempre. ¡Sos parte de esta gran familia, vieja charlatana!

—¡El viejo sos vos! Mirá todas las canas que tenés, buscá a ver si me ves alguna a mí. —El comentario del ama de llaves hizo que estallaran en una carcajada. Ella siempre ponía un toque de humor a todo, parecía que jamás estuviera a malas con nadie.

Después de cenar, se sentaron en el salón a tomar café y Joseph aprovechó para sacar algunos retratos familiares, como aficionado a la fotografía que era. En cierto momento, Alex se levantó del sofá y cogió su móvil, que vibraba en el bolsillo del pantalón, pero cuando lo sacó se dio cuenta de que no era el suyo, sino el de Paula. Lo que vio en la pantalla le puso los pelos de punta y el humor se le agrió al instante: acababa de recibir un mensaje de Gabriel Iturbe. Lo lógico y más sensato hubiera sido devolverle el teléfono, pero los celos incontenibles no lo dejaban pensar. Se apartó y lo leyó: «Me extrañó mucho verte en Nueva York y no haberme enterado de que aún estabas acá. En realidad, me dolió que no me hubieras avisado. Espero no haber hecho nada que te haya molestado la última vez que nos vimos y que te haya empujado a ignorarme. Lo pasamos tan bien en Mendoza que me encantaría que tomásemos un café o compartiéramos otra cena juntos. Te mando un beso grande, quiero verte pronto. Te llamo».

—¡Este malnacido está buscando que le rompa la cara! —exclamó Alex sin que pudiera oírlo nadie. Estaba furioso. Paula era suya y ese infeliz parecía no querer darse cuenta.

Volvió a guardar el teléfono en su bolsillo y se acercó a donde estaban todos, cogió de una mano a Paula e hizo que se levantara.

—Vamos.

Todos se sorprendieron con la actitud hostil de Alex, tenía el cejo fruncido y no se molestaba en disimular. Paula no entendía el porqué de ese cambio de humor tan repentino.

—¡Hey! ¿Van a irse tan temprano? —protestó Amanda.

—Sí, estoy cansado.

—Dejalo, Amanda —terció Bárbara al observar que su hijo estaba contrariado—. Hijo, esperá un momento, hoy retiré los trajes de los padrinos y deberías llevarte el tuyo.

—Sí, claro, mamá.

—Vení, Paula. Acompañame a buscarlo y te doy tu bolso también. Paula y Bárbara desaparecieron y Alex fue hasta el recibidor en busca de sus abrigos.

—¿Y a éste qué bicho le picó? —preguntó Edward.

—Sabemos lo bipolar que es Alex, no va a cambiar de un día a otro porque esté con Paula —concluyó Jeffrey.

—Bueno, bueno, dejen en paz a su hermano —ordenó Joseph, que no quería que Alex se fuera enfadado con ellos—. Sus razones tendrá, respetémoslo.

Alexander regresó con su abrigo ya puesto y el de Paula en la mano. Ella volvió con Bárbara y Ofelia, llevaban el traje de Alex en una funda. Con cierta prisa, éste desplegó el abrigo para que Paula se lo pusiera, se lo deslizó toscamente por los brazos y se despidió. Bárbara le sostuvo la cara afectuosamente con ambas manos, lo miró a los ojos intentando dilucidar en ellos el motivo del mal humor y lo besó en la frente. Él cerró los ojos para recibir el amoroso beso de su madre y emitió un suspiro; luego besó la cabeza de Ofelia.

—¿Nos vemos mañana a las diez en el ensayo, Alex? —le preguntó Jeffrey.

—Por supuesto, ahí estaré —le aseguró él.

Paula se apresuró a despedirse de todos, Alex la guió hacia afuera y entraron en el ascensor que los llevó directos al estacionamiento.

—¿Ha pasado algo, mi amor? —Ante la pregunta, Alex ladeó la cabeza y se la quedó mirando.

—No —contestó con parquedad. Ella le acarició la mejilla a contrapelo, se acercó y lo besó castamente en los labios, pero él permaneció impasible.

—Quiero llegar a casa y que me hagas el amor con música —le dijo sobre sus labios—, voy a elegir una bonita canción y nos perderemos en la letra mientras nos amamos.

La puerta del ascensor se abrió, él la cogió de la mano y la llevó volando hasta el coche.

—Alex, por favor, no puedo caminar tan rápido con estos botines —se quejó.

Él optó, entonces, por soltarle la mano y dejarla atrás caminando sola. Paula empezó a sospechar que el enfado era con ella, pero nada de lo que había pasado durante o después de la cena echaba luz sobre la razón de su enojo. Más aún: en el momento en que él se había puesto en pie para comprobar el móvil, estaban abrazados riéndose y él le daba besos en el pelo. Cuando Paula entró en el Alfa Competizione, Alexander ya tenía puesto el cinturón de seguridad y, en cuanto cerró la puerta, lo arrancó y salió de ahí haciendo rechinar los neumáticos.

—¿Qué te pasa, Alex?

—Nada —respondió mirándola con una expresión fulminante.

—Tu cara no dice lo mismo y tu genio tampoco.

Él se concentró en el camino y ella fijó la vista en el paisaje urbano.

No lograba descifrar el mal humor de Alex.

—Vas a conseguir que te pongan una multa conduciendo así.

Alex sólo respetaba los semáforos, pero ningún límite de velocidad. No le contestó.