Capítulo 15

«ME echó de su despacho sin remordimientos. Me humilló, me mancilló, me pisoteó, me hizo sentir el ser más insignificante de la Tierra», se autocompadecía Paula en su oficina.

Otra vez se habían burlado de sus sentimientos, otra vez sus ilusiones se habían evaporado. Pero aún le quedaba un atisbo de dignidad, así que cogió el bolso y se marchó del edificio. Maxi quiso detenerla pero no lo logró, era obvio que había sido testigo de toda la escena.

Paula subió al coche y condujo sin sentido por la ciudad. Su teléfono sonaba dentro del bolso, pero no tenía intención de hablar con nadie, no paraba de llorar, no entendía de dónde salían tantas lágrimas. Se aferró con fuerza al volante y condujo por instinto, porque sus cinco sentidos estaban bloqueados.

Lo que esa mujer le había dicho era lo que ella sospechaba desde el principio. Recordó que se lo había preguntado; él había tenido la oportunidad de ser sincero y prefirió mentirle.

Le dolía el pecho, le faltaba el aire, tenía la cabeza embotada y el alma congelada. Pensó si era posible sentir más dolor y se dijo que no, era imposible sentirse peor de lo que se sentía. Al final, detuvo el coche en una dársena, junto a la muralla de la avenida Costanera, y miró a lo lejos. La tarde estaba cayendo y el sol empezaba a esconderse, tintando de rojo, amarillo y escarlata sus aguas. En otro momento, le hubiera parecido una postal romántica, pero ese día, el espectáculo le dolía, le quemaba porque estaba convencida de que jamás volvería a ver un amanecer a su lado. Le había entregado a Alex su corazón maltrecho, para que lo cuidara y lo sanara, y él sólo había acabado de destrozarlo». Había permitido que las cosas avanzaran, se había dejado engañar otra vez. «¿Cuándo vas a aprender, Paula? ¿Cuándo te vas a convencer? Los hombres son una mierda. Te usan y te tiran.» Volvió a mirar hacia la inmensidad del río, allá donde sus ojos no alcanzaban a ver y donde no había nada, solamente agua, una gran masa de agua. «Quizá debería dejarme engullir por esa inmensidad y que todo se terminara de una vez. Quizá debería acabar con esta vida de mierda que me toca vivir.» Alex había sido una gran mentira y sólo había aprovechado la oportunidad para echarse una cana al aire. Pero lo peor de todo, y lo que más le dolía, era saber que nunca más podría estar entre sus brazos, sentir sus caricias y sus besos. «Dios —pensó— ya lo estoy extrañando, ¿cómo voy a hacer para poder vivir sin él? No volveré a escuchar sus susurros en mi oído, no volveré a verlo extasiado de placer, ni me volveré a despertar junto a él. Todo lo que teníamos se ha ido, aunque es posible que nunca tuviéramos nada verdadero. ¿Sería su esposa la que me llamaba a diario? No, no creo, él hubiese reconocido su voz. Bueno, podría haber fingido, después de todo, es bueno para decir mentiras. Tal vez la que llamaba era una de sus amantes. ¿Cuántas tendrá? ¿A cuántas habrá engañado como me ha engañado a mí?» Miraba el río con los ojos perdidos. Allí no había nada ni nadie, sólo agua y, entonces, pensó que nada podría herirla. Se subió en las rendijas de la muralla de piedra y asomó la mitad de su cuerpo hacia el río. Lloraba sin consuelo.

—No vale la pena —le dijo una voz que la sacó de su pesadilla—. Nada de lo que estés pensando ahora vale la pena, porque sólo dejarás dolor en los que verdaderamente te aman y estoy segura de que deben de ser muchos.

Una mujer que pasaba por ahí le habló y fue visionaria, adivinó sus intenciones y se le acercó. Paula la miró, sus palabras la habían devuelto a la realidad, al aquí y ahora, y en ese momento recordó a su madre, a su hermano, a sus sobrinos, su cuñada, a Maxi y a Mauricio. «Ellos me quieren de verdad, no puedo causarles tanto dolor —recapacitó de inmediato—. No se merecen que les haga algo así, siempre estuvieron a mi lado para protegerme. Terminar con todo significaría, entre otras cosas, no ver crecer a mis sobrinos. ¿Soy capaz de perderme eso?»

La señora la había aferrado de la mano con determinación, y Paula ni se había dado cuenta, pero allá estaba sosteniéndola. La mujer volvió a hablarle, intentaba distraerla, arrancarla de sus pensamientos y sacarla de allí.

—Hace un rato que te observo. No sé lo que te ocurrió pero vivir es lo que verdaderamente vale la pena, no importa de qué forma nos haya tocado hacerlo, no siempre es como nos gustaría, pero es lo que nos tocó y debemos aceptarlo. Mañana no será peor que el día de hoy, quizá encuentres otro motivo por el que vivir. Si te privas del mañana, nunca sabrás lo que habrías podido descubrir.

Paula la escuchaba atónita; la señora había logrado captar su atención y sacarla de sus oscuros pensamientos. La voz que repiqueteaba en sus oídos tenía razón. La mujer la ayudó a bajar de donde estaba. Paula intentaba convencerse de que el mañana podía ser mejor que el presente, pero sabía que no sería así, porque no estaría con Alex. «¿Quién iba a pensar que nuestro “adiós” de esta mañana sería el último?»

—Me llamo María Laura. ¿Cuál es tu nombre?

—Paula, Ana Paula.

No entendió por qué le había dado su nombre completo a la mujer; ella lo odiaba. La señora le hablaba con calma y una voz melodiosa, que la tranquilizaba.

—Paula, ¿sabés por qué estoy acá? —Ella negó con la cabeza y la mujer prosiguió—: Vengo cada viernes del año acá, porque un viernes de hace tiempo mi hija se quitó la vida arrojándose a estas aguas. Vengo a rezar por su alma para que haya conseguido la paz que anhelaba y a pedirle que me dé fuerzas para levantarme mañana. Yo también tengo motivos para saltar, pero no lo hago porque sería muy egoísta dejar a mis seres queridos con el mismo dolor que ella me dejó. No pienses sólo en tu dolor.

—Gracias por acercarse —dijo al fin y le tomó la mano con las suyas para agradecerle—. Gracias. Tiene razón, únicamente pensaba en mí.

—¿Querés que llame a alguien para que venga a buscarte?

—No —agitó su cabeza—, ya ha hecho más que suficiente, tengo mi coche ahí. Regresaré sola.

—¿Seguro que estás bien para conducir?

—Sí, estoy bien. Usted me hizo sentir.

—Me alegra, tesoro —le acarició la barbilla.

—¿Puedo darle un beso? —le preguntó Paula con timidez.

—Por supuesto y dejame abrazarte también. Mi hija no tuvo tu suerte, nadie se dio cuenta de lo que estaba haciendo.

—Gracias, María Laura, gracias por reparar en mí.

Subió al vehículo y, antes de partir, recordó que su móvil había sonado varias veces antes. Lo buscó en la cartera y, como suponía, vio que eran llamadas perdidas de Mauricio y Maxi. Conectó el iPhone al altavoz, arrancó el motor y salió de allí con el mismo dolor, pero con la convicción de que no valía la pena hacer ninguna estupidez.

—¡Por fin! ¿Dónde estás? —exclamó Maxi.

—Estoy bien, no importa dónde, necesitaba un rato de soledad, no te aflijas. Voy de regreso a casa.

—Voy para allá.

—No, Maxi. Quiero estar sola, por favor. Voy a acostarme directamente.

—¿Estás segura de que no querés que vaya?

—Debo resolver esto sola, no puedo pretender que mis amigos dejen todas sus cosas por mí.

—No desaparezcas más. Mauricio y yo anduvimos como locos, buscándote por toda la ciudad.

—Perdón, les pido perdón.

—¿Querés que hablemos?

—No, escuchaste todo, Maxi. No tengo nada que contarte. Te dejo porque estoy conduciendo y prefiero concentrarme para no provocar un accidente.

—De acuerdo, te entiendo, prometeme que vas a cuidarte y que, cuando precises algo, me vas a llamar a mí o Mauricio.

—Prometido, avisale de que estoy bien, por favor.

—Quedate tranquila, yo le aviso.

Llegó a su apartamento y se fue a la cama sin pensar, se quitó toda la ropa y se acostó. Irremediablemente, comenzó a llorar al recordar que la última vez que Alex y ella habían hecho el amor había sido ahí. Le había besado hasta la sombra, como dice la canción de Arjona. No podía dejar de pensar en él. No sabía qué iba a hacer para olvidarlo, para arrancarlo de su piel y de su mente.

El teléfono sonó y contestó suponiendo que eran sus amigos, pero no, era él. «¿Para qué me llama? —pensó—. ¿Qué otra mentira quiere inventar?» Alex llamaba y ella no atendía; él le dejaba mensajes en el contestador que la atormentaban.

—Necesitamos hablar, Paula, por favor, atendeme.

Al rato volvía a intentarlo pero ella no respondía. Probó con mensajes de texto, con whatsapps, pero no había manera. Alrededor de las diez de la noche, empezó a sonar el timbre. Paula se levantó de la cama hecha una piltrafa y atendió el interfono.

—Paula, mi amor, dejame entrar.

No hubo respuesta y lo dejó fuera. Él insistió durante una media hora más, pero ella no cedió. Al final, le envió un mensaje de texto que decía: «Te vas a arrepentir, te lo aseguro.»

«¿De qué me voy a arrepentir? ¿De no seguir viviendo en una gran mentira?» No le contestó y siguió llorando. Llevaba horas en ese estado, ya no tenía más fuerzas. Cuando estaba amaneciendo, el cansancio la venció y se durmió: estaba agotada.

Por la mañana, despertó sobresaltada con el sonido del teléfono. Era su madre, pero no podía responderle sintiéndose así, no estaba preparada para aceptar que Alex y ella ya no serían más Alex y ella, dejó que saltara el buzón de voz. Su foto estaba de fondo de pantalla. La miró un rato y dejó el móvil sobre la mesilla de noche. Fue al baño como una autómata y se imaginó a Alex de pie frente al espejo afeitándose, como había hecho tantas mañanas; recordó lo serio que se ponía, cómo fruncía el cejo hasta que se daba cuenta de que ella lo observaba y le sonreía con esa mirada maliciosa y traviesa que la derretía. Al reparar en el vasito que estaba sobre el mármol, con su cepillo de dientes, comenzó a llorar otra vez. «¡Cómo duele, Dios mío! ¡Cómo duele saber que nunca más podré estar con él! Odio quererlo así.» Cogió el cepillo de Alex y se lavó los dientes con él, fue al dormitorio y se dejó caer en la cama nuevamente, donde lloró hasta que volvió a quedarse dormida.

Se despertó porque la cama se movió a su alrededor. Abrió los ojos sobresaltada y vio a Mauricio y Maximiliano sentados a su lado.

—Che, dormilona, no te levantaste todavía. ¡Son las ocho de la noche! —¿Qué día es? —preguntó ella aturdida.

—Sábado, aún es sábado —le contestó Mauricio—. Vamos, levantate, andá a ducharte. Pedimos pizza y unas empanadas.

—No, no quiero —se negó.

—Ah... ni lo sueñes —la amenazó Maximiliano—. O te levantás o te meto yo en la ducha.

—Está bien, está bien, ¡qué hinchapelotas son!

Se dio una ducha rápida. El cuerpo le dolía como si hubiese corrido un maratón, se envolvió en una toalla y fue en busca de su ropa. El armario estaba lleno de cosas de Alex y maldijo, pues parecía imposible no acordarse de él a cada momento. Acarició sus prendas, aún estaba colgado el traje que había usado para ir a Chila, cogió la manga y se la pasó por la mejilla. Sobre una silla había una camiseta, que aspiró con fuerza para nutrirse de su aroma; aún conservaba su perfume. Como un acto reflejo, la metió bajo su almohada como si fuera un tesoro. Presa del desasosiego, regresó al baño y, en un arrebato, tomó el frasco de perfume que él había dejado, volvió al vestidor y roció toda las prendas con la botella, para embriagarse con su aroma y aturdirse. Luego se vistió y salió a la sala. Sus amigos estaban en la cocina; la comida ya había llegado, pero Paula estaba tan ensimismada que ni siquiera había oído el timbre. Comió porque debía hacerlo, y para que Maxi y Mauricio no la sermonearan, pero le costó tragar bocado. Tomó varios vasos de agua sin parar, su cuerpo, con tanto llanto, necesitaba compensar la pérdida de líquidos. Maxi y Mauricio intentaban animarla, hacían bromas entre ellos, pero Paula no estaba ahí. Éste notó que nos les prestaba atención y, de repente, la agarró por la barbilla y le dijo:

—Hey, Paula, volvé. ¿Querés que hablemos de Alex?

Ella lo miró sin comprender. No había nada que decir. Negó con la cabeza pero no pronunció palabra.

—No te encierres, Paula, estamos acá para escucharte gritar, insultar, llorar o, simplemente, para lo que quieras hacer.

—No quiero nada, Mauricio, no sé para qué vinieron. Ayer le dije a Maxi que quería estar sola.

—Sí, claro, ¿cómo podés creer que te íbamos a dejar tirada en la cama todo el fin de semana? —la increpó Maximiliano.

—Necesito hacer mi duelo —les explicó ella—. Me siento como si se me hubiese muerto un ser querido.

De hecho, algo parecido había ocurrido en el instante en que se enteró de que era un hombre casado. Sólo necesitaba enterrarlo en sus pensamientos y en su alma.

—Te puse a cargar el móvil —le indicó Mauricio—, se te había agotado la batería. Te llamamos durante toda la tarde y saltaba directamente el contestador y el fijo estaba desconectado.

—Sí, creo que no lo cargo desde el jueves a la noche —trató de hacer memoria.

—Necesitamos saber que estás bien, queremos que te acuerdes de cargarlo para poder llamarte.

—Lo sé, lo siento, Mauricio. No quería ser desconsiderada, sé que se preocupan mucho por mí —susurró y respiró hondo.

—Claro que nos preocupamos por vos —confirmó Maxi.

—Debo de tenerlos aburridos con mis descalabros. Mi vida es un continuo fracaso. Si se olvidaran de mí, no los culparía; sé que soy una persona indeseable como compañía.

—Yo no creo que seas una fracasada, tu vida personal tiene muchos logros —consideró Maximiliano.

—¡Ja! No me hagas reír, que no tengo ganas.

—¿Te vas a sentar a autocompadecerte y no vas a hacer nada?

—¿Qué querés que haga, Mauricio? Lo único que quiero hacer está vetado. El maldito Alex está casado, me utilizó todo este tiempo para follar. Me dijo millones de frases de ensueño, me entregó promesas que jamás podría cumplir, me enamoró como a una pelotuda y ahora me ha dejado sin sentido, adormecida en el dolor —se quedó mirándolo a los ojos—. ¿Tan mala persona soy que merezco todo esto?

—Sabés que no es así —afirmó Maxi.

—Y entonces, ¿por qué me pasan estas cosas?

—No hay una razón, Paula. A veces las relaciones son complicadas, la vida es complicada —argumentó Maximiliano sin saber qué decir exactamente y es que no había mucha explicación posible.

—Pero yo no veo que la vida de ustedes sea como la mía. ¿Qué es lo que hago mal?

—Nada, no haces nada mal. Tenés la maldita mala suerte de toparte sólo con malnacidos —concluyó Mauricio.

Mientras ellos recogían la mesa, la joven se recostó en el sofá y luego los instó a irse. Ellos no querían, pero ella insistió tanto que, al final, accedieron. Ambos tenían sus vidas y Paula, de manera obstinada, opinaba que no podía permitirles instalarse en la de ella por compasión. Les prometió que atendería al teléfono y que mantendría la batería cargada.

Cuando se fueron, se quedó sola en su gran sepulcro, su apartamento era una gran tumba para ella. El teléfono volvió a sonar y se puso de pie, a regañadientes, y fue por él. Era un número desconocido y maldijo al suponer de lo que se trataba.

—Hola... hable...

Nadie contestaba pero era evidente que había alguien al otro lado. Ella sabía quién era.

—No me llames más, estúpida. Todo se terminó con Alex. No tenés de qué preocuparte —le gritó y cortó—. ¡Basta, basta! ¡No puedo soportar más dolor! —chilló con todas sus fuerzas—. ¿Qué voy a hacer con este amor que siento? ¿Qué me hiciste, Alex? ¿Por qué el amor tiene que doler tanto?

Volvió a llorar desconsolada. No sabía qué hacer para no pensar más, para no sentir más ese vacío, volvió a quedarse dormida entre sollozos y espasmos.

El domingo siguió llorando y maldiciendo, de la cama al sofá y del sofá a la cama. Su madre volvió a llamar pero no la atendió. Paula inventó una pequeña mentira y le mandó un mensaje diciéndole que donde estaba no tenía buena señal, pero que estaba bien. Su madre, comprensiva, le contestó que disfrutara con Alex y que no se preocupara. Otra vez surgía su nombre y, con él, los recuerdos, los miedos, la soledad y la angustia. Por la tarde, la llamaron Maximiliano y Mauricio y ella intentó tranquilizarlos. Les dijo que había comido, otra mentira, y les pidió que no fueran a su casa.

Era lunes otra vez y estuvo realmente tentada de no levantarse. Pero faltar al trabajo era darle el gusto a Alex de que viera lo mal que estaba. Se vistió a desgana, y por más que intentó esmerarse, no consiguió una imagen decente. Después de tres días seguidos de llanto, no podía hacer milagros con el maquillaje.

Cuando llegó a la oficina, rogó a todos los santos no encontrarse con él en la entrada. De todas maneras, pensó, era una estupidez, porque su oficina estaba pegada a la de Alex. Paula se dio cuenta de que llegaba porque oyó que Carolina lo saludaba. Entonces, cerró sus ojos y tomó aire mientras fijaba la vista en la pantalla del ordenador. Con el rabillo del ojo, vio que se había detenido frente a su despacho. Lo ignoró y simuló trabajar, pero se paró frente a su mesa y ella tuvo que levantar la vista. Clavó sus ojos desafiantes en los suyos, Alex la estudió hasta que dijo en un tono de voz lo suficientemente bajo como para que sólo ella pudiese oírlo:

—Heller pasará esta tarde por tu casa a recoger mis cosas, ¿sería posible que las tuvieras preparadas?

Paula intentó sosegar su corazón y contestarle con calma. Tragó saliva y, sin dejar de mirarlo a los ojos, le confirmó:

—Sí, por supuesto, no hay problema.

Luego, con frialdad, bajó la mirada nuevamente al ordenador, pero Alex seguía frente a ella y no pensaba irse. Volvió a levantar la cabeza. —¿Algo más? ¿Necesitás algo más?

La estaba fulminando con la mirada, pero ella no iba a permitirle que la intimidara y siguió en sus trece.

—Me voy mañana, he adelantado mi viaje.

«No voy a llorar, no voy a llorar», se repitió como un mantra una y otra vez hasta convencerse.

—Que tengas un buen viaje —le deseó—, no puedo decirte que haya sido un placer conocerte, desde luego que no.

Cerró los ojos y suspiró.

—Hay cosas tuyas en el hotel, Heller te las llevará esta tarde.

—Perfecto.

Paula tenía un nudo en la garganta y no sabía cuánto tiempo más iba a poder aguantarse sin derramar una lágrima. Él dio media vuelta y salió del despacho.

Cuando se alejó, ella se apretó las sienes, aturdida e indefensa. Se refugió en el baño, bajó la tapa de uno de los inodoros y se sentó en él, donde ahogó su llanto en silencio. Así estuvo un rato hasta que se autoamonestó: necesitaba contener sus emociones, no podía seguir en ese estado y menos en el trabajo. En cuanto dejó de gimotear, salió y se miró en el espejo; su nariz estaba colorada y no hacía falta ser muy perspicaz para darse cuenta de que había estado llorando. Volvió a maquillarse y luego pasó por la mesa de Maxi, a quien todavía no había visto.

—Estuviste llorando.

—¡Chis! Hablá despacio. Hace un rato se me acercó Alex y me dijo que mañana se va.

—Mejor, que vuelva con su esposa.

—No es necesario que me lo recuerdes.

—Sí que es necesario, no sea cosa que se te ocurra alguna idea brillante.

—Jamás... Nunca consentiría ser la otra sabiéndolo.

—Me alegro, porque sufrirías mucho.

—Lo sé, no quiero hablar de eso. Me voy a seguir trabajando.

—Perfecto. Pronto Alex será un mal recuerdo, ya verás. Al menos te enteraste antes de que pudiera hacerte más promesas.

Paula salió y, cuando pasó frente a la oficina de Natalia, se encontró con ella.

—Paula, qué suerte que te encuentro. Carolina estaba buscándote porque necesito mostrarte algunas cosas, archivos confidenciales y datos relevantes de la compañía. Quiero enseñarte cómo se accede a ellos y que hablemos de unos temas de suma importancia que necesito resolver. Me gustaría que ya empezaras a tener conocimiento de ellos para que luego puedas tomar las riendas mejor. Debemos considerar que sólo nos queda una semana para transferirte todo, luego te vas de vacaciones y, a tu regreso, ya no nos veremos. Por favor, dejá todo lo que estás haciendo y pasáselo a tus compañeros. Te necesito durante el resto de la semana para ponerte al corriente de todo. Andá a buscar tu Mac y esperame en el despacho, ya regreso.

—Sí, por supuesto, lo que necesites.

Hizo todo lo que le había pedido y, cuando entró, se llevó una gran sorpresa. Alex estaba en el despacho de Natalia, sentado en el sofá. «Mierda, esto es una pesadilla. No quiero estar a solas con él», maldijo. Sin embargo, no le quedó otra opción que entrar y sacar fuerzas de donde fuese para demostrar, ante todo, su profesionalidad. Se acomodó en uno de los sillones ante la atenta mirada de desagrado del hombre. Paula apoyó su ordenador en la mesa e intentó no mirarlo.

—Lo siento, Paula, sé que te incomodo pero es urgente que tratemos algunos temas.

—No te preocupes.

Ella intentaba evitar sus ojos, alisaba su falda y sacaba pelusas que sólo ella podía ver.

—Entiendo perfectamente que estamos acá para trabajar, puedo separar las cosas.

—Pues qué suerte, porque a mí, realmente, me cuesta —dijo con ironía.

Ella levantó su mirada y la clavó en él:

—Con lo cínico que sos, realmente me cuesta mucho creerlo —le espetó con voz afilada y punzante.

En ese instante, entró su jefa. El aire podía cortarse entre ellos. Paula necesitaba que entendiera que el resentimiento que sentía por él era tan grande como el amor que le había profesado.

Trabajaron toda la mañana los tres juntos. A pesar de todo, la cabeza de Paula asimiló muy bien toda la información que le pasaron. En un momento en que Natalia se apartó para atender una llamada, Alex se puso en pie para estirarse y se colocó de espaldas a ella. Paula lo contempló en silencio. «Dios, las veces que me ha rodeado con sus brazos, que me ha cobijado en su pecho y me ha hecho el amor. ¿Cómo haré para borrar sus huellas cuando, en realidad, lo único que deseo es que se queden ahí para toda la vida?»

Él se dio la vuelta y la sorprendió ensimismada y con la mirada clavada en él. La miró a los ojos y ella pudo sentir cómo la desnudaba.

Alex volvió su vista a Natalia, que estaba de espaldas hablando por teléfono. Entonces miró a Paula y le habló en voz baja. Su comentario la descolocó:

—¿Por qué la vida es tan difícil? ¿Por qué ser feliz cuesta tanto? «¿Por qué me dice eso?», pensó.

—Lamento la interrupción —se disculpó—. No se imaginan lo que cuesta organizar una boda, surgen baches a diario, pero, por suerte, uno se casa sólo una vez.

—Mi hermana se casó hace menos de dos meses y enloqueció a toda la familia durante un año para planear el evento.

—Alex, no sabía que tu hermana se había casado.

—Sí, se casó la consentida de la familia. Uf, a mi padre aún le cuesta asumirlo. Intentó por todos los medios que se quedaran a vivir en la casa familiar, pero Amanda se opuso rotundamente. De todos modos, se mudó a un apartamento muy cercano al de mis padres, así que se ven casi a diario.

—Recuerdo la vez que cenamos todos juntos en la casa de tus padres. Tu mamá lo regañó varias veces por inmiscuirse entre tu hermana y su novio.

«Un momento —se sorprendió Paula—, Natalia cenó en casa de los Masslow alguna vez. Entonces, es obvio que conoce a la mujer de Alex, ¡por Dios, qué vergüenza!»

—Papá siempre fue muy posesivo con Amanda. En esa cena a la que hacés referencia, hacía muy poco que ellos salían juntos y a papá le costaba mucho asimilarlo.

—Me encanta que tus padres no sean de los que se preocupan de las clases sociales por encima de todo. Son personas muy agradables y sencillas. La verdad es que las dos semanas que estuve en Nueva York me hicieron sentir muy a gusto; tu mamá es una señora increíble.

—Papá y mamá jamás se han fijado en esas cosas, sino jamás le hubiesen permitido a Amanda casarse con su chofer.

Natalia parecía saber mucho de los Masslow. Paula permanecía en silencio.

—Vas a ver, Paula. Cuando viajes a Nueva York te encantará conocer a la familia de Alex.

«¿Qué le pasa a Natalia? ¿Es que no sabe que está casado?» Se quedó muda, no sabía qué decir.

—Perdón, no quise incomodarte —se disculpó ésta—, creo que he asumido que como ustedes, bueno, en fin, sé que no es de mi incumbencia y que aún están conociéndose, pero hacen buena pareja y ojalá sigan adelante. Cuando los sentimientos son sinceros, las distancias no son un impedimento.

Tomó a Paula de la mano para darle ánimos y ella sólo pudo sonreírle.

—Estoy seguro de que, cuando Paula vaya a Nueva York, mis padres se quedarán encantados con ella —confirmó Alex—. A vos también te gustará conocerlos, estoy seguro de que el encantamiento será recíproco.

«Se está burlando de mí —reflexionó Paula. Sus ojos lo fulminaban—. Mejor que se calle, porque me levanto y le doy un revés delante de Natalia y que todo se vaya al garete. ¿Quién se cree que es para jugar así con mis sentimientos? ¿Hasta cuándo va a humillarme?» Alex seguía ha blando:

—Aunque Paula es un poco reticente a conocerlos aún.

—Por supuesto, creo que todavía es muy pronto —confirmó ella siguiendo su estúpido juego.

—¿Se van juntos de vacaciones? —preguntó Natalia.

—No —contestó Paula muy convencida.

—Sí —la contradijo Alex—. Bueno, en realidad, aún no nos hemos puesto de acuerdo —explicó él con descaro.

—Alex tendría que postergar varios compromisos si quisiera ir conmigo. —«Yo también puedo ser muy hipócrita, Alex, vas a ver», pensó con cinismo y siguió—: No pretendo que descuide sus obligaciones, ¡faltaría más! Además ya suspendí mi viaje. Me quedaré en casa de mi madre disfrutando de la familia.

—Pero te ibas a Puerto Vallarta y a Aruba, ¿verdad? —se afligió la jefa. Paula no podía contarle que, en realidad, tenía el corazón destrozado y que, por eso, se quedaría con su familia. No iba a demostrar sus debilidades en público.

—Dejaré ese viaje pendiente para otra oportunidad. Iba con Maxi y con su novia y, de entrada, no me gustaba demasiado la idea de aguantarles la vela durante el viaje.

—Creo que tendrías que ir de todas formas —insistió Alex—, por más que yo no logre hacerme un hueco para estar contigo, son lugares paradisíacos. No faltará oportunidad para que podamos ir juntos en otro momento.

—Es que mamá me echó mucho de menos este año y quiero compensarle de alguna forma el tiempo que le resto a lo largo del año. El teléfono de Paula sonó, ella miró la pantalla y dijo:

—Es para vos, cariño, creo que se equivocaron otra vez y llamaron a mi número —le soltó con sorna y le pasó el teléfono para que atendiese la llamada—. A ver si solucionás esto, mi amor, ya les expliqué pero no dejan de llamarme.

—¡Hola!

Alex tomó el iPhone y contestó con voz firme, pero cuando escucharon que era él no contestaron.

—Creo que hay que solucionarlo, ¿no te parece, Alex?

—Estoy en ello, no te preocupes.

Natalia los miraba sin entender de qué hablaban.

—De todas formas, mañana o, mejor dicho, pasado, cuando regreses a Nueva York, podrás solucionarlo personalmente, ¿verdad?

—Será lo primero que haga.

—Imagino que estás ansioso por ocuparte de ese asunto.

—Voy a pedirle a Carolina que nos traiga café.

Natalia se puso en pie para hablar por el intercomunicador, se sentía descolocada y fuera de la conversación.

—A ver si te ocupás de tu amante y le explicás que vos y yo ya no tenemos nada que ver y que me deje de molestar —le exigió Paula entre dientes antes de que Natalia regresara.

—No te preocupes, creo que sólo está impaciente por mi viaje. Tal vez no fue buena idea que atendiera, pero el miércoles le daré lo que espera y seguro se tranquilizará. Tengo la bragueta preparada para follármela de todas las maneras que me pida.

—Idiota... sos un malnacido —Paula se levantó y se fue. «Que piense él la manera de disculparse», se dijo.

Por la tarde, Natalia y Paula siguieron trabajando juntas pero sin Alex. Cuando faltaba media hora para la salida, él se asomó un momento.

—Permiso, espero no interrumpir nada importante.

—Pasá, Alex, pasá —lo invitó a entrar Natalia muy cordialmente.

—Vengo a despedirme, Natalia, mañana ya no vengo.

—Alex, te echaremos de menos en la oficina. —Ella se puso en pie y se abrazaron—. Fue un placer tenerte con nosotros. Sin duda, ahora que estás con Paula te verán más seguido por acá.

—Sólo lo necesario, no quiero agobiar a mis empleados y, por otra parte, tu puesto queda en buenas manos. Con los informes que Paula envíe será suficiente.

Paula estaba fastidiada de ese juego perverso.

Natalia y él se dieron un beso en la mejilla y Alex le deseó muchísima suerte en su matrimonio, por si no se veían.

—Paula, visto que Alex ya se va, te libero de todo. Podemos seguir el miércoles, porque supongo que mañana querrán pasar juntos el día —le dijo bienintencionada.

—No, yo mañana vengo —aseveró ella con decisión—. Y ahora también puedo quedarme hasta la hora de salida para adelantar, Natalia.

—Como tu superior, te doy el día y te digo que el trabajo por hoy ha terminado. No creo que Alex se oponga a mi decisión, ¿verdad?

—Por supuesto que no, encantado de la vida.

Ellos dos rieron, pero Paula sólo pudo emitir una media sonrisa. No daba crédito a la hipocresía de ese hombre. Al menos, su angustia se había disipado y se estaba transformando en enojo hacia él. Salieron de la oficina de Natalia y él le preguntó a qué hora podía pasar Heller por su apartamento.

—Que pase a las seis y media —le contestó sin mirarlo.

Recogió sus cosas para marcharse con fastidio y, cuando estaba esperando el ascensor, llegó Alex y se paró a su lado; él también se iba. Las puertas se abrieron y entraron en él.

—Siento la sarta de estupideces que dije durante todo el día, pero no me parecía justo para vos que todos se enterasen de que nuestra relación había durado tan poco tiempo. No quiero que nadie diga estupideces, ahora que me voy.

—Realmente, no creo que te haya causado demasiado esfuerzo. Después de todo, sólo asumiste el papel que venías ocupando desde que nos conocimos, mentira tras mentira. Hoy demostraste con claridad tus dotes para falsear, deberían darte un Oscar.

—No seas cruel, Paula. Te lo pido por lo que tuvimos, por lo que sé que significó para vos y también por lo que significó para mí, aunque no te interese saberlo.

—Sos un hipócrita, Alex. No quiero escucharte más, por favor, ya fue suficiente por el día de hoy.

—Voy a extrañarte, Paula. Aunque no lo creas, así será.

—Con toda seguridad, tu mujer o tu otra amante, esa que me llama a diario, sabrán ayudarte a olvidar.

Él la miraba fijamente y negaba con la cabeza. Le acarició la mejilla con el reverso de la mano con extrema suavidad. Fue la caricia más delicada que le había hecho nunca, pero ella la sintió afilada como una daga en su corazón, que quedó totalmente indefenso y desvalido.

—Que seas muy feliz, te lo deseo de corazón. Ojalá puedas serlo —le dijo sin dejar de clavar sus maravillosos ojos azules en ella.

Se quedaron en silencio. «¿Por qué me toca? ¿Por qué me dice todo esto? Dios, la última caricia fue la más inocente de todas las que me ha dado. ¡Siempre son tan tristes las despedidas! Jamás imaginé este final para nosotros, siempre tuve esperanzas de que nuestro amor sortearía todos los obstáculos. Días atrás, Alex y yo parecíamos inseparables, pensaba que estábamos hechos el uno para el otro, en completa sinergia. Y, sin embargo, hoy nos estamos despidiendo para siempre.»

Las neuronas de Paula no paraban de pensar. Por el contrario, la mente de Alex se había quedado en blanco. Llegaron a la planta baja y Heller estaba frente a la entrada esperándolo. Él se subió al automóvil y se marcharon.

Ella caminó hasta su coche, se montó en él y, en la intimidad, mientras se colocaba el cinturón de seguridad comenzó a llorar sin consuelo. Atormentados espasmos se apoderaron de ella, las lágrimas que corrían por sus mejillas eran cuchillas afiladas que le rasgaban la piel.

Zigzagueó entre los vehículos y condujo por intuición hasta llegar a su casa. En cuanto entró, se despojó de los zapatos, se puso un pantalón corto y una camiseta y se fue en busca de la bolsa de Alex para guardar todas sus pertenencias. Besó cada una de las cosas, como si de esa manera ella también se fuera con ellas para acompañarlo siempre. Y seguía llorando. Sonó el interfono.

—¿Quién es?

—Soy Heller, señorita.

Le dio paso y, unos minutos después, sonó el timbre de su apartamento. Heller siempre había sido muy discreto, pero esa tarde le preguntó:

—¿Se siente usted bien, señorita?

Paula no podía controlar las lágrimas por más que lo intentaba, las secó apresuradamente con el reverso de su mano.

—No se preocupe, no es nada —le dijo mientras gimoteaba.

—Tome —él le ofreció su pañuelo y ella se lo agradeció pero no lo aceptó. Le flanqueó la entrada y él se hizo con la bolsa, mientras que ella le colgaba las perchas con los trajes de Alex.

—Eso es todo, Heller.

—De acuerdo, señorita, es un gusto haberla conocido.

—Igualmente —respondió mientras sorbía su nariz.

—¿No quiere que envíe ningún recado? —le ofreció con gentileza. Paula, no obstante, consideraba que no tenía nada más que decirle, nada entre ellos tenía razón de ser.

—No quiero parecer entrometido —siguió Heller—, pero no la veo bien y, si le interesa, el señor Masslow tampoco tiene muy buen aspecto que digamos. Discúlpeme una vez más por estos comentarios, sé que lo que haya ocurrido no es de mi incumbencia.

—Gracias, Heller, por su preocupación. Pero... entre el señor Masslow y yo todo ha terminado.

—Lo siento, de verdad, adiós señorita Bianchi.

—Adiós, Heller, que tenga un buen viaje.

—Muchas gracias. Mañana, a las 18.15 horas iremos al aeropuerto para facturar y, a las 21.25 horas, partiremos en el vuelo 954 de American Airlines, directo a Nueva York.

—Gracias, Heller. Aprecio realmente sus palabras y entiendo muy bien lo que intenta hacer, pero todo está en su justo lugar. Adiós.

—Adiós, señorita —se despidió con una mueca de pesar.

Heller le había ofrecido los datos del vuelo con premeditación, pero entre Alex y Paula todo parecía imposible. Su matrimonio con Janice hacía que nada entre ellos pudiera tener sentido.

En cuanto oscureció, Paula se puso un pijama, se acostó y sacó la camiseta de Alex, que había rociado con Clive Christian N.º 1, de debajo de la almohada. Aspirar su esencia le permitía imaginar que estaba junto a ella.

«Lo que daría por estar cerca de ti, porque tuviésemos otra oportunidad, porque fueras libre, por estar entre tus brazos y huir de todo mal», se durmió pensando.

Cerca del mediodía, el embotamiento de la cabeza la despertó. Se levantó y miró a su alrededor. Tenía la sensación de que las paredes se le caían encima, cuando al levantarse se tambaleó, recordó que hacía tres días que no probaba bocado. Fue hasta la cocina y puso la tetera a calentar. Pensaba tomarse un té muy dulce. Mientras el agua estaba en el fuego, se acercó al ventanal. Buenos Aires combinaba perfectamente con su estado de ánimo, el día estaba gris y lluvioso; apoyó la frente en el cristal, para que el frío le aplacara el dolor de cabeza. Fue a buscar un ibuprofeno para tomar con el té. Pasó el resto del día tirada en la cama, evocando a Alex, recordando sus ojos azules, sus manos de largos dedos y uñas muy cuidadas, su boca perfecta, su nuez de Adán que subía y bajaba cuando gemía, su voz varonil y su sonrisa lujuriosa. Pensó en el día en que lo había conocido. Lo que más le había impactado de él había sido su mirada, entre pícara e inocente, que la intimidó desde el primer momento.

Miró la hora, eran las cinco de la tarde. De pronto, un profundo dolor le apretó el pecho, faltaba tan poco para que Alex partiera... Recordó las últimas palabras de Heller mencionando los datos del vuelo y, sin darse cuenta, se encontró conduciendo a toda velocidad por la avenida General Paz, camino al aeropuerto.

Llegó minutos antes de las seis y buscó desesperadamente alguna información del vuelo. Pronto averiguó que debían facturar en la terminal A, así que se trasladó hacia allá. El aeropuerto internacional de Ezeiza, a esa hora, estaba colapsado. Se camufló entre la gente en una ubicación privilegiada, frente al mostrador de primera clase de American Airlines. Poco después de las 18.15 horas, vio que Alex y Mikel entraban en la terminal. Unos pasos más atrás iba Heller, con un carrito que transportaba las maletas de todos. Alex leía los carteles con las indicaciones, hasta que detuvo a una empleada del aeropuerto para consultarle algo. La chica señaló en la dirección en que ella se encontraba y Paula temió que pudiera verla, así que se giró. Era evidente que estaban buscando el mostrador de facturación. Se colocaron en la fila, con unas diez personas delante. Estaba muy callado. No dejaba de observarlo. Llevaba puesto un polo negro y unos vaqueros oscuros con zapatillas Nike. Tenía una americana negra colgada en el brazo, para ponerse cuando bajara en Nueva York. Se había vestido cómodo para viajar, pero estaba tan atractivo como siempre. Se dio la vuelta varias veces y miró a su alrededor como si buscara a alguien entre la gente; el corazón de Paula latía desbocado, estaban tan cerca y, a la vez, tan lejos.

Alex sacó su teléfono, marcó un número y, después de intercambiar algunas breves palabras, colgó. «¿A quién habrá llamado? Seguramente a ella para avisarle de que ya está en el aeropuerto», pensó. Pero, acto seguido, se dijo que no debía entrar en esos derroteros que no le hacían bien. Alejó esos pensamientos tortuosos de su mente y se dispuso a disfrutar de los últimos instantes durante los cuales podría observarlo. Pasaron por el mostrador, facturaron las maletas y se dirigieron a migraciones. Después de eso, los perdió de vista, pues se fueron a sentar a la sala vip de American Airlines.

Paula se quedó en la terminal y buscó un sitio privilegiado desde donde vigilar la puerta de embarque número cuatro, por la cual accederían al avión que ya estaba en la pista. Su corazón latía agitado, le faltaba el aliento y sentía que sus fuerzas se consumían. Sería la última vez que vería a su amor. A las 20.55 horas, empezaron a llamar por megafonía para embarcar y Paula seguía atrincherada en la terminal.

Alex aún estaba en la sala vip, callado y mirando su teléfono. Mikel intentaba animarlo y mantener una charla coherente con él, pero él parecía no escucharlo, contestaba con monosílabos o asentía con la cabeza. Esperaban a que la mayor parte del pasaje subiese el avión, para no tener que hacer cola y aguantar los empujones de la gente, aunque, en realidad, lo único que Alex estaba haciendo era demorar la partida.

—Alex, ¿por qué no la llamás? Todavía estás a tiempo de enmendar las cosas.

Levantó sus profundos ojos azules y los clavó en su amigo, con una mirada que asustaba.

Estudió una vez más su entorno, pero no le contestó y volvió a centrarse en el teléfono, donde pasaba, una y otra vez, las fotos que tenía guardadas de Paula y él.

El móvil de Mikel sonó, María Pía llamaba para despedirse y Alex oyó sus promesas mutuas de verse al mes siguiente, cuando ella visitase Nueva York. La conversación le molestó, le causaba fastidio ver que hacían planes con entusiasmo para verse tan pronto como les fuese posible y sintió envidia.

—María Pía te manda saludos.

—Gracias.

Miró la hora y vio que sólo faltaban quince minutos para que las puertas del avión se cerrasen. Se puso en pie, tomó su bolsa de mano y se dirigió a Mikel:

—Ya es hora, vamos o perderemos el vuelo.

—Quizá sería lo mejor para vos, viendo la cara que tenés, no creo que tengas muchas ganas de subirte en ese avión.

—Dejá de decir estupideces.

Mikel sacudió su cabeza, sin poder entender que su amigo fuera tan orgulloso y necio. No había forma de que reconociera los sentimientos que tenía por Paula. Heller, que estaba en la barra tomando un zumo de frutas, cuando vio que su jefe y su amigo se ponían de pie, hizo lo mismo y se aprestó a seguirlos.

—Vayamos, Heller.

—Sí, señor, no se preocupe, yo los sigo.

El empleado iba tras ellos en silencio y un tanto apartado.

Ya casi no quedaban pasajeros que subieran al avión. Los tres llegaron a la entrada y, tras la nueva revisión del equipaje de mano, entraron en el finger que los conducía al aparato.

Paula los vio entrar y fijó la vista en su amor. Sentía que iba a morirse, sus lágrimas corrían a raudales por su rostro pero no le importaba. Alex se iba de su vida para siempre.

Mikel caminaba por delante de Alex, que iba cabizbajo y apesadumbrado. Cuando el finger cruzaba por encima de la terminal, Mikel miró hacia abajo y divisó a Paula, en medio del gentío, llorando. Se detuvo de repente y le dijo a Alex:

—Mirá hacia abajo, mirá quién está ahí, llorando.

Señaló con la mano obligando a su amigo a levantar los ojos. En seguida distinguió a Paula entre la multitud, llorando sin parar, con verdadero sentimiento. En ese momento, se le hizo un nudo en la garganta y tuvo el impulso de dar media vuelta y volver tras sus pasos, pero estaba tan enfadado por cómo había terminado todo, que el rencor y el orgullo pudieron más.

—Por favor, sigamos caminando. Si demoramos más, van a cerrarnos las puertas.

Puso la mano sobre el hombro de Mikel, volvió la mirada hacia él y continuaron su marcha. Heller los seguía rezagado.

Entraron en la cabina de primera clase y se colocaron en sus asientos, ubicados en el pasillo central. Alex se ajustó el cinturón, apoyó su codo en el reposabrazos y, mientras sostenía su barbilla, entrecerró sus ojos y suspiró.

El avión empezó a dirigirse hacia la pista y mostraron el vídeo de seguridad, primero en inglés y después en español. No podía quitarse de la cabeza la imagen de Paula en la terminal de Ezeiza. «Mierda, ¿por qué me afecta tanto haberla visto en ese estado? Hubiese querido correr a consolarla, a explicarle, pero sé que no me habría escuchado. ¡Es tan terca! Preciosa, algún día vas a entender que esto fue lo mejor para los dos. No merezco tu amor, Paula, no soy el hombre que vos creés.»

Se apretó los ojos con el pulgar y el índice y así permaneció hasta que el avión emprendió el vuelo. Entonces, abrió los ojos y dijo para sus adentros: «Adiós, mi amor».