Capítulo 7
LA semana transcurrió muy rápido. Alex y ella no habían vuelto a dirigirse la palabra tras el plantón del martes. Hablaban lo justo y necesario en el trabajo; se habían terminado los mensajes y tampoco había más llamadas por teléfono ni miradas furtivas en la oficina.
Paula intentaba retomar el ritmo, aunque se le hacía difícil verlo y no hablarle. Sin embargo, el gesto de Alex era siempre el mismo, sin expresión alguna. Cuando se cruzaban, por más que ella buscaba su mirada nunca la encontraba. Se sentía estúpida y débil. Era cierto que ella había puesto más expectativas de las que debía en sus encuentros.
En los días sucesivos, él le había pedido todos los informes financieros por correo electrónico. Pero aquella mañana, Paula tuvo que llevarle un memorándum para que lo firmara, puesto que su secretaria había regresado a Nueva York después de la ronda de reuniones. Llamó a su puerta y él le dio paso.
—Permiso, Alexander. —Él miró hacia la puerta y, al verla entrar y sin prestarle demasiada atención, siguió ensimismado en la pantalla mientras le preguntaba:
—¿Qué necesitás?
—Te dejo esto para que lo firmes cuando tengas un momento.
Ella dejó los papeles sobre su mesa y, al darse media vuelta para marcharse, Alex la llamó:
—Esperá, Paula.
Su corazón dio un vuelco cuando él la detuvo, se giró con rapidez, pero sus esperanzas se disiparon en seguida. Él tomó el bolígrafo, leyó veloz, firmó y le entregó el informe de inmediato. Paula extendió la mano para recogerlo y lo miró a la cara, pero él ni siquiera levantó la vista del ordenador. «¡Ay, eso sí que me dolió!», pensó Paula. Su corazón se rompió en mil pedazos y salió de su despacho compungida. Extrañaba demasiado esos ojitos pícaros, que bailoteaban ansiosos por su cuerpo y que le insinuaban las cosas que quería hacerle. Ése fue todo el contacto que mantuvieron en toda la semana.
Era viernes y Paula llegó a la empresa muy temprano. Entró en la recepción, saludó a Mayra como cada mañana, le preguntó por su hija y, tras un breve intercambio, se dispuso a esperar el ascensor. Entró sin reparar en la gente que había subido con ella y, cuando empezó a vaciarse en el segundo piso y la mezcla de aromas comenzó a disiparse, reconoció el embriagador perfume de Alex. Hacía días que no coincidían a solas en ningún momento. La última persona que quedaba junto a ellos bajó pocos pisos antes de que ellos llegaran a su planta y, de repente, Alex oprimió el botón de parada. El ascensor se detuvo abruptamente y el corazón de Paula se encogió de golpe. Él se dio la vuelta hacia ella y, como dos titanes, se sostuvieron la mirada. Paula lo encaró desafiante, no iba a permitir que pisoteara su orgullo otra vez. Para su asombro, él cerró los ojos, inspiró hondo y volvió a presionar el botón para que el ascensor continuara. No se dijeron una sola palabra y la joven sintió una profunda frustración. Alex, por su parte, apretaba los puños y sus nudillos estaban blancos por la presión. «Bah, mejor olvidarlo. Te la follaste un par de veces y estuvo muy bien, pero no vale la pena seguir adelante. ¿Para qué complicarte?», intentó autoconvencerse. El corazón de Paula palpitaba con fuerza; había sido un momento muy incómodo y la sangre le bombeaba a una velocidad inusitada. Al llegar al piso del departamento de finanzas, bajaron y, como Alex era todo un caballero, le flanqueó la salida y caminó a su lado. Ni delante ni detrás, lo que la frustró más todavía. Mientras se acercaba a su despacho, iba saludando a todos sus empleados; a ella no le había dedicado ni eso, ni un miserable «buenos días». «Basta, Paula —se recriminó—, no permitas que tus pensamientos tomen ese rumbo sin sentido. Lo de Alex duró lo que canta un gallo. No podías esperar otra cosa, sólo fuiste un buen polvo, nada más que eso.»
A media mañana ella fue por un café con leche y recordó que, a esa hora, Alex siempre se tomaba un café. Como Alison no estaba para llevárselo, lo pensó dos, tres veces y, luego, actuó en consecuencia. Mientras caminaba, se arrepintió y se maldijo, pero siguió adelante. «¿Paula, por qué sos tan blanda?» Golpeó la puerta tímidamente y Alex, sin saber quién era, le dio paso. Tomó la bandeja con una mano y se las arregló para abrir. Al entrar, él la miró asombrado y Paula le explicó:
—Fui por un café con leche y te traje un café, como Alison no está...
Ladeó la cabeza y él se echó hacia atrás en su sillón, apoyó los codos en el apoyabrazos y entrelazó sus dedos mientras hacía girar sus pulgares. Era el gesto que Paula menos ansiaba ver: ahí estaba él, todopoderoso. Volvió a maldecirse por haberse rebajado como una verdadera estúpida. «Cuando Maxi se entere, me va a insultar», pensó. Alex la miró durante unos segundos que a Paula le parecieron eternos, de pie, humillada y arrepentida por no haber refrenado su necio impulso. «¿Qué te pasó por la cabeza, boluda? No tengo excusa para haber reaccionado de esta manera tan estúpida y poco inteligente. ¿Dónde quedó mi orgullo? ¿Será que Alex me lo robó?»
Cuando ya no esperaba ninguna reacción por su parte, él sonrió incrédulo y le hizo una caída de ojos.
—Gracias —le dijo con sinceridad mientras se levantaba para alcanzar su café. Paula soltó el aliento contenido; Alex, sin triunfalismos ni petulancia, había dejado escapar por un momento al hombre caballeroso y considerado que ella conocía muy bien.
—De nada, que lo disfrutes. Dos de edulcorante, ¿verdad?
—Sí, dos.
Tomó los sobres de la bandeja y se quedó mirándola; sus ojos bailoteaban y puso esa sonrisa que tanto nublaba el pensamiento de Paula. «Maldición, Alex, no me sonrías así», se dijo.
—La tarta de manzana es tuya también —le aclaró ella—, sé que Alison siempre te trae una con el café —concluyó.
Alexander tomó la dulce porción de la bandeja sin dejar de sonreírle y negó con la cabeza sin dar crédito a lo que estaba pasando. Ella parecía haberse fijado en todos los detalles y eso le agradó tanto que se arrepintió de no haberle hablado aquella mañana en el ascensor; su actitud había sido orgullosa y necia y esa mujer, de nuevo, había terminado doblegándolo. Paula hizo un movimiento para retirarse, pero con rapidez él la cogió por el codo.
—Quedate a tomar tu café con leche conmigo —agregó con una voz embriagadora—, ¿querés?
—Tengo trabajo —contestó ella en un tono muy suave.
Pero Alex le quitó la bandeja de la mano, la apoyó en su mesa y cerró la puerta. Paula sintió que un cosquilleo le recorría el cuerpo; él tomó la silla que estaba frente a su mesa y se la ofreció para que se sentara y se acomodó a su lado. Paula ya había dado un paso yendo hasta ahí, ahora era su turno, tenía que romper el hielo.
—¿Fuiste a tu clase de tenis?
Ella sonrió al recordar la llamada de Ariel.
—Sí, el miércoles.
Alex bebió otro sorbo de café... y esperó unos segundos.
—Tu profesor es demasiado joven y apuesto y, además, creo que te corrige los golpes innecesariamente para acercarse a vos. —Su mirada era dulce mientras le hablaba—. Por otro lado, esos pantalones ajustados de color gris que te ponés me parecen muy provocativos.
—¡Alex...!
Ella abrió los ojos como platos y se quedó con la boca abierta. No podía creer lo que él acababa de revelarle.
—Lo siento. —Puso cara de arrepentido—. Sé que no debí hacerlo, pero te seguí.
Paula dejó su café con leche sobre la mesa y apoyó su codo en el mobiliario; seguía boquiabierta. No sabía si insultarlo o comérselo a besos. Alex le hizo un guiño y le sonrió:
—No pude evitarlo. Lo siento —siguió diciéndole—. No soporto que no nos hablemos y... —le costó confesarlo pero al final lo hizo—: te pido disculpas por lo grosero que fui el otro día durante la comida. Me ganaron los celos, Paula. Siento celos de la cercanía que tenés con Maxi —le explicó con tranquilidad.
Ella seguía apoyada en la mesa, escuchando incrédula lo que Alex le contaba; tenía miedo de estar soñando.
—Sos tan desconcertante, Alex —atinó a decirle sin apartar sus ojos de él—. Maxi es sólo un gran amigo y eso jamás va a cambiar por su parte ni por la mía.
De pronto, sintió la necesidad de justificar la relación que tenía con Maximiliano. También quería decirle que a ella le pasaba lo mismo, que no soportaba el silencio entre los dos, pero se acordó de Alison y dudó. Él se puso de pie, frente a ella, y la cogió de las manos.
—Alison no es sólo mi secretaria... —empezó a decir Alex e hizo una pausa.
Paula creyó que se iba a desmayar y empezó a faltarle el aire, pero él prosiguió:
—... es la novia de mi hermano. Lo siento, me porté como...
Paula lo interrumpió:
—Como un pelotudo —dijo con determinación y, por si no la había entendido, se lo repitió en su idioma—: Wanker.
—Lo sé, tenés razón. —Tiró de sus manos para ponerla en pie y la abrazó, olió el perfume de su cuello y bajó sus manos por la espalda hasta dejarlas reposadas en la redondez de su trasero.
—Nena, me estás volviendo loco. Hace una semana que te conozco y no puedo apartarte de mis pensamientos.
«Necesito creerte, Alex, porque a mí me pasa lo mismo», hubiera querido gritarle Paula, pero se lo guardó y siguió pensando: «No me hagas más daño, no me mientas». Alex se acercó a sus labios y la besó con un tierno beso que se transformó en uno muy intenso. Paula se aferró a su cuello y le acarició la nuca, entonces él se separó.
—No me acaricies así, Paula, estamos en la oficina. Mirá cómo me tenés, estoy a punto de explotar —le explicó apoyándole la erección en su pelvis. Ella le sonrió con dulzura y le sostuvo el rostro con las manos, le acarició la frente y le acomodó el pelo. Ella aún no había pronunciado palabra después de su confesión y sus disculpas. Tomó aliento, lo miró a los ojos y le habló:
—Te extrañé, Ojitos. Yo tampoco entiendo lo que me pasa.
No estaba segura de haber hecho bien al decírselo, pero se sintió aliviada. Volvieron a besarse sin lujuria, pero con extremo cariño. Alexander podía ser muy tierno y también muy apasionado.
—Me encantan tus besos, Alex —le hizo saber cuando él liberó sus labios.
—No más que a mí los tuyos. —Apoyó su frente en la de la chica y le preguntó—: ¿Cómo sigue esto, nena?
Luego se miraron a los ojos y, cuando estaban a punto de contestar a la pregunta, llamaron a la puerta y ella se soltó de inmediato. Pero él no la dejó, volvió a cogerla de la mano y contestó:
—Adelante.
Natalia entró y se quedó de piedra. Paula estaba roja de vergüenza y, a la vez, hinchada de felicidad. Alex, en cambio, parecía divertido con la situación.
—Perdón, creí que estabas solo. Si querés vuelvo en otro momento se disculpó la recién llegada.
—No, está bien. ¿Qué necesitás? —preguntó él con cierta seriedad.
Alex seguía de la mano de Paula y Natalia hacia un evidente esfuerzo por no mirar ese gesto, pero sus ojos se iban indefectiblemente hacia los dedos enlazados. Entonces Paula los interrumpió:
—Voy a seguir trabajando —dijo intentando soltarse de Alex.
Él le besó los nudillos y, antes de permitirle que se fuera, le guiñó el ojo.
Salió de la oficina y fue a ver a Maxi para contarle lo ocurrido, pero él no estaba, entonces se metió en el baño. Necesitaba gritar, estaba eufórica porque no podía creer lo que Alex acababa de hacer adelante de su jefa. Y, aunque en un momento de lucidez le entró pavor, se reprendió y se dijo a sí misma que debía disfrutar del momento. Mientras regresaba a su mesa, vio que Natalia salía del despacho de Alex y decidió esperarla.
—¿Podemos hablar? —le preguntó—. Si estás muy ocupada vuelvo en otro momento, no tengo prisa.
—Desde luego, Paula, entremos.
La invitó a que se sentara en el sofá de su amplia oficina.
—Quería hablarte porque ya tomé una decisión con respecto a la propuesta de ocupar tu puesto; he decidido aceptar.
Natalia la abrazó.
—¡Cuánto me alegro! Podés contar con todo mi apoyo, Paula. Sé que no me harás quedar mal y quiero que sepas que confío plenamente en tus capacidades para sucederme.
—Gracias por esta oportunidad, Natalia. Estoy muy agradecida por la confianza que me demostrás. Ahora habrá que esperar que la junta apruebe mi nombramiento.
—Estoy casi segura de que lo harán. Voy a escribirte una extensa carta de recomendación, te lo aseguro.
—Y respecto a lo que viste recién en la oficina de Alex, no me gustaría que me juzgaras a la ligera.
—Es tu vida personal y la de Alexander, Paula. A mí no me interesa —dijo de forma tajante.
—Gracias. Aun así, dejame decirte que Alex y yo, por esas casualidades del destino, nos conocíamos de antes por un amigo en común, aunque yo no sabía su apellido.
—Vaya, te confieso que el día que los presenté noté algo raro entre ustedes y me alegro de que mi intuición no haya fallado. Paula, quedate tranquila. Alex es un caballero, cuando te fuiste de su despacho me explicó lo mismo.
Dispuesta ya a reanudar sus tareas, Paula salió de la oficina de Natalia, pero una llamada al móvil volvió a interrumpirla.
—Hola, Mauricio.
—Hola, amiga, ¿estás ocupada?
—No, decime.
—Te llamo para invitarte a Los Castores. ¿Querés sumarte?
—¿Quién va?
—Los de siempre y, además, pensaba decirle a Mikel. Así que necesitamos una acompañante para él y se me ocurrió que podrías invitar a María Pía y presentarlos. Sé que también puedo llamarla yo, pero tu poder de convencimiento será mejor. ¿Te acordás de que con Estefanía no funcionó? Ah, sí, y también quería invitar a Alex. ¿Hay algún problema si lo hago?
—No, por supuesto, invítalo.
—Supuse que no tendrías objeción alguna —se rió al otro lado de la línea.
—¡Bobo! En un rato te confirmo si María Pía puede y quiere sumarse; sé que andaba liada con un juicio.
—Entonces espero que me llames. Hablamos más tarde y si ella no pudiera, a ver si se te ocurre alguien.
—Sí, tranquilo, yo me ocupo. Un beso.
—De acuerdo, un beso.
Cortó con Mauricio y le llegó un whatsapp de Alex.
—¿Almorzamos juntos? ;)
Mientras lo leía, sonrió estúpidamente.
—Bueno. =)
—Vamos en quince minutos, ¿te parece?
—Dale, en quince está perfecto. = P
Entonces, tecleó un rápido mensaje para Maximiliano:
—Hola, amigo, me voy a almorzar con Alex. ¿Me perdonás que te deje colgado? =(Estuvimos hablando, después te cuento. ¿Vas a Los Castores? Hace un rato me llamó Mauricio.
—No te preocupes por mí y disfrutá mucho de tu almuerzo. Me alegro de que hayan hablado, ya no aguantaba más tu cara de amargura. ¡Ja, ja, ja! Sí, voy con Dani, ¿y vos?
—¡Mal amigo! Depende de lo que quiera hacer Alex. Tengo ganas de pasar el fin de semana con él.
—Claro, entiendo. Besos.
Alex salió del despacho y la pasó a buscar y, en el ascensor, se cogieron de la mano. Salieron así del edificio hacia el restaurante. A Paula le gustaba tanto este nuevo Alex, relajado y al que no le importaban las habladurías, como el hombre misterioso que había conocido días atrás. El contacto de su mano era fascinante y que todos la vieran de ese modo con él le parecía un sueño.
—Me acaba de llamar Mikel para decirme que su primo nos invita a su casa para pasar el fin de semana.
—Sí, Mauricio también me llamó a mí hace un rato. Los fines de semana en Los Castores son un clásico.
—¿Los Castores? —preguntó Alex.
—Así se llama el barrio privado donde está su casa. Es una zona náutica; la propiedad da a un lago con salida al río, un lugar muy bonito y tranquilo. ¿Tenés ganas de ir? No está muy lejos, cerca de donde vivía tu madre.
—¿Cuándo nos iríamos?
—Por la tarde, después de terminar en la oficina, sobre las siete. ¿Te parece?
—Me parece bien ir donde me lleves, bonita.
Soltó su mano, se aferró de su hombro y la besó en el pelo. Esa demostración de cariño en plena calle la desarmó y sus palabras, aún más. «Ay, creo que estoy flipando en colores», pensó agitada. Lo miró, le sonrió y lo cogió por la cintura; caminaban acompasados y con una sonrisa boba en la cara. «Guau, ahora, cuando entremos y nos vean los de la oficina van a empezar los cuchicheos. Pero, ¡bah!, qué me importa. Que digan lo que quieran. Yo lo estoy gozando y no pienso privarme de nada», se convenció Paula.
El Mundano, el restaurante donde comían a diario, era un muy buen lugar, ubicado en el barrio de Palermo Soho. Se sentaron a una mesa retirada, en busca de un poco de intimidad. Al aparecer abrazados, todas las miradas de los empleados de Mindland se habían posado en ellos. «¡Ja! Seremos la comidilla hasta que este chisme sea desplazado por otro, estoy segura. Hablen nomás, sí, me estoy liando con el big boss y no me arrepiento. Además, sé que a más de una le gustaría estar en mi lugar, pero por desgracia llegaron tarde para el reparto. Este hombre está conmigo, ¿quedó claro?», se dijo con orgullo.
El camarero les trajo la carta y ella pidió pollo con salsa agridulce y patatas cuadradas. Alex optó por un risotto carnaroli, con setas y parmesano, además de pedir una botella de Pinot Noir Séptima Noche, cosecha de 2008, que Paula le recomendó alegando que era de la bodega de unos amigos de la familia.
—Es un vino relativamente económico en comparación con los que estás acostumbrado a tomar, pero te aseguro que es muy bueno. Probalo, por favor, creo que puede gustarte. ¿Sabés que en Argentina hay muy buenas cepas? Si luego no es de tu agrado, te podés pedir otro, pero sé sincero —lo picó—. Yo pago éste.
Alex miró al cielo después de su insinuación y respondió:
—Siempre soy sincero, Paula.
Ella le guiñó el ojo, mientras él probaba el vino y daba el visto bueno al camarero para que dejase la botella. Alex se empecinó en que también tomara del caldo que le había recomendado y Paula le explicó que sólo se permitía un tinto de vez en cuando, pero nunca en horario de trabajo. Sin embargo, accedió a compartirlo y se pidió también un agua con gas.
—Es un linaje muy suave, joven y delicado, con aromas complejos y abundantes. En este país hay muy buenos linajes en vino y el clima de Mendoza, en especial, es idóneo para el cultivo —le explicó ella—. Si lo olfateás, notarás la presencia de minerales de olor ahumado y especiado, y también un cuerpo fresco —le dijo mientras lo olía—. Si también lo saboreás, y lo dejás un rato en tu boca, también vas a notar que es un vino fresco y elegante.
—Para no beber vino, sonás como toda una experta.
—Algo aprendí en la bodega de mi familia, si no, sería el colmo. Sonrió y siguió contándole—: Mi padre me enseñó cómo catar un vino; él era muy bueno, aunque debo reconocer que mi hermano es mejor. Hay que educar los sentidos, aprender a memorizar las impresiones percibidas y utilizar un vocabulario que te permita traducirlas en cosas posibles.
Alex la escuchaba con atención, sin soltar su mano, y le replicó:
—La verdad es que yo simplemente lo pruebo y mi paladar me dice si me gusta o no. No sé cómo diferenciar sus sabores, me guío por el instinto. Supongo que es cuestión de aprendizaje.
—Es sencillo, de todas formas creo que tu paladar es perfecto. Tenés claro lo que te gusta —lo halagó Paula—. A la práctica, es como si tuvieses que explicarle a alguien que nunca probó una naranja qué sabor tiene, qué sensación te produce en la boca, a qué huele. La cata es un ejercicio personal que describís con tu propio lenguaje. —Durante un rato, ella le habló de la bodega de su familia y él se interesó mucho y quiso saber dónde se conseguían esos vinos para probarlos. Paula estaba muy locuaz y de muy buen humor y Alex, por su parte, se sentía relajado y feliz. La conversación, fresca y deliciosa, pasó de la familia de Paula a la de Alex, que le habló de su casa de campo en las afueras de Nueva York, en un lugar muy selecto de los Hamptons. Le contó que su familia estaba muy unida y que, por suerte para el negocio, todos se llevaban bien. Abstraída y fascinada por el nuevo Alex que estaba descubriendo, Paula se había olvidado de llamar a María Pía.
—¿Qué pasa? —le preguntó él al ver que ella se tocaba la cabeza y fruncía el cejo.
—Debo conseguirle una acompañante a Mikel —le dijo sonriendo—, casi me olvido.
—Tengo un dato que quizá te ayuda: le fascinan las rubias —le confesó con frescura.
—¡Ah! Entonces creo que María Pía es la persona ideal.
Ambos sonrieron felices y Paula soltó la mano de Alex, que había permanecido aferrada a la suya durante la mayor parte de la comida, para buscar su teléfono. Él escuchó divertido los argumentos y métodos de persuasión que utilizaba Paula con su amiga, que no era fácil de convencer. Cada tanto, levantaba su mano y se la besaba o la acariciaba con el pulgar mientras ella hablaba. Al final, María Pía cedió y aceptó ir, pero le pidió un informe detallado sobre Mikel, que Paula no dudó en darle. Le describió sus rasgos faciales y el trasero y su caja torácica, con la intención de entusiasmarla para que aceptase. Después del esfuerzo, María Pía —Mapi para los amigos— se había mostrado intrigada por conocerlo, así que quedaron a las seis y media en su casa. Paula cortó con expresión triunfal y reparó en la cara de desagrado que Alex no se molestaba en disimular.
—Vaya, no sabía que habías observado tanto a Mikel —le reprochó él con tono seco, la mandíbula tensa y el cejo fruncido.
—Alex, por favor, Mikel no es mi tipo, pero no soy ciega. Simplemente, resalté todo lo que podía interesarle a Mapi.
La miró con mala cara, torció la cabeza hacia un lado y, al final, le sonrió.
—Me parece que, de ahora en adelante, tendré que estar atento a cuánto lo mirás.
—Bobo —le soltó ella y le besó la mano—. La hora de mi almuerzo ha terminado. ¿Volvemos?
—No te preocupes por la hora, estás con el jefe —contestó él con picardía.
—No quiero abusar de mi jefe. Además, no está bien que me tome ciertos privilegios por estar con él.
—Pero yo sí quiero que abuses de mí, es más, deseo que te aproveches todo lo que puedas de tu jefe —le susurró para darle a entender sus oscuras intenciones y le preguntó—: ¿Café o postre?
—Postre, estoy muy golosa últimamente.
—Hum, golosa, ¿qué querés comer?
En voz baja, pero empleando toda su seducción, Paula le respondió: —Creo que podría pedir una barra de cheesecake de Capuchino con remolinos de chocolate, pero ahora que lo pienso mejor quiero... —Hizo una pausa—. Te quiero a vos, enterito. ¿Te parece que me podés consentir? —lo provocó.
Sus ojos comenzaron a bailotear y su sonrisa se volvió oscura y lujuriosa. Sin perder un segundo, Alex llamó al camarero, pagó la cuenta y se puso en pie, tomándola de la mano. Cuando salieron a la calle, la abrazó y le dijo al oído:
—Andá pensando en lo que te apetece, porque vas a tener que pedírmelo si querés que te consienta. —Le besó el lóbulo de la oreja y ella se desarmó; entonces, él sacó su móvil y llamó a Heller—. No vengas a buscarme. —Cuando llegaron al aparcamiento, le indicó—: Buscá tu auto, que yo subo a recoger tus cosas y las mías. Esperame acá.
Parada frente a la entrada del edificio y considerablemente nerviosa, Paula hacía tamborilear sus dedos sobre el volante. Alex no tardó en volver, abrió la puerta trasera, tiró los dos maletines en el asiento y se subió al coche; pero, antes de arrancar, ella le preguntó:
—¿Querés conducir?
—No hay problema, nena, mi hombría pasa por otro lado.
—No me cabe la menor duda —asintió ella con una mirada deshonesta.
Esperó a que se abrochara el cinturón de seguridad, metió primera y arrancó. Al frenar en un semáforo, ella se giró para buscar su iPod en el bolso y conectarlo al sistema de sonido. Los primeros acordes de Sabes, de Reik, invadieron la atmósfera del coche y los dos sonrieron. Entonces Alex la sorprendió con su voz seductora:
—Canturreala, Paula, como en la limusina.
Lo último que esperaba ella era que le pidiera algo así. La letra de esa canción reflejaba sus sentimientos a la perfección y quería creer que para él significaba lo mismo. La tararearon juntos y, luego, Alex apoyó su mano en su hombro para acariciárselo y, sin demora, bajó sus dedos hasta la pierna.
¿Sabes? Te quiero confesar
que te encuentro irresistible.
No dejo de pensar que haría lo imposible por quedarme cerca de ti.
Cuando llegaste tú, te metiste en mi ser, encendiste la luz, me llenaste de fe.
Tanto tiempo busqué, pero al fin te encontré
tan perfecta como te imaginé.
Paula se aferró al volante con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos y se le hizo un nudo en la garganta. Embargada por una gran emoción, su corazón era una bomba a punto de estallar y su carótida latía descontrolada.
—Tranquila, nena —la tranquilizó Alex mientras le masajeaba el cuello para que se relajara.
—¿A mi casa o al Faena?
—Donde quieras.
—Al hotel, así recogés tus cosas.
—Perfecto.
Llegaron al Faena, donde los esperaba Heller. Aparcaron y Paula le entregó las llaves del coche. Alex bajó con los maletines y se dirigieron de la mano hacia los ascensores. Mientras subían, se dieron un beso que los dejó temblando. Alex la aprisionó contra la pared atrapando su cuerpo con tanta intensidad que ambos tuvieron la sensación de que lo que pasaría en la habitación iría demasiado rápido.
Ya en la Tower Suite, ella soltó su bolso y él dejó los maletines en el sofá. A continuación, se quitó la corbata a tirones, desabrochó el primer botón de su camisa y se despojó de la americana. Paula, atenta junto al sofá, seguía sus movimientos.
—Vení acá —le pidió Alex y, cuando la tuvo a tiro, le habló muy cerca de los labios—: ¿Recordás lo que me dijiste en el restaurante?
—Sí —afirmó ella—, dije que te quería enterito y te pregunté si podías consentirme.
Se rió maliciosa y él la besó muy tiernamente mientras le retiraba el pelo de la cara. Acto seguido, Alex dio un paso atrás y abrió sus brazos de par en par.
—Aquí estoy, soy todo tuyo, para que hagas lo que quieras conmigo.
—¿Lo que quiera? —preguntó ella.
—Lo que quieras —confirmó él y pensó: «No voy a resistirme más al desequilibrio que me provocás, nena. Me tenés hecho un idiota».
Ella se llevó un dedo a la boca mientras pensaba qué hacer con él. Lo tomó de la mano y lo llevó hacia la escalera.
—¿A la cama? —preguntó, pero Paula se dio la vuelta y lo hizo callar poniendo un dedo sobre sus labios.
—¡Chis, guío yo!
Alexander sonrió y le dio una palmada en la nalga. Subieron la escalera hasta el piso donde estaba el baño y ella se detuvo y lo dejó de pie en la entrada.
—Vas a hacer sólo lo que yo quiera —lo provocó con una voz oscura y sensual. Por un momento, Alex creyó que no podría dejarla hacer, porque ansiaba con desesperación apoderarse de su cuerpo, pero cerró sus ojos y apeló a su autocontrol; quería experimentar todo lo que a ella pudiera hacerla feliz.
De manera muy audaz y dejando escapar a la femme fatale que estaba escondida en su interior, lo tomó de la barbilla y le dio un beso profundo y caliente. Su pene se hinchó de inmediato y ella, como una chica mala, se retiró de su lado pasando levemente la mano por su bragueta. Después, caminó con sensualidad hasta el jacuzzi bajo su atenta y exaltada mirada. Ella se inclinó despacio para poner el tapón y le ofreció una vista panorámica de su trasero, por debajo de la seductora falda de color blanco que llevaba. Abrió los grifos, se estiró para tomar el frasco de sales y lo echó en el agua. Todavía de espaldas a él y con una gracia increíble, comenzó a bajarse la cremallera de la falda, se giró para poder verlo y le sonrió con erotismo. Él unió la punta de sus dedos y los besó para indicar que había sido un espectáculo exquisito. Paula no se quitó la falda, sólo la desabrochó, y prosiguió con su tarea de seducción. Frente a Alex, comenzó a soltar los botones de su blusa de abajo arriba, pero se detuvo justo a la altura del sostén. Deslizó sus manos hacia su abdomen, levantó la cabeza y la echó hacia atrás mientras se mordía el labio inferior. Él disfrutaba sin mesura de su sensualidad, cada vez estaba más excitado. Ella se sentía ardiente y volvió a posar sus manos en los botones de su blusa. Con una mueca le preguntó si seguía con la tarea y él, tras levantar una ceja, unió sus manos a modo de súplica, pero no la convenció. Le hizo un mohín, pero ella se giró sin compasión.
El agua caía a borbotones y el momento era embriagador. Sólo imaginar lo que iba a ocurrir después potenciaba todos sus sentidos. Paula se sentía todopoderosa y sugerente, tenía la vagina húmeda y decidió terminar de desabrocharse la blusa. La deslizó hacia atrás y dejó al descubierto primero uno de sus hombros, y luego el otro; la sostuvo a la altura de los codos y volvió la cabeza para ver la expresión de Alex. Estaba pasmado, su mirada era azul noche. La joven comenzó a tejer imágenes en su mente para complacer todas sus fantasías; quería enloquecer a su amante americano. Éste intentó caminar hacia ella, pero Paula le indicó que no con la cabeza y chasqueó la lengua. Alex sonrió y negó incrédulo, pero continuó de pie en su lugar. Ella dejó caer la prenda al suelo, llevó sus manos a la espalda y se desabrochó el sujetador. Con el torso totalmente desnudo, volcó su cabello hacia adelante para que Alex pudiera observar la tersura de su espalda. Después deslizó la falda por sus caderas, empujándola con los pulgares, y dejó al descubierto el tanga. Se quitó la falda levantando un pie y luego el otro y, para provocarlo un poco más, separó sus piernas con sensualidad. Aún llevaba puestos unos zapatos de tacón verde y, temeraria, se inclinó hacia adelante sin flexionar las rodillas, con el firme propósito de tocar el agua con la mano y ofrecerle una panorámica completa de su vagina, tan sólo cubierta por la diminuta prenda interior que llevaba puesta. Alex resopló excitado y, entonces, ella se cubrió los pechos con uno de sus brazos y se dio la vuelta.
—Tu turno —le dijo—; quiero ver cómo te desvestís.
Alexander le guiñó un ojo y comenzó con la tarea. Se quitó primero los zapatos y los calcetines y, luego, con presteza, desabrochó el primer botón del pantalón y la miró. Sus ojos recorrieron el cuerpo de Paula mientras desabotonaba su camisa. Al quedarse con el torso desnudo frente a ella, se acarició el pecho con las manos y la bonaerense deseó ser ella quien lo acariciara. Estaba a punto de despojarse del pantalón cuando ella le indicó que se acercara con el dedo. Él caminó despacio a su encuentro y, en ese preciso instante, Paula se dio la vuelta para cerrar el grifo. Alex se aferró a su cintura con desesperación y le hundió la nariz en el cuello, para aspirarla íntegramente: lo había enloquecido y no podía contenerse más. Hizo reptar las manos por su vientre y ella sintió cómo quemaba, sus dedos eran fuego en su piel. La aprisionó con fuerza contra su cuerpo y apoyó su erección contra sus nalgas. Paula se giró y apoyó sus senos en la masculinidad de su pecho, lo abrazó y se aferró a su nuca entrelazando los dedos en su pelo. Hizo un amago de besarlo pero se contuvo, y Alex se mordió el labio. Él no podía más, se veía en sus ojos, que la miraron intensamente y le explicaron, en silencio y a modo de advertencia, todas las cosas obscenas que le apetecía hacerle. Ella decidió entonces no dilatar más el contacto y se lanzó a devorar sus labios, lo tomó con fuerza por la nuca y enredaron sus lenguas en un beso desesperado y turbio, descontrolado.
En un momento de cordura, Paula entendió que debía poner un freno al ritmo vertiginoso, porque si seguían así, no iban ni a entrar en el agua. Alex la aprisionaba y casi le quitaba la respiración con su abrazo; ella lo apartó para tomar aire y él permaneció expectante.
—Despacio, Alex, despacio, Ojitos —le pidió entre jadeos.
—Es difícil, preciosa.
—Lo sé, pero quiero disfrutarte más... mucho más.
—Me volviste loco mientras te desnudabas.
—Era la idea —reconoció con una sonrisa pícara. Luego le pasó un dedo por la cintura, entre la piel y el elástico del calzoncillo, terminó de desabotonar su bragueta y metió la mano para palpar su erección por encima de la tela de su ropa interior. Paula se humedeció los labios con la lengua mientras lo hacía y Alex tiró la cabeza hacia atrás mientras se escapaba un gemido de su boca. Su mano continuaba palpándolo con afán y Paula comprendió, en ese momento, que ella también estaba ansiosa.
Sin más demoras, se sentó en el borde del jacuzzi y se quitó los zapatos, se puso de pie y deslizó el tanga por sus muslos para quedarse totalmente desnuda frente a Alex. Metió los pies dentro del agua, hizo un nudo con su pelo y sumergió todo su cuerpo. Mientras tanto, él terminó de quitarse los pantalones y la ropa interior sin dejar de mirarla y se metió en el agua con ella. Entrelazaron sus piernas y brazos y ella, ardorosa, deslizó su trasero para quedar más cerca de él, hasta que pudo sentir su duro y caliente pene contra su pelvis. Se acariciaron con las manos jabonosas, mientras se dedicaban miradas llenas de placer oculto. Envalentonada, bajó una mano y la sumergió en el agua hasta atrapar con ella su tieso miembro, lo retuvo en su mano y lo acarició de arriba abajo, hasta que presagió que si no paraba él se iba a correr en ese mismo instante. Entregado a sus manos, la cara del estadounidense era un poema, estaba perdido en el momento, con la boca entreabierta y los ojos extraviados. Paula lo había dejado al límite y a punto de perder el control. Entonces se levantó del agua y se colocó con las piernas abiertas y ligeramente flexionadas para ofrecerle su vagina.
—Dale, chupame.
Él se acomodó en el jacuzzi, tiró su cabeza hacia atrás y se situó entre sus piernas, listo para hacer lo que ella le exigía. Sediento de probarla, sacó su lengua y se la pasó por toda la hendidura; con sus dedos, abrió los labios de su vagina y rodeó su clítoris, lamiéndolo deliciosamente; se lo mordió hasta torturarlo y hundió dos dedos en su sexo, que entró y sacó varias veces. Los movía con pericia, en busca de ese punto exacto con que le proporcionaría más placer todavía. Cuando lo encontró, el cuerpo de Paula comenzó a temblar y él paró. Ella volvió a sentarse en el agua y rodeó sus caderas con las piernas. Él la envolvió con un brazo y, con la otra mano, tomó su rostro para apoderarse de sus labios con frenesí.
—Paula, me abruma lo fabuloso que me siento a tu lado.
Ella necesitaba que sus palabras fueran ciertas; anhelaba decirle que se sentía igual, pero la naturaleza de lo que le había tocado vivir en el pasado hacía que moderara sus expresiones; le costaba dejarse llevar por sus sentimientos.
Ambos estaban exaltados y Paula lo besó con pasión, olvidando que era ella quien tenía el control de la situación. Las manos de Alex se paseaban por su cuerpo, le acariciaban los pechos, se los apretaban y sus dedos le pellizcaban los pezones, mientras sus besos le tapaban la boca. Ella tomó aliento para hablarle:
—Alex, si pudiera te besaría hasta la voz.
Dicho eso, colocó su vagina sobre su pene y él la sostuvo de las nalgas y la penetró. La profundidad de su intrusión fue tal que se quedaron quietos un instante para disfrutarla.
—¿Te gusta, nena?
—Me encanta.
Paula empezó a contonearse y él también comenzó con un vaivén de su pelvis, de adentro hacia afuera. Ella, aferrada a su cuello, se meneaba despacio, permitiendo que su vagina sintiera el largo recorrido de su miembro. El frenesí iba en aumento y ellos cambiaban el ritmo para retrasar más el orgasmo, pero al final ella sintió que las cosquillas del placer amenazaban con invadirla por completo; su ser la abandonaba y decidió entregarse al éxtasis sin dilación.
—Alex, me voy, Alex.
Él tenía la cara hundida entre sus senos, pero al oírla, levantó la vista para mirarla. Le encantaba observarla en ese instante en que sus sentidos desaparecían. Entonces, comenzó a atacar su sexo con potentes embestidas y ella salió a su encuentro con fuertes movimientos ascendentes y descendentes; sus pelvis se estrellaban furiosas a cada encuentro y el agua formaba una espiral alrededor de sus cuerpos. Cada arremetida aumentaba la pasión; se contorsionaban cada vez con más intensidad, incontrolables. Paula, erguida sobre su sexo, notó que el placer se apoderaba de sus entrañas y que se elevaba hacia un sitio donde nunca había planeado llegar; y se dejó ir de nuevo. Alex, atento al nuevo orgasmo de ella, percibió las contracciones de la vagina en su pene y se sintió más viril que nunca. Él era el causante de su arrobamiento. Paula, fuera de sí, le clavaba las uñas en la espalda y chillaba su nombre sin parar. Sin poder detener por más tiempo el desgobierno que esa mujer le producía, Alex se entregó al placer, vació su semen y gritó apretando los dientes; le oprimió las nalgas con fuerza mientras eyaculaba y sació todos sus deseos de manera desesperada y primitiva.
Con su pene aún dentro, se deslizó hacia atrás hasta dar con el borde del jacuzzi, y se recostó; estaba exhausto. La joven se quedó acunada en su pecho y hundida en el lugar que le daba el sostén perfecto para recuperar sus fuerzas. Despacio, levantó la cabeza para mirarlo y, entonces, él abrió los ojos para decirle:
—Nena, vas a matarme un día de éstos. Vas a hacer que mi corazón explote.
Ella necesitaba hacerle saber que había sido colosal.
—Lo disfruté mucho, Alex —atinó a decir. Y es que sus palabras se negaban a mostrar lo que había sentido en realidad; sabía que todo cuanto compartían tendría un final. Peinó su cabello hacia atrás, despejó su rostro y acunó la cara de su amante con ambas manos, después lo besó con mucha ternura. Aún estaban demasiado agitados.
—Fuiste exquisitamente sensual, Paula. Me encantó todo lo que me hiciste sentir.
—Ojitos, vos hacés que me sienta libre y que me exprese con el cuerpo como nunca antes lo había hecho. —Volvieron a besarse; no habían tenido suficiente.