Capítulo 16
PAULA salió despedida del aeropuerto. Después de ver cómo Alex se marchaba, no podía parar de llorar, estaba desconsolada. En el aparcamiento, se metió en el coche y esperó hasta divisar en el aire el vuelo que se llevaba a Alex; no tenía consuelo. «Adiós, amor mío, te has llevado un pedazo de mi vida. Adiós, Ojitos.»
Alex le había destinado una última mirada fría y carente de sentimientos y se había ido para siempre.
Cogió un pañuelo de papel y se sonó la nariz, secó un poco su rostro, aunque las lágrimas no paraban de emanar, se colocó el cinturón de seguridad y puso en marcha el coche para emprender el regreso a su casa. Estaba dolida, se sentía machacada. Desde el mando del volante, encendió la radio a la espera de que el locutor llenase con su voz los silencios de la lluviosa y oscura noche; necesitaba no sentirse sola y abandonada. Oía las palabras que salían de los altavoces sin encontrarles sentido, eran sólo ecos que retumbaban en su atormentada cabeza.
Comenzó a sonar Sin ti, de Lara Fabian. La letra parecía hecha para describir el momento que estaba viviendo:
Sin este abrazo al despertar, sin tus gestos al hablar, sin tu complicidad.
Sin tus planes imposibles, sin tu amor
y el resto que me queda de dolor, ¿qué haré
con este corazón herido?
Sin tus promesas de papel, sin un sorbo de tu amor emborrachándome, sin un beso sobre el beso que te di.
Tu cuerpo acostumbrándome.
¿Qué haré sin ti, con este corazón herido?
Sin los sueños que soltamos a volar.
Las páginas escritas por azar.
¿Qué haré si ya no estás aquí conmigo?
Mientras lloraba con desesperación, golpeaba el volante con el puño y alternaba, aumentando, los cambios de marcha. «¿Cómo puede uno hacerse tan dependiente de otro ser humano? —pensó—. ¿Cómo haré para olvidarte si a tu lado he conocido la cara del amor verdadero amor?»
Iba cada vez más rápido, la autovía se estrechaba a esa velocidad y, considerando el estado de la calzada mojada, conducía de una forma verdaderamente imprudente, pero nada le importaba. Siguió a toda marcha mientras las frases de la canción se clavaban como un puñal en su maltrecho corazón.
Esa mirada gélida de Alex le había partido el alma en mil pedazos; era evidente que ya no le importaba. Regresaba a su mundo, a su vida, a un lugar donde ella no había tenido nunca un espacio. Sólo le había dado migajas de su cariño, un amor a medias, afecto con fecha de caducidad, como ella siempre le había dicho. Su lugar estaba al lado de otra, alguien con nombre pero sin rostro, alguien que, a partir de entonces, sería la destinataria de sus sonrisas, de sus caricias, de sus susurros y de todos sus gemidos. ¡Cómo iba a extrañar sus tonteos y sus falsas palabras de amor! Seguía sin entender por qué había desplegado tantas atenciones con ella. ¿Por qué la había seducido con tanto ahínco si, en realidad, no la amaba? Pero muy pronto encontró la respuesta. Él era así, un seductor nato, un macho alfa orgulloso e indolente. Desde el primer momento, ése había sido su proceder. Después lo había endulzado todo con bellas palabras y promesas que jamás iba a cumplir. La llenó de sueños, la hizo sentir enteramente mujer y la bebió entera, para su propia satisfacción. Paula se sintió crédula, una niñata ingenua, cándida e inexperta. Entonces se dijo: «¡Cuán cierto es que el hombre es el único animal capaz de tropezar dos veces con la misma piedra!».
Concluyó que Alex se había aprovechado de su necesidad de sentirse amada y protegida, y también de su vulnerabilidad. Las lágrimas brotaban de sus ojos con el mismo ímpetu que sus tristes pensamientos manaban de su cerebro. De pronto, hizo una mala maniobra y rozó el guardarraíl, desaceleró, intentó reconducir el coche; fueron segundos interminables y todo se convirtió en un agujero negro con dos profundos ojos azules que la cegaban. Bloqueada por la situación, apretó el freno a fondo y terminó haciendo un trompo en medio de la autovía. Las luces de la carretera giraban a su alrededor, pudo estabilizar el coche de milagro y no volcó. El airbag se accionó de inmediato con la sacudida y, aunque perdió el sentido por unos momentos, cuando volvió en sí se sintió aturdida y con un fuerte dolor en el hombro izquierdo. La sirena de la ambulancia se oía acercándose y no tardaron en sacarla del vehículo y asistirla. El dolor del hombro no la dejaba pensar, era insoportable, y deseó que Alex estuviera a su lado para arrullarla en su pecho. Entonces volvió a recordar esa mirada insensible que él le había dedicado en el aeropuerto. «¡Cómo duele», se dijo, y era casi tan punzante como el dolor físico que sentía en el hombro.
Le colocaron un collarín y le inmovilizaron el brazo antes de subirla a la camilla. La doctora le hablaba, pero ella parecía no escucharla, no paraba de llorar. Cuando pudo calmarse un poco, dentro de la ambulancia, le pidió que buscara el teléfono en su bolso para llamar a Maximiliano. Le saltó el contestador, entonces cortó y probó con Mauricio.
—Hola, Paula.
—Choqué.
—¡Mierda, Paula! ¿Dónde estás? ¿Estás lastimada?
—Estoy en una ambulancia, me están llevando al hospital —le contó entre sollozos, estaba tan desconsolada que a su amigo le costó entenderla.
—Pero ¿vos cómo estás? ¿Cómo te sentís? ¿A qué hospital te llevan?
—Me duele mucho el hombro, sólo eso y el susto, por poco me mato, Mauricio.
Paula le preguntó a la doctora a qué hospital la llevaban y se lo dijo a su amigo.
—No te preocupes —respondió él con diligencia—, ya salgo para allá. Tranquilizate, por favor.
—Está bien, te espero. Maxi no me contesta.
—Yo le aviso, no lo dudes.
Ingresaron a Paula por urgencias, donde el médico de guardia la examinó y ordenó hacerle una radiografía. El dolor era tan intenso que chillaba sin parar y los médicos le hablaban para calmarla.
—Relajate, ya hablaste con él. Alex va a venir al hospital pronto, no llores más.
Paula cayó en la cuenta de que, entre sus sollozos incoherentes, había llamado a Alexander. «¡Qué ironía!», pensó.
Como les dijo que había perdido el conocimiento unos instantes, le hicieron una tomografía de cerebro por precaución y, después, la trasladaron de nuevo a la sala. Allá encontró a Mauricio y Clarisa en el pasillo. Su amigo la cobijó en sus brazos y ella se aferró a su cuello, volviendo a lloriquear y quejándose del fuerte dolor en el hombro. Mientras esperaban los resultados de la prueba, permitieron que su amigo entrase con ella para calmarla. Éste estaba preocupado, se pasaba constantemente la mano por el pelo y le decía palabras suaves para consolarla, pero él no era bueno para eso. Deseaba que Maxi llegara pronto.
—¿Dónde ibas cuando tuviste el accidente?
—No te enojes. Volvía del aeropuerto de ver cómo se iba Alex en un avión —le respondió con hilito de voz y entre sollozos.
—Pero ¿para qué fuiste?
—Necesitaba verlo por última vez, precisaba ver cómo se marchaba. A la vuelta, conducía a alta velocidad y perdí el control del coche y casi vuelco, hice un trompo antes de poder detenerme —le contó llorando.
—¡Menos mal que no chocaste con otro vehículo, Paula! ¿No tenés sentido de la supervivencia? Parece que quisieras destruirte.
La reprimenda de su amigo la llevó a contener sus espasmos. Mauricio estaba muy enfadado y le soltó un discurso interminable; una sarta de palabras que salieron de su educada boca de abogado con aspereza.
Llegaron con los resultados y, por suerte, la pérdida de conocimiento había sido producto de los nervios, sólo tenía el hombro dislocado y no había evidencia alguna de fractura, así que efectuaron una maniobra para ponérselo en el lugar. Paula gritó de dolor. Mauricio la sostenía e intentaba tranquilizarla, mientras el médico hacía su trabajo. Al final, le dieron un calmante para el dolor y salió de la sala con el brazo en cabestrillo, apoyada en el hombro de su amigo. Maximiliano acababa de llegar.
—Paula, ¡qué susto nos diste! —exclamó y la abrazó con mucho cuidado, al igual que Clarisa.
—Estoy bien, gracias a Dios, estoy bien. Hay que llamar a la grúa para que traiga mi coche.
—Despreocupate de eso, nosotros nos encargamos de todo —le aseguró Clarisa.
Los cuatro juntos partieron hacia el apartamento de Paula y una vez allí Maxi, tras recostarla en el sofá, quiso saber por qué estaba en esa zona cuando ocurrió el accidente, aunque, más o menos, se lo imaginaba.
—Lo sé, lo sé, no me digas nada más. Sé que no tendría que haber ido al aeropuerto.
—No sé para qué fuiste, ¡mirá lo que ganaste!
—Maxi, me duele mucho la cabeza, no necesito más broncas.
—Me imagino cómo te habrás puesto cuando lo viste irse, seguro que saliste conduciendo a ciegas. Juro que tengo ganas de colocarte sobre mis piernas y darte unos azotes en el trasero, Paula, no parecés una mujer adulta.
—Lo amo, Maxi, a pesar de todo lo amo. Tengo el corazón destrozado y no puedo pensar, ni vivir sin él, siento que me estoy muriendo.
—No sigas diciéndome eso porque te juro que me voy. ¿Cómo podés decirme que lo amás? Te mintió, Paula, y no merece tu cariño, sólo tu desprecio. ¿Por qué te rebajaste yendo al aeropuerto? ¡Encima me decís que se dio el gusto de verte llorando y siguió caminando! Paula, quiero darte una paliza. Estoy más enojado con vos que con ese desgraciado. ¿Dónde está tu orgullo? Por más herido que lo tengas, ¿dónde está el respeto por tu persona?
En ese instante, Mauricio y Clarisa regresaban de buscar comida japonesa, prepararon la mesa y, mientras lo hacían, ella los observaba sintiéndose la persona más egoísta del mundo. Siempre estaba sumida en sus problemas y les ocasionaba inconvenientes, estaba segura de que terminaría cansándolos. Cuando se sentaron a la mesa, cogió los palillos y no pudo evitar recordar la noche que habían ido a Dashi con Alex y él le había dado de comer sushi en la boca. Se le hizo un nudo en la garganta, pero como sus amigos estaban tan apenados y solícitos, hizo un esfuerzo por tragar. Ellos sabían que la comida japonesa era lo que más le gustaba y se habían molestado en ir por unos rollitos Nueva York. «¡Qué ironía!», se dijo.
Poco después de que el avión despegara, pasó la azafata con el carrito repartiendo un refrigerio. Mikel lo aceptó de buena gana, pero Alex le pidió que le trajera un agua con gas bien fría. Cuando la auxiliar de vuelo regresó con el agua, él ya había desplegado la mesa y acomodado su Mac para disponerse a trabajar un rato mientras esperaba que repartieran la cena. Quería distraerse para no pensar, sin embargo, cuando encendió la jodida máquina, ahí estaba ella en la pantalla, mirándolo con aquellos hermosos ojos verdes que él tanto añoraba. Alex hizo un esfuerzo e intentó concentrarse en unos informes pendientes que tenía de la sede de México, pero sus pensamientos no le daban sosiego, no podía borrar de su mente la imagen desolada de su amada. Se pasó la mano por la frente una y otra vez, como si de esa forma y con la simple fricción, pudiera aplacar su desazón o mitigar sus dolientes pensamientos. La había visto demasiado triste, distinta de como estaba en la oficina. Allí, en el aeropuerto, parecía hundida y él no había sido capaz de contenerla en sus brazos. Recordó lo que Heller le había comentado cuando había ido a buscar sus cosas al apartamento de Paula; no la había encontrado bien y se notaba que había estado llorando. Alex, en aquel momento, había sido tan necio que había borrado el comentario de su mente. Y en esos momentos se arrepentía. «Quizá si hubiese escondido mi orgullo y hubiese hablado con ella, podríamos haber arreglado las cosas.» Pero tan pronto pensaba eso, como decidía que lo mejor era hundirse en su pasado y en su soledad; además, estaba convencido de que eso era lo que él se merecía. «Nos rondan demasiados fantasmas del pasado. Es imposible que nuestra relación pueda funcionar: vos con tus continuas desconfianzas, Paula, y yo con mis demonios al acecho, es demasiado agobiante. ¡Bah! Olvidarla es lo mejor; debo seguir con mi vida de mierda, vacía e inverosímil, llena de lujos y superficialidades, pero carente de sentimientos. Tengo que volver a ponerme esa coraza que me protege de todo y no me deja sentir. Esta relación no nos hacía bien a ninguno de los dos», intentó convencerse.
Durante la cena, entabló conversaciones cortas con Mikel quien, visto y considerando el estado de ánimo de Alex, había preferido no hacerle ningún comentario más sobre la presencia de Paula en el aeropuerto. Sabía que, cuando Alex se cerraba en banda, era mejor dejarlo pensar en soledad.
Alexander apreciaba a Mikel como amigo, era una persona sincera. Hacía cinco años que se habían conocido a través de un amigo que los presentó cuando él adquirió su primer coche italiano.
Después de la suculenta cena de cinco platos que repartían en primera clase, de la cual Alex comió muy poco, se puso los auriculares y, gracias a la tecnología de supresión de ruidos con que contaba la aerolínea, se aisló de todo. Sacó el antifaz que habían repartido para taparse los ojos, reclinó ligeramente el asiento y abatió el reposapiés para intentar conciliar el sueño. La noche anterior también había dormido muy poco pensando en Paula y en su regreso a Nueva York, así que el cansancio había empezado a hacer mella en su organismo.
Maximiliano se quedó a dormir con Paula y a cuidarla esa noche, aun en contra de su voluntad. Clarisa, antes de irse, la ayudó a ponerse una camisola y la metió en la cama. Estaba agotada pero, de todas formas, repasó los acontecimientos del día. Debía poner freno a la desesperación que sentía, porque, si no lo hacía, las cosas iban a terminar mal para ella. Se durmió aferrada a la camiseta de Alex, como cada noche desde que se habían separado, oliendo las desvanecidas notas de Clive Christian N.º 1 y guardándola con recelo bajo su cuerpo para que su amigo no la viese.
El descenso había comenzado y Alex había mantenido los ojos cerrados durante todo el vuelo, pero no había conseguido dormir.
Estaba desconcertado y se preguntaba una y otra vez por qué no podía dejar de pensar en ella. Por qué le dolía tanto saber que, de ahora en adelante, los separarían miles de kilómetros de distancia. Se apretó los ojos con los dedos, se estiró en la butaca y tomó una profunda bocanada de aire.
En las pantallas, salieron las conexiones a otros vuelos de American Airlines y la puerta por la que debían salir en cada caso. Ya se avistaba la ciudad de Nueva York. Llegaron al aeropuerto JFK de Queens puntuales y, mientras caminaban hacia el control de pasaportes, Alex telefoneó a su primo —un alto funcionario de la empresa que operaba el aeropuerto para que le agilizara los trámites; estaba contrariado y no tenía ganas de hacer colas. Quería refugiarse en su casa, un lugar neutral donde encontraría la sensatez que había perdido en Buenos Aires.
A la salida de la terminal, los esperaba uno de los automóviles de Mindland. Mientras subían y, sin haber conseguido ni por un instante alejar de su mente la imagen de Paula desolada en el aeropuerto, Alex le preguntó a su amigo con cierta duda:
—Mikel, ¿puedo pedirte un favor?
—Por supuesto, Alex, sabés que siempre podés contar conmigo.
Para éste no fue fácil expresarlo, pero no podía contener su ansiedad durante más tiempo. Hizo un gran esfuerzo y, finalmente, le solicitó:
—¿Podrías llamar a tu primo o a María Pía para que te dijeran cómo está Paula? La vi muy mal en el aeropuerto.
Heller, que estaba sentado adelante, en el asiento del acompañante, no pudo evitar esbozar una sonrisa al escuchar la solicitud de su jefe. Lo conocía demasiado, hacía cinco años que estaba a su servicio y sabía de sobra lo orgulloso que era, pero también tenía claro que, esta vez, Alexander Masslow se había enamorado. Que le pidiera eso a su amigo lo puso contento.
—Desde luego, yo me encargo de averiguarlo, no te preocupes.
—Gracias y no me menciones, por favor.
—No lo haré.
Mikel le restó importancia y no hizo ningún otro comentario, sólo le palmeó la espalda.
A pesar de haber dormido bastantes horas, cosa que no hacía desde hacía días, su cuerpo seguía dolorido y su mente estaba tan enturbiada como si hubiese pasado la noche en vela. Como ya era costumbre desde que había conocido a Alex, su primer pensamiento de la mañana fue dedicado a él; eso no había cambiado. Paula miró la hora y cayó en la cuenta de que hacía ya una hora que él había aterrizado en Nueva York.
«¿Se habrá acordado de mí alguna vez durante el viaje?», se preguntaba, atormentándose con la respuesta.
Debía tener el brazo en cabestrillo durante tres semanas, así que se presentó en las oficinas de Mindland a media mañana para hablar de inmediato con Natalia y explicarle lo que había ocurrido. Había muchos temas pendientes, ella después se iba de vacaciones y, con ese contratiempo, todo se complicaba para el traspaso de la gerencia. Cuando pasó por delante de la oficina de Alex, se estremeció, cerró los párpados y sintió sus dos ojos azules mirándola. Natalia ya estaba más o menos al tanto de lo que había ocurrido porque Maximiliano se lo había adelantado.
Cuando Alex llegó a su apartamento, se dio una ducha y salió para la oficina. Había cambiado de idea, necesitaba trabajar hasta agobiarse para no pensar.
Llegó a la central de Mindland y su padre se extrañó al verlo allí.
—¡Alex, hijo, no esperaba que vinieras hoy! Seguro que ha sido un viaje largo. ¡Vení acá y dame un abrazo! Te he extrañado tanto —le comentó sinceramente mientras abría sus brazos y salía a su encuentro desde detrás de su mesa.
—Hola, papá —respondió él estrechándolo en un fuerte abrazo, mientras cerraba con fuerza sus ojos; necesitaba esa contención que su padre le ofrecía.
Joseph Masslow se sorprendió del apretón desesperado que su hijo menor le había brindado y recordó los días en que Alex buscaba fuerzas en sus brazos para soportar la enfermedad de su esposa Janice.
—¿Estás bien? Pareces abatido, hijo —le preguntó con tono de preocupación mientras lo observaba.
—Sí, papá, estoy bien. Sólo fue un vuelo largo y no he dormido demasiado —se excusó para que su padre no siguiera preguntando. Era evidente que no estaba bien. Mientras se duchaba en su casa, había pensado en tomar un vuelo de regreso a Buenos Aires, idea que desechó al recordar las palabras de rencor y desprecio que el lunes le había dedicado Paula en Mindland. Pensar en eso lo enardecía y hacía que desistiera de cualquier intento de acercamiento a ella.
—¿Por qué no te quedaste a descansar en casa?
—Quería regresar al trabajo, necesito atender varios asuntos pendientes que no pueden posponerse. Además sé que Alison me tiene preparada una pila de papeles que firmar. —Tras su respuesta, se dijo:
«Necesito adormecer mis pensamientos en el trabajo, papá, me urge dejar de pensar en ella. En casa, iba a volverme loco».
—Alex, por un día más no hay problema. Se suponía que te incorporabas después de Navidad y terminaste volviendo antes. —Joseph estudió de nuevo el semblante de su hijo, estaba seguro de que algo le pasaba—. ¿Seguro que estás bien?
—Sí, papá, ¿qué podría pasarme?
—No sé, estoy esperando que me lo digas tú —expresó con las manos abiertas.
—Cada vez te parecés más a mamá, querés ver cosas donde no las hay —respondió en tono sombrío y de advertencia. Su padre sabía que cuando se ponía así era mejor dejar de preguntarle porque no conseguiría nada.
—De acuerdo, vení, sentémonos a hablar de tu viaje.
Se acomodaron en el salón de la lujosa y amplia oficina de estilo minimalista de Joseph Masslow y pasaron parte de la mañana hablando de los activos de la empresa en Argentina y Brasil. Alex estaba muy contento con el resultado de su viaje y por cómo se posicionaba Mindland en los países del Sur. Además, estaba casi convencido de que la aportación de capital tenía que destinarse a Argentina, ya que mostraba más solidez en todos sus proyectos.
—Por cierto, qué gran hallazgo hiciste en Argentina. ¿Cómo se llama esa chica que ocupará la gerencia? Se me fue el nombre de la cabeza. Joseph se tocó la cabeza.
—Paula Bianchi, papá —respondió, y el solo hecho de pronunciar su nombre le dolió en el alma como una cuchillada.
—¡Exacto, ella! Estoy convencido de que esa chica es una joya, es muy inteligente.
—Sí, es brillante, es increíblemente brillante —corroboró Alex y, de pronto, se sintió orgulloso del talento de Paula. Su padre no se equivocaba.
—Tengo planes para ella, estoy gestando algo. Ya te contaré.
—¿Planes? ¿A qué te referís?
—No puedo contártelo ahora, ya te enterarás. Dejame ver cómo se desenvuelve ahora que quedará al cargo de la sede argentina y ya te contaré mis propósitos más adelante. Después de lo que elaboró para Chile, la estoy siguiendo muy de cerca. Estoy fascinado con su talento, dada su juventud.
Alex se preguntó qué planes podía tener su padre para Paula. «¡Bah! La mente de papá vuela y la mía hoy está adormecida. No quiero seguir hablando de ella, papá está muy vehemente y, si por él fuera, no pararía de hablar de Paula. Mejor dejo el tema ahí, necesito alejarla de mi mente.»
Pero como una burla del destino, el teléfono de Alex sonó y era Mikel que lo llamaba para hablarle de ella.
Se disculpó con su padre y atendió la llamada dirigiéndose hacia su oficina, invadido por una extraña sensación de ansiedad.
—Alex, hablé con Mauricio.
—¿Qué te contó? —preguntó él con agitación.
—Me dijo que Paula está hecha pedazos, que le destrozaste el corazón, palabras textuales.
Alex apretó los dientes y frunció los labios mientras negaba con la cabeza.
—Pero eso no es todo —siguió Mikel e hizo una pausa.
—¿Qué pasa? Dale, hablá —lo instó él con apremio.
—Anoche, cuando volvía del aeropuerto, tuvo un accidente.
Todo se oscureció alrededor de Alex, no podía pensar, no escuchaba, intentó llegar sin tambalearse a su sillón detrás de la mesa. Se dejó caer en él, aflojó el nudo de su corbata porque le faltaba el aire y sintió que su corazón casi se paraba. Fueron segundos, pero tuvo la sensación de que el mundo se había detenido a su alrededor. Elevó una plegaria al cielo y, de pronto, se encontró rogándole a Dios y a Janice que a Paula no le hubiera pasado nada porque no iba a poder soportarlo.
—¡Mierda, mierda! —Golpeó la mesa, estaba desencajado. Se pasaba la mano por el pelo con nerviosismo y se agarraba la cabeza—. Decime, por favor, que está bien; contame que no le pasó nada —le rogó con una súplica desgarradora.
—Está bien, está bien, tranquilizate, no le pasó nada, sólo se le salió el hombro de lugar.
—¡Dios! Sabía que algo le había ocurrido; por eso estaba tan intranquilo —pensó en voz alta, mientras le atizaba otro golpe a la mesa—.Fue culpa mía. ¿Estás seguro de que está bien? ¿Estás totalmente seguro de que Mauricio te contó todo?
—Dice Mauricio que rozó el guardarraíl y perdió el control del coche, dio un par de trompos en la carretera y no volcó de casualidad. Tuvo muchísima suerte.
—Gracias por llamarme tan pronto, Mikel. Te lo agradezco mucho, de verdad.
—¡Bah! No seas tonto, Alex. Dejá de darme las gracias ya, cortá conmigo y llámala. Te morís por hacerlo, déjate de joder con tu orgullo, que el tiempo no vuelve atrás. Vos lo sabés mejor que nadie.
—Tengo un enjambre en mi cabeza que ni te imaginás.
—Permitite ser feliz, amigo mío. Si tenías que pagar algo, ya lo hiciste con creces. ¿Cuánto más vas a extender tu duelo?
—No lo sé, no lo sé... —dudó y cortó. Se recostó en el respaldo de su asiento, se cogió la cabeza con ambas manos y cerró los ojos con fuerza: estaba abatido.
—Paula, no podría haber soportado que te pasara algo —habló en voz alta. Quería que sus palabras acortasen la distancia y llegasen a su corazón.
Llamaron a su puerta y una rubia cabellera con reflejos canela se asomó por el resquicio. Entonces volvió en sí y se acomodó en el asiento para contestar.
—Pasa —dijo intentando sonar tranquilo, impostó su voz e irguió sus hombros para retomar la compostura.
—Hola, Alex, me enteré de que habías llegado. ¿Estás ocupado?
—No, pasa, Rachel, pasa.
Se puso en pie y sorteó la mesa para abrazarla y darle un beso en la mejilla. Ella respondió el saludo y también lo envolvió con sus brazos.
Tenía la piel muy blanca, el rostro anguloso, era rubia y sus ojos de un celeste claro; medía metro ochenta y dos, delgada, sensual y curvilínea, pero estilizada. Su atuendo era impecable, vestía de pies a cabeza con ropa de diseño y, a simple vista, proyectaba cierta imagen de arrogancia.
—¡Cómo te he echado de menos, nene! No te vayas más por tanto tiempo —le dijo con un tono dulzón que llamó la atención de Alex.
—¡Ja! Deja de mentir, ¡como si fuese tan importante!
—Sabes que te aprecio, Alex, eres un buen amigo y una gran persona.
—Gracias.
—De nada, creí que me dirías que también me habías echado de menos, pero, por lo visto, no ha sido así.
—No seas tonta, claro que te he añorado, también eres una gran amiga.
En realidad, no había sido así, pero no quiso ser descortés. Alex tenía una mano en su cintura pero guardaba las distancias.
—Pero... ¿qué haces aquí? Vine a ver si era verdad que ya estabas en la oficina. Pero si has estado viajando toda la noche, no entiendo por qué no te has quedado descansando. Tienes mal aspecto, ¿te encuentras bien?
—¿Qué pasa? ¡Todo el mundo me ve enfermo hoy!
—No, enfermo, no, cansado, Alex. Cariño, tienes muchas ojeras y un pésimo humor. —Ella le pasó la mano por la frente para peinarlo. Alex la cogió del brazo y la guió hasta los sillones, donde la invitó a sentarse.
—¡Bah! Estoy cansado, sí, pero había cosas urgentes. Un buen café negro bien cargado con un par de aspirinas y estaré como nuevo. He pasado noches enteras sin dormir al lado de Janice, tú lo sabes, no me va a asustar un simple vuelo.
Rachel le acarició la pierna y luego le pasó el dorso de su mano por la mandíbula.
—Tesoro, te aseguro que la oficina no es lo mismo sin ti. Tu padre estaba con un humor de perros. Haces falta aquí, Alex, no planees viajes tan largos nunca más.
—A mí tampoco me gusta irme por tanto tiempo, cuando vuelvo a mi mesa es un caos de papeles —señaló hacia él con su mano—, pero este viaje no se podía cuadrar de otra forma, había que combinar Argentina y Brasil, por eso se prolongó tanto.
—Alex, necesito tu consejo. Me ofrecieron comprar una propiedad en Jamesport. Es una construcción que tiene algunos años, pero reformada, y quiero saber si te parece que podría ser una buena inversión; está sobre una playa privada.
—Rachel, el negocio inmobiliario no es mi fuerte.
—Lo sé, cariño —asintió ella y le pasó la mano por el mentón de nuevo. Él se la cogió y le besó los nudillos, añorando el perfume de la piel de Paula—, pero me sentiría más tranquila si la vieras. Confío en tu instinto, podríamos ir este fin de semana, si te parece bien. No quiero dejar pasar más tiempo, la ubicación es muy buena y temo que otro se me adelante. Si te parece bien, seguiré adelante con la operación.
—De acuerdo, creo que no tengo nada importante para este fin de semana. Quizá pueda acompañarte. Tengo que organizar mi agenda y el viernes te confirmo si podemos ir, ¿sí?
—Gracias, Alex, sabía que podía contar con ello.
Rachel se acercó y le dio un generoso beso en la mejilla. Alex estaba cruzado de piernas y con los brazos abiertos en cruz sobre el respaldo del sofá, descansando su atormentada espalda después de tantas horas de vuelo. Sonó su teléfono y se disculpó para atenderlo. Alison estaba al otro lado de la línea y le pasó una llamada que se extendió más de lo que él pensaba, cubrió el teléfono y le dijo a Rachel:
—Te veo luego, tengo para rato.
Ésta se puso de pie, alisó su falda, le tiró un beso con el dedo índice y salió del despacho. Alex sólo le dedicó una media sonrisa y siguió atento a la llamada de Marco Di Gennaro, que había recibido desde Italia. Estaban en negociaciones para introducir Mindland en Europa. Antes de cerrar la puerta, la joven se quedó mirando el perfil de Alex, pero él ni siquiera se había enterado, enfrascado en la conversación.
Tras pasar parte de la mañana y de la tarde ultimando cosas con Natalia en Mindland, Paula volvió a su casa, donde se dispuso a tomar un yogur con cereales. No había comido nada y tampoco tenía demasiado apetito. Había estado pensando seriamente en adelantar su viaje a Mendoza para que su familia pudiera cuidar de ella durante su convalecencia. Entró a su estudio y encendió su Mac, resuelta a cambiar el pasaje que tenía para el 23 de diciembre; finalmente, pudo canjearlo por otro para el día 20. Acababa de confirmar el billete cuando sonó su teléfono. Se quedó inmóvil mirando la pantalla, había aparecido la foto de Alex que identificaba la llamada. Su corazón empezó a latir desbocado, le faltaba el aliento y empezó a llorar, pero se mantuvo impertérrita, no claudicó y dejó que saltara el contestador. El móvil volvió a sonar; era él de nuevo, pero tampoco lo atendió. No obstante, él siguió insistiendo. Tras cinco llamadas perdidas, llegó un whatsapp. Su insistencia era terrible. Lo abrió sabiendo que era de Alex.
—Atendeme, Paula, necesito hablar con vos.
Sin duda, se daría cuenta de que ella lo había leído, pero decidió no contestarle. No pensaba ceder, todo había terminado y era mejor interrumpir el contacto con él, así sería más fácil olvidarlo. Alex volvió a llamar, pero ella no sucumbió. Volvió a recibir otro whatsapp.
—Terca, atendeme. Necesito saber cómo estás.
Ese mensaje la hizo estallar y no pudo contenerse. Le contestó:
—¡Qué mierda te importa cómo estoy! Olvidate de que existo, yo voy a hacer lo mismo con vos. Ocupate de tu mujer y preocupate por ella. Dejame en paz.
—Perfecto, si es lo que querés. No pienso rogarte más para que me escuches. Sólo te digo que, tarde o temprano, te vas a arrepentir de no haber querido hablar conmigo. Que tengas mucha SUERTE.
—¡MALNACIDO! Encima te atrevés a amenazarme. No tenés vergüenza.
—Estoy harto de tus insultos y de tu necedad, pero hasta acá llegué. ADIÓS.
Paula se tiró a llorar en la cama desconsoladamente. No era justo sentirse tan angustiada, ¿qué pretendía Alex? ¿No se daba cuenta de cuánto daño le hacía? Cuando consiguió calmarse, llamó a su madre para informarla de que adelantaba el viaje. Ella se puso muy contenta. Paula obvió contarle lo del accidente, cuando llegase se lo explicaría, no quería preocuparla de antemano.
Alex estaba furioso por la obstinación de la joven, tiró su teléfono sobre la mesa, se quitó la corbata de un tirón y se dejó caer sobre el respaldo del sillón, levantó sus manos y se apretó la cabeza. En milésimas de segundo, y como un torbellino, se levantó del asiento, guardó su iPhone en el bolsillo, se colocó el abrigo de cachemir gris, asió su maletín y salió de su oficina para irse de Mindland. Cuando pasó por la mesa de Alison, la avisó de que se iba y de que le transfiera las llamadas a su móvil.
—Mierda, Paula, necesito retomar mi vida, necesito sacarte de mi cabeza —dijo en voz alta dentro del ascensor.
Buscó su Alfa-Romeo 8C Competizione en el aparcamiento y condujo hasta llegar al Belaire, donde se encontraba el ático en que residía la familia Masslow. Entró con sus llaves al recibidor del apartamento y se dirigió hacia la sala. Allí encontró a su madre sentada tranquilamente leyendo un libro.
—¡Mamá!
—¡Alex! —Bárbara Masslow pegó un grito y se puso de pie cuando vio a su hijo menor entrar en la sala. Se echó en sus brazos aferrándose a su cuello y lo llenó de besos, sin poder contener las lágrimas, pues lo había echado mucho de menos durante el tiempo en que había estado de viaje.
—Mi amor, mi cielo —exclamó emocionada—, ¡cuánto te extrañé! Hace casi dos meses que te fuiste y me pareció una eternidad.
Alex abrazó y besó a su madre mientras la hacía girar en el aire.
—Yo también te extrañé, mummy.
—¡Hijo querido! Dejame mirarte. Hum, tenés un bronceado exquisito que resalta el azul de tus ojos. ¿A ver? Quitate el abrigo, dejame ver si no estás más delgado.
—No, mamá, te juro que me alimenté muy bien.
Hubiera querido contarle que Paula cocinaba como los dioses y lo invadió la tristeza al pensar que, hasta sólo unos días antes, él las imaginaba juntas en algún momento. Con su madre, Alex siempre hablaba en español; era una regla de oro inquebrantable entre ellos.
—¡Ay, hijo, pero si traés una tonadita muy porteña!
—No exagerés, Bárbara. —Y miró hacia el techo poniendo los ojos en blanco.
—No exagero, Alex, estás acentuando las palabras con el voseo porteño —Alex se rió— y no me llames Bárbara, sabés que lo odio. No seas maleducado con tu madre que te extrañó más que a nadie en este mundo —le dio otro beso en la mejilla y sostuvo su rostro entre las manos mientras admiraba su belleza con ojos sinceros y puros—. Dale, contame, ¿cómo está Buenos Aires?
Se sentaron en el sofá del salón, junto al piano, con el Queensboro Bridge a sus espaldas. La mujer no podía dejar de tocarlo.
—No me acuerdo mucho de los otros viajes para comparar, mamá. Éramos muy niños cuando íbamos a visitar a la abuela. Sin embargo, te diré que lo que pude ver ahora me gustó mucho. Anduve cerca de San Isidro, fuimos con Mikel a la casa de fin de semana de su primo que queda por ahí cerca. —Recordó el fin de semana vivido con Paula y sacudió ligeramente la cabeza al darse cuenta de que estaba evocándola otra vez.
—¿En serio? ¡Cómo añoro mi barrio! Algún día regresaré y caminaré por sus calles nuevamente, sólo para darme el gusto, sólo para eso. —Alex se acercó y le dio un beso en la frente con ternura—. Decime, hijo, ¿no conociste a ninguna porteña?
El rostro de él se endureció de pronto
—Fui por negocios, mamá, no en plan de conquista— le explicó tajante.
Bárbara le cogió el mentón y estudió el gesto de su hijo, que esquivaba su mirada. Después negó con la cabeza.
—Está bien, si no querés contarme, cambiemos de tema. Creo que necesitás descansar, tenés unas ojeras horrendas, hijo. Presumo que el vuelo fue largo.
Él asintió con la cabeza y la besó acariciándole la mano que sostenía su barbilla. Su madre pasaba de un tema a otro sin pausa, como un torbellino.
—Almorzamos juntos, ¿verdad?
—Por supuesto.
—¿Qué querés comer, tesoro mío?
—Consentime un poco, mami, quiero ñoquis.
—Ah, perfecto, en seguida te los preparo. Dejame llamar a Ofelia para que me allane el camino, mientras vos y yo conversamos. ¡Ofelia! ¡Ofelia! Por Dios, esta mujer está cada día más sorda, se encierra en el cuarto de planchado con la televisión y no oye nada.
—¡Pobre Ofelia! Está un poco mayor, tenele paciencia.
—Si supieras la paciencia que le tengo, vos mismo me darías un premio.
»¡Ofelia! —gritó y se asomó por la puerta que daba a la cocina para vociferar el nombre una vez más.
—¿Qué pasa, Bárbara? ¿Por qué gritás como una loca desaforada? Ya te escuché, estaba ocupada —protestó el ama de llaves.
—¡Qué vas a escuchar! Hace un buen rato que te llamo, estoy casi sin voz de tanto gritar, seguro que te avisó Soledad y por eso venís.
Alex no podía dejar de reírse, siempre era así entre su madre y Ofelia. El ama de llaves estaba con ellos desde que sus padres se habían casado y ya era una integrante más de la familia, que comía con ellos a la mesa. Además, era la dama de compañía de su madre, su amiga, su confidente y su segunda madre. Cuando Ofelia entró a la sala y vio a Alex sentado en el sofá, exclamó:
—Pero ¡miren quién está acá! ¡El consentido de la casa!
La mujer seguía tratando a Alex como si fuera un niño. Él se levantó y fue a su encuentro.
—Hola, Ofelia, vení acá, dame un beso.
—No, dámelo vos, los niños siempre tienen que besar a sus mayores.
—Pero ya no soy un niño —se rió Alex.
—No me importa, es una excusa, ¿no lo ves? Cuando me besás, yo imagino cómo besás a tus novias. Es la única oportunidad que tengo de recibir un beso de un adonis como vos, así que dame un beso acá —dijo señalándose la mejilla— y no protestes.
—De acuerdo, te lo doy, pero yo no beso a mis novias ahí. —Le guiñó un ojo y le dijo al oído—: Te aseguro que es en el lugar en que menos las beso.
—No seas atrevido, muchachote, yo no te pedí que me contaras intimidades y tampoco pretendo que me des un beso con lengua, ya estoy vieja para eso. Aunque te aseguro que, en mis años mozos, varios me dijeron que besaba muy bien.
Bárbara miraba al techo. Alex se tronchaba con las ocurrencias de Ofelia. Esa mujer podía cambiarle el humor a cualquiera. Ella también hablaba en español porque era de origen mexicano; había llegado a Estados Unidos cuando era muy joven.
—Vieja asquerosa, ¡como si a nosotros nos importase saber de tus correrías de juventud! —se ofendió Bárbara en broma. Se rieron los tres, mientras él las abrazaba a ambas—. Alex quiere comer ñoquis, sacá la salsa de la nevera y decile a Soledad que ponga a hervir unas patatas, por favor, que en seguida voy a prepararlos.
—Como usted mande, mi señora. ¡Qué suerte que regresaste, querido! Esta mujer estaba insoportable porque no estabas acá. —Le guiñó un ojo exageradamente y se marchó.
Durante el almuerzo y la tarde, Alex se divirtió tanto con Ofelia y su madre que logró quitarse a Paula de la cabeza durante un rato. Estaba tan cómodo que también se quedó a cenar, necesitaba una sobredosis de familia, sentirse querido y mimado. Además, y sin consultarle, su madre ya había avisado a todos para que se reunieran por la noche para darle la bienvenida.
Paula pasó la tarde preparando el equipaje, algo que le llevó más tiempo de lo normal, puesto que sólo contaba con una mano; por suerte, la derecha. Lo primero que guardó fue la camiseta de Alex, y se sintió contrariada por no poder resistirse y desecharla. Luego llamó a Maximiliano y a Mauricio para contarles que se iba a Mendoza antes de tiempo. Éste, cuyos horarios eran más flexibles, se comprometió a llevarla al aeropuerto del área urbana.
—No es necesario, sólo llamaba para despedirme, Mauricio. No quiero molestarlos más, puedo coger un taxi. Estoy harta de que carguen con mis problemas, y ustedes deben de estarlo mucho más.
—De ninguna manera, Pau, yo te llevo. —Mauricio no le dio pie a la discusión.
Todos los hijos del matrimonio Masslow iban a congregarse en la casa familiar con motivo del regreso al país de Alex. Éste había caído rendido por la tarde y había podido descansar un rato. Después de una merecida siesta, se despertó en su cama de soltero, miró a su alrededor y estudió el entorno hasta que entendió dónde se encontraba. Encendió la luz de la mesilla de noche y, mientras se acostumbraba a la luz artificial, consultó la hora; eran pasadas las siete de la tarde. De forma inconsciente, calculó la hora que era en Buenos Aires y pensó en Paula. Resopló y se recriminó por dejar que su mente se trasladara a esos días. Intentó alejar las escenas vividas con ella, se obligó a levantarse de la cama, estiró su musculatura y se metió en el baño, donde tomó una ducha.
Siempre dejaba ropa en el armario de esa habitación, para poder cambiarse cuando se quedaba a dormir, así que se preparó para la cena con unos vaqueros claros, una camiseta gris ceñida al cuerpo y una chaqueta ocre de lana jaspeada. Luego, salió al salón, donde se encontró con sus hermanos.
Amanda y Jeffrey se acercaron a saludarlo y se fundieron en un abrazo con él. Estaban muy felices de que Alex hubiera regresado. Como a Alison ya la había visto en la oficina, sólo se saludaron desde lejos. Llegó el turno de su cuñado, que estaba preparando unas bebidas, mientras esperaban que estuviera lista la cena. Chad McCarthy lo abrazó y le palmeó la espalda para darle la bienvenida y, acto seguido, le ofreció un Bloody Mary, su cóctel preferido.
—¡Hermanito querido, te extrañé tanto! —dijo Amanda mientras se aferraba a la cintura de su mellizo y bebía un sorbo de su martini—. ¡Qué bronceado estás! Parecemos todos muertos a tu lado. —Alex sonrió ante el ingenio de su hermana y la besó en la frente.
—Yo también te eché de menos, nena.
—Te caíste desmayado en la cama —comentó Jeffrey—. Fui a verte cuando llegué de la oficina, pero ni te enteraste.
—Estaba muy cansado, fue un vuelo muy largo y dormí poco durante el viaje.
—Sí, papá me dijo que no tenías buena cara esta mañana.
—¿Qué dije yo? —preguntó Joseph Masslow mientras se acercaba a sus hijos. Jeffrey lo repitió y Joseph asintió—. ¡Ah! Pero ya tenés mejor semblante, nada que unas horas de sueño no puedan mejorar. —Alex esbozó una sonrisa deslucida para dejarlos conformes, pero pensó que, en realidad, nadie conocía su verdadero malestar.
El ascensor que estaba junto al vestíbulo se oyó y entraron en la sala Edward Masslow y su esposa Lorraine Wall, que llevaban en brazos a sus hijos mellizos. Amanda se apresuró y quitó a Edward al pequeño Harry.
Alex, mientras saludaba a su cuñada, aprovechó y la alivió del peso del pequeño Liam, a quien llenó de besos en el cachete regordete.
—¡Vaya, cómo han crecido estos niños!
La familia Masslow estaba completa, ya no faltaba nadie por llegar y todos se mostraban exuberantes de contentos, reunidos en la sala, festejando el regreso de Alex. Bárbara y Ofelia se encontraban terminando de poner la mesa, mientras los demás interrogaban sin parar al recién llegado acerca de su viaje. Jeffrey era el que más recuerdos guardaba de Buenos Aires porque era el mayor. En un momento en que Amanda y Alex se quedaron un poco apartados, ella no desaprovechó la oportunidad de preguntarle:
—Me tenés que hablar de la mujer que me atendió el teléfono.
—No empieces, Amanda, no hay nada que contar —dijo él en tono de advertencia.
—Mentiroso, viendo como te ponés a la defensiva, apuesto a que sí lo hay. ¿Cómo se llama?
Miró fijamente a los ojos a su hermana melliza, la estudió, la conocía y sabía que no desistiría hasta que no le diera un poco de información.
—Es una empleada de la empresa con quien confundimos los móviles durante una reunión de trabajo.
—Alex, ¿vos creés que soy estúpida? Era domingo.
—Sos insufrible, es lo que te dije y punto.
—Y punto no. ¿Cómo se llama? Te conozco de sobra cuando pretendés evitar un tema.
Alex clavó sus ojos azules en los de su hermana.
—Se llama Paula, pero ya se terminó. Y te pido que no lo comentes con nadie si no querés que me enoje, menos todavía con papá y mamá. Te lo prohíbo terminantemente, ¿me escuchaste? No hagas que me arrepienta de haberte dicho su nombre.
—De acuerdo, pero viendo cómo estás, sé que no se terminó. Lo tomó de la barbilla y le dio un beso en la punta de la nariz.
—No sé por qué te soporto, Amanda, si no te quisiera tanto...
—En la semana nos juntamos y me terminás la historia. No te vas a salvar, hermanito. Esa cara me preocupa, estás ojeroso y disperso y no creo que sea por el viaje. Andá con ese cuento a otro, a mí no. ¿Me oíste, lindo?
—Ni lo sueñes.
—¡Ja! Como si tuvieras otra opción.
Alex la miró con sorna y agitó la cabeza, seguro de que no podría escapar al interrogatorio.
Bárbara invitó a todos a acercarse a la mesa; Soledad, la empleada doméstica, estaba trayendo en un carrito los platos ya servidos.