Capítulo 17

PAULA llegó al aeropuerto urbano Jorge Newbery una hora y media antes del horario de partida. Mauricio la acompañó para ocuparse de las maletas, puesto que ella con un solo brazo no podía. Presentó el pasaje y la documentación y facturó el equipaje en el mostrador habilitado para su vuelo. Una vez que obtuvo su tarjeta de embarque, controló el horario y la puerta en la que debía presentarse y se despidió de su amigo con un fuerte abrazo.

—Gracias por todo, los voy a extrañar durante este mes, tanto a vos como a Maxi, pero sé que ustedes van a descansar también de mis problemas —intentó bromear con él.

—No seas boba, nosotros también te vamos a extrañar, cuidate mucho, por favor, e intentá disfrutar de tu familia. Pasátelo bien, es una orden, ¿me oíste?

—Te prometo que lo voy a intentar, los mimos de la familia siempre son sanadores.

—Seguro que así será, ¡te quiero, pendeja!

—Y yo a vos. A veces, no sé qué haría si no los tuviera a ustedes dos.

—Uf, basta de sensiblerías, no quiero seguir viéndote con esa carita tristona.

Llamaron al vuelo 2484, que era el suyo. Paula empezó a caminar hacia el sector de embarque, se dio la vuelta en la distancia y agitó su mano mientras desaparecía de la vista de Mauricio. Le había tocado ventanilla y ya estaba acomodándose, cuando el auxiliar de vuelo se acercó y la ayudó a guardar su equipaje de mano y a ajustarse el cinturón. El viaje duraba poco menos de dos horas y el vuelo fue muy tranquilo. Cuando ya había comenzado el acercamiento a la pista, el aparato viró en maniobra de reconocimiento y Paula, desde la altura, pudo reconocer el paisaje. Avistó el Valle Grande, el Cañón del Atuel, El Nihil, los diques y los lagos, Los Reyunos, el Tigre y Agua de Toro; era una geografía muy familiar para ella y, aun así, cada vez que la veía desde el aire se maravillaba con el espectáculo: Mendoza era una porción de tierra bendecida por la naturaleza.

Llegó al aeropuerto internacional Suboficial Ayudante Santiago Germano, de San Rafael, y, mientras bajaba del avión y se preparaba para retirar su equipaje de la cinta, envió un mensaje a Mauricio para avisarlo de que había llegado bien. Después salió y no tardó en divisar a su madre que, al verla con el brazo en cabestrillo, se cubrió la boca con las manos y salió a su encuentro. Se abrazaron cálidamente y Paula se hundió en su cuello; la emoción de verla la inundó, por esos días estaba muy sensible.

—Mi amor, ¿qué te pasó? —le preguntó Julia llenándola de besos y con verdadera preocupación.

—Nada, mamá, no te asustes. Sólo me disloqué el hombro, no es nada, te aseguro que estoy bien —intentó tranquilizarla Paula, mientras se secaba las lágrimas que habían escapado de sus ojos.

—¿Seguro que estás bien? ¿Cómo te hiciste eso, mi chiquita?

—Choqué en General Paz, mamita —le dijo sin anestesia.

—¡Dios mío! ¿Y me lo decís con esa tranquilidad? ¿Por qué no me avisaste? —le espetó, mientras la cogía por los hombros.

—Mamá, estoy bien, ¿para qué iba a preocuparte y angustiarte sin sentido?

—No lo vuelvas a hacer —la regañó July, enfadada por su omisión—. Viviré intranquila el día que te vayas si sé que no me contás las cosas, porque no sabré, cuando hable con vos, si realmente me estás diciendo la verdad. No te perdono que no me hayas dicho nada ayer cuando hablamos.

Paula se abrazó al cuello de su madre y la besó con ternura en la mejilla.

—No te disgustes, mamita, estoy muy feliz de estar acá.

—Yo también estoy feliz de tenerte entre mis brazos —gruñó—. ¡Qué disparate! Vayamos a la casa, hija.

Salieron de la terminal y, después de pagar el aparcamiento, se acercaron a la Toyota Hilux doble cabina de la empresa, y depositaron el equipaje de Paula en la parte de atrás. El viaje fue corto porque la bodega familiar estaba a unos treinta kilómetros de distancia del aeropuerto, en un oasis irrigado por los ríos Atuel y Diamante.

La parte antigua de los viñedos contrastaba con el esplendor de la edificación moderna que albergaba la casa de la familia. Un portón de hierro forjado, con la inscripción Saint Paule en el arco de entrada, se erigía dando la bienvenida a todo aquel que deseara visitar la bodega. Más allá, un camino lateral las guió hasta la casona estilo rancho, con paredes de piedra y techos a dos aguas de tejas francesas que se levantaba entre los parrales y la bodega. July estacionó la camioneta frente a la puerta principal y corrió para dar la vuelta y ayudar a su hija a salir del vehículo. Al oír el motor de éste, la puerta estilo residencial de la casa se abrió y Sofía salió a la carrera a abrazar a su tía. Atrás venían su cuñada Mariana con Franco en los brazos y los caseros, Guillermina y Exequiel, que conocían a Paula desde que nació. Obviamente todos se asombraron al verla con el brazo así y, mientras la saludaban, la trataban como si fuese de cristal. Todos se interesaron por lo que le había ocurrido y ella refirió la historia muy por encima, sin contar, por ejemplo, que había salido como loca del aeropuerto después de ver cómo se iba Alex.

Entraron en la casa, donde la mimaron y la consintieron sin mesura. Sofía no paraba de hablar, estaba aceleradísima con la llegada de su tía. Era una niña muy vivaz y elocuente para su edad y solía dejarlos a todos con la boca abierta cuando se explayaba.

—Tía, ¿iremos mañana al mirador a almorzar las dos juntas?

—Mi tesoro, ¿qué te parece si le pedimos a la abuela que nos acompañe? Porque la tía tiene el hombro lastimado y no podrá atenderte como otras veces —le explicó ella con paciencia.

—Bueno, si no queda otra opción...

—¿Cómo que si no queda otra opción? Claro, ahora como llegó tu tía, ¡a la abuela que la parta un rayo! —exclamó July en tono de indignación.

—No te enojes, abuelita, yo te quiero mucho, pero la tía no me regaña tanto y la veo menos que a ti.

Todos rieron por la sinceridad de la niña. Franco levantaba los bracitos hacia Paula para que lo aupara y, al final, ella no pudo resistirse más y, enternecida, le pidió a su cuñada que lo pusiera en su regazo para poder cogerlo. En ese preciso momento, se abrió la puerta que daba a la piscina y entró Pablo, enfundado en unos vaqueros oscuros, un polo negro, botas y las gafas de sol en la mano. Cruzó el salón a toda velocidad para llegar hasta el sofá donde estaba su hermana, la estrechó contra su pecho y la besó en el pelo, en la cara y en el cuello.

—¡No la apretujes tanto, hijo, le vas a hacer daño en el brazo! —lo amonestó su madre. Pablo se retiró para estudiar a su hermana.

—¿Qué te pasó?

—Tuve un accidente de coche, hermanito.

—¡Mierda, Paula! ¡Siempre dije que era un sacrilegio darte el carnet de conducir! —bromeó él y recibió una mirada despectiva de su hermana a cambio.

Pablo sentó a Sofía en su regazo, la abrazó y la besó y a Paula le enterneció verlo con tanto aplomo en el rol de padre de familia.

—¡Qué guapo estás, hermano! Tus ojos verdes parecen más profundos con ese bronceado. Mariana, ¡ojo con éste, que está muy lindo! —Su cuñada se inclinó y besó a su hombre en la mejilla.

—Sí, ya me fijé en que las turistas le echan el ojo cuando anda por la bodega en las visitas guiadas —ratificó y, entonces, Pablo, con su ego bien alto, le guiñó el ojo a Paula.

Aquél fue un día muy intenso, que pasó volando. Por la noche, después de la cena, Paula se sentó junto a la piscina, para hablar con su hermano del estado del negocio familiar. Éste le contó del plan de inversiones para producir sólo vinos de alta calidad y de lo avanzadas que estaban las modificaciones para modernizar la bodega y los viñedos. También le explicó los proyectos que tenía para desarrollar marcas sólidas, tanto para el mercado local como para el de exportación. Poco a poco y con mucha dedicación, estaba logrando todos los objetivos que su padre no había conseguido. Durante los últimos años, había transformado el lugar en un entorno cálido y original, a través de su diseño y del paisaje, que permitían orientar los sentidos hacia la magia del vino. Le prometió que la llevaría a recorrerlo todo. Paula se sentía muy a gusto disfrutando del silencio y de la paz infinita del lugar, había encontrado de repente la cordura y estabilidad que días atrás había creído perder.

Despertó como si hubiera dormido un día entero, estaba descansada y lo adjudicó al cambio de clima y a la vida apacible en San Rafael. Se sentó en la cama y estiró su brazo sano y su torso, se colocó de pie frente al ventanal y lo abrió; admiró el maravilloso paisaje y respiró profundamente para llenar sus pulmones con aquel aire tan puro.

Los aromas y el ruido de la vajilla la guiaron hacia la cocina. El ambiente estaba plagado de un exquisito aroma a café recién hecho y pan casero recién horneado, que Guillermina había amasado para desayunar y para acompañar con los exquisitos dulces artesanales que también elaboraba. El desayuno fue realmente delicioso.

Paula y su hermano planificaron su primer día en la bodega y, después del desayuno y de que ambos se cambiaran, partieron en la camioneta para hacer un recorrido por el lugar. Descendieron a la cava, por un sendero con barricas de roble francés y luz tenue. Paula añoró e identificó los olores de su niñez; cerró los ojos y recordó cuando eran pequeños y jugaban con su hermano a esconderse entre las barricas. Esa época en que uno no tiene preocupaciones le parecía tan lejana... Tomó de la mano a su hermano y entrelazó sus dedos con los de él, se llevó sus nudillos a la boca y se los besó. Lo admiraba y lo adoraba porque se había hecho cargo de la familia muy joven y tuvo que madurar de golpe a los dieciocho años. Pablo era un hombre viejo con cuerpo de joven, pensó; él le regaló una sonrisa franca y enorme, y le pasó el brazo por el hombro mientras seguían caminando y descendiendo. Ella estaba maravillada con la transformación del lugar y se lo hizo saber. Más tarde, se dirigieron a la planta de elaboración, donde su asombro continuó con los progresos que habían hecho ese último año. Sin embargo, él estaba ansioso por mostrarle a Paula su nuevo proyecto. Le tapó los ojos antes de entrar en determinada ala de la planta y, cuando estuvieron dentro, se los descubrió. Ella se quedó atónita frente a la nueva adquisición de la bodega, una llenadora VKPV-CF, ideal para vinos y vinos espumosos que ofrecía la máxima precisión en cuanto a nivel de llenado.

—Nuestra champañera está en marcha, querida hermanita.

Paula gritó, se aferró al cuello de su hermano y le llenó la cara con numerosos besos; él se reía con verdadero júbilo al ver la reacción de su hermana. Estaba feliz de poder compartir con ella tantos años de trabajo y esfuerzo. Tomó una botella de las que ya estaban listas y etiquetadas y le explicó la composición de la bebida. Ella entendió la mitad de todo lo que él le dijo, pero Pablo estaba tan entusiasmado que lo escuchó sin interrumpirlo.

—Éstas ya están listas, las llevaremos para bebérnoslas esta noche. —Sí, por favor, no veo la hora de probarlo.

Luego recorrieron las plantaciones a cielo abierto, caminaron entre las hileras de armazones de madera y alambres que sostenían los parrales. Pablo le hacía notar, a cada paso, la calidad y la uniformidad de maduración de los viñedos ese año.

—Son perfectas —decía con gozo.

Para la hora del almuerzo, los hermanos ya estaban en el mirador esperando al resto de la familia. Desde allí, a lo lejos, vieron acercarse la camioneta que conducía July y que trasladaba también a Mariana y a los niños. Comieron una variedad de ahumados, quesos, ciervo, aceitunas y pan casero, que Guillermina había preparado y empaquetado para que lo trasladaran hasta allá. La guinda del postre no fue el postre en sí, sino una botella de Malbec de la última cosecha que el padre de Paula había elaborado estando en vida y que Exequiel había buscado en la cava días atrás, para consentirla, como cada año cuando llegaba a San Rafael.

Rodeada del cariño de su familia y de la armonía del lugar, Paula empezó a creer que le sería posible borrar a Alex de sus sentimientos.

Alexander había pasado todo el día muy contrariado porque se habían caído unos contratos que parecían estar confirmados antes de su viaje a América del Sur. Aunque su mal humor, en realidad, se debía a otra cosa. Entró en la oficina del director general de Mindland hecho una furia y, sin llamar siquiera, se presentó ante su padre para plantearle la necesidad de incorporar a alguien que supervisara los temas de los que él se ocupaba cuando él no estaba en la empresa.

—Tranquilo, hijo, no te ahogues en un vaso de agua. El verdadero éxito de los negocios consiste, precisamente, en aquellos que uno no realiza.

—No opino lo mismo, papá. No quiero perder ninguna oportunidad de crecimiento.

—Alexander, buscar a alguien a la ligera no es lo mejor. No debemos mover las piezas del tablero sin cuidado para cubrir agujeros, sino encontrar a la persona adecuada, a la más idónea, y te aseguro que no es una tarea fácil cuando uno aspira a la excelencia.

—Lo sé, papá, lo sé.

—Tranquilizate, entonces. La desesperación no es buena en los negocios. Mirá, hijo, te voy a decir algo. Se avecinan cambios en Mindland, cambios importantes y, para eso, te necesito íntegro y con todas tus luces puestas en la compañía.

—¿A qué te referís cuando decís «cambios»? Creo que la empresa está bien tal cual está, no considero que introducir modificaciones ahora sea muy oportuno.

—Todo a su tiempo, Alex, aún estoy gestando esto que te digo, pronto te enterarás.

Era la segunda vez en dos días que su padre hablaba de esos supuestos cambios, pero su cabeza no estaba para imaginar nada. No prestó demasiada atención a los comentarios de Joseph y se conminó a seguir lidiando con el trabajo y los asuntos pendientes.

Después del horario de oficina, Alex se dirigió a su casa para darse un buen baño y cambiarse. Su hermana lo había invitado a cenar esa noche. Estaba terminando de arreglarse para salir, cuando sonó su móvil; era Paula. Por un instante, se sobresaltó y el estupor se apoderó de su persona. Lo último que esperaba era recibir su llamada, puesto que el día anterior ella no había respondido ni una sola vez. Pensó en no contestarle, porque se recordó que debía olvidarla, que las cosas no le iban bien con su imagen clavada en su mente, pero aunque se esforzó por ignorarla no pudo. Respondió con el corazón desbocado, anhelaba oír su voz.

—Hola —dijo, pero nadie contestó al otro lado de la línea—. Hola, Paula, ¿para qué me llamás si no vas a contestar?

De pronto empezaron a oírse monosílabos de bebé y, de fondo, la voz de ella, sí, era ella, su voz era inconfundible, la tenía grabada en su memoria. Prestó atención y escuchó que conversaba con otra persona, era un hombre; Alex se puso alerta. «¿Con quién está?», pensó y temió, inconscientemente, que ese otro hombre ya lo hubiese reemplazado en su corazón. Agudizó el oído; su voz era todo lo que necesitaba captar para que todo su mal humor del día desapareciera, no importaban las circunstancias en que la escuchara. Ella se estaba riendo, pero a ratos sólo se oía una sarta de onomatopeyas infantiles, «ma ma ma ma ma» o «pa pa pa pa pa». Por encima de la voz de ese bebé, se oyó en un momento determinado la de una niña:

—Tía, Franco está con tu móvil.

—Sí, Sofi, la tía se lo prestó.

Alex sonrió al escuchar la explicación que ella le daba.

—Sí, tía, pero lo tiene en la boca.

—¡Ah! No se lo di para que ese muchachito se lo metiese en la boca, ¡no seas cochino, Franco, devolveme eso! —La voz de Paula le llegó con claridad mientras hablaba con los niños; entonces Alex cayó en la cuenta de que se trataba de sus sobrinos y no le costó deducir que la voz de aquel hombre debía de ser la de su hermano. Sonrió aliviado y suspiró profundamente mientras cerraba los ojos. Entonces pensó que Paula tenía el móvil en la mano y decidió hablarle, a ver si ella lo escuchaba.

—Hola, hola, Paula.

Ella se espantó al oír su voz al otro lado de la línea y reparó en que, mientras el niño jugaba con el aparato, había apretado para llamar a Alex. Llevó el teléfono a su oído, se levantó del sofá y caminó hacia afuera. Había empalidecido, su hermano la seguía con la mirada.

—¿Estás ahí? ¿Me oís, Paula? —probó Alex nuevamente.

—Hola —contestó ella casi en un susurro.

—Hola —respondió él a su vez, aliviado al escuchar su voz.

Un silencio tremendo se apoderó del momento, hasta que ella lo rompió; no podía resistirse.

—Lo siento, mi sobrino apretó el botón de llamada y se marcó tu número.

—Sí, me di cuenta, no me cuelgues, por favor —le rogó él—. ¿Cómo estás? Me enteré de que habías chocado y me preocupé mucho. ¡Bah! La verdad es que me desesperé mucho —rectificó sus palabras—. Me estoy muriendo por saber de vos.

—Estoy bien, gracias. No tiene sentido que sigamos hablando.

—Tuve un día de mierda, Paula, y sólo con escucharte me cambió el humor.

—Adiós, Alex.

Paula cortó, estaba apoyada en la verja que rodeaba la piscina y una profunda angustia la invadió. Como no quería que nadie la viese así, salió corriendo hacia el viejo molino; corrió sin parar y, cuando llegó, se sujetó a los hierros de la torre y comenzó a llorar de forma desconsolada. Entonces sintió que dos manos la sujetaban por los hombros y le daban la vuelta para cobijarla en su pecho. Su hermano dejó que se desahogara por completo. Se sentaron en el rellano, junto al molino, y, cuando ella dejó de sollozar, él se animó a preguntarle.

—¿Estás más tranquila?

—Sí, gracias.

—¿Qué pasa, Paula? —Cogió su rostro con las dos manos y ella simplemente negó con la cabeza.

—No estoy preparada aún para contarte. Tu vida es demasiado perfecta y la mía es... un verdadero desastre.

—¡Bah! No creo que sea así, de todas formas, cuando quieras, acá estaré.

Pablo la estrechó entre sus brazos nuevamente y permanecieron en silencio un rato más. Regresaron a casa cuando ya no le quedaban rastros del llanto en el rostro, para evitar que su madre le preguntara.

Alex arrojó el teléfono sobre la cama, cambió su reloj, se perfumó, se fue a la cocina y destapó un agua con gas que se bebió de forma compulsiva.

—Parezco estúpido rogándole tanto. ¿Desde cuándo le hablo así a una mujer? Además, ¡lo único que me faltaba era estar hablando solo!

Arrojó el envase vacío a la basura con rabia, volvió a la habitación a recoger su teléfono y luego fue al armario, de donde sacó una chaqueta de cuero y una bufanda. Salió de su apartamento en el Soho de Nueva York rumbo al aparcamiento y se subió a su exclusivo deportivo italiano rojo. Era poseedor de una de las quinientas unidades fabricadas en todo el mundo del Alfa-Competizione. Partió hacia la casa de su hermana en Upper East Side, donde el Huracán Amanda, sin duda, haría estragos con él esa noche. Iba sabiendo que lo atosigaría a preguntas, pero aunque estaba malhumorado, la tortura de hablar de Paula era preferible a los tormentosos pensamientos que albergaba en su alma cuando estaba en soledad. Llegó a casa de Amanda y su esposo y llamó. Chad no tardó en abrirle la puerta y, después de saludarlo, se despidió de él, pues había quedado para salir.

—Tu hermana está en la cocina, que disfruten de su noche —le deseó Chad.

—¿Te vas?

—Sí, a mí también me toca noche de hermanos. Me voy a jugar a los bolos con Terry.

—Que disfrutes.

—Que te sea leve —le contestó su cuñado.

Alex rió sacudiendo la cabeza y levantando levemente la comisura de sus labios. Sabía que si se quedaba solo con ella estaba destinado a un interrogatorio extremo acerca de Paula, pero ya estaba allí y debía hacerle frente. Se quitó la chaqueta y la bufanda y las dejó en el perchero del vestíbulo y entró a la cocina, donde encontró a su hermana preparando unas enormes hamburguesas con beicon, aros de cebolla, lechuga, tomate y pepinillos.

—¿Qué dice mi hermano favorito y el más lindo de todos? —Puso la mejilla para que Alex la besara—. ¡Uy, qué cara! Para venir así, no hubieses venido.

—No me tientes, en realidad, casi no vengo. ¿Me vas a dar de comer eso?

—Dejá de quejarte, es el menú ideal para ver una película y chismorrear entre hermanos.

—Ideal para vos, que no tenés ganas de cocinar.

—Sos insufrible, Alex. ¿Te vas a quejar por todo? —le preguntó, se dio la vuelta y lo cogió por la barbilla. Él estaba apoyado contra la encimera, cruzado de brazos—. ¡Ya volviste de Buenos Aires, enterate, hermanito!

Él sacudió la cabeza sin entender demasiado. Su cuerpo estaba en Nueva York, pero su mente y sus sentidos se habían quedado en Argentina, quizá Amanda tenía razón.

—No capto mucho tu comentario.

—Alex, vos nunca entendés lo que no querés entender —lo regañó ella y él esbozó una sonrisa que no llegó a sus ojos—. Cambiá la cara y disfrutemos.

Alex le pegó una palmada en el trasero e intentó cambiar de actitud. —De acuerdo, ¿en qué te ayudo?

—Traé unas cervezas.

Se dirigió a la nevera y sacó dos Yuengling que destapó y bebieron mientras terminaban de preparar todo en una bandeja para trasladarlo al segundo piso, donde estaba la sala de la televisión. Se estiraron a ver una película mientras cenaban y, después de comer, Amanda se recostó en el sofá, apoyó la cabeza en su regazo y le dijo sorprendiéndolo:

—Tus suegros volvieron a llamar para pedir los óvulos congelados de Janice.

—¡Mierda! ¿Por qué no dejan de joder? ¿Hablaron con vos?

—No, esta vez lo intentaron con Edward.

—No me comentó nada.

—Supongo que, como recién llegabas del viaje, no habrá querido preocuparte. Además, sabemos que es un tema que no te hace bien. Dijeron que si les dábamos los óvulos no interpondrían una demanda por los embriones, que apelaban a nuestra buena voluntad, como familia, y así te evitábamos dolores de cabeza a vos.

—¡Que me demanden si quieren! Lo que lamento es que la clínica también se verá involucrada.

—¿No volvieron a hablar con vos?

—La última vez fue hace un par de meses y fui muy claro. No volverán a intentarlo conmigo porque saben que los voy a sacar corriendo. Mañana hablaré con Jeffrey, quiero saber qué posibilidades hay de que puedan ganar una demanda, no me gustaría que me cogiesen desprevenido —advirtió y, después, tomó una gran bocanada de aire—. Cuando Janice y yo congelamos esos embriones y esos óvulos lo hicimos pensando en que ella se iba a curar y que los implantaríamos en su vientre, o en otro alquilado, más tarde. Pero en el caso de los óvulos, siempre fueron para procrear con espermatozoides míos, no voy a permitir que los utilicen con otros.

—Tranquilo, hermanito, no los conseguirán. Además, ya pasaron más de dos años desde que se hizo el procedimiento y, por ley, si nadie reclamó esos óvulos en ese lapso de tiempo, no nos corresponden a nosotros, ni al laboratorio, ni siquiera a vos. Ya no sos el dueño, claro que no es el mismo caso con los embriones.

—Mañana, sin falta, hablaré con Jeffrey.

Amanda cambió de tema de forma brusca y rápida.

—¿Y Paula? ¿Qué hay entre ella y vos?

—No, Amanda, por favor, no estoy de humor para un interrogatorio.

—Vos nunca estás de humor, Alex. Esa chica te está haciendo sufrir, ¿verdad? Me doy cuenta de cómo te congelás cuando la nombrás.

—Esa chica pertenece a mi pasado, punto.

—Hum, ¿por qué intuyo que querrías que perteneciese a tu presente y a tu futuro?

Alex se la quedó mirando, Amanda lo conocía mejor que nadie, con ella no podía disimular.

—Ella no quiere saber nada de mí —le dijo con amargura y hasta él se extrañó de la forma en que se había expresado. Su hermana se sentó en el sofá y lo cogió de las manos.

—¡Ah, no! Pero ¿quién es esa tonta que desprecia a mi hermanito?

—No es ninguna tonta, es muy inteligente y te aseguro que es mejor que todo haya terminado. No soy bueno con las relaciones monógamas y, por otro lado, no merezco su amor ni el de nadie.

—Creí que habías superado esa etapa en que creías que no tenías derecho a ser feliz y en la que estabas convencido de que Janice había muerto porque vos te habías dedicado a amargarla. ¿Todavía lo pensás?

—¿Acaso no fue así?

—¡Dios, qué terco sos! Ella fue feliz, pero la vida no le permitió serlo más.

—¿Te olvidás de que me dediqué a engañarla con cuanta mujer se me cruzaba? Lo que pasa es que vos siempre justificás todo lo que yo hago, de una u otra forma, siempre buscás la manera.

—No es cierto. Yo no considero que ella fuera una mujer engañada. Por otro lado, si Janice fue una cornuda es porque ella lo permitió. Ella se empecinaba en volver con vos cuando sabía que estabas con otras mujeres. Y siempre que volviste con ella le fuiste fiel. Alex, sé que está muerta y que no debería hablar así, pero es la verdad. Creo que vos no estabas realmente enamorado de ella y que estaban juntos por costumbre y por comodidad. Luego ella enfermó y vos, en ese momento, creíste que la amabas, pero en realidad lo que sentiste fue más compasión que otra cosa y por eso te casaste con ella. Hiciste lo que todo el mundo esperaba que hicieras, que te casaras con tu novia de bachillerato. Alex... fueron novios durante siete años y, antes de que ella enfermara, nunca te planteaste la posibilidad de casarte y de formar una familia. ¿Por qué sos tan duro con vos mismo? ¿Por qué no podés darte cuenta de eso?

—No quiero que hables así.

—¡Alex!

—¡Amanda!

—Está bien, no hablemos más de Janice, pero contame de Paula. ¿Por qué no quiere saber nada de vos? ¿Qué le hiciste? ¿O quizá es que no le gustás?

Él la miró en silencio durante unos minutos, soltó un suspiro y empezó a hablar:

—Nos gustamos mucho los dos. Es algo más que una atracción física, nunca sentí nada igual por otra mujer —se atrevió a confesarle Alex; lo necesitaba, quería sacar todo eso que tenía guardado, que lo atormentaba y que se negaba a reconocer.

—¿Entonces? —Amanda abrió los ojos como platos ante la revelación de su hermano.

—Ella cree que estoy casado.

—¿Y vos no le dijiste que no? ¿No le dijiste que eras viudo?

—No, dejé que lo creyera.

—¿Qué hago? ¿Te muelo a palos o qué?

Alex se encogió de hombros y su hermana se agarró la cabeza con las manos.

—Es complicado para mí. Quise hacerlo, pero ella no me quiso escuchar.

—Disculpame, pero estoy segura de que no insististe mucho. Te conozco.

—Bueno, sí. Me enojé y me vine para Nueva York.

—¡Mierda! ¿Por qué rechazás tu felicidad de esa forma? ¿Por qué?

—No estoy acostumbrado a rogarle a ninguna mujer y tampoco voy a hacerlo con Paula, te digo que ya lo intenté.

—Excusas.

—Quiero olvidarla y vos no me estás ayudando.

—Te escucho y no puedo creerlo. —Tomó su rostro entre las manos—. Te enamoraste, Alex, estás enamorado.

—No, sólo estoy obnubilado. —Ella lo miró incrédula—. ¡Joder, Amanda! Sí, me enamoré, creo que me he enamorado como un estúpido, pero voy a olvidarme de ella.

—El amor no se olvida así porque sí, para hacerlo sólo tenés que dejar de sentirlo. ¿Y me querés explicar cómo planeás hacer eso?

Alex no contestó y se quedaron en silencio.

—Tenés que reconquistarla.

—No voy a hacer eso, no pienso mover ni un músculo.

—¿Cómo es? ¿Es linda?

—Es hermosa, inteligente, talentosa, buena persona, buena hija, admira a su hermano, es cariñosa, brillante —contestó él como un poseso y luego sacó su teléfono y le mostró una foto en donde estaban los dos juntos—. Creo que se llevaría muy bien con vos, Amanda, ambas tienen muchas cosas en común. Paula ama salir de compras; los zapatos y los bolsos son su debilidad, como te pasa a vos, y también le gusta cocinar.

La joven sonreía al ver el frenesí con el que su hermano le hablaba de Paula. Se había desatado en él una pasión insospechada, una necesidad de describir a la persona amada que sólo se siente cuando uno está enamorado y no puede más que admirar a la persona que se ha adueñado de su corazón.

—¡Guau! Es muy bella, es una belleza latina. Acá sólo se le ve el rostro, pero presumo que también tiene un muy buen físico.

—Uf, tiene un trasero de ensueño y los pechos más perfectos que he visto en mi vida —añadió Alex.

—Y después de haberla descrito con tanta vehemencia y de enterarme de que guardás fotos de ella en tu teléfono, ¿todavía pensás que vas a olvidarla?

—Sí, voy a hacerlo —intentó sonar convincente, pero sólo estaba tratando de persuadirse a sí mismo.

—De acuerdo, cuando lo consigas, me dejo de llamar Amanda Masslow, ¿te parece?

Él puso los ojos en blanco y, en ese momento, sonó su teléfono, miró la pantalla y puso mala cara.

—¿Qué pasa, quién es?

—Rachel, quiere que mañana la acompañe a Jamesport y no tengo nada de ganas de ir, pero ya me comprometí con ella.

—Inventate una excusa.

—No, iré de todas formas, me vendrá bien despejarme un rato.

Tal como le había dicho, el sábado por la tarde, Alex pasó a recoger a Rachel Evans por su apartamento de Park Avenue para ir a Jamesport y ver la propiedad que ella estaba interesada en adquirir.

La corredora de bienes inmuebles Dennis Holler los esperaba a las seis de la tarde para mostrarles la casa ubicada a orillas de Long Island Sound. Alexander estaba apoyado con los brazos cruzados en el AlfaCompetizione. Se había puesto unos vaqueros oscuros y un suéter de cuello alto y pelo de camello, bajo una chaqueta de cuero negra que lo hacía parecer un chico malo con cara de ángel. Esperaba pacientemente a que ella bajase.

—¡Hola, Rachel! —la saludó. Ella, como siempre, le sonrió exultante y arrebatadoramente fiel a su estilo. Le abrió la puerta del acompañante y, antes de subir, Rachel le dio un beso muy cerca de la comisura de los labios, pero él le restó importancia.

Durante el viaje, ella se mostró muy solícita y agradecida, le expresó su gratitud por tomarse el tiempo para acompañarla y habló tanto que la cabeza de Alex estaba empezando a embotarse.

—Nos conocemos hace mucho, Rachel, no tienes que agradecerme nada. Lo hago con gusto por la amistad que tenemos desde hace tantos años.

—Aun así, creo que debo decírtelo. Me siento afligida por quitarle tiempo a tu fin de semana, pero no sabía a quién recurrir para que me acompañase. Además, sé que nadie tendrá una opinión tan objetiva como la tuya.

—En realidad, no sé si soy buen consejero porque no entiendo nada de construcción, ya te lo dije. A lo sumo, te podré dar mi punto de vista desde lo que puedan apreciar mis ojos, pero nada técnico.

—Sí, lo sé. Yo ya vi la propiedad y me gustó mucho, pero de pronto me sentí indecisa —le explicó Rachel—. No esperes encontrarte con grandes lujos, es una construcción sencilla que pagaré con mis ahorros, no quiero la ayuda de papá. Necesito empezar a independizarme, pero si hoy hubiese venido con él, me hubiera dicho que no era una casa digna. Él querría comprar una con diez habitaciones y todos los lujos del mundo. Alex se sorprendió por el comentario, siempre había creído que Rachel era una mujer inescrupulosa, fría e interesada—. La casa está bien conservada y las vistas de Long Island Sound son inmejorables.

El cielo había empezado a colorearse con tonalidades naranjas y rojizas; había comenzado el ocaso y la cercanía de la ribera brindaba una vista perfecta. Tomaron la salida en dirección a Riverhead y en seguida llegaron al condominio en cuestión.

La vendedora, enfundada en un traje negro impecable, se presentó en el porche de la casa y, con melosa amabilidad, les estrechó la mano a ambos y abrió la puerta para que pudiesen entrar en el salón de la residencia. Les describió los materiales y los acabados de la casa, los llevó a recorrer las dos plantas que la conformaban y todas sus habitaciones. Parecía tener los minutos controlados, porque en el momento oportuno los invitó a salir para que observaran el preciso instante en que el sol chocaba con el agua y se escondía tras el horizonte. Los dejó solos para que apreciasen la vista y pudieran hablar.

Alex estaba de pie, con la mirada perdida en aquel maravilloso espectáculo. Rachel llegó sigilosamente por atrás y se apoyó en sus hombros, le rodeó el cuello con uno de sus largos brazos, colocándose muy cerca, y le habló al oído.

—¿Qué te parece? Es un lugar maravilloso, ¿verdad? —le acarició el lóbulo de la oreja con su aliento al hablarle tan cerca.

—Creo que la ubicación es insuperable; me gusta mucho como casa de fin de semana. Opino que deberías comprarla, tenías razón en que está muy bien conservada y el atardecer la vuelve espléndida.

—De acuerdo, creo que después de verla por segunda vez, también me he convencido, pero tienes que prometerme algo —Rachel se acercó todavía más—. Vendremos a estrenarla juntos.

—Seguro, será muy agradable —le dijo él, mientras volvía su cabeza y se encontraba con los labios de Rachel tan cerca que lo incomodaron.

Alexander pensaba en ella sólo como en una amiga. Sus padres eran los mejores amigos de los suyos y se habían criado en largos fines de semana compartidos entre ambas familias, pero hacía tiempo que sospechaba que ella deseaba algo más. No pudo evitar pensar en Paula. Sintió que era una traición permitir que ella siguiera intentando seducirlo. Estaban a nada de rozar sus labios, así que se apartó despacio, simulando apoyarse en la baranda del porche para admirar el paisaje y movió su cabeza al considerar sus pensamientos.

Rachel aprovechó el momento para ultimar los detalles de la compra con la vendedora.

Durante el viaje de regreso, Alex puso música para no tener que hablar, no tenía ganas de enfrascarse en una conversación con Rachel, pero ella elevó el tono de voz y se las ingenió para hacerlo.

—Fue muy divertido que la vendedora nos confundiera con una pareja de prometidos, ¿no crees? —Alex sonrió, movió su cabeza en señal de negación y no le contestó de inmediato, pues estaba eligiendo las palabras justas:

—¡Qué disparate! ¿Verdad? —dijo en tono de broma y soltó una carcajada—. Si prácticamente nos criamos juntos... Para mí tu padre es el tío Bob y tu madre, tía Serena, lo que significaría que vos y yo somos como primos.

La mujer intentó que no se notara su decepción y le ofreció una sonrisa algo incómoda y desilusionada. Alex se sintió satisfecho porque había conseguido, con suspicacia, transmitirle que entre ambos no podía existir nada más allá de lo que tenían.

Cuando llegaron al apartamento de Rachel ella lo invitó a cenar, pero él adujo que tenía un compromiso pactado con antelación, se disculpó con mucha cordialidad y le prometió que buscaría otro momento. Era obvio que no era cierto, pero no quería parecer desconsiderado. Alex le abrió la puerta del coche y Rachel, tras darle un beso en cada mejilla, se colgó de su chaqueta y le dijo con sensualidad:

—Qué pena, bombón, que no puedas porque creo que podríamos pasárnoslo muy bien cenando juntos. Podríamos haber pedido comida árabe en Naya. —E hizo un mohín.

—Habrá más oportunidades.

Rachel volvió a besarlo despacio en ambas mejillas y se fue.

La noche estaba entrando en San Rafael. Después de insistir toda la tarde, Julia había convencido a Pablo, Mariana y Paula, para que saliesen a cenar y se distrajeran fuera mientras ella se quedaba al cuidado de los niños. El lugar elegido fue La Massa Gourmet, un cálido y confortable restaurante dentro del San Martín Hotel & Spa. Fueron hasta allí en una de las camionetas de la bodega y, a su paso por el pueblo, los lugareños, que los reconocían por ser una de las familias más prestigiosas de la zona, los saludaban con calidez. Entraron en el local y el maître los atendió con inusitada preferencia.

Hacia el final de la cena, que había sido relajada y entrañable, Paula le comentó a su hermano:

—Pablo, quiero empezar a ayudarte en la bodega con lo que sé hacer. No es justo que deposites cheques en mi cuenta con los beneficios, cada mes, cuando no hago nada por ganarme ese dinero.

—No jodas, hermanita, sabés que te corresponde, sos tan dueña de la bodega como yo. ¿O te olvidás de que los abuelos testaron a favor nuestro cuando murieron?

—Disculpen la interrupción —dijo un hombre joven, alto y robusto, de pelo rubio, ojos color verde avellana y ropa de diseño—. Ana Paula Bianchi, ¿verdad?

—Sí, la misma —contestó ella intrigada y extrañada de que la llamara por su nombre completo—. Disculpame, hace mucho que no vivo acá, no logro reconocerte —se excusó.

—No te preocupes, también hace mucho que no vivo acá. Te reconocí de casualidad y porque escuché una conversación en la mesa de al lado donde los identificaban como los dueños de la Bodega Saint Paule. —El atractivo hombre le extendió la mano, se presentó como Gabriel Iturbe e hizo el saludo extensivo a todos con una respetuosa inclinación de cabeza. Después añadió—: Hicimos juntos la primaria y parte de la secundaria, Paula, ¿no me recordás?

—Gabriel, ¿sos vos? ¡Estás tan cambiado...! —Ella se levantó y le dio un beso en la mejilla; él la abrazó—. ¿Estás solo? Sentate con nosotros, por favor. Te presento a mi hermano, Pablo, y a su esposa, Mariana.

—Gracias, sólo un momento. —Retiró la silla que sobraba y se acomodó—. Estoy con mis padres —explicó mientras señalaba hacia otra mesa. Paula levantó la mano para saludar al matrimonio.

—¿Qué es de tu vida? Contame.

—Hace unos años me fui a vivir a Nueva York y soy corredor de bolsa.

—Vaya, ¡qué interesante! Yo vivo en Buenos Aires. ¿Estás de visita? —Sí y presumo que vos también, me quedo acá hasta el 10 de enero. ¿Podríamos salir a tomar algo un día de éstos?

—Sería genial, te paso mi teléfono, me llamás y arreglamos para vernos.

Gabriel sacó su móvil y, con premura, apuntó el de Paula.

—¿Hasta cuándo te quedás?

—Estoy hasta el 14, tenemos tiempo de vernos.

—Ah, perfecto, te llamo.

El educado hombre se despidió de todos y se retiró. Mientras esperaban que les sirvieran el postre, retomaron la conversación y después se fueron.

—Vaya, tu amigo no te quitó el ojo de encima cuando saliste —le dijo Mariana con picardía.

Paula sonrió y se encogió de hombros, Pablo en cambio comentó: —No sé por qué, pero me cayó bien.

Se subieron a la camioneta y regresaron a Saint Paule.

Había llegado la Navidad y el punto de reunión era, como cada año, la casa familiar de los Masslow. Los hijos del matrimonio, con sus respectivas parejas, y los nietos habían ocupado el hogar esa noche para celebrarla juntos. Alex había sido el último en llegar y estaba un tanto circunspecto. Bárbara veía a su hijo menor apagado, ya desde hacía unos años, pero él siempre los había mantenido a raya con respecto a su vida personal y no permitía que se entrometieran; había levantado una gran muralla difícil de franquear. Su madre sabía que con quien más se comunicaba era con Amanda y eso, más o menos, la dejaba tranquila. Alex era un hombre exitoso en todo lo que emprendía, excepto en su vida personal, en que era francamente desdichado.

—Hijo querido, ¿estás bien? Me preocupás, Alex. Sé que no te gusta que te diga esto, pero te noto triste.

Él estaba de pie en una de las esquinas del apartamento, con las manos en los bolsillos y la frente pegada al ventanal. Abrazó a su madre con fuerza y le dijo al oído:

—Estoy cansado, mamá, sólo es eso, no debes preocuparte. No veas fantasmas donde no los hay. Te juro que estoy bien, aunque mi cara hoy no lo demuestre. Me siento feliz de la maravillosa familia que tengo, de lo contentos que están todos mis hermanos, me siento orgulloso de sus logros, tengo dos sobrinos maravillosos, sanos y hermosos, los amo a vos y a papá. ¿Qué más puedo pedir?

—Hijo querido, con esa explicación sólo me demostrás que únicamente disfrutás de la vida de los demás, ¿y la tuya? Quiero verte realizado como hombre, abrí de una vez por todas tu corazón y buscá una buena chica que te complemente y te acompañe. Ya va siendo hora de que sientes cabeza, Alex.

Él consideró los consejos de su madre, la besó en la frente y farfulló para sí: «Ya la he encontrado, madre, pero la he dejado ir, por cobarde y orgulloso»; sin embargo, dijo:

—Hey, ¿aparento estar tan acabado?

—No, mi amor, pero quiero que seas feliz. No pido más de lo que toda madre desea para cualquiera de sus hijos.

Habían pasado los días y Paula, esa tarde, estaba tomando el sol a la orilla de la piscina. El silencio del lugar era inquebrantable, sólo roto por el piar de los pájaros y el murmullo de los trabajadores de la plantación y de la procesadora. Tanta tranquilidad hacía mella en su ánimo, que ese día estaba por el suelo. Los médicos le habían dicho que mantuviese el cabestrillo tres semanas más, pero ella no aguantaba la incomodidad y se lo había quitado antes de tiempo, decisión que había desembocado en una discusión con su madre por la mañana. Sumada al desánimo que la aquejaba, eso la había sumido en un pozo sin sentido ni fondo. Con los auriculares conectados a su iPod, su barrera de contención estalló cuando empezó a sonar Sabes. Se vino abajo y empezó sollozar sin parar.

Su hermano llegaba en ese momento del recorrido diario a la plantación y la encontró llorando sin consuelo, hecha un ovillo en la tumbona; se aproximó a ella, le acarició la cabeza y le dio un beso en la frente.

—¿Qué pasa, Paula? Me tenés muy preocupado, no te veo bien.

—Abrazame —le pidió ella y se hundió en su cuello.

Cuando hubo sosegado su llanto, se apartó de él y lo miró fijamente a los ojos.

—Volví a enamorarme de la persona equivocada.

—¿Con quién estás ahora?

—Con un hombre casado.

—¡Mierda! ¿Sos tonta o qué? —masculló Pablo en voz alta, que estaba considerablemente ofuscado.

—No te enojes conmigo, no lo supe de inmediato. Él me engañó, me mintió y me enamoré, pero cuando me enteré lo abandoné, pero aún no puedo olvidarlo.

—Nena, tenés una habilidad increíble para cruzarte con gente que no vale la pena.

—Pienso lo mismo.

En ese momento sonó su móvil, miró la pantalla y vio que era Gabriel Iturbe. Sorbió su nariz, respiró hondo y contestó. Tras hablar durante un buen rato, quedaron para salir esa noche.

Gabriel pasó a recoger a Paula a las ocho en punto, en una Amarok doble cabina 4 x4, propiedad de sus padres, y partieron hacia el pueblo.

—¡Qué bueno! Ya no llevás el cabestrillo.

—¡Ah! Es un fastidio estar con él, me lo quité antes de tiempo.

—¿¡Cómo!?

—No, Gabriel, vos no, por favor. Suficiente tuve hoy con los regaños de mi madre.

Llegaron al pueblo y pasearon por el Kilómetro Cero, un lugar donde se concentran los locales y las boutiques de conocidas marcas, recordaron anécdotas, se rieron, se carcajearon, hablaron de sus carreras, de sus trabajos y terminaron comiendo en Tienda del Sol, en unos taburetes bajos informales del exterior, para disfrutar de la brisa estival de la noche sanrafaelina.

Después de esa primera noche, los encuentros entre ellos se siguieron produciendo, hablaban a diario por teléfono y, por la tarde, se encontraban en la Villa Saint Paule, donde Gabriel la visitaba ya sin avisar. Tomaban el sol junto a la piscina, compartían aperitivos y recorrían la plantación y la acequia. A Paula le gustaba disfrutar de su compañía, su conversación era siempre agradable y él se mostraba muy solícito con ella, a veces más de la cuenta, lo que la llevó a pensar que él escondía otras intenciones tras su amistad.

Una tarde, estaban en la piscina tras regresar de un paseo por la champañera. Paula estaba de espaldas en el borde de la piscina tomando el sol y sintió que Gabriel se acercaba. Al abrir los ojos, lo encontró apoyado con sus codos en el desborde finlandés; su proximidad la puso nerviosa y no intentó ocultarlo. Su inquieta sonrisa desembocó en una mirada lujuriosa de él.

—Me gustás, Paula —le confesó con una voz muy seductora que nunca antes había utilizado. Ella no le contestó y se dedicó a estudiarlo. Gabriel, con delicadeza, le apartó un mechón de pelo mojado que se había pegado a su frente; se acercó a sus labios y los besó con dulzura, con mucho mimo. Su boca carnosa y experimentada dominó la de Paula y su lengua intentó abrirse paso entre sus dientes y la lamió tentándola. Ella primero le negó la intrusión y, luego, se relajó y abrió su boca. Sintió que el beso de Gabriel la hastiaba y que no la satisfacía, y lo lamentó, porque consideraba que era un buen hombre, atractivo y apto para enamorarse. La respiración de él se tornó entrecortada, a medida que le permitía avanzar, y entonces ella decidió parar para no seguir confundiéndolo. Apoyó sus codos contra la grava y se incorporó ligeramente, se sentó con las piernas sumergidas en el agua y enrolló su pelo en un nudo para disimular los nervios y hacer algo con sus manos. Él se quedó quieto y le hizo una mueca de desánimo y frustración.

—Lo siento, Gaby, no es un buen momento para mí.

—Lo sé, me contaste que estabas saliendo de una relación complicada, pero no tengo tiempo, Paula. Mañana me voy y no quería partir sin que supieras lo que siento por vos.

—Gracias, me honra saber que no te soy indiferente.

—¿Y yo, a vos, te soy totalmente indiferente?

—Me encanta tu compañía, me gusta estar con vos.

—Pero... no te gusto como hombre.

—No, no es eso. Me parecés muy atractivo, deberías saber que lo sos —le dijo y le pasó la mano por el pelo mojado con una caricia torpe—, pero en este momento... aún estoy haciendo mi duelo. —Paula sintió alivio al admitirlo.

—¿Aún no lo olvidaste?

—No quiero mentirte, la verdad es que no.

—Bien, aun así, ¿puedo seguir llamándote?

—Por supuesto, no te lo perdonaría si no lo hicieras.

Ambos rieron, ella se sumergió en el agua y lo abrazó.

—Estaré esperando que tu corazón se libere, me gustás mucho, voy a esperarte. —Le dio un casto beso sobre los labios y la abrazó.

Había pasado más de un mes desde su llegada a Mendoza. El vuelo partió puntual, a las 19.55 horas. El avión de Austral se desplazó a gran velocidad por la pista y se elevó; en la cabina, Paula recordaba los últimos minutos en el aeropuerto de San Rafael, al despedirse de su madre.

—No llores, mamá, me voy angustiada si te dejo así. Debo regresar a Buenos Aires, mañana tengo que ocupar mi nuevo puesto de trabajo en Mindland.

—Lo sé, hija, lo sé, pero las despedidas son siempre difíciles. Te tuve tantos días conmigo que, aunque suene egoísta, no quiero que te vayas. Además sé que no estás bien, todos estos días que estuviste en casa te observaba, Paula, y me hice la tonta, pero te vi llorar varias veces cuando creías que nadie te miraba y no mencionaste ni una vez a ese chico, al lindo de los ojos azules —le confesó su madre—. Que no te haya preguntado nada no significa que no me haya dado cuenta de tu tristeza. No me cuentes si no querés, pero decime, por lo menos, que puedo quedarme tranquila y que estarás bien.

—Ay, mamá, sos única. Claro que podés estar tranquila. Alex sólo fue un mal trago que ya pasó. El amor de ustedes, el de mi familia, me ha sanado el corazón, podés estar tranquila. Estaré muy bien, mami —mintió—. Hermanito, estaré esperando los informes mensuales de Insaurralde con los libros de la bodega. Si no me los pasás, los próximos cheques que me deposites te los giraré de nuevo.

—De acuerdo, cabeza dura, ya me quedó claro ese tema. Además, me alegra que te interese nuestro negocio. Cuidate mucho. —La abrazó hasta dejarla sin aliento y le dijo al oído—: Intentá caminar en dirección opuesta a los jodidos que siempre se cruzan en tu vida, por favor.

Ella sonrió con el comentario cómplice de su hermano, dio media vuelta para no seguir posponiendo la despedida y porque tenía un nudo en la garganta. Si no se iba, se pondría a llorar y dejaría a su madre destrozada.

A las 21.30 horas el tren de aterrizaje tocó la pista del aeropuerto Jorge Newbery de Buenos Aires. Paula retiró sus maletas de la cinta transportadora y se encaminó a la calle en busca de un taxi.

El trayecto fue corto porque no había tráfico. Al entrar en su apartamento, una oleada de nostalgia la invadió y sintió cómo se le erizaba la piel. Miró el sofá y recordó los momentos que habían pasado ella y Alex amándose allí, hasta quedar extenuados de placer. Resopló y fue hacia su dormitorio; la cama, su cama, había sido testigo de besos, lenguas, fluidos, gemidos y orgasmos inigualables. Cerró los ojos e imaginó los iris azules del estadounidense perdidos en los de ella, entregados al placer que sólo ella le daba, que sólo ella había saciado en esos días. Los abrió y se preguntó cómo podía ser que aún tuviera aquellas caricias tan grabadas en su cuerpo.

Su casa estaba extraña, plagada de recuerdos y fantasmas que la torturaban.

A la mañana siguiente, estaba nerviosa porque era su primer día a cargo de la gerencia general de Mindland Argentina. Sería un gran desafío en su carrera que anhelaba sortear con mucho ímpetu y talento. Llegó a la empresa muy temprano, todos estaban sonrientes y la recibieron con cálidos saludos y buenos deseos. Carolina la esperaba con una sonrisa de oreja a oreja frente a la oficina de su ex jefa, y que ahora era la suya.

—Bienvenida, Paula, ¿qué tal tus vacaciones?

—Muchas gracias, Caro, fueron perfectas, con tiempo de calidad para compartir con mi familia. Dejame situarme y en un rato estoy con vos para que me pongas al corriente de qué es lo más urgente.

Entró en el despacho y había dos enormes ramos de flores sobre su mesa y otro, más grande aún, en la mesita baja.

Cogió la tarjeta del ramo que estaba compuesto por flores surtidas y la leyó: «¡Felicidades, querida amiga! Que esta nueva etapa en tu carrera sea el comienzo de cosas muy buenas. “Te queremos.” Maximiliano, Mauricio, Clarisa y Daniela.»

Olió las flores mientras se secaba una lágrima y pensaba que sus amigos siempre estaban cuando los necesitaba, en las buenas y en las malas. Tomó la otra tarjeta, que descansaba en un arreglo muy elegante de rosas amarillas: «Infinitas felicidades. ¡Sos nuestro orgullo! Te amamos. Sofia, Fran, Mariana, Pablo y mamá.»

Las lágrimas empezaron a rodar a borbotones por sus mejillas, sin contención. Las enjugó con su mano y volvió a releer la tarjeta con una sonrisa. Se sentía querida y los amó por consentirla tanto. Soltó su bolso y se dirigió a la mesa baja para ver quién le había enviado ese enorme ramo de rosas rojas, exageradamente grande y avasallante: «Confiamos en tu talento y en tu competitividad. En nuestra empresa, siempre apelamos a la excelencia y sabemos que nos demostrarás que eres la mejor para el puesto que ocupas desde hoy. Bienvenida a nuestro staff directivo. Mindland International - Mindland Central Bureau. Familia Masslow.»

«¿Quién habrá ordenado enviar estas flores? —se preguntó y necesitó un hondo suspiro para deshacerse de sus pensamientos—. Dejá de soñar, Paula. Él ya no debe acordarse de vos. Además tiene que pensar en su esposa.» Acarició con el índice el apellido «Masslow» y elevó sus ojos al cielo.

Alex llegó a las oficinas de la Central de Mindland, salió del ascensor en el piso veintinueve y recorrió el pasillo a grandes zancadas, hasta llegar a la puerta acristalada donde pasó una tarjeta para entrar al vestíbulo. Saludó a la recepcionista y fue hacia la puerta de su despacho. Alison lo esperaba al pie del cañón, con un sinfín de tareas pendientes para ese día, entre ellas, lidiar con dos juntas, un almuerzo de trabajo y dejar todo en orden porque viajaba a Italia.

—Ali, te pido sólo cinco minutos. Traeme un café que no he desayunado y comenzamos el día.

Se metió en su oficina y sacó una fotografía de Paula, que guardaba con recelo en uno de los cajones de su mesa. Sólo la miraba cuando sentía que le faltaban las fuerzas para encontrar la paz y la sensatez suficientes. «Mi amor, ¿cómo te estará yendo en tu primer día de gerente? ¿Te habrán gustado las flores que te envié?», pensó Alex. Alison llamó a su puerta y él se apresuró a guardar la fotografía, carraspeó y le ordenó que pasara.

El día fue largo y caótico, pero él logró dejar todo en orden.

Por la noche, Alex se fue a cenar a casa de sus padres, pues quería despedirse de Bárbara antes de ausentarse del país durante una semana. Ofelia y su madre se encargaron de consentirlo, preparándole su comida favorita. Tras el banquete, se sentó en el salón con su padre para hablar un poco del viaje.

—Así es, hijo, estoy muy feliz. Europa es el mercado que siempre quise conquistar y vos lo conseguiste, me siento muy orgulloso.

—Estaremos en el salón de Milán, donde están los más afamados diseñadores y también aspiro a conquistar Roma y, por qué no, empecemos a soñar con Francia, papá.

—Cuando te ponés así, tan ambicioso, me recordás a mí cuando tenía tu edad. ¡Bah! Ya estoy viejo, por eso creo que... —empezó a contarle casi en un susurro; su esposa revoloteaba por ahí y no quería que les oyera— va siendo tiempo que deje todo en tus manos y en las de Jeffrey, no quiero que tu madre se entere. A tu regreso, hablaremos de todo.

—¿Qué están murmurando ustedes? —inquirió Bárbara.

—Nada, querida, vení y sentate entre los dos para que podamos mimarte como corresponde.

Alex movió la cabeza y sonrió levemente.

—¡Ah, Joseph Masslow! Eres un viejo adulador, pero esos trucos ya no me seducen —repuso la mujer sirviendo café para los tres y sentándose donde su esposo le había indicado.

—Y tú, caradura, podrías ocultar un poco tu complicidad con este viejo ladino. No deben de estar tejiendo nada bueno para que no quieran que yo me entere; ¿o acaso están hablando de una enamorada tuya?

—Mamá, no empieces.

—Uf, Alex, ¿cuándo nos vas a traer una novia a casa? No quiero morirme sin verte formar una familia, olvidate de tus correrías ya, tenés veintinueve años.

—Dejalo que disfrute de la vida, es joven aún; además, se va a casar el día que encuentre a la persona indicada y no cuando vos se lo pidas. Joseph puso los ojos en blanco y la amonestó—: ¡No estás tan vieja, mamá, para hablar de ese modo!

—No, por supuesto que no estoy vieja, el mes que viene cumplo cincuenta y cinco, pero quiero disfrutar de todos mis nietos y si seguís esperando cuando tengas hijos andaré con bastón y no podré alzarlos siquiera.

Los tres guardaron silencio; Alex se había quedado pensativo, pero finalmente se sinceró:

—Conocí a alguien en Buenos Aires.

Lo dijo con mucha naturalidad, como si hubiera pensado en voz alta. Bárbara se atragantó con el café ante la inesperada revelación de su hijo menor, Joseph le palmeó la espalda y Alex le levantó los brazos para que se le abriera el diafragma y pudiera respirar mejor.

—¿Estás bien, mamá?

—Sí, ya pasó. Seguí contando de esa chica, por favor.

Bárbara se mostró ansiosa, pero no quería cohibir a su hijo, que por primera vez se atrevía a hablar con ellos de su vida sentimental después de que muriera su esposa.

—Nada, conocí a una chica que se podría decir que reúne las condiciones de novia y más. —Se encogió de hombros.

—Hijo, estás hablando como si sólo se tratara de una fusión de negocios, ¿por qué tanta frialdad?

—Porque todo ha terminado, mamá.

Joseph, que hasta el momento había permanecido callado, se recostó de lado contra el respaldo del sofá, cruzó una pierna y buscó la mirada de su hijo para decirle:

—Creo que empiezo a entender de qué va tu mal humor de todos estos días. —Alex hizo una mueca con la boca.

—¿Y por qué se ha terminado? —preguntó Bárbara.

—Porque no confía en mí, o porque sencillamente no siente ni sintió por mí nada verdadero.

—Una cosa es que no confíe en vos y otra, muy diferente, es que no tenga sentimientos por ti. Decidite, hijo, ¿cuál es el motivo?

—Quizá sean los dos, es posible que no confíe en mí porque no siente nada. ¡Bah, qué se yo! —exclamó y volvió a encogerse de hombros—. Seguramente, como dijo papá, no era la indicada.

Terminó de tomarse el café, se puso en pie y anunció que volvía a su casa.

Cuando llegó al aparcamiento donde guardaba su coche, una figura femenina salió de entre las sombras de la calle, apareció ante él y le golpeó el cristal. Reconoció a Rachel en seguida, entonces bajó la ventana.

—Rachel, ¿qué haces en la calle a esta hora? Puede ser peligroso.

—Estaba esperándote.

—¿Ha pasado algo? Sube al coche, no te quedes ahí afuera, además hace frío.

Ella se metió en el Alfa-Competizione, lo saludó con un beso y Alex guardó el automóvil en el garaje. Paró el motor, se quitó el cinturón y se colocó de lado para mirarla.

—¿Estás bien?

—Sí, muy bien. De pronto me sentí sola y salí de casa sin rumbo, acabé muy cerca de aquí y decidí venir. Se me ocurrió que quizá podríamos tomar un café. ¿Me invitas a tu casa?

Alex se quedó mudo, no sabía qué contestarle, no le gustaba que nadie se presentara en su apartamento sin ser invitado, y menos una mujer. En su casa, sólo entraba su familia, pero no quería ofenderla.

—Por supuesto, vamos.

Entraron en el edificio y caminaron hacia el ascensor de la mano, que Alex le soltó en cuanto entraron.

—Vengo de casa de mis padres, fui a despedirme —le explicó.

—¡Ah, claro, mañana viajas!

Llegaron al cuarto piso y Alexander le cedió el paso. Se quitaron los abrigos y los dejaron en el recibidor.

—Pasa, ponte cómoda, siéntate donde quieras —hizo un ademán señalando los sillones y se dirigió hacia la cocina.

—Me gusta tu apartamento, ¿puedo curiosear?

—Sí, por supuesto —contestó Alex mientras preparaba la máquina de café.

Rachel había entrado en su estudio y estaba mirando las fotografías que descansaban en la repisa.

—Desde que te mudaste, nunca me habías invitado —le reprochó ella cuando lo vio apoyado en la doble puerta de vidrio que separaba el salón del despacho.

—No acostumbro a invitar a nadie aquí —le contestó él en tono cortante, sin querer parecer grosero, pero demostrando que no se sentía cómodo.

—¿O sea que aceptaste mi propuesta por compromiso?

—Algo así —se sinceró Alex con una sonrisa.

Ella empezó a acercarse de forma provocadora y, en ese momento, se oyó un sonido proveniente de la cocina.

—Creo que ya está el café —dijo él y se fue a apagar la máquina.

Rachel se sentó en el sofá y Alex, después de preparar dos tazas de café en una bandeja y encender al máximo la chimenea artificial, se sentó a su lado. Era una fría noche de febrero.

—¿A qué hora sale tu vuelo? —preguntó Rachel.

—Mañana a las seis de la tarde.

—Me muero por ver el logo de Mindland en la Galería Vittorio Emanuele II —dijo ella y Alex sonrió—. ¡Imagínate! Mindland en el mismo lugar en que están las tiendas de las marcas más famosas del mundo.

—Sí, es un sueño hecho realidad, igual que la tienda de la Quinta Avenida.

—¡Guau, Alex! ¡Y lo has conseguido tú! Eres increíblemente talentoso en todo lo que te propones —exclamó ella con admiración y se acercó con desenfado para aferrarse a su cuello y darle un beso en la mejilla mucho más largo de lo normal.

Alex se sintió intimidado por la situación y, sobre todo, muy extraño. No era normal en él actuar así frente a una mujer que intentaba seducirlo. Sonrió incómodo y probó a apoyar la taza en la mesa para salir de su alcance, volvió a recostarse contra el sillón y, entonces, ella se volvió más audaz, se le acercó y lo besó en la boca. Alex tenía los brazos apoyados en forma de cruz contra el respaldo del sofá, sin moverse, cerró sus ojos y se dejó llevar por el contacto de sus labios. Rachel lo lamió, le succionó el labio inferior y entonces él abrió su boca y le dio paso, le entregó su lengua con cuentagotas porque ella hacía todo el trabajo.

Rachel estaba dispuesta a traspasar todas las barreras que existían entre ellos esa noche, y aunque él no estaba muy dispuesto, se dejó llevar. Hacía casi dos meses que no estaba con nadie y las alarmas de su excitación se dispararon. Había intentado eludir esa situación por todos los medios, pero ella sabía lo que quería y estaba dispuesta a conseguirlo como fuera. La recostó sobre el sillón y comenzó a desabrocharle la camisa, metió su mano lujuriosa dentro de la abertura y acarició sus pechos sobre el encaje del sostén. «No voy a entretenerme mucho», pensaba mientras la tocaba y la besaba de forma frenética. Se apoderó de la cremallera de su pantalón y la bajó, metió su mano en la prenda interior y le acarició los labios de la vagina: estaba pringosa. Ella lo deseaba, siguió con su clítoris hasta que logró que se retorciera por sus caricias; entonces se separó de su boca, la miró y le preguntó con la voz entrecortada.

—¿Estás segura? ¿Quieres que continúe?

—Sí, Alex, no pares por favor, sé lo que quiero y lo sé hace mucho tiempo.

—Desnúdate —le ordenó. Él se quitó la ropa con habilidad y ella hizo lo mismo. Se puso de pie en calzoncillos mientras ella terminaba de desvestirse y fue al baño en busca de condones. Volvió y se desprendió de la ropa interior, se colocó el preservativo y se tendió sobre ella. La penetró de una vez y comenzó a moverse. Si bien necesitaba satisfacer sus deseos sexuales, nunca había dejado a ninguna mujer a medias, así que intentó serenarse. La hizo poner a cuatro patas y la penetró desde atrás, masajeándole el clítoris con el dedo pulgar mientras la tenía aferrada de las caderas. Se hundió en ella con fuertes embestidas y Rachel empezó a gritar descontrolada. Alex le tapó la boca con su mano, pues sus gritos retumbaban en el apartamento. Cuando se dio cuenta de que a ella le llegaba el orgasmo, se dejó ir con tres fuertes embestidas más, vació su semen en el condón y se retiró de inmediato.

En el momento en que se corrió, se arrepintió de haber cedido a la seducción de Rachel, pero entonces se preguntó: «¿Qué otra cosa podía hacer? No podía quedar como un estúpido y, por otro lado, necesitaba un polvo».

Ella se incorporó e intentó acurrucarse en su pecho, pero él no movió ni uno de sus brazos para cobijarla; para él sólo había sido sexo. Se puso en pie dejándola en el sillón, recogió su ropa del suelo y fue al baño a lavarse. Cuando salió de allí vestido, ella todavía permanecía desnuda en el sillón. La miró furtivamente y se fue a la nevera a beber agua. Clavó sus ojos en ella y le ofreció la botella, pero la mujer lo rechazó. De regreso al sofá, se pasó la mano por el pelo y comenzó a hablar.

—Lo siento, Rachel, no quiero que te confundas ni quiero parecer grosero, pero esto no volverá a repetirse.

—No te preocupes, cariño, somos adultos. Lo que ha sucedido ha sido porque yo quise que sucediera.

—Perfecto, me alegra que los dos lo tengamos claro —concluyó y le sonrió de manera deslucida—. De acuerdo, entonces. Ahora me gustaría irme a dormir —le anunció mientras levantaba su ropa y se la entregaba—. Lo siento, Rachel, pero mañana tengo una mañana complicada y quiero descansar para el viaje, no siempre consigo dormir durante el vuelo.

Aunque quiso parecer serena, ella le clavó una mirada que lo traspasó; nada estaba yendo como esperaba que sucediera. Alex no había sucumbido después de poseer su cuerpo, sólo había saciado sus deseos carnales. Le quitó la ropa de la mano, comenzó a vestirse y, cuando terminó, él le ofreció acompañarla hasta el coche.

—No es necesario.

—Por supuesto que sí, es tarde y tu coche está en la calle.

Cuando llegaron a la planta baja, las puertas del ascensor se abrieron y ella ganó rápidamente la calle. Alex la seguía de cerca por detrás, con las manos en los bolsillos y muy callado. Rachel, antes de subir al vehículo, se giró y le estampó un beso en la boca; Alex respondió a él a modo de despedida. Luego ella se apartó y sostuvo su rostro entre las manos.

—Lo he pasado bien, Alex. De todas formas, creo que no era necesario que fueras tan grosero para despedirme, no pensaba quedarme.

—Lo siento, no quise serlo. Todo ha sido muy extraño, pero también me lo he pasado bien —admitió, pero pensó: «Ha sido un buen revolcón».

Se metió en el coche, bajó la ventanilla y se estiró para qué él la besara por última vez. Alex se acercó y le dio un casto beso. Se abrochó el cinturón, arrancó y le tocó la bocina; él se volvió a su apartamento sin mirar cómo se alejaba.

En cuanto entró, empezó a desprenderse de la ropa, quería quitarse el perfume de Rachel del cuerpo. Con gesto contrariado, llenó la bañera, tomó el mando a distancia de un manotazo y puso música; comenzó a sonar un clásico de Richard Marx.

Se metió en el agua para encontrar alivio, tenía los músculos entumecidos, cerró los ojos, se masajeó las sienes y no pudo evitar sentirse vacío. Jamás había pagado por sexo; sin embargo, tuvo la plena y total seguridad de que se hubiese sentido igual después de un polvo rápido con una prostituta. Entonces vinieron a su mente los momentos vividos con Paula. Qué diferente había sido todo con ella... No conseguiría con nadie más esos orgasmos aplastantes; con ella, nunca saciaba su deseo, porque lo que obtenía de su cuerpo nunca era suficiente. Sólo con abrazarla, tocarla, olerla o sentirla, su vida se convertía en algo mágico. Para él era suficiente extasiarse mirándola sonreír. Se sintió más vacío aún porque sabía que no volvería a tener nada de eso a su lado; echaba de menos su risa, su voz, esos besos que lo perdían, que lo enloquecían; añoraba las cosas que hacían juntos, la lista era interminable; extrañaba todo de ella.

—I love Paula, I love you, my love. —exclamó y prestó atención a la canción que estaba sonando:

Oceans apart day after day, and I slowly go insane,

I hear your voice on the linebut it doesn’t stop the pain,

if I see you next to never, How can we say forever?

Wherever you go, whatever you do,

I will be right here waiting for you,

Whatever it takes, or how my heart breaks.

I will be right here waiting for you

I took for granted, all the times

That I thought would last somehow

I hear the laughter, I taste the tears but I can’t get near you now.

Oh, can’t you see it baby? You’ve got me goin’ crazy.

Wherever you go whatever you do,

I will be right here waiting for you.

Esa letra terminó de socavar su ánimo descompuesto y se tapó la cara con las dos manos para romper a llorar con roncos clamores desconsolados. Su pecho se insuflaba pero el aire que entraba parecía no ser suficiente, se ahogaba y se sentía decepcionado e impotente. Después de un rato, cuando reparó en que nada cambiaría a pesar de las lágrimas, se incorporó con ímpetu, cogió una toalla con rabia, se secó y se paró frente al espejo. Sus ojos estaban enrojecidos de tanto llorar, así que se pasó las manos por la cara enérgicamente, como queriendo borrar la imagen que veía reflejada. Se lavó los dientes, buscó entre su ropa un pijama y se lo puso con movimientos hoscos. Había pasado del dolor a la ira y no paraba de preguntarse qué le estaba pasando; él no era así, hacía tiempo que había superado sus inseguridades; sólo recordaba haberse sentido devastado tras la muerte de Janice, aunque en realidad ése había sido más un sentimiento de culpa. En esos momentos, en cambio, se encontraba desconcertado. Con el ánimo maltrecho, pero más sosegado, se metió en la cama, apagó la luz y deseó no despertarse con ese dolor en el pecho que lo aquejaba desde que no estaba con Paula.