Capítulo 18

EL día anterior había enviado sus primeros informes desde que había comenzado su gestión en Mindland y todos estaban a la espera de la evaluación por parte de la plana mayor de la empresa en Estados Unidos. Durante esa semana que ya tocaba a su fin, Paula había estado trabajando con esmero en la elaboración de un estudio de adquisiciones financieras, rentabilidad, inversiones, liquidez y reinversiones; también estaba encomendada a la tarea de mantener el equilibrio económico de la sede, a pesar de las fuertes inversiones que se habían hecho y, para ello, necesitaba optimizar recursos, en cuanto a cantidad, calidad y oportunidad, tanto de las fuentes que suministraban los fondos como del empleo que se creaba gracias a ellos. Había reflejado todo esto, de manera muy sencilla y entendible, en sus informes enviados a Nueva York, para que no quedara ninguna duda acerca de sus nuevos objetivos.

En la documentación había adjuntado una nueva información financiera que había obtenido, resultado de las últimas inversiones, y que ponía al descubierto el rendimiento del capital empleado. Estaba a punto de enviarlo y no pudo dejar de ponerse nerviosa cuando, en la copia adjunta, incluyó la dirección electrónica de Alex.

Cerró los ojos y recordó los días que habían compartido en la oficina trabajando codo a codo. Se entendían muy bien en el plano laboral. Sintió orgullo al recordar lo inteligente y carismático que era al momento de llevar a cabo una negociación. Evocó el poder que tenían su sonrisa seductora, su voz y su forma de expresarse.

Habían pasado ya dos meses y medio desde su separación y el último contacto que habían tenido había sido en Mendoza, tras una breve y malograda conversación telefónica.

A mediodía, Carolina le comunicó que tenía una llamada por la línea uno con el señor Masslow. Paula se puso nerviosa y su corazón empezó a latir con rapidez.

—¿Alex está al teléfono? —se atrevió a preguntar con voz insegura.

—No, el señor Joseph Masslow —le aclaró Carolina.

Paula se sintió estúpida por haberlo preguntado, cerró sus ojos e intentó sosegarse para responder la llamada.

—Hello, mister Masslow!

—Hola, Paula, llámame Joseph, por favor, y hablemos en español para que te sea más cómodo.

—Es usted muy amable, Joseph, pero no tengo problema en utilizar su idioma. —Hizo una pausa y prosiguió—: Usted dirá, Joseph, presumo que ya ha recibido mis informes. ¿Hay algún problema quizá?

—Sí, Paula, los he recibido y estoy asombrado y muy conforme con tu trabajo; en realidad, es mucho más de lo que esperaba de vos.

—Muchas gracias, sus palabras me alegran enormemente.

—Paula, te llamo para informarte de que se avecinan cambios en la Central de Mindland y tú, como miembro directivo de una de nuestras sedes, no puedes desconocerlos. Es por ese motivo que necesitaría que vinieras a Nueva York.

Paula se había quedado sin habla, sin respiración y no reaccionaba a las palabras de Joseph Masslow. Sabía que en algún momento debería viajar, pero nunca creyó que tan pronto.

—¿Me oís? —preguntó el padre de Alex.

—Sí, desde luego. ¿Podría adelantarme, específicamente, para qué necesita mi presencia? Disculpe, no quiero parecer desconsiderada y tampoco es que no reconozca su autoridad, pero, visto y considerando que recién estoy organizando mi plan de trabajo acá, no sé si sería prudente alejarme de mi puesto.

—Más que ofenderme, me agrada que pienses de esa forma. Eso habla muy bien de tu profesionalidad y compromiso con la empresa, pero creeme, Paula, que es imperioso que viajes para ponernos de acuerdo.

«¡Mierda de suerte! ¡No estoy preparada para ver a Alex tan pronto!», maldijo en silencio, pero respondió:

—Desde luego, Joseph. Si usted lo considera necesario, viajaré. ¿Cuándo quiere que vaya?

—Ayer, Paula —se carcajeó para quitarle solemnidad al asunto y, en cierto modo, lo consiguió; su voz era calma y amigable y eso la tranquilizó—. En realidad, Paula, necesito que viajes lo antes posible. Calculá que te ausentarás por una semana, ¿cuándo creés que podrías viajar? Me urge encontrarme contigo.

—Deme al menos dos días. ¿Seguro que no es por los contratos? ¿Quizá tiene algún problema con mi trabajo? —insistió ella intrigada, no le gustaba viajar a ciegas sin saber con qué se encontraría.

—No, Paula, despreocupate, todo eso está perfecto. Sos asombrosamente eficiente en tu desempeño, no tengo ninguna queja. Sólo quiero que vengas y que nos pongamos de acuerdo en algunos puntos de vista que son esenciales para la empresa.

—¿Quiere que tracemos un plan de trabajo en conjunto? Disculpe mi insistencia... pero preferiría saber a qué debo atenerme.

—Paula, se trata de una propuesta sustanciosa que Mindland tiene para vos. Entiendo tu inquietud y me halaga sobremanera que estés tan atenta, pero debes estar tranquila. No me pidas que te adelante más porque no lo haré, lo hablaremos cuando llegues y en persona, por favor. ¿Tenés toda tu documentación en orden para viajar? ¿Necesitás ayuda con la visa? ¿Tal vez con tu pasaporte? Tengo contactos que podrían hacer que la obtuviéramos en cuarenta y ocho horas.

—Tengo todo en orden, mister Masslow, por eso no debe preocuparse.

—Joseph, llamame Joseph, por favor.

—De acuerdo, Joseph, tengo mi documentación al día. Pero no me aclaró mucho y estoy un poco perdida. ¿Dijo una propuesta?

—Sí, Paula, apenas llegues prometo no andarme con rodeos y ponerte al tanto de todo. Con respecto a tus papeles, mandame todos tus datos por correo electrónico, por favor, para no tener que buscar en nuestra base de empleados. Mi secretaria se ocupará de conseguirte el pasaje y se pondrá en contacto con vos para brindarte toda la información. Fue un placer hablar contigo.

—El gusto es mío, Joseph.

—Adiós, Paula, pronto nos conoceremos.

Ella colgó, oprimió el intercomunicador y le habló a su secretaria: —Por favor, vení a mi despacho y llamá a Maximiliano.

En Nueva York, Joseph también colgó y se giró en su sillón para mirar a Alex, que esperaba expectante que su padre le contase.

—Veo que te costó convencerla de que viniera.

—Mirá, si no fueras mi hijo y no te quisiera tanto, te cortaría lo que tenés entre las piernas. No quiero perder este talento sólo porque vos tuviste un amorío con ella. Sólo espero que te equivoques cuando decís que no aceptará mi propuesta. Y sacate de encima esa cara de bobalicón; el viernes, a más tardar, estará acá.

—¡El viernes! ¡Yo no estaré el viernes, me voy a Italia una semana! ¿Lo olvidaste?

—Pues lo siento mucho. No sé para qué querés estar acá, quizá para convencerla sea mejor que no andes revoloteando por la empresa.

Alex tenía la esperanza de verla, pero se dio cuenta de que no sería así y se quedó desilusionado. Su padre frunció el cejo y de sus ojos azules saltaron chispas.

—Andate y ordená que consigan un pasaje y hospedaje para ella, encargate de eso, al menos. Ponele solución a algo, haceme el favor. Alexander Masslow, realmente estoy furioso con vos. Si no consigo que Paula Bianchi venga a trabajar acá con nosotros, te vas a meter en serios problemas. ¡Salí ya de mi vista! Por hoy no quiero saber más nada de vos, tenía todo planeado pero con esto que acabás de contarme, pusiste en juego mi retiro, hijo. Te aseguro que cuando tu madre se entere se enfadará más que yo. ¡Mierda, Alex! Los negocios y el amor difícilmente van de la mano, pero ni vos ni tus hermanos parecen entenderlo.

—Papá, si mal no recuerdo, esta empresa la creaste con tu esposa y cuando Jeffrey se lió con Alison, no le reprochaste tanto.

—No me metas en esto, Alex, yo no soy el centro del problema hoy— intentó defenderse su hermano—. Además eso ya quedó en el pasado. Me caso en unos días y Alison empezará a formar parte de la familia. Tu argumento para defenderte fue de muy mal gusto, Alex.

—Ni me hagas acordar del día en que me enteré de la historia de Alison y Jeffrey, y menos me saques a colación el tema de tu hermana y Chad, un verdadero baldazo de agua fría, aunque debo reconocer que, al final, todos hicieron una buena elección. El único que nunca interfirió con mis negocios es Edward, el único cuerdo de mis hijos. Andate, Alex, andate de una vez a hacer lo que te encargué.

Jeffrey también se fue y Joseph se dejó caer en su sillón y empezó a repasar los últimos acontecimientos; todo había dado un gran giro. Por la mañana, cuando había llegado a Mindland, estaba de muy buen humor, expectante por la reunión que debía tener con sus hijos. Cuando Alex llegó al despacho, Alison le comunicó que su padre lo esperaba junto a su hermano para hablar. Lo que tendría que haber sido una gran noticia se transformó, de pronto, en una incertidumbre para la empresa. Los hermanos se habían sentado en el sofá de la majestuosa oficina del director general y se habían dispuesto a escuchar lo que su padre quería decirles.

—Tengo el placer de comunicarles que mi retiro está en marcha.

—¡Papá! ¿Por qué esta decisión? Hasta hace cuatro meses, no querías ni oírlo cuando mamá te lo sugería —dijo Jeffrey sorprendido.

—Quiero disfrutar del tiempo que nos queda a Bárbara y a mí. Gracias a Dios, ambos gozamos de buena salud y lo que ya he hecho, hasta el día de hoy, en Mindland, para mí es más que suficiente. Vos, Alex, con tus conocimientos de finanzas, y vos, Jeffrey, con tu experiencia legal, forman el dúo perfecto para hacerse cargo de este barco que navega a todo vapor. Quiero que compartan la presidencia de esta empresa que, con tanto ahínco, he dirigido durante más de treinta y cinco años. Sé que la cuidarán como si yo siguiera al mando.

—Papá, no me interesa la presidencia de la compañía. El puesto que tengo acá es el adecuado y, por otro lado, creo que el más acertado para ese cargo es Alex, ya que él está acostumbrado a llevar adelante las negociaciones. Yo sólo me ocupo de la parte legal y, para mí, eso está bien.

—¿Quién quedará a cargo de Mindland International? —preguntó Alex—. Yo no podré con ambas cosas, papá. Y no es que no me sienta capaz, pero vos me enseñaste que quien mucho abarca, poco aprieta, y creo que es bueno delegar en otros para poder encargarnos y no perder de vista las cosas verdaderamente importantes.

—De eso se trata y me agrada que recuerdes tan bien mis enseñanzas —intervino Joseph e intentó aclararles un poco el panorama—. Cuando comencé a planear mi retiro, supe que no sería fácil encontrar a una persona con tu talento y tu valentía para los negocios, hijo —elogió mirando a Alex, que lo escuchaba con atención—. Por otra parte, la dirección de la empresa siempre estuvo a cargo de la familia y eso no es una minucia; la confianza entre nosotros tres es infinita. Cuando yo empecé con todo esto, no tenía la magnitud que tiene hoy y era fácil negociar y vigilar el patrimonio.

—Seguro, papá —asintió Jeffrey.

—La cuestión es que cuando creamos Mindland International prosiguió Joseph—, queríamos que vos la dirigieras, Alex, y no tenemos otra alternativa válida dentro de la familia. Tendremos que confiar en un extraño, no nos queda otra opción.

—¿Y entonces? —se impacientó Alex.

—Lo del parentesco no está solucionado, eso es imposible, pero creo haber encontrado a la persona indicada hace poco más de dos meses. Ayer recibí sus últimos informes, que corroboran su idoneidad. Mi convencimiento es absoluto y, Alex, estoy seguro de que estarás de acuerdo. En realidad, es tu descubrimiento, no el mío.

—¿De quién hablás, papá? —preguntó Jeffrey.

—De Ana Paula Bianchi —respondió Joseph a bocajarro. Alex palideció al oír su nombre y no pudo disimular su asombro; se puso de pie y empezó a caminar con las manos en los bolsillos. Pegó su frente a la ventana mientras estudiaba cómo explicarle a su padre que Paula no quería ni verlo y que, mucho menos, aceptaría ir a trabajar a Nueva York.

—¿Qué pasa, Alex? ¿No estás de acuerdo con papá? —inquirió Jeffrey.

Él regresó tras sus pasos, volvió a ocupar de nuevo su asiento, se pasó las manos por el pelo, se restregó la cara y, finalmente, se retrepó en el respaldo y fijó la vista en su padre.

—No, no me parece la persona indicada.

—Pues a mí sí, hijo. Es intuitiva, audaz, agresiva, muy talentosa y brillante. —Su padre tenía toda la razón, pero ¿cómo podía explicarle el verdadero motivo sin que lo agarrara de las pelotas? Respetaba mucho a Joseph e imaginaba que se pondría como una furia al enterarse de lo que había pasado entre Paula y él en Buenos Aires.

»Además —continuó su padre entusiasmado—, trabajaron juntos en el rescate de la filial de Chile y lo hicieron muy bien. Ustedes dos se entienden trabajando y eso es muy importante. De hecho, que el entendimiento entre ustedes sea magnífico es lo que me deja más tranquilo.

—Ah —se sorprendió Jeffrey—, recuerdo que ese proyecto sacó de la quiebra segura a la sede de Chile. Me lo enviaste desde Buenos Aires, Alex, y sólo hubo que hacer algunas pequeñas modificaciones para que todo fuera válido legalmente. ¡Guau! Papá, creo que tenés razón. Esa mujer tiene mucho talento, ahora caigo en quién es. Ayer recibí los informes de Argentina, estuve leyendo un poco y me pareció muy interesante lo que proponía.

—A ver, Alex, y si no es ella ¿a quién proponés? Dame el nombre de otro empleado de esta empresa con sus condiciones, ¿no pensarás que voy a convocar un casting para este puesto? Rara vez me equivoco. Cuando Natalia la propuso para sucederla, ni lo dudé. Es más, no te lo dije porque no estabas, pero no lo consulté con nadie. Los informes del rescate financiero chileno fueron suficientes para decidirme. Ella elaboró, con tu colaboración, la estrategia perfecta. Y, durante estos dos meses, me dediqué a investigarla. Le pedí a Natalia que, antes de irse, me hiciera llegar todos los proyectos que Paula había elaborado para la empresa. Alex, si Argentina está donde está es porque esa mujer es un genio financiero en potencia.

—No va a aceptar, papá, ¡no lo hará! —gritó él y volvió a ponerse en pie. Caminó hasta la nevera de la oficina y sacó un agua con gas, que destapó y bebió compulsivamente. Se limpió la boca con la mano y se volvió a sentar.

—¿Por qué cambiaste tu discurso? Primero dijiste que no era la indicada y, ahora, decís que no va a aceptar, ¿por qué estás tan seguro? ¿En qué te basás para aseverarlo? —le interrogó Joseph.

Alex dudó un instante antes de contestar, pero no tenía más remedio que hacerlo. Cerró los ojos, tomó aire y lo soltó todo.

—Tuvimos una relación que duró todo el mes que estuve en Buenos Aires y acabamos muy mal. No quiere verme ni en pintura.

—¡Mierda, hermano, la cagaste!

Jeffrey se removió en su asiento y se apretó las sienes. Alex le dedicó una mirada fulminante a su hermano y su padre se puso rojo, entrecerró los ojos y se le hinchó la vena de la frente. Dio un puñetazo en la mesa baja y la vajilla saltó y repiqueteó.

—¡Maldición, Alex! No tenés códigos ni miramientos para bajar tu bragueta. Dejame solo con tu hermano —le gritó a Jeffrey y éste no se atrevió a abrir la boca y se retiró—. ¡¿Tanto te cuesta mantener tu bragueta cerrada?! —siguió gritando.

—Lo siento, papá.

—No digas más «lo siento», porque tengo ganas de darte los azotes que no te di nunca en toda tu vida. ¿Cómo de mal quedaron las cosas entre vos y ella?

—Muy mal.

—¿Qué mierda le hiciste?

—Nada, no le hice nada —contestó y abrió sus ojos como platos.

—Alex, ya no sos un adolescente. Hablá con seriedad. ¿Estás seguro de que no hay posibilidad de que acepte el puesto?

—Mierda, papá, creeme que yo, más que nadie, querría que todo estuviera bien, que ella viniera a trabajar a Mindland y a vivir a Nueva York. Desde que llegué de Buenos Aires no encuentro la paz, papá. No duermo, no tengo vida, la llamo y me corta. Intenté solucionar las cosas con ella, quiero explicarle pero no me escucha. Me enamoré, viejo, me enamoré como un pelotudo de la única mujer que no me da ni la hora.

Alex había explotado, descansó los codos en las piernas y dejó caer su cabeza, estaba exhausto. No quería ponerse a berrear como un niño; se pasó la mano rápidamente por los ojos para secar sus lágrimas y sorbió la nariz. Al ver su expresión, su padre se acercó compadecido y le apoyó la mano en la espalda.

—Tranquilizate, hijo. Tranquilicémonos los dos y contame todo. ¿Por qué no quiere escucharte?

Alex inspiró con fuerza. Su padre se había sentado frente a él y le había tomado la mano y levantado la barbilla con la otra, para decirle:

—Vamos, Alex, no tengas vergüenza. Llorar por amor es un sentimiento muy puro, eso habla de que tenés buen corazón y de que no sos el monstruo que una vez creíste que eras.

—No me gusta sentirme inseguro, papá.

—Lo sé, hijo, los hombres rara vez nos permitimos aparentar indefensos, como si esa debilidad nos hiciera menos hombres. En realidad, no entendemos que eso nos hace más humanos. Hablame de Paula.

Alex se tapó la boca, se pasó la mano por la frente y empezó a contarle:

—No la conocí en la empresa. Nos vimos por primera vez el fin de semana que llegué a Buenos Aires. Nos presentó el primo de Mikel y sólo nos dijimos nuestros nombres. Durante esa velada, yo para ella fui simplemente Alex. —Hizo una pausa; le costaba hablar de su intimidad, pero lo necesitaba—. Pasamos la noche juntos y lo que empezó como un juego de seducción se volvió después en mi contra. Al principio, yo sólo quería echar un buen polvo y nada más, pero fue diferente a otras veces. Creo que, si bien en un principio me sentí atraído por su belleza, porque es hermosa, viejo, ya la vas a conocer, luego me atrapó su inteligencia. Paula no es una mujer mansa, tiene carácter. Ese fin de semana nos despedimos después de desayunar juntos y, cuando desapareció en el ascensor, supe que no me sería fácil olvidarla. De hecho, pensé en ella el resto del fin de semana. Vos sabés que, desde que murió Janice, no considero que sea merecedor del amor de nadie más, eso no es un secreto.

Su padre puso los ojos en blanco ante esa afirmación, pero él se encogió de hombros y siguió hablando con vehemencia; quería contárselo todo con lujo de detalles:

—Un día me atreví a hablarle de Janice, pero no le revelé que habíamos estado casados. Vos sabés lo que me cuesta hablar de todo lo que se refiere a ella, papá.

Joseph Masslow estaba cruzado de piernas, se sostenía el mentón con el pulgar y se pasaba el índice por los labios. Escuchaba a su hijo menor con atención y cierta sorpresa. No podía creer que le estuviera hablando de esa forma, nunca había sentido a Alex tan cercano. Pensó que confesar sus sentimientos y hablar de Paula le produciría alivio y lo confortaría; no quería interrumpirlo, quería que se desahogara, su hijo no estaba pasándolo bien.

—Paula empezó a recibir llamadas, papá. La amenazaban, la insultaban, le decían que se alejara de mí, era una situación imposible. Joseph se incorporó ligeramente ante esa última revelación—. La cosa es que las llamadas no cesaban, Paula estaba fastidiada y yo también estaba harto. Se comunicaban con ella a cualquier hora del día y desde teléfonos móviles descartables, imposibles de rastrear. Sólo pude averiguar que la acosadora era de Nueva York. Pero era tanta la presión que terminábamos discutiendo siempre.

—Eso último que me estás contando es muy grave, Alex.

—Lo sé, papá, aún intento desentrañar ese enigma, pero no lo consigo. El asunto es que recibió una llamada en que le mencionaron a Janice, nombre que ella ya había guardado en su mente, y le dijeron que era mi esposa, que yo estaba casado. Y ella lo creyó. Paula tuvo una relación anterior terrible, en la que el malnacido con quien estaba la engañó vilmente, y decidió meterme a mí en el mismo saco. Quise explicarle, pero no me dejó y a mí me ganó el orgullo. Por eso volví antes de tiempo de Buenos Aires. Después de pelearme con ella, ya no tenía sentido que me quedara. Antes de viajar, probé volver a hablar con ella, pero no entraba en razón. De todas formas, reconozco que no insistí lo suficiente, porque me enfadaba su falta de confianza y todavía me sulfura que me compare con la lacra que tuvo por novio.

»Me fue a buscar al aeropuerto el día que regresaba y no me detuve, la dejé llorando destrozada y es algo que no me voy a perdonar jamás, papá. —Hizo una pausa y cerró los ojos recordando—. Hace un tiempo que dejé de intentar hablar con ella, quiero olvidarla porque no me hace bien. Pero si acepta tu propuesta, trabajaré con Paula. Estoy de acuerdo con vos en que es la persona adecuada para el puesto, no puedo negarlo, pero dudo que acceda. Soy una basura para ella, papá, y no querrá compartir su día a día conmigo.

—¿Y no vas a intentar recuperarla, hijo? ¿No vas a hacerle ver su error? Alex, ¿por qué te castigás de ese modo? ¿Qué querés demostrar?

—No sé, papá, intento buscarle una explicación pero no la encuentro.

—Yo sí. Te culpás por la infelicidad de Janice y pretendés ser tan desgraciado como ella, pero no te das cuenta de que, con tu locura, también estás dañando a Paula.

—Ella también me hirió con su indiferencia y su desconfianza.

—Ponete en su lugar, Alex. La llamaban continuamente, la agobiaban con amenazas y después le contaron que no eras una persona libre. Todo eso sumado a lo que le pasó en su anterior relación... ¿Qué pensarías vos? Y, encima, dejaste que siguiera creyendo que estabas casado y que continuara atormentándose creyendo que nada entre ustedes había sido verdadero. Pienso que no quisiste decirle la verdad, porque cuando uno desea explicar las cosas, las grita como sea, por más que el otro no quiera escucharle.

—No voy a contarle la verdad, papá. Si conseguís que trabaje con vos, adelante, yo lo aceptaré, pero no voy a utilizar esa verdad para que ella se quede a mi lado.

—¡Mierda, Alex! Mezclás todo, hijo. Te escuché con paciencia, pero sos capaz de alterar hasta a la persona más beatífica. ¿Por qué sos tan necio? ¿Cómo querés que te perdone y te acepte, si no la ayudás a salir de su error? ¿Qué esperas? ¿Que acceda a tener algo con vos creyendo que estás casado? Alex, por Dios, hijo, estás buscando excusas para no ser feliz.

—No voy a hacerlo, papá, nunca he mendigado amor y no le voy a rogar a ella tampoco —concluyó el pequeño de los Masslow con enojo y salió del despacho de su padre dando un portazo.

En el pasillo se cruzó con Rachel.

—Hola, cariño.

—Ahora no, Rachel, no estoy para nadie —le espetó y le cerró la puerta en la cara. Se dejó caer en su sillón, tras la mesa, apoyó los codos en ella y se aguantó la cabeza con las manos, pero la mujer parecía no entender su rechazo porque abrió la puerta y se metió en el despacho. Él levantó la vista, incrédulo.

»Rachel, tuve un encontronazo con mi padre. ¿Podrías dejarme solo, por favor? No estoy de humor. —Ella rodeó su silla y lo abrazó por atrás.

—Sé que estás mal, Alex, y por eso quiero hacerte compañía, puedo consolarte si quieres —le habló al oído y le lamió la oreja.

Alex la agarró por las muñecas y la alejó de su cuello, se puso de pie y la penetró con la mirada.

—No, Rachel, no, nunca más volverá a repetirse, te lo dije en mi apartamento. No quiero parecer grosero pero no me dejas otra opción. Tomó su maletín, descolgó su abrigo y la dejó sola en el despacho—. Me voy, Alison, cualquier cosa desvía las llamadas a mi móvil.

—Muy bien, Alex, que tengas un buen día.

—Imposible, hoy me levanté con el pie izquierdo. Adiós.

—¿Dónde vas? —le gritó su padre en el pasillo—. Vení acá. Jeffrey está conmigo y voy a llamar a Buenos Aires.

Alex caminó tras su padre: el horno no estaba para bollos, pero, además, quería enterarse de lo que contestaba Paula.

El jueves a las 18.30 horas, Paula ya estaba en el aeropuerto de Ezeiza para facturar. Maximiliano la había pasado a buscar por su apartamento al salir del trabajo y la llevó a la terminal. Ella estaba nerviosa, él la abrazaba y le sobaba la espalda.

—Tranquila, todo irá bien —le dijo para tranquilizarla.

—Es que si me tiemblan así las piernas acá, no quiero ni imaginarme lo histérica que me voy a poner cuando me lo encuentre allá. Pasaron dos meses y medio y me duele tanto todavía, Maxi...

—Lo sé, amiga, pero vos sos fuerte y sé que vas a demostrarle tu profesionalidad.

Ese mismo jueves, cuando salía de la oficina, Alex se encontró con Jeffrey y Alison en el ascensor. Quería pedirles un favor y, aunque le costó muchísimo, al final se decidió:

—Alison, ¿sería mucho pedir que recogieras a Paula mañana en el JFK? Su vuelo llega a las 6.10 horas. Te lo pido a vos porque ella te conoce.

—No te preocupes, iremos juntos —se ofreció Jeffrey en solidaridad con su hermano.

—Perfecto. Muchas gracias, te paso su teléfono y así le avisás que la vas a estar esperando.

—Dale, pasámelo —dijo Alison. Ambos sacaron sus móviles, y su cuñada marcó el número de Paula y esperó a que ella contestara.

—Decile que te manda mi padre, por favor, no me menciones.

Ella asintió con la cabeza.

—Hola, Paula, habla Alison la secretaria de...

—Sí, sé quién sos, ¿cómo estás? —la interrumpió Paula.

—Bien, gracias, espero que vos también lo estés. Te llamo de parte del señor Joseph Masslow para avisarte de que mañana te recogeré en el aeropuerto. Siempre es bueno que a uno lo espere alguien conocido, por eso me lo pidió a mí —mintió la joven en tono amigable. Su cuñado le guiñó un ojo.

—Un millón de gracias, Alison, pero va a irme a buscar un amigo. La secretaria miró a Alex.

—Ah... muy bien. ¿Estás segura? Mirá que no me cuesta nada hacerlo.

—Lo sé, no te preocupes. De todas formas, te agradezco la atención. Cuelgo porque me toca el turno en el mostrador de facturación. Ya estoy en el aeropuerto, nos vemos el lunes.

—De acuerdo, que tengas muy buen viaje. Bye.

—¿Qué te dijo? —preguntó Alex ansioso—. ¿No quiso que fueras?

—En realidad, me dijo que... —dudó un poco antes de contárselo— un amigo la iba a ir a buscar.

—Ah...

Un silencio terrible se apoderó del lugar, nadie hizo ningún otro comentario hasta que se despidieron en el estacionamiento.

Paula estaba en la cola del mostrador de primera clase de American Airlines que, por suerte, estaba casi vacío. Después de entregar toda la documentación y de recibir la tarjeta de embarque, Maxi le ayudó a despachar las maletas y un agente de seguridad le puso unas etiquetas en el equipaje de mano.

—¿Quién te llamó?

—Era Alison, ¿te acordás de ella?

—Sí, la secretaria de Alex. ¿Qué quería?

—Decirme que el papá de Alex le había pedido que me recogiera en el aeropuerto.

—Ah, pero a vos te va a buscar Gaby, ¿no?

—Sí, eso le dije, aunque no hacía falta.

Paula y Maximiliano se despidieron.

—Pau, que tengas muy buen viaje ¡y no le aflojes al yanqui! «Agua que no mueve molino, deja que siga su camino», ¿me escuchaste bien?

—Tranquilo, Maxi, no tenés de qué preocuparte. Voy a extrañarte, amigo, dejo la oficina en tus manos.

Como viajaba en primera clase, gracias al clan Masslow, decidió hacer uso del privilegio y se dirigió al lounge de American Airlines para esperar la hora de embarcar. Ya en la cabina, guardó su equipaje de mano en el compartimento, sacó un libro de la cartera y se acomodó en su asiento. Mientras se hacían los preparativos para el despegue, le trajeron el menú y un aperitivo de bienvenida. «¡Guau, viajar en primera tiene muchos beneficios!», se sorprendió Paula.

El capitán comenzó con el discurso de bienvenida y dio los datos pertinentes del trayecto, clima, tiempo de vuelo y luego les pidieron que se abrochasen los cinturones. A las 20.25 horas, el avión empezó a desplazarse por la pista autorizada para el despegue y se elevó en el aire dejando atrás las luces de la ciudad de Buenos Aires. Satisfecha después de la cena y tras unas cuantas horas de vuelo, Paula se colocó los auriculares para aislarse de los ruidos y se propuso continuar con la lectura, pero se quedó dormida. Se despertó porque sentía frío y miró la hora; llevaba ocho horas y media de vuelo, buscó la manta y se tapó para intentar dormirse de nuevo, pero le fue imposible. Faltaban sólo cuatro horas para aterrizar en Nueva York y la ansiedad la había invadido. Sintió rabia por haber rechazado el ofrecimiento de Alison, porque pensó que, de no haberlo hecho, podría haber sabido algo de Alex antes. «¿Qué hará cuando me vea? ¿Qué haré yo? Seguro que me tiemblan las piernas y la boca se me reseca», reflexionó inquieta, pero sus pensamientos fueron interrumpidos por la azafata que llegaba con el desayuno. Después de dar cuenta de él, fijó la vista nuevamente en las manecillas y fue al baño para retocar su maquillaje; no quería llegar con cara de muerta y espantar a Gabriel, que estaría impecable. Volvió a su asiento y, para matar el tiempo, encendió su Mac y revisó el correo. Al rato, lo apagó y se percató de que el avión comenzaba el descenso. Su corazón comenzó a latir desacompasado, por fin iba aterrizar en Nueva York, la tierra de su amor. Aterrizaron puntualmente y, cuando las señales lo indicaron, empezó a prepararse para bajar. Se abrigó con un suéter extra que traía preparado, se anudó un pañuelo amarillo con arabescos en el cuello, a juego con su cinturón, y se puso una chaqueta de cuero también amarilla. Por último, sacó de su bolso sus gafas Ray Ban Clipper y se las colgó en la abertura de la chaqueta. Estaba lista para descender, pero entonces una de las azafatas se acercó a ella y le preguntó.

—¿Es usted la señorita Ana Paula Bianchi?

—Sí —contestó ella algo extrañada—. ¿Ocurre algo?

—No se preocupe, nos acaban de avisar que debe ser usted la primera en descender de la aeronave. La esperan en la puerta —le informó la chica.

Paula estaba realmente extrañada, era algo inusual, pero siguió a la auxiliar de vuelo. Cuando llegó a la salida, un hombre joven, de metro ochenta, ojos azules y cabello rubio le extendió la mano.

—¿Ana Paula Bianchi? Encantado, mi nombre es Alan Masslow, soy primo de Alex. —Con sólo escuchar su nombre, las piernas le temblaron—. Trabajo como funcionario de la empresa que opera en este aeropuerto —le explicó— y tengo indicaciones expresas de agilizarle todos los trámites para entrar al país. Le pido que me acompañe, por favor.

Alex le había pedido a su primo que se encargara de todo para demostrarle que pensaba en ella y se preocupaba.

—No es necesario que se tome estas molestias, señor Masslow, puedo hacer los trámites pertinentes como cualquier otro pasajero —le dijo, pensando que se lo contaría a Alex.

—Oh, de todas formas, permítame ayudarla, señorita Bianchi. Le aseguro que si mi primo se entera de que no lo he hecho, se disgustará y pensará que no he insistido lo suficiente. Además, para mí realmente no es ninguna molestia.

Ella sabía lo pertinaz que podía ser Alex.

—Muchísimas gracias y, por favor, llámeme Paula.

—De acuerdo, Paula, por aquí. Y llámeme Alan, por favor.

En menos de diez minutos, había terminado con todos los trámites, se acercaron a la cinta y su equipaje fue el primero en llegar. Alan la acompañó a la puerta y, antes de despedirse, le dio una de sus tarjetas de presentación.

—No dude en llamarme tanto en su próximo viaje —le dijo— como cuando parta. Llámeme —volvió a repetir—, será la primera en subir al avión.

—No es necesario, de verdad, pero aprecio enormemente las molestias que se ha tomado, ha sido un placer.

Paula le extendió la mano y, con las maletas en el carrito, salió. Como el aeropuerto aún estaba vacío, no le costó mucho divisar a Gabriel, que estaba sentado leyendo el periódico, ajeno a su llegada.

La noche anterior, Alex no había pegado ojo. Su cabeza se había convertido en un hervidero desde el momento en que Alison había llamado a Paula y ella le había contado que un amigo la esperaría en el aeropuerto. Temblaba pensando en quién sería y qué lugar ocuparía en su vida.

A pesar de que su padre le había pedido que se mantuviera alejado, él no había resistido la tentación y había ido hasta el aeropuerto para verla llegar, aunque fuera desde lejos. Camuflado tras una columna, la vio salir y se le cayó la baba recorriéndola con la mirada. Esos vaqueros le quedaban como un guante. «¡Por Dios, qué buen culo tiene!», pensó y añoró tenerlo entre sus manos, se imaginó apretándolo con fuerza hasta que sus dedos se pusieran blancos.

Paula estaba muy atractiva, más aún de lo que la recordaba. Tenía tanto estilo que todos se giraban para mirarla y sintió celos de los ojos lujuriosos que recorrían su cuerpo en la terminal, pero más celos sintió al recordar que ella no se había vestido así para él, sino para su amigo que la iba a ir a recoger. Paula caminaba con decisión en dirección a los asientos y Alex observaba la escena. Ella se detuvo junto a un tipo que leía el diario y habló con él. «¡Mierda, ¿quién es ése?», maldijo Alex.

Gabriel la abrazó, aunque ella se notó esquiva, con una mano aferrada al bolso y con la otra, sosteniendo el de mano, para no devolverle el abrazo, y Alex lo notó. «¡Soltala ya! ¿No te das cuenta de que le incomoda que la abraces?», se dijo para sí y tuvo ganas de acercarse, de ser él quien le diera la bienvenida, pero sabía que no era prudente hacerlo. Apretó el puño hasta que los nudillos se le pusieron blancos y contuvo las ganas de salir a su encuentro.

Muy pronto, Paula y ese tipo se pusieron a caminar. El idiota sin nombre se hizo cargo del equipaje y a ratos se quedaba atrás para mirarle el trasero. Alex tuvo la impresión de que ella estaba más delgada.

Alexander se fijó en el coche en que guardaban el equipaje y, como el suyo no estaba lejos, los esperó y los siguió pacientemente. Por suerte, fueron a The Peninsula Hotel, en la Quinta Avenida, donde él mismo había efectuado la reserva de una suite un poco excesiva, considerando que estaría sólo unos días, pero quería ofrecerle todas las comodidades.

—Paula, tu jefe consiente mucho a sus empleados, ¡mirá la suite que te reservaron! —exclamó Gabriel y emitió un silbido al ver el lujo de la habitación. —Sabía que era un buen hotel, pero no imaginé que te cuidarían así. ¡Te consideran alguien muy importante!

Paula sacó unos dólares para darle al botones que había llevado su equipaje. No sabía qué decir, ella estaba más atónita aún. Desde que había bajado del avión, las cosas habían sido un poco irreales. La deferencia de Alan en los trámites de migración había sido a petición de Alex. Entonces pensó en la llamada de Alison. «¿La habrá hecho llamar él? ¿Y esta suite? ¡Es un gran derroche! ¿Por qué tanta cortesía? Quizá tenga sentimiento de culpa», pensó mientras movía la cabeza. Estaba segura de que Alex tenía que ver algo con eso también y se sintió halagada, pero también abrigó mucha rabia. Gabriel le hablaba pero ella no lo escuchaba, sumida en sus pensamientos, atando cabos, hilando todo con minuciosidad.

—¡Hey, Pau! —La zarandeó ligeramente para devolverla a la realidad—. Veo que estás cansada, mejor será que te deje para que descanses y nos vemos esta noche. Te llamo más tarde.

—Dale, Gaby, disculpame, estoy destrozada porque dormí muy poco en el avión. Siento mucho que te hayas tenido que levantar tan temprano por mí, pero te lo agradezco enormemente.

—Nada de sentirte afligida, me encantó que me llamases para avisarme de que venías. Y más aún me gusta que estés en Nueva York.

Gabriel le dio un beso en la mejilla y le masajeó los hombros, luego desapareció tras la puerta de entrada.

Alex estaba fuera del hotel esperando que el tipo ese se fuera y respiró aliviado al verlo partir, pero calculando lo que había tardado, dedujo que había subido a la habitación.

—¡Maldita suerte! —exclamó en voz alta mientras golpeaba el volante de su deportivo. No quería irse a Italia.

En cuanto se quedó sola, Paula se acercó a la ventana y observó Central Park. Comenzó a recorrer todas las estancias de la suite y se maravilló de las comodidades que Mindland había dispuesto para ella durante su estancia en la ciudad. Aunque no lo sabía a ciencia cierta, estaba segura de que la mano de Alex tenía que ver algo en todo eso. Se le dibujó una sonrisa en la cara.

—¡Paula, no podés alegrarte de que un hombre casado, que te mintió desde el primer día, te cuide! Nunca podría darte suficiente, nunca sería completamente tuyo, debés olvidarlo —dijo en voz alta para convencerse.

Se quitó la chaqueta y los zapatos y miró la hora. Eran poco más de las 7.15 horas y lo que más deseaba era darse un buen baño. Así que fue hasta el jacuzzi y abrió los grifos, se deshizo del suéter y del pañuelo y volvió a la habitación, donde se desvistió hasta quedar en ropa interior. Empezó a deshacer el equipaje y abrió los armarios, que olían a limón. Los dejaría abiertos para que se ventilasen. Volvió al baño, donde se despojó de su ropa interior y, al estirarse para coger unas botellitas que descansaban en el borde de la bañera, recordó el día en que se desnudó con audacia frente a la estupefacta mirada de Alex, sonrió y sacudió la cabeza.

Ya dentro del jacuzzi y en contacto con el agua caliente, su cuerpo se relajó de inmediato. Descansó su cabeza en el borde para disfrutar aún más, pero las escenas de aquel día en el Faena siguieron enturbiando su mente. Evocó el torbellino de agua que se había formado alrededor de sus cuerpos mientras ella cabalgaba sobre el duro pene de Alex e, inconscientemente y mientras recreaba la escena, comenzó a tocarse y a darse placer con los dedos. Con la penetración y el orgasmo aplastante que Alex le había hecho sentir ese día en la memoria, llegó al clímax con sus propias manos, pero se sintió atormentada y las lágrimas empezaron a brotar sin contención. Sentía una angustia incontrolable al saber que nunca más podría estar entre sus brazos.

Decidida, tiró del tapón para que el agua se fuera. Necesitaba deshacerse de sus pensamientos, así que se levantó y se colocó una bata del hotel. Comenzó a colocar su ropa en el armario y llamó a su madre y a Maxi, para avisarles de que había llegado bien y ya estaba instalada.

Cualquier mortal, después de haber viajado durante más de doce horas, se habría metido en la cama para descansar, pero desde que había puesto un pie en Nueva York estaba exaltada y con el corazón desbocado. Así que pensó qué hacer y decidió ir a recorrer los alrededores. Se vistió con unas mallas imitación cuero de color negro, una camiseta de manga larga y un jersey de cachemir; se calzó unas botas de caña alta con tacón, enroscó un chal en su cuello y cogió el bolso y las gafas. Se abrigó con una chaqueta de lana y cuero negro y salió del hotel.

Un fuerte viento le golpeó en la cara, pero no la detuvo porque estaba abrigada. Inspiró con fuerza para llenar sus pulmones de aire y miró el cielo neoyorquino y a los alrededores mientras se ponía unos guantes de cuero. Heller, apostado a unos metros de la puerta, se escondía dentro de un automóvil con vidrios tintados. La reconoció de inmediato y, sin dilación, marcó el número de teléfono de su jefe.

—Señor, acaba de salir del hotel y camina por la Quinta Avenida en dirección al distrito financiero. Creo que está disfrutando de la ciudad, porque va con su móvil en la mano y recién se paró frente a la catedral de St. Patrick para sacar una foto.

Alex sonreía en silencio al otro lado del teléfono y se preguntaba por qué no se había quedado a descansar en el hotel.

—No cortes, andá diciéndome el recorrido que hace y que no te vea, por favor —le pidió, aunque sabía que su chófer era muy precavido. Alex oía la respiración de Heller mientras caminaba tras Paula.

—Señor, se ha desviado hacia el Rockefeller Center. —Silencio otra vez—. Ya llegó.

—¿Entró?

—No, está parada enfrente haciendo fotos. Ahora vuelve a la Quinta Avenida en dirección al hotel.

De fondo, Alex podía oír el murmullo de la calle.

—¿Entró en el hotel?

—No, siguió de largo, está mirando las tiendas de la avenida.

Alex no había podido controlarse y, mientras Heller le indicaba el trayecto que Paula recorría, se había subido a su deportivo y había salido en su busca. Sabía que su padre lo iba a matar cuando se enterase, pero saber que se iba a Italia esa misma tarde lo desesperaba, y su deseo había sido más fuerte que la razón. Encontró un aparcamiento cercano, bajó despedido del coche y empezó a correr.

—¿Dónde está?

—Casi llegando a Gucci, señor.

—De acuerdo, cortá Heller, ya la veo.

Intentó serenarse. Ahí estaba, había cruzado la calle. Alex sacó su teléfono y fingió estar hablando y, por poco, no se la lleva por delante. Heller, a pocos metros de ellos, veía lo que su jefe acababa de hacer y se reía pensando en la cantidad de estupideces que puede hacer uno cuando se enamora. Alex guardó su teléfono y fingió un encuentro fortuito, más falso que Judas. Se quedaron frente a frente por un instante, estudiándose, midiéndose. El mentón de Paula temblaba y a él le temblaba el alma. Hubiese querido abrazarla, pero se conformó con un saludo.

—Hola —contestó ella tímidamente.

—¿Ya llegaste? —Fue lo más estúpido que se le ocurrió decir.

—Sabías muy bien el horario de mi llegada, puesto que enviaste a tu primo por mí —replicó ella tajante—. Por cierto, gracias.

Alex reprimió una sonrisa.

—De nada, ¿qué haces por acá?

—Supongo que lo que toda turista, recorrer la Quinta Avenida. —No dejaban de mirarse a los ojos; los de él bailoteaban incesantemente y los de ella se iban a su boca sin querer.

—Claro, claro —dijo Alex, satisfecho porque le estaba siguiendo la conversación y no le había escupido en la cara.

—¿Y vos? —preguntó Paula.

—Vine a buscar unas camisas a Gucci. Esta tarde viajo a Italia.

—Ah, claro, es la marca que usás.

—¿Me acompañás? No tardaré, luego podríamos tomar un café, ¿qué decís? —Ella lo miró con seriedad y él agregó—: Por favor, Paula, es sólo un café.

«Me haría muy feliz», pensó ella, pero se resistía.

—No creo que sea correcto —le respondió.

Él quiso cogerla de la mano, pero ella la levantó y se aferró a su cartera.

—Por favor, Paula —se pasó la mano por el pelo—, por favor —y esta vez fue casi una súplica.

Ella no contestó, pero deseaba casi tanto como él ese encuentro. Entonces simplemente giró y entró en la tienda, Alexander suspiró con fuerza, cerró los ojos sin poder creerlo y la siguió.

—Señor Masslow —lo saludó el vendedor que siempre lo atendía y se mostró extrañado, pues ya había estado allí sólo un par de días atrás.

Alex deseó que Ettore no hiciera ningún comentario y le hizo un gesto de silencio con su dedo índice por detrás de Paula.

—¿En qué puedo ayudarlo? ¿Algo para usted o para la señorita, tal vez?

—Vengo por unas camisas, Ettore.

—En ese caso, señor, sígame, por favor. ¿Algo en especial o quiere ver el nuevo género?

—Enséñemelo.

El vendedor entendió de inmediato a Alex y no hizo ningún comentario. Le mostró algunas camisas y Paula se interesó por una azul de rayas casi imperceptibles. Alexander la observaba. Eligió algunas para probarse y Ettore se extrañó, porque él nunca entraba al vestidor, simplemente se las llevaba y, si no le iban, las devolvía.

—Veré cómo me quedan éstas y también la que tiene Paula.

—Muy buena elección, señorita, es la última que ha entrado y me atrevo a decir que combinará con el color de ojos del señor.

—Sí, claro, yo he pensado lo mismo —intervino ella con timidez. La situación era muy extraña.

Ettore los guió hasta la zona de probadores y, aunque ella insistió en esperarlo en la zona de ventas, Alex también se obstinó en que le diera su opinión. Paula, bastante accesible ese día, se sentó cómodamente a esperar.

Alexander desfiló con las camisas puestas para Paula. Ésta, al principio, daba su opinión con modestia, pero luego tomó confianza y, en una ocasión, hasta le tocó la espalda para decirle que la prenda le quedaba demasiado ajustada y le hacía arrugas. Para dilatar el momento, Alex se probó ocho camisas y se decidió, al final, por la que ella había elegido y tres más que había seleccionado él. Ettore le trajo una jarra con café y dos tacitas, pero Alex temió que si Paula se tomaba el café en el establecimiento, desistiría luego de su invitación y lo rechazó.

Volvieron donde estaba el vendedor y éste salió a su encuentro.

—¿La señorita no quiere pasar al sector de damas, para ver algo para ella?

Alex la tentó con una mirada y una sonrisa y ella se sintió sucumbir ante su expresión. Lo adoraba y sólo esperaba que él no lo advirtiera.

—No, gracias.

Pero él quería tirar de la cuerda hasta donde pudiese y, si de alargar el momento se trataba, iba a intentarlo todo.

—Veamos, seguro hay cosas que te quedan bien.

—No.

—Vamos, Paula, no compres nada, pero miremos aunque sea. ¿Acaso no estabas haciendo eso cuando nos encontramos?

—No, Alexander, prefiero irme —dijo y fue tajante.

—Está bien, permíteme pagar antes.

No quería arruinar el momento, estaba feliz por cómo estaba saliendo y no insistió más. No podía quitarle los ojos de encima, ¡estaba tan sexy con esas mallas...! La traspasaba con la mirada y hubiese querido arrastrarla al sector de damas y comprárselo todo. En vez de eso, le entregó su tarjeta con resignación a Ettore, que no tardó demasiado en volver con la Morgan Palladium y las compras. Alex firmó los recibos y entregó una sustanciosa propina al empleado, que se mostró muy agradecido.

—Ese vendedor te conocía muy bien.

—Siempre me atiende él —le explicó mientras salían del local.

—Es amable y muy discreto.

—Sí, Ettore me cae muy bien.

Alex la guió hasta su coche, y le abrió la puerta. Después guardó los paquetes en el maletero y subió.

Se colocó el cinturón y las gafas de sol y condujo rumbo a Ferrara, una cafetería que quedaba a escasas manzanas de su casa. Si todo salía como esperaba, terminarían en su apartamento.

Alex no daba crédito a que ella estuviera sentada a su lado e intentaba aspirar su perfume con discreción; Paula se había puesto J’adore y él tuvo la impresión de que nada había cambiado. Se sintió confiado en que lograría reconquistarla y deseó apoyar su mano en la pierna de ella, pero sabía que aún no podía.

Ella estaba muy callada y pensó que no era bueno dejarla pensar.

—Podríamos ir a un Starbucks —dijo él para romper el silencio—, pero quiero llevarte a que pruebes el mejor cheesecake de Nueva York —le explicó con una enorme sonrisa, esa que a ella tanto le gusta y la miró por encima de las gafas. Paula respondió con una, un poco tímida y no terció palabra—. ¿O preferís un Starbucks? —Alex creyó conveniente dejarla elegir, para que no se sintiera presionada.

—No, está bien, vayamos donde vos decís.

Llegaron a Ferrara, que estaba hasta los topes. Como de costumbre, mientras subían la escalera, Alex le apoyó ligeramente la palma de su mano en la cintura y la guió. «¡Dios, cuánto extrañaba ese contacto con ella!», pensó. Paula, por su parte, tuvo la misma sensación que cuando habían entrado en Tequila la primera vez; el contacto con él era exquisito. No había muchos lugares para elegir, así que optaron por el más alejado del hueco de la escalera, se quitaron los abrigos, los colgaron en el respaldo de los asientos y Alex se quedó de pie hasta que ella se sentó, para acercarle la silla.

—Gracias.

Se acomodó frente a ella y desplegó la carta, acercándose por encima de la mesa lo más que pudo. Con el dedo, le indicó la línea donde decía «New York Cheesecake “The Original”».

—¿Lo pedimos?

—Veamos cuán rica está —contestó ella.

—¡Ah! Te aseguro que es la mejor, aunque no hay helado de arándanos. Podríamos pedirlo de fresa.

—Con el pastel es suficiente.

—De acuerdo. ¿Comiste cannoli alguna vez?

—No.

—Apuesto a que te gustarán, los pediré para que puedas probarlos. ¿Qué querés tomar? Si me permitís te recomiendo el capuchino, lo sirven con doble espuma; de todas formas, el café con leche es muy bueno también.

—Un capuchino entonces —se rindió ella mientras luchaba con sus pensamientos.

—De acuerdo, yo pediré un expreso doble.

La camarera se fue con el pedido.

—¿No vas a la oficina hoy?

—No, me tomé el día libre. A las 16.35 horas sale mi vuelo a Milán.

—Supongo que vas a supervisar el local de Vittorio Emanuele II.

—Sí, se inaugura este fin de semana. —«Mi amor, podríamos ir juntos si quisieras», se ilusionó él. Era obvio que ella estuviera al tanto de la apertura en Europa.

—¡Mindland en el Salón de la Moda! Entrar en el mercado europeo es realmente un gran logro... Supongo que debés de estar muy feliz.

—Sí, aunque no tanto como querría —le confesó con sinceridad. No lo estaba disfrutando porque todos sus pensamientos, durante la mayor parte del día, estaban destinados a ella y no a sus triunfos laborales.

—¿Por qué? Tendrías que estar muy feliz. —Y sus palabras sonaron casi como una llamada de atención.

—Bueno, si me lo ordenás con esa vehemencia, de acuerdo, te diré que estoy feliz —aceptó con una sonrisa y en tono de broma, aunque reflexionó: «Podría estarlo mucho más si lo compartiera con vos. No tenerte a mi lado hace que me sienta desgraciado en todo». No obstante se calló.

—Gracias por la suite en el hotel, es bellísima y muy espaciosa. En realidad, pienso que es una exageración, sé que tuviste algo que ver con eso —lo sorprendió ella—. No era necesario, de verdad.

Él le sonrió con timidez y se justificó:

—Sólo quiero que estés cómoda durante tu estancia en Nueva York. Siempre deseo lo mejor para vos.

—Hoy fui bastante grosera cuando lo mencioné, pero dejame agradecerte como corresponde que enviaras a tu primo, esta mañana, a que me agilizara la entrada al país.

—Era lo menos que podía hacer, no me costaba nada.

—¿Te sentís culpable? —preguntó Paula a bocajarro—. ¿Y por eso me brindás tantas atenciones?

Alex clavó su mirada azul en los ojos de ella y pensó: «¿Por qué no podés darte cuenta de cuánto te amo?».

—¿Es eso lo que creés?

—Vos sabrás, es tu conciencia, no la mía. —Ella no bajó su mirada y él tampoco. Respiró hondo y le contestó:

—No, Paula, no me siento culpable por nada. No tengo por qué sentirme culpable, sólo me preocupo por vos, por tu comodidad y por tu bienestar.

Se expresó en un tono calmo y sincero, aunque sentía la urgencia de huir de esa conversación que no estaba resultando como él pretendía. Paula empezó a sentirse invadida por la ira y, por más que deseaba echarse en sus brazos y que la contuviera, sus palabras le resultaban vacías. «Lo tengo frente a mí —se dijo—, es tan hermoso, es irresistible. ¡Cómo quisiera tocar su mentón a contrapelo, besar sus ojos y sostenerle la frente! Pero ¿cómo puede ser que desee tanto a este hombre que sólo se ha burlado de mí?» Paula no podía apartar a sus demonios de su mente.

Llegó el pedido y Alex se mostró expectante en el momento en que ella probó el cheesecake. Esperó a que tragara y le preguntó:

—¿Y? ¿Te gusta?

—Mmm, delicious—exclamó extasiada con el sabor de la tarta.

—Sabía que lo valorarías.

Él disfrutaba con su placer, aunque su gesto no era comparable al que tenía durante un orgasmo. ¡Dios, cómo deseaba verla otra vez así, extasiada en sus brazos y sentirse culpable de su placer! ¡Cómo deseaba hacerla vibrar pegada a su cuerpo, unida a él, y que le dijera palabras sucias al oído para llevarlo hasta el clímax!

Quiso tocarle la mano pero ella la retiró. Él la miró fijamente a los ojos porque necesitaba ese contacto con su piel, pero ella se lo negaba.

—Necesitamos hablar, Paula, y discutir lo que desencadenó que hoy estemos de esta forma, tan distantes.

—No quiero hablar de eso, creo que te confundiste cuando acepté tomar un café. Sólo lo hice porque sé que, tarde o temprano, vos y yo vamos a tener que trabajar juntos y quiero demostrarte que puedo ser tu amiga y que puedo ser cordial para conciliar un marco de trabajo ideal.

—No quiero ser tu amigo, Paula, no hubo un día en que no pensara en vos, no te imaginás cómo me he sentido. «Yo también pensé todo el tiempo en vos, mi amor, pero lo nuestro sencillamente no puede ser, jamás aceptaré ser la otra», reflexionó Paula dolorida, pero se recompuso y dijo:

—Lo siento, vos y yo sólo podemos ser amigos. —Sus palabras lo hirieron enormemente, fue un puñal en el pecho para Alex. Estaba abatido.

—Yo quiero ser más que tu amigo —terció él.

—¿Mi amante?

—Entre otras cosas, quiero ser tu pareja, tu novio, tu prometido, tu todo.

—¡No me hagas reír! —se carcajeó—, no podés ser todo eso que decís.

Alex respiró hondo intentando tranquilizarse, quiso volver a cogerla de la mano, pero ella volvió a retirarla.

—¿Por qué me tratás así? ¿Por qué no confiás en mí? ¿Por qué para vos tiene más valor la palabra de alguien desconocido que la mía? ¿No te das cuenta de que esa persona lo único que buscó, desde que comenzó a llamarte, era esto? Quería separarnos, ¿por qué no me creés?

—¿Qué me vas a decir Alexander? ¿Que Janice nunca ha existido? ¿Qué historia vas a inventarte?

Alex insistió en tomarle la mano, no le salían las palabras, era una sensación muy extraña.

—¡No me toques! —le gritó ella y el tono que utilizó hizo que él estallara.

—¡Que no te toque...! Claro, la señorita no quiere que la toquen. ¿Por qué no querés que te toque? Ya lo sé, porque ya tenés a alguien que lo haga, ¿no? El moscardón ese, el que te fue a buscar al aeropuerto, lo hace y no decís nada. A él lo dejaste que te abrazara y te besuqueara hasta que se hartó.

—¿Me mandaste espiar? —preguntó ofuscada.

—No —contestó él y la miró ceñudo—, yo estaba ahí, yo te fui a buscar.

Paula estaba atónita. Jamás hubiese imaginado que Alex estuviera allí cuando bajó del avión. Él siguió:

—¿Cómo pudiste pensar que no iba a hacerlo? Por más que a Alison le dijeras que te irían a buscar, supuse que sólo rechazabas la oferta y fui igual... y te vi con ese idiota.

—Bajá la voz, Alex, todos nos miran. Gabriel es sólo un amigo —le explicó aunque no tenía por qué hacerlo.

—¡Cuántos amigos tenés! Ahora te surgen amigos de la nada y por todas partes —repuso él con sorna—. Ése no te mira como si fuera tu amigo, lo aprendí de Maxi, que sí lo hace. Pero ese idiota no. Cuando caminabas no dejaba de mirarte el culo, el muy bastardo.

—No me molestes con estupideces, Alex, ni te pongas celoso. No me interesan tus celos, aunque creo que, en realidad, es todo una pantomima, porque sé que fingís muy bien. Mi trato con vos es sólo laboral, exclusivamente eso.

Él estaba muy dolido y no era capaz de expresar su amor. Había vuelto a estallar de rabia, los celos de esa mañana lo habían consumido.

—¡Ah! ¿Te molesto? Bueno, al menos todavía te provoco algún sentimiento. ¿Sabés qué, Paula? Terminate el cheesecake y el capuchino que te llevo al hotel, tengo cosas que preparar para mi viaje y estoy acá perdiendo el tiempo con vos.

—Yo no te pedí que perdieras el tiempo conmigo, vos insististe. ¿Sabés qué, Alex? No te preocupes, andate a la mierda. Vuelvo en metro o en taxi o en lo que sea.

—Como gustes, señorita mal hablada.

Alex sacó su cartera, dejó cien dólares porque no tenía cambio. Sacó a tirones la chaqueta de su silla y se fue dejándola sola. Paula estaba roja de vergüenza, sentía que todas las miradas se cernían sobre ella. Cogió su abrigo y, mientras se lo ponía, comenzó a bajar la escalera; como mínimo, pensó, no estaba llorando. «¿Y ahora cómo me voy? No sé dónde carajo estoy. Bueno, sé la dirección del hotel, regresaré en un taxi.»

Cuando salió a la calle, Alex la esperaba cruzado de brazos, apoyado contra el Alfa-Competizione. Estaba para comérselo, incluso enfurruñado no perdía su encanto. Fingió no verlo y siguió caminando, pero él dio dos zancadas y la agarró del brazo.

—¿Adónde creés que vas? Vamos al coche, te llevo al hotel.

—¿Perdón? ¿Con qué derecho me hablás así? Afuera de Mindland no soy tu empleada para que te pongas autoritario. Además, no quiero quitarte más tiempo, soy demasiado poca cosa para hacerlo, señor Masslow remarcó sus palabras.

—No seamos infantiles.

Ella se soltó de su mano y siguió caminando. Él no atinaba con las palabras y sólo conseguía enfadarla más. Se dio prisa y se apostó frente a Paula, la agarró de los hombros con la esperanza de que Dios lo iluminara y ella comprendiera, quería que lo viera en sus ojos.

—No seas terca, vamos, dejemos de hacernos tanto daño.

—No, Alex, no, dejame. —Él no pudo contenerse. Estaban tan cerca que la tomó a la fuerza y la besó. Ella respondió al beso, porque también lo deseaba. Sus lenguas chocaban desenfrenadas, se golpeaban con fuerza. Entregados, se hurgaron la boca presos del deseo que cada uno había contenido en los últimos dos meses y medio, pero, entonces, ella reaccionó y se apartó. Él quiso besarla otra vez y ella se tiró hacia atrás, levantó la mano y le estampó una bofetada en la cara.

Alex estaba furioso, le dedicó una última mirada furibunda y se volvió a su coche. Paula siguió caminando en dirección contraria sin detenerse, le temblaban las piernas y estaba arrepentida de su arrebato, pero, aun así, no se detuvo ni intentó frenarlo a él. Alex subió al vehículo y arrancó haciendo rechinar los neumáticos y Paula se quedó mirando cómo se alejaba. Tocó su boca y comenzó a llorar; se paró en medio de la acera y se arqueó mientras berreaba desencajada. Ya un poco más calmada, buscó un pañuelo en su bolso para secarse las lágrimas, pero no podía parar de moquear.

Alex no lograba entender que se hubiera arruinado todo, lo de ellos no tenía solución, pensó. Empezó a chillar como cuando era un crío y sus hermanos mayores se burlaban de él. Lloraba y se secaba las lágrimas con el puño de la chaqueta y sorbía la nariz. Llegó a su casa, fue a su dormitorio y se dejó caer en la cama abatido, sin fuerzas.