Capítulo 3
LA luz matutina entraba por el ventanal de la habitación. Las cortinas se habían quedado abiertas y Alex estaba aferrado al cuerpo de Paula con la mejilla apoyada en su espalda. Tenían las piernas entrelazadas y ella podía sentir su respiración pausada en el cuello. Aún adormecida, prefirió quedarse quieta para no despertarlo; no quería irse. Probó a acurrucarse más en su abrazo y, de forma receptiva, afianzó más su agarre; un mar de sensaciones invadían su mente. Durante la noche, cuando se había embarcado en la aventura, no pensó que podría llegar a sentirse como se estaba sintiendo. Pero ¿qué era lo que sentía? Aunque era inevitable hacerlo, no quería reflexionar demasiado. Probó a reprenderse en silencio para convencerse de que lo que había tenido sólo había sido una noche de magnífico sexo. «No tejas en tu cabeza otras emociones inconcebibles», se dijo mientras ponía en blanco su mente y volvía a dormirse. Cuando despertó de nuevo, estaba en otra posición, boca arriba y con el brazo de Alex enlazado a su cintura y una pierna sobre la de ella. «¡Qué bien sienta despertarse así! —consideró de inmediato—. Hace tanto tiempo que no me despierto con alguien a mi lado...» Ladeó la cabeza con lentitud para mirarlo y se encontró con unos ojos azules radiantes que la observaban.
—Hola —le dijo ella con timidez.
—Hi —le contestó él adormilado, y se quedaron mirando durante un buen rato mientras disfrutaban del silencio de la mañana.
Paula no sabía muy bien qué decir y, de repente, se sintió insegura y tuvo que apartar sus ojos de él y fijar la vista en el techo. No estaba acostumbrada a despertarse en la cama de un desconocido y, menos aún, de un desconocido que la había vuelto loca. Durante la noche, había llegado a pensar que existía el amor a primera vista. «No debes sentirte así —se amonestó en un intento por desechar sus cavilaciones—, debes disfrutar del hoy y del ahora y poner tu mente en blanco», pero él no se lo ponía fácil. Alex depositó un beso en su hombro y manipuló su cuerpo con habilidad para colocarla frente a él. A ella le encantó volver a sentir sus manos sobre su piel desnuda. La mantuvo agarrada de la cintura y le regaló una dulce sonrisa que le llegó al corazón. En señal de agradecimiento, ella lo sorprendió con un beso en la nariz, que fue seguido por una caricia que le recorrió el rostro. Alex tenía una nariz perfecta, que resiguió con sus dedos, y unos labios en forma de medio corazón, cuyo contorno delineó extasiada. Bajó hasta su mentón, se detuvo allí y pasó el dedo a contrapelo para sentir el crecimiento de su barba. Estaba irresistiblemente sexy con esa sombra sin afeitar. Él subió su mano por la espalda de Paula con la palma bien abierta y la acarició en toda su extensión mientras tomaba aire. «¿Qué me vio este hombre tan perfecto para llevarme a la cama con él?» Seguía sin encontrar respuestas a los interrogantes que recorrían su mente a una velocidad inusitada. Paula era consciente de que su figura era armoniosa y se cuidaba para mantenerla, pero la belleza de Alex era apabullante; levantó su mano y le apartó un mechón que caía en su frente. Sin dejar de mirarlo, le recorrió las patillas, ensimismada y confusa.
—Hoy tienen vetas marrones —expresó él con impertérrita calma, rompiendo la magia del silencio, y Paula frunció el entrecejo porque no entendía a lo que se refería—. Tus ojos hoy tienen vetas marrones —le repitió él—. Anoche los tenías mucho más verdes. —Paula sintió correr mariposas por su cuerpo. «Dios, ¿cómo puede seducirme sólo con decirme que me cambió el color de los ojos?», se interrogó.
»Son los ojos verdes más hermosos que he visto nunca —continuó Alex.
Se sintió descolocada por el comentario; no era necesario que le dedicara palabras bonitas porque no eran amantes. Se lo agradeció, un tanto desconcertada:
—Gracias.
—¿Lo pasaste bien?
—Sí, ¿y vos?
—También.
—Alex, quiero que sepas que no suelo acostarme con un hombre al que acabo de conocer. Necesito decírtelo porque no quiero que te quedes con una impresión errónea de cómo soy.
—Chis, no te preocupes. Sé exactamente como sos, lo veo en tus ojos.
—Te hablo en serio.
—Yo también.
—Gracias.
—¿Por qué?
—Por creerme.
—¿Qué tenés con Maxi? —Su pregunta y el tono suspicaz con que la hizo la sorprendieron. No entendía muy bien. ¿Creía tener derecho a indagar sobre la relación que tenía con su amigo o con cualquier otro?
—¿A qué viene esa pregunta?
—Curiosidad, sólo eso. —Ella lo miró fijamente y luego le contestó:
—Creo que Maxi y yo te lo explicamos bien ayer. Sólo tenemos una enorme y sincera amistad; él estuvo a mi lado en los momentos en que más lo necesitaba y siempre de manera incondicional. ¿Acaso sos de los que no creen en la amistad entre un hombre y una mujer?
—A decir verdad, sí. No creo que pueda darse —le respondió Alex con sinceridad.
—Te aseguro que sí existe, y Maxi y yo somos un claro ejemplo de ello. —Él se rió pero no le contestó. Una pregunta terminó con el paréntesis inquisitorio:
—¿Tenés hambre?
—Bastante.
—¿Te gustaría que desayunáramos juntos?
—Me encantaría, pero ¿puedo usar tu ducha antes?
—Claro, pediré el desayuno. ¿Qué te apetece?
—Un café con leche con medialunas de mantequilla, jugo de naranja y... también una ensalada de frutas, por favor.
—¡De acuerdo! Pidamos un buen desayuno para reponer energías dijo con picardía guiñándole un ojo. Levantó el teléfono que estaba en la mesilla de noche e hizo el pedido. Ella, entretanto, fue hacia el cuarto de baño, pero recordó que su ropa había quedado abajo y continuó bajando la escalera para buscarla; la sala era un reguero de prendas y no pudo evitar sonreír al recordar la urgencia de la noche anterior. Levantó la ropa, dobló la de Alex y la dejó en el brazo del sofá; volvió a subir al baño con el vestido y el bolso y allí encontró su móvil, apoyado sobre el lavamanos. Maxi le había llamado dos veces y su madre le había dejado un mensaje, que Paula contestó con rapidez.
Con una toallita desmaquilladora se quitó los restos de la pintura y, luego, se metió en la ducha. Mojó bien su pelo, le aplicó champú, se lo enjuagó con los ojos cerrados para que no le entrase espuma y, mientras se masajeaba el cuero cabelludo, sintió las manos de Alex que se posaban en su cintura. Abrió los ojos y le tiró agua en la cara, se rieron y Paula lo arrastró bajo el chorro de agua, que era suficientemente abundante para los dos. Ella le enterró sus dedos en el cabello, se lo mojó bien y, peinándoselo hacia atrás, tomó el champú de la estantería y le indicó:
—Bajá un poco la cabeza porque no alcanzo.
Él accedió sorprendido e intentó hacer memoria de cuándo había sido la última vez que le habían cuidado así. Hacía tanto tiempo que ni lo recordaba. Como él permanecía con los ojos cerrados, Paula aprovechó para admirarlo sin privarse de nada. «¡Qué hermoso es!», pensó. Sus facciones eran armoniosas; su nariz, del tamaño idóneo; el labio superior formaba un medio corazón perfecto y el inferior era voluptuoso e increíblemente bello; y sus ojos cerrados tenían unas larguísimas pestañas. «¡Guau! Quisiera quedarme aquí durante toda la eternidad.»
—Ya está —suspiró después de enjuagarle el pelo. Él se pasó las manos por la cara para escurrir el agua, la tomó por la cintura y se perdieron en un beso dulce y húmedo que llevó, de forma irremediable, al sexo. Tras saciarse y ducharse, salieron, se secaron y Alex la dejó sola en el baño. Ella terminó de arreglarse y bajó a la sala, donde una criada estaba poniendo la mesa para el desayuno.
—Buen día, señora —saludó la sirvienta. Le encantó que la llamara así; fantaseó y se sintió estúpida; le devolvió el saludo y, después de apoyar su bolso en el sofá, se sentó a la mesa. Alex ocupaba la cabecera; llevaba puestos unos vaqueros azules, una camiseta negra ajustada con escote en forma de pico que le quedaba de infarto y unas Nike en los pies. Estaba concentrado revisando el móvil.
Cuando la chica se retiró, quedaron solos frente a una espléndida mesa de desayuno.
—¿Te sirvo café?
—Sí, por favor —respondió él aún ensimismado en su teléfono.
—¿Azúcar o edulcorante? —preguntó Paula y, entonces, él levantó la cabeza y sonriendo le contestó:
—Edulcorante, dos sobres. Muchas gracias. —Paula los echó, le revolvió el café, se lo acercó y se dispuso a tomarse su taza y a atacar las medialunas mientras él terminaba de contestar mensajes.
—Listo, ya estoy con vos —suspiró Alex cogiéndola de la mano.
—No te preocupes, atendé tus cosas.
—Trabajo —se disculpó él y ambos sonrieron.
—No me hagas acordar del trabajo. Cuando llegue a casa debo ponerme con unos informes pendientes de la oficina —le comentó ella.
—¿A qué te dedicas?
—Soy administradora en una empresa de indumentaria. ¿Y vos?
—Trabajo en las empresas de mi padre —le contó él mientras se comía una tortilla—. ¿Vivís con tus padres?
—No, vivo sola en Buenos Aires. Mi papá falleció hace ya varios años y mi mamá vive en Mendoza con mi hermano, su esposa y sus dos hijos. Mi familia tiene viñedos allá, es dueña de las Bodegas Saint Paule continuó explicándole—, pero del negocio familiar se encarga mi hermano. Tomó las riendas después de que mi padre muriera. Por aquel entonces teníamos un administrador que casi nos llevó a la ruina y mi hermano tuvo que madurar antes de tiempo y sacar la empresa a flote.
—Interesante. Si te soy sincero, no conozco muchas marcas de vinos en tu país, pero sé que hay algunas exquisitas. ¿Ustedes fabrican buenos vinos?
—A partir de 1999, mi hermano introdujo en el país unas uvas provenientes del sur de Francia con las que logró muy buenas cosechas. Hemos ganado premios nacionales y algunos internacionales durante cinco años consecutivos y fabricamos uno de los mejores Malbec del país.
—¿Y qué hacés entonces en una empresa de indumentaria? preguntó Alex.
Paula se encogió de hombros.
—Prefiero vivir en la ciudad. Cuando vine a estudiar la carrera a Buenos Aires, me di cuenta de que no me iba a ir nunca de aquí. Sólo voy a Mendoza en vacaciones o de visita.
En ese punto de la charla, ella ya casi había terminado su desayuno; se bebió lo que le quedaba del zumo de naranja, miró la pantalla de su móvil porque vibraba, rechazó una invitación de una amiga para pasar el fin de semana y decidió que era un buen momento para marcharse.
—Bueno, Alex, me voy.
—Ok —dijo él. Cogió un último sorbo de café, se limpió la boca con la servilleta, la dejó sobre la mesa y luego se puso de pie.
Paula se acercó al sofá donde reposaba su cartera y se calzó los zapatos que habían quedado junto a la mesa baja; él la seguía con la mirada.
—Me lo he pasado muy bien, Alex.
—Yo también. —Cogió su mano, la acercó a él, tomó su barbilla con la otra mano y depositó tiernos besos en sus labios—. Permite que mi chofer te lleve —le pidió él en tono amistoso.
—No es necesario, Alex, pediré un taxi en conserjería.
—Por favor, dame el gusto de que Heller te acompañe —insistió. Acto seguido enarcó una ceja y le sonrió esperando una respuesta afirmativa.
—Está bien, gracias por tu amabilidad —respondió Paula tras considerarlo mejor y totalmente desarmada por la forma en que la había mirado.
Alex sonrió satisfecho, le dio un ruidoso beso en los labios y buscó su teléfono para avisar a su empleado de que ella bajaba en cinco minutos. Volvió a abrazarla y luego la besó de forma apasionada. Cuando paró, la cogió de la nuca y apoyó su frente en la de ella.
—Bye, nena. —Empezaron a caminar de la mano y la esperanza de Paula de que le pidiese el teléfono se desvaneció. Ese corto saludo fue lo último que le dijo. «Ya está, Paula, es mejor así —pensó ella—. Quedate con el buen recuerdo de una noche magnífica.»
Salieron al pasillo y la acompañó hasta el ascensor en silencio. Antes de que la puerta se cerrara, ella también se despidió: —Adiós, «ojitos». —Le sopló un beso, la puerta se cerró y, tras ella, Alex desapareció de su vida para siempre. Paula se recostó en la pared del fondo, mientras apretaba con fuerza su bolso. Alisó su vestido y, mirándose al espejo, le habló a su imagen reflejada—: ¿Qué esperabas, tonta? ¿Qué ilusiones te habías hecho? ¡Te acostaste con un hombre al que recién conociste!
Alex, mientras tanto, se había quedado pasmado en el rellano, apoyado en las puertas del ascensor, dudando si llamar a Heller para que detuviese a Paula, pero pronto se deshizo de esa estúpida ocurrencia. «¿Qué me pasa? ¿Desde cuándo considero que una aventura puede durar más de una noche? ¡Bah, qué estupidez la mía! Como si no tuviese problemas en la vida. No pienso complicármela más, porque después vienen las exigencias, se creen con derechos y yo no puedo enredarme en una relación que, de repetirse un par de veces más, sin duda se tornaría complicada.»