Prólogo
LA vida de la gente que la rodeaba seguía su camino; la de Paula, en cambio, parecía haberse detenido en el tiempo. «Soy hija, hermana, cuñada, tía, amiga e intachable administradora de una empresa, pero cuando reflexiono acerca del verdadero sentido de mi vida tengo la sensación de que se esfumó con mis sueños de feliz para siempre», pensó. Aunque habían pasado dos años, los recuerdos permanecían frescos en su mente. Aquella última visión estaba clavada en su memoria como si hubiera ocurrido el día anterior. Y no la dejaba seguir adelante.
Faltaba un día para la boda y ella continuaba recibiendo regalos en su casa. Todo allí era un desorden y aquella noche esperaba la visita de su madre y de su hermano, que venían desde Mendoza, así que urgía organizar un poco el apartamento. Paula decidió recoger todos los obsequios y llevarlos al que iba a convertirse en su nuevo hogar.
Al llegar allí vio que el automóvil de Gustavo estaba estacionado en la puerta del edificio y, aunque le extrañó porque no le había avisado de que iría, no le dio más importancia.
Subió en ascensor cargada con los paquetes y con la llave en la mano y, al llegar frente a la entrada del apartamento, las risas y la música la detuvieron. Agudizó sus sentidos, pegó su oreja a la puerta y de inmediato escuchó las risas de Gustavo y de una voz femenina que le resultaba muy familiar, pero que no lograba reconocer —aunque quizá fuera su mente la que se negaba a hacerlo. En sus oídos retumbaba la canción que Gustavo y ella elegían siempre para hacer el amor.
El corazón de Paula estaba desbocado, le latía a mil por hora, porque presentía que algo no iba bien allí dentro. De repente dejó de escuchar las risas y, tras esperar unos minutos, metió la llave en la cerradura intentando no delatarse. Entró de puntillas, sin hacer ruido, y dio un rápido vistazo al lugar. La ropa desparramada por el suelo demostraba la urgencia, pero en la sala no había rastro de nadie; decidió seguir el camino de las prendas que conducía hacia el dormitorio. Las piernas le temblaban, le faltaba el aire y, en ese momento, cuando le parecía que iba a perder el sentido, se detuvo en seco en la entrada sin creer del todo lo que veían sus ojos. No podía ser verdad, deseaba fervientemente que aquella imagen fuera un sueño, un mal sueño. Al día siguiente era la fecha elegida para casarse.
Gustavo estaba tendido de espaldas sobre la cama, aferrado a las nalgas de aquella mujer, que cabalgaba sobre su sexo mientras entraba y salía de él con desenfreno.
Las palabras no salían de su boca, quería hablar pero estaba muda, paralizada ante lo que estaba viendo. De pronto, pudo articular, con un pequeño hilo de voz, un:
—¿Los ayudo a hacer la cama?
Gustavo se sobresaltó y su mejor amiga intentó taparse con las sábanas, mientras él pretendía explicar lo inexplicable. Sin embargo, Paula ya no lo escuchaba y tampoco lo veía, en su mente sólo se había quedado la imagen de aquellos dos cuerpos unidos por sus sexos.
En ese preciso instante, volvió a recordar que habían pasado dos años desde que presenciara aquella escena, pero el dolor, que no cesaba, se agudizó con la imagen de una mujer embarazada que pasó frente a ella. Las mismas palabras volvieron a su mente:
«Soy hija, hermana, cuñada, tía, amiga y administradora intachable de una empresa. Pero ¿dónde quedó la mujer?
»Nadie me espera.
»A nadie espero.
»Soledad.
»Una profunda soledad es la que siento.
»¿Podré encontrar algún día a alguien que me haga feliz para siempre? ¿Tendré alguna vez esa oportunidad?».