Capítulo 19
ALEX partió en un vuelo de Alitalia, que salió puntual, directo al aeropuerto Malpensa de Milán. El viaje se le hizo interminable. En su mente, pasaba y repasaba los acontecimientos vividos con Paula durante la mañana y se le hacía difícil creer que el encuentro hubiera ido tan mal.
Consideró que todo estaba perdido, no había forma de que ella lo escuchase, lo miraba con tanto odio...
Los interrogantes lo invadían y se preguntaba, una y otra vez, por qué no podía gritarle la verdad a la cara, como le había sugerido su padre. ¿Por qué seguía culpándose por seguir vivo, mientras Janice estaba muerta? ¿Por qué no se sentía digno de ser feliz, a pesar de desearlo con toda su alma? Estaba enamorado de Paula, ella era el amor de su vida, ya no podía ni quería ocultarlo, estaba convencido de ello. Ninguna mujer lo había hecho sentir así, tan pleno, tan hombre y, aunque le dolía, debía reconocer que tampoco se había sentido así con Janice. ¿Por qué, entonces, no ponía fin a ese sufrimiento? ¿Por qué no le decía a Paula que ésta era su esposa y que estaba muerta?
Pero, cuando pensaba en ello, volvía a enojarse. Le fastidiaba mucho que ella no confiara en él y que creyera más en una desconocida que en su propia palabra. Lo consideraba injusto, a sabiendas de que él jamás había sido tan sincero e íntegro con una mujer. ¿Acaso ella no se había parado a pensar en todas las cosas que él le había contado de su vida? ¿Por qué era tan ciega? Ese amor le estaba haciendo mucho daño. Una vez alguien le había dicho que el amor sólo duele cuando es verdadero, pero a él éste lo estaba matando. Necesitaba alejar sus fantasmas, pero Paula también y parecía que ninguno estaba dispuesto a hacerlo. «Le robé un beso por obligación y me siguió la corriente, pero luego se arrepintió. Sí, eso fue lo que pasó», se decía Alex para convencerse de que no todo estaba perdido.
Paula no se sentía bien, estaba terriblemente deprimida. Cerca del mediodía recibió la llamada de Mandy, la secretaria de Joseph Masslow, para corroborar que había llegado bien y que estaba instalada sin inconvenientes; además, le confirmó que el lunes el director general la esperaba a las diez de la mañana en su despacho. Gabriel la llamó por la tarde y no tuvo coraje para negarse a salir con él por la noche. Se había tomado la molestia de ir a esperarla al aeropuerto y le había dicho que había hecho una reserva en un restaurante, así que dejarse agasajar era lo menos que podía hacer.
Se arregló sin ganas y, a las nueve de la noche, su amigo estaba ahí para recogerla.
Era un hombre muy interesante, culto, talentoso y de buen porte, pero ella no tenía ojos para nadie más que para Alex. Sus sentimientos iban más allá de la razón misma; quizá fuera ése su destino, amar a un imposible.
Primero fueron a cenar y luego a un club nocturno; la noche se le hacía interminable y Paula, aun pudiendo parecer grosera, en determinado momento comenzó a bostezar, para que él se diera cuenta y la llevase al hotel.
—¿Te aburro? —le preguntó Gabriel acongojado.
—No, sólo que aún no me recuperé del viaje, pero lo estoy pasando genial. Este lugar es maravilloso y vos sos una excelente compañía, un gran amigo.
Él sonrió con pesar.
—¡Qué pena sólo ser un gran amigo y no todo lo que, en verdad, me gustaría ser para vos! Me ilusioné mucho cuando me llamaste para avisarme de que venías. Y lamento que te quedes tan poco tiempo, quizá si nos viéramos más seguido podrías apreciar mis sentimientos. Pero esta semana, además, estaré muy liado con el trabajo.
—Gaby, de verdad, no te preocupes —ella le cogió la mano—. Entiendo que te avisé en el último momento. Por otro lado, yo también estaré con mucho trabajo. Acordate que no vine de paseo, voy a tener reuniones interminables a lo largo de la semana, estoy segura de que me pasaré el día elaborando informes, tapada de cálculos —le mintió Paula, que no sabía, en realidad, cómo sería su semana. Sin embargo, tenía claro que no quería alentarlo a que siguiera esperando que saliese con él. Se sintió desconsiderada, pero no pudo evitarlo—. Sólo quería verte, no era lógico venir a Nueva York y no quedar con vos. Aún recuerdo lo bien que lo pasamos en Mendoza y, apenas supe que viajaría, pensé en vos. Me siento muy halagada de saber que tenés tan buenos sentimientos por mí, no sabés cuánto quisiera poder corresponderlos. Ya te dije que me parecés muy atractivo y que me siento muy cómoda a tu lado pero...
Él tomó sus manos y se las llevó hasta sus labios, interrumpiendo la frase de Paula.
—Pensé mucho en vos, Paula, desde que vine de San Rafael. Estuve a punto de llamarte varias veces, pero sé que la distancia es un gran impedimento, soy consciente de eso. No obstante, siempre podríamos buscar la forma, no me importaría tener que viajar para verte.
—Gaby, no quiero mentirte, yo también pensé en vos, pero sólo como en un buen amigo. Aún no me repuse de mis heridas, mi corazón está muy dolido y cerrado por completo a otra relación.
Él se quedó mirándola y pensando, para sus adentros, que estaba haciendo el papel de tonto. No tenía posibilidades con Paula, pero ella le gustaba mucho, demasiado. Se acercó y le dio un beso en la comisura de los labios, luego intentó mover su cara y darle uno de lleno en la boca, pero ella levantó la mano y la apoyó en los labios de él.
—No, Gabriel, por favor, no lo hagas —le dijo con firmeza. Y es que después del beso de Alex, no quería que nadie más poseyese su boca, deseaba mantener la huella que él había impreso.
—Creo que, por ahora, tendré que conformarme con tu amistad, igual te esperaré.
Ella no le contestó. Terminaron de beber el champán, se pusieron los abrigos y él la llevó al hotel.
Se despidieron en la entrada. Gaby quiso besarla nuevamente, pero no se lo permitió. Éste sonrió y negó con la cabeza.
—Es usted un hueso duro de roer, señorita Bianchi, creo que por eso me tenés tan loco. —Ella le devolvió la sonrisa—. Te llamo durante la semana, a ver si puedo aliviarme un poco en el trabajo y quizá podamos salir a cenar nuevamente.
—Me parece bien, Gabriel, será un placer.
Paula subió la escalinata de la entrada y el botones le abrió la puerta para que ella desapareciera en el interior del hotel.
A las 6.50 hora local, Alex llegó a Milán agotado. Había volado poco más de ocho horas y el jet lag le había afectado mucho. Se sentía despojado de todas sus fuerzas, le dolía la cabeza y estaba muy desganado. Tras pasar por todos los trámites migratorios, alquiló un coche en Elephant Car Hire y partió hacia el hotel Armani, donde tenía hecha una reserva. Había viajado solo, Heller se había quedado en Nueva York para dedicarse a seguir a Paula, aunque después de lo ocurrido en ese frustrado encuentro, Alex había dudado en seguir adelante con la guardia. Al final, y aunque lo creyó estúpido y descabellado, no pudo resistirse a la angustia de saber si se encontraba con el moscardón del aeropuerto. Recorrió por carretera los cincuenta y tres kilómetros que lo separaban del hotel, sito en la Via Manzoni, el cuadrilátero de la moda, y se presentó en recepción, donde un hombre con un impecable traje Armani lo atendió muy cordialmente. Dio su nombre y, una vez comprobada la reserva, le entregaron las llaves y lo invitaron a subir a la Suite Milano. Pidió que una criada le sacase la ropa de las maletas y la colocara en el vestidor, le dio una propina a la mujer y él fue a asearse. Tomó un baño para relajarse y, cuando salió, la empleada ya se había ido, así que se metió en la cama para dormir; estaba exhausto, su mente y su cuerpo pedían descanso.
Durante el sábado, Paula no salió en todo el día del hotel. Solicitó servicio de habitación para todas las comidas y, por la tarde, se animó un poco y se dijo que tenía que abandonar su actitud destructiva; por su salud mental, debía seguir adelante con su vida. El domingo se levantó temprano y de mejor humor, y decidió salir a visitar algunos de los puntos emblemáticos de Nueva York. Se abrigó muy bien, pues ese día hacía mucho frío, y salió del hotel. Fue hasta el Planet Hollywood de Times Square y recogió allí un New York Pass, una tarjeta que le permitiría entrar a diferentes espacios de la ciudad y hacer un recorrido lúdico. Mapa en mano, caminó hacia Taco Bell, donde se comió un burrito y se tomó un refresco; lo disfrutó tanto como si se hubiese sentado en un lujoso restaurante. Le pidió a una de las camareras que le sacara una foto mientras comía y se la envió por whatsapp a Maximiliano, a Mauricio y a su madre. Tras saciar su apetito, y como estaba muy cerca, fue hasta el Empire State. En el vestíbulo del edificio se informó acerca de las condiciones climáticas y la visibilidad que había ese día y esperó pacientemente su turno en la fila para subir hasta el piso 102 de la torre. Cuando llegó, sacó infinidad de fotos y admiró enormemente el paisaje, pero los huesos se le estaban helando y decidió bajar hasta la planta 80, a la tienda de regalos, donde compró varios recuerdos. Intentó relajarse y no atormentarse con Alex durante toda la mañana.
Cuando salió del Empire State, cogió el metro y recorrió las pintorescas calles del SoHo, pasó por el edificio Singer, una maravillosa construcción de acero y terracota, e hizo fotografías a los antiguos almacenes convertidos hoy en viviendas. El barrio era muy tranquilo, las calzadas, silenciosas, y las famosas escaleras de hierro colado brillaban en las fachadas; todo estaba muy limpio y cuidado. La calle más representativa era Greene Street y, aunque ella no lo supiera, era donde vivía Alex. Las tiendas del lugar, menos lujosas que las que había dejado atrás, eran muy bonitas y los precios, mucho más accesibles. Ávida por ver más, se metió en una galería donde admiró el arte contemporáneo del lugar.
Al salir notó que la temperatura había bajado considerablemente, el sol había comenzado a esconderse y el viento soplaba con fuerza. Miró al cielo y reparó en que multitud de nubarrones oscuros lo poblaban, por lo que decidió concluir su paseo, cogió el metro y volvió al hotel.
Hacía un rato que había regresado, la inauguración de la tienda de Mindland había sido un éxito, mucho más de lo esperado y Alex estaba muy satisfecho. Aunque había intentado dormir, no lo conseguía, inadaptado por completo al cambio horario, así que miró el reloj, calculó la hora que sería en Nueva York y decidió llamar a Heller.
—Señor, me lo imaginaba durmiendo a esta hora.
—Buenas tardes para ti, Heller, ¿qué novedades tienes?
—¿Le cuento lo que hizo desde el viernes o sólo quiere saber lo que ha hecho hoy?
—No, Heller, quiero saberlo todo. —El chófer hizo una mueca de fastidio, hubiese querido poder evitar lo de ese día... Intentó usar un tono neutro.
—El viernes por la noche la fue a buscar el hombre que la recogió en el aeropuerto, salieron a cenar a un restaurante mexicano en Lincoln Center. De ahí, fueron a un club nocturno, Kiss and Fly se llama el lugar.
Alex había enrojecido por la rabia. ¡Paula salía con ese imbécil y con él no quería saber nada!
—Me interesa saber cómo fue la situación entre ellos, no tanto los lugares, Heller. ¿Qué te pasa? Despertate, soy yo el que tendría que estar adormilado por la hora que es acá.
—Sí, señor, claro. La cena fue muy normal, de amigos, diría yo. Él se mostró muy atento, hacía bromas pero la señorita Paula siempre fue muy correcta y mantuvo la distancia. Después, en el club, ella parecía estar aburrida y se lo hizo notar, pues comenzó a bostezar —«esa es mi chica», pensó Alex y su corazón volvió al alma—, pero entonces él intentó besarla.
—¿Y se dejó? —Alex rogaba que le dijese que no.
—No, señor, ella le quitó la cara y le dijo algo. Luego se fueron y, en la puerta del hotel, el hombre la abordó otra vez, pero tampoco lo consiguió. Luego se despidieron.
Aunque Alex no estaba feliz porque Paula hubiera asentido a salir con el idiota, por lo menos sabía que no quería nada con él.
—¿Ya averiguaste quién es el imbécil ese?
—Es un corredor de bolsa, trabaja para Finally Management Inc. Y, por lo que pude averiguar, es muy bueno. En la actualidad, es el agente con más cuentas en la empresa para la que trabaja y su nombre es Gabriel Iturbe.
Alex pensó que el nombre era latino y que quizá fuera argentino como ella. Decidió que le pediría a Heller que investigara más, quería saber de dónde se conocían.
—De acuerdo, ¿pasó algo más el viernes?
—No, ella entró en el hotel y él se fue.
—¿Volvieron a verse?
—No. —Alex respiró aliviado—. El sábado no salió en todo el día y hoy lo hizo por la mañana, retiró un New York Pass y anduvo haciendo la turista por la ciudad. Sacó fotos, caminó mucho y recorrió las calles de su barrio, señor, incluso pasó por la puerta de su casa y tomó fotos de todas las fachadas de esa cuadra, creo que estaba interesada en la arquitectura.
Alex esbozó una sonrisa estúpida cuando se enteró de dónde había terminado Paula. «Maldito destino —pensó—, nos sigue cruzando, la colocó en la puerta de mi casa sin que ella lo supiera.»
—Luego entró en una galería de arte, cogió el metro y regresó al hotel. Eso es todo.
—Perfecto, Heller, buen trabajo. Fijate qué más podés averiguar del idiota ese, me interesa saber de dónde se conocen. Buenas noches.
—Seguro, señor, mañana la recogeré para llevarla a la oficina, su padre la espera a las diez de la mañana.
—De acuerdo, muchas gracias.
—De nada, que tenga buenas noches.
Si antes no había podido conciliar el sueño, después de toda esta información que había recibido, mucho menos. Su móvil vibró con un whatsapp de Rachel.
—Sólo me faltaba esto —exclamó y no le contestó.
El lunes por la mañana, Paula se levantó temprano. A las nueve y media pasarían por el hotel para llevarla a Mindland. Con puntualidad, le avisaron de conserjería que la esperaban en recepción y, cuando bajó, no tardó en reconocer a Heller.
—Buenos días, Heller, no esperaba que fuera usted quien me recogiera, lo imaginaba en Italia con su jefe.
—Buenos días, señorita Bianchi, es un placer verla nuevamente. El señor Joseph Masslow quiso que fuera yo quien viniera a buscarla.
—Muchas gracias, vamos o llegaremos tarde.
Cuando llegaron a las oficinas centrales de Mindland, Heller se bajó y le abrió la puerta.
—Gracias, Heller.
—De nada, señorita. Cuando desee regresar, avísele a la señorita Mandy o a la señorita Alison, y ellas me llamarán.
—Perfecto, hasta luego.
Paula entró en el imponente vestíbulo de mármol del edificio, miró a su alrededor y luego se anunció en la recepción. Estaba nerviosa e insegura, ya que no sabía a ciencia cierta a qué iba allí. Tras comprobar la cita, el hombre de la recepción le sacó una foto, le pidió una identificación y le entregó una tarjeta de visitante, con la que le indicó que podría acceder. Pasó por unos molinetes electrónicos que leyeron la tarjeta que le habían entregado y se dirigió a la zona de los ascensores. Cuando llegó a la planta 29, salió y se encontró con una entrada vidriada, donde de nuevo tuvo que utilizar su tarjeta. El vestíbulo era igual de suntuoso que el principal, con columnas en acero, parquet y mármol y un enorme letrero de acero con la inscripción «Mindland». La recepcionista le indicó que esperara en la sala, que en seguida la recibirían. Pasó al recinto y se encontró con una zona de sillones color crema y una mesa baja de cristal, con dos oficinas vidriadas; en una de ellas pudo divisar a Alison, quien estaba en plena comunicación telefónica. Ella también la vio y le hizo un ademán para avisarla de que en un minuto estaba con ella.
—Acaba de entrar a la recepción, ya está aquí y su aspecto es deslumbrante —decía Alison.
—De acuerdo, gracias. No olvides mandarme por fax lo que te pedí. —Alex intentó no reparar demasiado en el último comentario que había hecho su cuñada, aunque en el fondo deseaba con todas sus fuerzas estar ahí para admirarla.
—Corto con vos, la saludo y te lo envío.
Alexander había llamado para pedir unos documentos que necesitaba y no pudo resistir la tentación de preguntar por Paula. Pegada a la oficina de Alison había otra idéntica, de donde salió una mujer de cuarenta y tantos años, regordeta y con los labios pintados de rojo profundo que se acercó a recibirla.
—Bienvenida a la Central de Mindland, señorita Bianchi. Mi nombre es Mandy Stuart y soy la asistente personal del señor Joseph Masslow. Permítame su abrigo, por favor.
—Encantada.
—El gusto es mío, señorita.
Paula le extendió la mano, se despojó de su chaquetón de cuero, con cuello y puños de piel ecológica, se la entregó a la encantadora mujer y se alisó el vestido de cuello vuelto y falda cruzada que remataba con un cinturón que definía su estrechísima cintura. En los pies llevaba unas botas de caña alta, de ante marrón con hebillas y con tacones altísimos. Estaba impecable y maravillosa.
—Póngase cómoda, por favor, el señor Masslow en seguida la recibe. ¿Desea tomar algo? Pídame lo que prefiera.
—Sólo un vaso de agua por el momento, gracias.
Alison colgó el teléfono y salió a saludarla con un afectuoso beso y un cálido abrazo, luego elogió su elegante aspecto. Paula se lo agradeció y se atrevió a preguntar:
—¿Cómo van los preparativos de tu boda? Falta poco, ¿verdad?
—Estoy enloqueciendo. Ésta es la última semana que trabajo, después me tomaré quince días para ultimar todo antes de la fecha.
—Imagino que las últimas jornadas deben de ser las peores.
—Imaginás bien, por suerte una se casa sólo una vez. Bueno, no siempre, pero en mi caso espero que así sea.
Ambas rieron y Mandy volvió a acercarse con el vaso de agua.
—Ésa es la oficina del señor Masslow —le señaló a su derecha—, cuando vea que la persona que está adentro sale, entre directamente porque el señor ya está avisado.
—De acuerdo, muchas gracias.
Paula bebió y dejó apoyado el vaso sobre la mesa baja. Cuando se disponía a seguir hablando con Alison, vio que del despacho salía una mujer alta de cabello rubio con expresión soberbia.
—Joseph ya se desocupó, andá que debe de estar esperándote —la alentó Alison mientras le frotaba el brazo—. Tranquila, es muy agradable, vas a ver que te caerá muy bien.
—Gracias, Alison, luego nos vemos.
Paula enderezó sus hombros para conseguir una postura adecuada y segura, y se encaminó a paso firme hacia el despacho, respiró hondo y entró. El tamaño del lugar y su suntuosidad la apabullaron. Joseph salió a su encuentro y la saludó con un apretón de manos y un beso en cada mejilla.
—¡Bienvenida a la Central de Mindland y a Estados Unidos, Paula! Es un gran placer conocerte —dijo con ímpetu.
—El placer es mío, señor Masslow.
—Joseph, por favor, Paula, Joseph a secas. Pongámonos cómodos —la invitó a sentarse con un ademán.
Ella sonrió asintiendo y se acomodó en la zona de estar del despacho, desde donde había una panorámica imponente del Empire State Building. —Hermosa vista, Joseph.
—Inmejorable —corroboró él.
En cuanto la vio entrar, el hombre se había quedado anonadado con la elegancia y la belleza de Paula y había entendido por qué su hijo menor estaba tan embobado con ella. «Es perfecta —pensó—. Inteligente, talentosa y también hermosa, Alex no exageró cuando me dijo que iba a poder comprobarlo.»
Al principio hablaron del viaje y del hotel donde se hospedaba. Él se cercioró de que estuviera cómoda y luego charlaron de la riqueza de las tierras argentinas, de la economía del país y de otras tantas banalidades. Joseph no quería intimidarla pues necesitaba que estuviera relajada, que se sintiera a gusto con él. Más tarde, el tema de conversación fue Mindland Argentina. Se levantó para servir un café. Cuanto más hablaba con ella y más la estudiaba, más se asombraba de su inteligencia, de su facilidad para pasar de un tema a otro y para explicar sus conceptos, con los que estaba plenamente de acuerdo. La consideró una mujer fascinante. «Alex, hijo querido, no la dejes escapar», pensó totalmente seducido por Paula.
—¿Lo tomás solo o preferís cortarlo con un poco de leche?
—Con un poco de leche, por favor.
A ratos Paula creía ver en él la mirada de Alex; estudió sus rasgos, sus gestos y llegó a la conclusión de que sus ojos eran muy parecidos, sólo que los de Alex eran más azules.
—Bueno, Paula, seguramente te preguntarás para qué te hice venir. Voy a contarte una historia muy larga, pero para la propuesta que quiero hacerte, es necesaria e imposible de obviar. Así que prepará tus oídos porque tengo mucho que narrarte.
Ella sonrió y se relajó en el sofá, dispuesta a escucharlo. Le gustaba su voz, le pareció una persona muy amable y no tardó en sentirse cómoda. Joseph comenzó a explicarle la historia de Mindland desde sus comienzos, hacía ya treinta y cinco años. Ella estaba atenta a todos los detalles, pero seguía sin entender nada.
—En fin —concluyó Joseph—, a lo que quiero llegar es a que nuestra empresa siempre contó con gente de élite y, en estos últimos años, mis hijos sumaron a esa excelencia. Dado el tamaño corporativo que tomó la compañía, para mí es esencial tener cerca a gente de confianza. Jeffrey se encarga de todo el marco legal, imprescindible en los tiempos que corren, y Alexander, a quien vos conocés, se encarga de la parte internacional. Y acá empieza la verdadera historia. Este año, quiero retirarme.
—Pero usted es muy joven, Joseph, y se le ve muy bien físicamente.
—Gracias a Dios, ando muy bien de salud, es cierto, y lo de joven te lo agradezco, pero ya tengo sesenta años y, aunque no me siento viejo, mi mente ya no tiene las mismas ideas brillantes.
—Sin embargo, ahora cuenta con la experiencia que antes no tenía.
—Muy buena observación, también es cierta. Ahora tengo experiencia y cordura, quizá demasiada, y para que esto no se estanque es imprescindible gente joven. Por otro lado, quiero disfrutar de tiempo de calidad con mi esposa, es hora que dé un paso al costado. No creo que logre más de lo que he conseguido en treinta y cinco años, es más, casi me atrevería a decir que los últimos éxitos son pura y exclusivamente de Alex, yo sólo he estampado mi firma. Sé que te estarás preguntando a qué apunto, diciéndote todo esto y, precisamente, se trata de que, si me alejo de la empresa, Alex sería quien quedaría en mi lugar, ya que a Jeffrey no le interesa. Él prefiere consolidar el sector que ocupa y salvaguardar las espaldas de su hermano, que sería quien se encargaría de todas las negociaciones. Pero la estructura de Mindland en Estados Unidos no acepta descuidos, porque es la que sostiene al resto de nuestra estructura en el extranjero y eso significa que Alex no podría seguir haciéndose cargo de Mindland International. Y, como nuestra compañía sólo cuenta con los mejores profesionales, he comenzado esa búsqueda, en pos de la excelencia, y en ella creo haber encontrado a la persona adecuada.
Ella cerró los ojos, imaginando lo que ese hombre estaba a punto de decir. Volvió a abrirlos, tomó una gran bocanada de aire y tragó saliva. —Paula —prosiguió Joseph—, sé que sos muy inteligente y que ya te diste cuenta del final de la historia. Después de hacer un exhaustivo seguimiento, llegué a la conclusión de que sos la persona idónea para tomar el mando de Mindland International.
—¿Yo? Joseph, si me disculpa, ¿está usted seguro de lo que está diciendo?
—Sí, vos. No quiero que me contestes hoy, quiero que sepas que tenés toda esta semana para pensarlo. No voy a aceptar una respuesta ahora, sea cual fuere, ni tampoco antes de una semana. Necesito que te tomes tu tiempo y que analices todo. Sé que lo que te ofrezco implicaría un gran cambio de vida, ya que no es sólo un puesto de trabajo, pero me encantaría que lo valoraras bien antes de decirme algo.
Paula se quedó en silencio por un momento, intentando ordenar sus pensamientos.
—Tenés el resto de la semana para descansar y para pensar a conciencia mi propuesta.
—Déjeme decirle, en primer lugar, que le agradezco mucho y me siento muy honrada por su apreciación de mi trabajo. En verdad, no podría contestarle hoy aunque quisiera, porque no es mi estilo tomar decisiones a la ligera, aunque varias veces me haya dejado llevar por mi instinto. Estoy convencida de que su ofrecimiento merece un análisis muy exhaustivo por mi parte. Aceptar algo así significaría un gran paso en mi carrera; creo que casi me siento tocando la cima, pero también querría decir dejar mi país, a mi familia, cambiar de costumbres... Hoy me siento una turista en Nueva York. De hecho, ayer recorrí la ciudad y saqué como trescientas fotos Joseph soltó una carcajada y ella también—. Y, además, tendría que venir a trabajar acá... —hizo una pausa y dejó la frase inconclusa, pero Joseph la terminó.
—Con Jeffrey y con Alexander, codo a codo. Con Alex, te entendés muy bien, porque en Buenos Aires conectaron de maravilla. Ustedes dos son muy parecidos, hasta me atrevería a decir que están en la misma sintonía. Son negociadores agresivos, tienen talento, intuición y desenfreno, ese que da la juventud y la inexperiencia, porque para no estancarse también es bueno ese arrojo. A veces la vejez hace que nos volvamos demasiado cautelosos y miedosos a la hora de arriesgar. Paula, de todas formas, seguirán contando con mi conocimiento, puesto que yo no me iré del todo de un día para el otro. Sólo abandonaré el día en que considere que el barco puede salir a navegar sin tripulación.
—¿Alexander está de acuerdo?
—¿Es importante para vos que él esté de acuerdo?
—Por supuesto, ocuparía su cargo, sería con él con quien más de cerca debería trabajar y, para eso, necesitaríamos mantener un ámbito de trabajo de plena cordialidad —se quedó pensando en lo último que había dicho; Joseph la estudiaba—. De todas formas, me gustaría saber también la opinión de su otro hijo.
—Ambos están de acuerdo en que sos la persona indicada, pero te voy a confesar algo. Alexander me advirtió de que no aceptarías. No sé por qué tiene tanta confianza en su olfato, pero espero, o mejor dicho, ansío que mi hijo se haya equivocado. —Paula se sintió molesta porque Alex pensara eso y hasta le dieron ganas de decirle a Joseph que aceptaba, pero eso sí que hubiera sido algo infantil.
En esos momentos, la puerta se abrió y una hermosa, elegante e impecable mujer de unos cincuenta y tantos años entró al despacho. Paula, al verla, supo de inmediato quién era: la recordaba por la foto que Alex le había mostrado y, además, porque se parecían mucho. Ahora que la veía en persona corroboraba que Alex era un fiel calco de la belleza de su madre.
—¡Bárbara, qué sorpresa!
—Espero no interrumpir nada.
—Vos nunca serías una interrupción, pasá, querida mía. Te presento a Paula Bianchi, nuestra gerente en Argentina.
—¡Oh, sos de Argentina! Yo también —le dijo Bárbara en perfecto español.
—Encantada, señora Masslow.
—Bárbara, llamame Bárbara, por favor —se sentó en la sala junto a ellos.
—¿Qué hacés por acá, querida? —preguntó Joseph a su esposa.
—Quedé en encontrarme para almorzar con Amanda. El sábado festejo mi cumpleaños —le explicó a Paula— y pensamos con mi hija en que podrías acompañarnos a almorzar. Joseph, nosotras después nos iremos de compras. ¿Paula, te gustaría venir con nosotros?
—Me parece una excelente idea —se avanzó su esposo—, por supuesto que Paula viene con nosotros. Le pediré a Mandy que haga la reserva. —Llamó por el intercomunicador pero nadie contestaba—. Vuelvo en seguida —dijo y salió de la oficina dejando a ambas mujeres solas.
Bárbara no paró de hablar de forma apabullante y Paula la estudió a conciencia. Era una mujer encantadora y sumamente bella, se notaba que cuidaba mucho su exterior, iba arreglada de pies a cabeza y estaba vestida con un traje hecho a medida que descubría que, aun a su edad, estaba en forma. Como era su costumbre, Bárbara pasó de un tema a otro con gran histrionismo. Tras unos minutos de hablar con ella, la joven llegó a la conclusión de que la madre de Alex le gustaba. Mientras la escuchaba también pensaba en todo lo que acababa de proponerle Joseph... Él también le había gustado, le pareció un hombre muy inteligente, correcto y educado, y aunque ya no era joven, se notaba que había sido muy apuesto. Y, como necesitaba considerar su propuesta, se puso a fabular si tenía sentido abandonar su vida en Buenos Aires. «Allá tampoco tengo nada aseveró sin temor a equivocarse—. En realidad, mi vida está vacía, no importa dónde esté, no tengo nada importante que me ate a ningún lado y que me impida probar suerte en otra parte. Quizá si me radico en Estados Unidos, tenga la posibilidad de conocer mejor a Gabriel. Parece tan interesado en mí, además a Pablo le cayó bien... pero a mí... no me provoca nada. ¿Cómo puedo estar pensando en él si no puedo sacarme a Alex de la cabeza? Alex, mi amor, ¿cómo voy a hacer para olvidarte? Aún me siento tan tuya...»
Cuando se había separado de Gustavo, primero se había sentido desdichada, pero después se había instalado la rabia en su corazón y, para su asombro, jamás se acordaba de sus besos ni de sus caricias, era como si nunca hubiesen existido. Con Alex, era diferente. Se instaba a odiarlo, pero ese sentimiento sólo surgía a ratos, cuando lo imaginaba haciendo el amor con su mujer, esa que para ella no tenía rostro. La mayor parte del tiempo sólo pensaba en sus caricias, en cuánto las necesitaba y echaba de menos. Y eso la enfadaba más todavía: sentir que, a pesar de todo, para ella Alex era su hombre, el único con derecho a tener sus besos y disfrutar sus gemidos, el único que poseía su alma y su cuerpo. Él era su vida y, sin él, no la tenía.
De repente, se dio cuenta de que Bárbara le estaba hablando y le pareció una falta de respeto no escucharla. Con un poco de vergüenza, esperó que no se hubiera dado cuenta de su distracción.
—Paula, no me vas a creer, pero me hacés acordar tanto a una amiga mía de la escuela secundaria; sos idéntica a ella.
—¿De verdad? —A Paula le dio risa su ocurrencia.
—Sí, no puedo dejar de mirarte y de acordarme de ella. Sé que es una locura, pero sólo para descartarlo... ¿cómo se llama tu madre?
Paula se rió divertida, esa mujer tenía una forma de decir las cosas que le causaba simpatía
—De verdad, niña, no te rías. Parece muy loco, pero no podés ser tan igual a ella, ¿cómo se llama tu mamá? —insistió.
—Julia Terranova.
—¡Ah, Dios mío! Lo sabía, lo sabía —gritó y la tomó de los hombros—. ¡Sos la hija de July! —La abrazó y la besó.
Joseph entró en ese momento, alertado por los gritos de su esposa. —¿Pasó algo?
—¡No puedo creerlo! Joseph, cariño, desde que entré que no puedo apartar los ojos de esta hermosura porque me recordaba a una amiga de secundaria. No lo vas a creer, querido, acaba de decirme el nombre de su madre y es la hija de Julia Terranova, mi amiga de la adolescencia, a la cual le perdí el rastro porque se fue de Buenos Aires cuando se casó.
—Cálmate, Bárbara, creo que Paula no entiende nada.
—No, la verdad es que no entiendo nada. Mi mamá vivía en Buenos Aires, pero cuando se casó se fue a Mendoza, donde vive aún.
—Decime, ¿sabés adónde estudió secundaria tu madre? —Bárbara no quería que quedaran dudas.
—Al Cardenal Spínola de San Isidro, pero claro... —Paula se tocó la cabeza atando cabos—. Claro, usted vivía en San Isidro —recordó de golpe.
—Sí, ¿cómo lo sabés?
—Se lo debe de haber contado Alex; ellos trabajaron juntos en Buenos Aires, Bárbara.
—Ah, conocés a Alex, por supuesto. En diciembre anduvo por allá, es cierto. No puedo creerlo, nuestros hijos juntos sin saber que nosotros habíamos sido las mejores amigas.
—Ahora que lo pienso, todo el mundo dice que me parezco mucho a mi madre, pero nunca creí que fuera tanto.
—A mí me hiciste acordar en seguida a ella. ¿Dónde estás instalada?
—En el Hotel Peninsula.
—No, tesoro, nada de hoteles. Hoy mismo te venís a mi casa.
—No, Bárbara, ¿cómo voy a aceptar eso? No es necesario, estoy en una suite bellísima y muy cómoda, tan grande como mi casa entera. No se preocupe, estoy bien, de verdad, además no me atrevería jamás a incomodarlos.
—¡Joseph! Paula es la hija de mi amiga y está de visita, tiene que venir a casa, decile vos, por favor.
—Mi esposa puede llegar a ser muy insistente, Paula, no creo que puedas negarte. Además, nuestra casa es enorme y todos nuestros hijos se han ido, sólo están con nosotros Jeffrey y Ofelia, nuestra ama de llaves. Para mí también sería un placer. Por otro lado, me encanta consentir a mi esposa, tengo debilidad por sus caprichos. Si ella así lo quiere, consideralo simplemente como un capricho —le argumentó Joseph a Paula, con un guiño de ojo.
—Poneme a tu madre al teléfono, quiero hablar con ella ahora mismo, no va a poder creerlo.
—Bueno —dijo Paula con resignación y llamó a su madre para contarle la historia.
Julia chillaba al otro lado del aparato, tanto o más que Bárbara, así que le pasó el móvil para que retomaran el contacto. Mientras tanto, Joseph sacó a Paula del despacho para ofrecerle un recorrido por las instalaciones. De paso también aprovechó y la llevó a la oficina de Jeffrey para que se conocieran. Joseph se asomó y le preguntó si estaba ocupado.
—Pasá, papá.
—Quiero presentarte a alguien.
Como buen caballero, Joseph dio paso a Paula y, cuando ella entró, el hermano de Alex se puso de pie y salió a su encuentro. A su lado estaba la rubia que había salido del despacho de Joseph por la mañana.
—Te presento a Paula Bianchi, hijo, nuestra gerente de Argentina. —Encantado, bienvenida a Nueva York, Paula. Espero que tu estancia en mi país sea muy placentera. Pasen, pasen.
Jeffrey le extendió la mano y le dio un beso en cada mejilla. «El condenado de mi hermanito sí que tiene buen gusto», pensó.
—Muchas gracias —contestó Paula—, el placer es mío.
—Te presento a Rachel Evans, la segunda en el departamento de asuntos legales —prosiguió Joseph con educación—. «Ésta es la zorra que chatea con Alex», dedujo Paula de inmediato.
¿Habrá sido su amante también? «Colega de trabajo», había dicho él. Rachel le caía mal de antemano por el recelo que había sentido antes de conocerla; además, su sexto sentido le decía que ella a Rachel tampoco le agradaba, tenía la sensación de que la miraba con desprecio. La mujer se acercó y le dio dos besos al aire, sin apoyar las mejillas en las suyas. Paula pensó que era falsa y soberbia, le producía rechazo y, para colmo, la repasó de arriba abajo sin disimulo. «¡Ja! ¿Ésta quién se cree? ¡Si se nota que es toda de plástico!»
—Rachel es la estrecha colaboradora de Jeffrey, ella también es abogada y la hija de mi mejor amigo.
—Encantada —saludó Paula intentando parecer amable y le sonrió lo más sinceramente que pudo.
—Igualmente —dijo la rubia sin mirarla. —«No vi en mi vida una mujer más odiosa y pedante», reflexionó Paula con desagrado.
Joseph refirió en seguida la gran coincidencia de que la madre de Paula y Bárbara se conocieran de la adolescencia.
—Tu madre no para de gritar, parece desquiciada —le confesó a su hijo con los ojos en blanco—. Cuando del terruño se trata, se pone siempre así y no la culpo. Dejó todo a los dieciocho años y todavía añora su patria —le explicó a Paula para excusar a su esposa.
—Me imagino cómo debe de estar, vamos a tener una semana agitada entonces —comentó Jeffrey—. ¡Qué coincidencia, Paula!
—Es increíble —asintió ella, que no podía salir de su asombro—. El mundo me demuestra, una y otra vez, que es muy pequeño. Aunque sea una frase muy manida, es así, créanme que es así.
—Presumo que, dada la situación, te vas a venir a casa, ¿no? Si conozco bien a mi madre, no te dejará en un hotel.
—Bueno, creí que podría convencerla para que desistiera.
—Ni lo sueñes, con mi madre no hay quien pueda, pero no te angusties. En casa hay lugar de sobra y ella estará encantada de tenerte allí y nosotros también, por supuesto.
—Sin duda —corroboró Joseph y ella sonrió resignada.
Rachel, tras escuchar la conversación, y sin participar de ella, puso una excusa y se fue. Paula se sintió aliviada, esa mujer le causaba repugnancia.
—¿Le pasa algo a Rachel? La noté un tanto extraña —se interesó Joseph.
—No, que yo sepa —respondió su hijo sin darle importancia y, como se habían quedado solos, Jeffrey preguntó:
—¿Hablaste ya con Paula?
—Sí, le di toda esta semana para que lo piense —añadió muy sonriente mientras la miraba—, sin presiones —aclaró—. Todo esto que acaba de ocurrir no debe influir en nada sobre tu decisión. Sos dueña de tomar la que desees.
La joven sonrió y asintió con la cabeza.
—Ojalá aceptes —intervino Jeffrey—. Me gustaría que supieras que opino igual que mi padre, creo que eres la persona adecuada para el puesto. Además, aunque parezcamos una familia de locos, lo pasarás muy bien en Nueva York.
—Gracias, Jeffrey. Mi impresión es que son una familia muy agradable.
—Hijo, nosotros nos vamos a almorzar, nos vemos más tarde en casa.
—Seguro, buen provecho.
Regresaron a la oficina de Joseph y Bárbara justo había acabado de hablar por teléfono con July.
—Todo arreglado. Tu madre se viene para acá, al festejo de mi cumpleaños. Y vos también asistirás, por supuesto. No sé cuándo tenías planeado irte, pero andá sabiendo que vas a tener que posponer tu viaje.
—¿Cómo?
—Sí, surprise! Tu mamá va a sacar su pasaje y en un rato nos llamará para avisarnos de cuándo llega. Estoy muy feliz, Paula, vení acá, dejame darte otro abrazo.
Joseph puso los ojos en blanco.
—Tranquilizate, mujer, parecés loca y estás asustando a esta chica.
Paula estaba confundida, ahora también iba a ir su madre... Era un verdadero lío. Ella tenía que irse a dormir a casa de los Masslow porque no había forma de que la madre de Alex desistiera de la idea, y, por si fuera poco, Bárbara pretendía que fuera a su fiesta de cumpleaños donde, sin duda, se encontraría con Alex y su esposa. Era demasiado, pensó, y, para colmo, el padre de Alex quería que ella se mudase a Nueva York y trabajara allí a diario.
Su cabeza estaba a punto de estallar y de perder la poca razón que le quedaba. Respiró hondo, el día no podía ir peor. Todos eran muy agradables, debía reconocerlo, la familia era muy cálida y la trataban con mucha sencillez, pero la situación que estaba viviendo era de locos.
Bárbara fue al baño y Joseph aprovechó para pedirle que no le contara nada a su esposa sobre su retiro, porque quería darle una sorpresa llegado el momento.