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—¡Acelera y el barril estará pronto a cien dólares!
Serguéi coleccionaba los cochazos porque consumían su petróleo:
—¡Cada vez que piso el acelerador me enriquezco! Cuanto más escasea el petróleo, más se encarece y más me embolso. En Rusia hemos pasado directamente de las privaciones a las privatizaciones. ¡Cuando el planeta se calienta, también lo hace mi cuenta en Suiza! ¡Quémame ese puto motherfucking carburante!
Lo sabes mejor que yo: a causa del comunismo, no hay fortunas antiguas en Rusia, sino sólo recientes, a menudo distribuidas por el poder para evitar que se vendan los grandes grupos a los norteamericanos. Ya te lo he dicho. Las chicas más bonitas del país gravitan alrededor de este puñado de señores enriquecidos por la privatización instantánea de la industria en 1990. Así que para mí hubiera sido un fallo profesional no frecuentarlos. Pero debo añadir que su compañía me resultaba muy agradable. Rara vez he visto a ricos gastar tan bien su dinero. Cuando me presentaron a Serguéi Orlov, evidentemente no podía adivinar que él sería la causa de la desaparición de Lena. Era un hombre achaparrado y vulgar, pero fascinado como yo por la literatura (había copiado la veranda de su casa de la de Chéjov en Melijovo), y tan cínico que se volvía hilarante. La primera vez que hablamos me dijo:
—Amo a Rusia como a mi madre alcohólica.
—¿Tu madre es alcohólica?
—Sí, pero la quiero. ¡Se emborracha, bebe hasta revolcarse por el suelo, pero es mi madre! Me gustaría irme, como Berezovski o Abrámovich, pero no puedo. Soy incapaz de vivir en otro sitio que no sea este lugar helado y mugriento: ¡mi puto país!
Repetía a todas horas la palabra «positivo».
—Quiero algo positivo, una noche positiva, sé positivo, intenta decirme cosas positivas.
Estaba convencido de que los rusos eran el pueblo más masoquista del mundo y de que ya era hora de cambiar esta mentalidad. Se veía como un gurú de la Rusia del futuro; esta misión nueva colmaba su ociosidad de hombre de negocios al abrigo de la necesidad durante doce generaciones. Estaba sinceramente persuadido de que iba a librar a vuestro narod (pueblo) de esta cultura del fatalismo. Como todo heterosexual normal, se había quedado patidifuso al ver a Lena, y yo no tenía talla para disputársela. Se lanzó sobre ella y su angelismo tan «positivo».
—Sweetheart, make my desires reality! Oooo, she so kicks ass! No pongas esa cara, Octave, ¿sabes en qué se nota que eres extranjero?
—¿En que visto mejor que tú?
—Da voobshe! («¿Pero qué dices?»). Porque bebes vodka fuera de las comidas y porque también te las arreglas para no pagar la cuenta.
—¡Pero si eres tú el que nunca me deja pagar!
—No hace falta pagar, aquí soy el dueño de todos los lugares donde vamos.
Serguéi sólo había empezado esta conversación para deslizar este detalle delante de Lena.
BREVE DIGRESIÓN CON COCA SOBRE EL OLIGARCA
Los magnates rusos no me asquean más que los franceses: no veo por qué Román Abrámovich sería menos frecuentable que Bernard Arnault. Rusia no tiene el monopolio de las fortunas amasadas rápidamente con ayuda del Estado. La ascensión de François Pinault ¿no debe tanto al apoyo del poder como la de Mijaíl Jodorkovski? Sin embargo, sólo este último se pudre en una cárcel radiactiva siberiana en Krasnokamensk: sus quince mil millones de dólares no le protegieron. Es curioso: a Jodorkovski le conocí en casa de Castely en la Palette en 1989. Importaba ordenadores con uno de mis compañeros de fiesta más antiguos: Michel Leborgne. Circulaba en Porsche, su sociedad Menatep tenía su sede en la rue Mornay, en nuestras fiestas le tratábamos con condescendencia, como a un popov grisáceo. Por entonces se veían menos rusos que hoy en París. El otro era Eduard Limonov, que escribía en El Idiota Internacional. Siempre me ha costado imaginar que los dos únicos ruskis (aparte de ti, padre, que he conocido en los años ochenta acabaron en el trullo por haber desobedecido a Putin, que accesoriamente poseería el 4 % de Gazprom (es decir, el 4 % de 300.000 millones de dólares, haz el cálculo tú mismo, soy pésimo en matemáticas y no quiero morir ahora mismo). Me acuerdo de «Misha» Jodorkovski, con sus finas gafas metálicas y su cara simpática de soviético, sentado en una terraza de la rue de Seine delante de un vaso de vino blanco; debe de sufrir su nacionalidad desde el 22 de septiembre de 2005, cosiendo zapatillas en la colonia penitenciaria YaG 14/10. Quizás no hubiera debido financiar dos partidos de oposición (Iábloko y el SPS), pero ¿desde cuándo eso es un delito? Nunca hay que creer lo que dicen los periódicos: que Rusia se ha convertido en un país democrático, pamplinas de ésas… Nuestros dos países se parecen: lloran su pasado porque intentaron pasarse a la economía de mercado, cada uno a su manera, antes de que los atrapase la realidad. Francia y Rusia están vinculadas porque son dos economías estatales que fingen ser libres. Lo habitual en nuestros pagos es que empresarios fuertemente dependientes de los pedidos del Estado posean los principales medios de comunicación. En Francia, el constructor Martin Bouygues es dueño de la primera cadena de televisión, el comerciante de misiles Arnaud Lagardère posee el mayor grupo de prensa europeo, el fabricante del Rafale, Serge Dassault, compró el Fígaro. En Rusia, Gazprom adquirió el diario Izvestia, el tabloide Komsomólskaia Pravda, la radio Eco de Moscú y la cadena NTV; un hombre próximo al conglomerado, el magnate del acero Alisher Usmánov, compró el periódico Kommersant. En cuanto a Román Abrámovich, comprendió el mensaje del asunto Jodorkovski: no hay que enfadarse con Putin, vendió sin rechistar a Grazprom su compañía petrolera Sibneft. Más vale no dar golpe a bordo de un yate que en un calabozo.
Me acuerdo de que en la trasera de su jeep, que circulaba por la carretera de los ricos, Serguéi alardeaba:
—En el fondo, los franceses sois una especie de ucranianos: os gusta la libertad siempre que no os suban la factura de gas.
—Eh, eh, despacito: Francia es un gran país rico.
—¡Ésa sí que es buena! Chicas, ¿habéis oído lo que ha dicho? ¡Holaaaa! Octave, despierta, tengo noticias para ti: ¡Francia es UN PEQUEÑO PAÍS POBRE! Te voy a citar tres nombres de grandes países ricos: Rusia, China, India, ¿vale? Los franceses seguís tomándonos por pobres mendigos, cuando vosotros estáis endeudados hasta las cejas y las reservas de efectivo de nuestro banco central podrían saldar cinco veces vuestro déficit presupuestario. Pronto seremos nosotros los que os demos limosna: hemos devuelto ya, con antelación, veintitrés mil millones de dólares al Club de París, pronto compraremos todas las empresas vuestras que fabrican aviones y revistas, veremos si os dejamos seguir en los consejos de administración, personalmente tengo mis dudas, pero me caen bien vuestros viejos calvos, con sus nombres larguísimos, darán un toque chic a mi BlackBerry Pearl… Anda, no despediremos a todos, prometido: sois decorativos.
No insistí demasiado en defender a mi patria. A la derecha de la carretera se veía el «luxury village» de Barvija, el Neuilly de Moscú, con su tienda de Ferrari. Al fin y al cabo, Francia quizás estaba muerta, como todos los demás países comunistas.
—Desde 1998, el PIB de Rusia ha crecido un 6,8 % al año.
—Sí, pero la esperanza de vida de los hombres ha disminuido tres años. El alcoholismo, las peleas, los asesinatos, los accidentes de tráfico… En 2004, Rusia perdió ochocientas mil personas, es decir, el equivalente de una ciudad como Marsella. Así que de acuerdo, la business class de Aeroflot es mucho más lujosa que la de Air France, pero vuestro Estado violento redistribuye poco las riquezas y no engendráis niños.
—¡Por eso somos ricos!
—Cometéis atrocidades con los chechenos —dije esto más alto para que Lena se hiciera la ofendida—. Doscientos mil muertos de una población de ochocientos mil.
—Imagina que los corsos toman de rehenes unas escuelas francesas y teatros. ¿Cómo reaccionaría el gobierno francés?
—Mal, pero sois más racistas que nosotros…, a pesar de que necesitáis más inmigrantes, porque vuestra población no crece.
—¿Ah, sí? ¿En qué país el Frente Nacional alcanza el 20 %? Te recuerdo que aquí Zhirinovski obtiene un penoso 3 % de votos, ¡a pesar de que tenemos veinte millones de musulmanes!
De todos modos, nadie contradecía a Serguéi. Como todos los potentados, se había acostumbrado a perorar sin que le contradijeran. Yo le dejaba decir la última palabra a condición de que pagase la cuenta.
—¿Ves la estratagema? El tablero mundial se ha invertido: los americanos sostienen el precio del petróleo para favorecer a Rusia en detrimento de China. ¿Comprendes la jugada? Estados Unidos pide prestados centenares de miles de millones a China para comprar petróleo árabe y quemarlo contaminando la atmósfera, ¡y todo para fortalecernos! Es genial, ¿no?
Serguéi era más divertido cuando me reprochaba que frecuentase mujeres demasiado viejas.
—¿Qué edad tenía la última? ¿Veintidós? Octave, ya basta de tonterías. A partir de ahora, ya sólo debes salir con vírgenes como Lena. Las vírgenes son también santas, ¿no es así, en la religión francesa?
—Yo no soy un santo: las únicas aureolas que tengo las llevo debajo de los brazos.
—¡Ponte ethiaxil antitranspiración, hijo mío!
Serguéi sólo se acostaba con chicas de entre quince y dieciocho años. Tenía una teoría en contra de la fidelidad:
—La causa de todos los divorcios es el matrimonio. Sin la familia habría muchos menos asesinatos. La desesperación de la gente tiene un motivo que todo el mundo conoce: se sigue presentando a la pareja como un modelo de felicidad, cuando en nuestra civilización la pareja ya no es vivible. Se sigue vendiendo un ideal imposible. ¡Está reventando el mundo!
—Aun así, Serguéi, no se puede cambiar de mujer todos los días. Debe de ser posible controlar «el deseo infernal». San Agustín lo consiguió.
—Pero fue por amor a Dios.
—Buda lo logró.
—Era obeso, no tenía elección, ¡nadie quería tratos con él!
—Si la gente tiene tanto empeño en elegir pareja, por algo será…
—La publicidad. El cine. La prensa femenina. Los tres fomentan un modelo increíblemente reaccionario, como si los años sesenta nunca hubieran existido.
—No. Es el amor. La gente sueña con hacer que el amor dure el mayor tiempo posible. No es sólo el deseo lo que hace durar a una pareja, incluso el sexo es mejor cuando amas. Las mujeres no son intercambiables. El cariño progresivo existe, el misterio de un ser al que creemos conocer y no conoceremos nunca, la alegría de la complicidad y el descubrimiento incesante, la profunda emoción de un sentimiento eterno. Sustituir cada noche un cuerpo nubil por otro cuerpo lampiño es emprender una carrera absurda hacia un placer cada vez más furtivo e ilusorio… Es el camino del crimen. No es el matrimonio el que te vuelve asesino, sino la carrera hacia el placer. El ser humano necesita construir algo en común con su alma gemela…
Silencio. Serguéi me mira fijamente, pasmado.
—Octave, ¿estás de coña?
—No, hablo en serio… Se puede morir de amor.
—¿Crees de verdad lo que acabas de decir?
—¿Estás majara? Ja, ja, ja!, ¿has visto cómo te la he dado con queso?
—¡Cabrón! ¡Gilipollas de francés! ¿Habéis oído, chicas, cómo ha estado a punto de liarme, este motherfucking frantsusski?
Yo no podía resistirme mucho tiempo al cinismo mundano, aunque ya no creyera en él: un hombre sinceramente enamorado, en una de aquellas rondas, estropeaba el ambiente, y lo último que yo quería era que Lena me viese como un aguafiestas transido y pegajoso.
—¿Sabes cuál es la diferencia entre el matrimonio y el divorcio? ¡Que festejas el matrimonio una vez pero celebras el divorcio todas las noches!
—Por eso divorciarse es mucho más cansado que casarse.
—Aun así la fidelidad es la única forma de follar sin condón.
—También está el dinero.
—Por cierto, en las próximas elecciones, ¿tendrás que tomar partido entre el clan Abrámovich-Putin y el clan Berezovski-Jodorkovski?
—¡CIERRA EL PICO, OCTAVE! Por el bien de Steven Seagal, no hay que pronunciar jamás esos nombres en mi presencia, ¿entendido? —Me arrugaba la chaqueta Prada con sus puños enrojecidos y feroces—. Hablemos de otra cosa, amigo mío, si no quieres que te fumigue con napalm.
Te entendías bien con Serguéi siempre que evitases hablar de oleoductos perforados y política interior. Por regla general, a los rusos ricos no les gusta que les hagan demasiadas preguntas: incluso procuran no hacérselas ellos. Como a muchos multimillonarios, a Serguéi le gustaba rodearse de modelos principiantes y jet-setters aturdidas, y vivía a ochocientos por hora, como si su deportación a Siberia estuviese prevista para la mañana del día siguiente. Cuando atravesábamos Moscú a toda pastilla en un 4x4 blindado, nos seguía siempre un coche de guardaespaldas en traje de combate y una limusina llena de adolescentes colgadas. Yo conectaba mi iPod en la radio del coche: hacía de DJ ambulante (catálogo: 2 Many DJ’s, The Methadones, Prodigy, Justin Timberlake, Aerosmith y Abba). Le ayudaba vagamente a renovar su ganado de orificios, pero él tenía tan poca necesidad de mí como yo de él. Así nacen las amistades más sólidas. Lanzábamos las llaves de los coches a aparcacoches de chaqué, a su vez flanqueados por matones con auricular y fisonomistas con camisetas negras, deformadas por las pistoleras. Al principio, a las chicas les impresionaba la cantidad de gorilas que había que desplazar para ir simplemente a cenar en un restaurante de nouvelle cuisine. Cada vez que entrábamos en un hall color arena, Serguéi gritaba:
—¿Hay algún hijo de puta checheno en la sala? ¡Ven con tu mamá, enculado!
Ellas se hacían las espantadas, escandalizadas por el importe de las propinas tiradas al suelo. Pero al cabo de unos días pedían botellas cuádruples de Cristal a 20.000 euros la botella y participaban como las demás en las juergas del barco. Serguéi cuidaba los detalles: en Saint-Tropez poseía tres yates y los dos más pequeños servían para transportar los reflectores que iluminaban el grande. Íbamos y volvíamos en avión privado para una sola noche. Las chicas se acostumbraban a este estilo de vida. Me acuerdo de una que decía:
—Yo no salgo con un tío con un Price Earning Ratio inferior a 80.
Otra, cuando le pregunté por quién pensaba votar en las elecciones presidenciales de 2008, me respondió:
—Me encanta Dior.
Tumbadas delante de las mesas bajas nevadas con Shatush, Opera Club o Seven, escuchando balkan groove, comparaban el tamaño de sus relojes, criticaban el aire acondicionado del avión, se resfriaban para todo el verano. No tardaban en pegarse; después era siempre complicado deshacerte de ellas.
—¡Otra vez sopa de bogavante, mierda!
Es increíble lo rápido que se ajan algunas mujeres. La droga les hace perder diez kilos en quince días, las mejillas se les hunden, los pechos se les vacían. Las caras rosadas se tornan grises. Ya no sonríen, o peor aún: sonríen todo el tiempo con dientes falsos, fosforescentes. Las ves transformarse gradualmente en pordioseras; en medio de una cena exclaman: «¡Oh, mierda! ¡Me he olvidado a mi chófer!» El champán rosado las hace vomitar en los helicópteros. Cometen un error al volverse feas tan deprisa, porque entonces las echan sin remordimientos.
Mi problema era que yo salía con la mejor. Me cuidaba muy mucho de exhibirla, pero de pronto estaba siempre aterrado por dos cosas: que me la birlaran o que ella dejase de ser la mejor. Yo vigilaba a todo el mundo: los tíos amenazadores y las rivales potenciales. No sé lo que me daba más miedo: que Lena me abandonase por otro o que Lena estuviese menos bien que otra. Estaba constantemente alerta. Mi vida no era más que una serie de miradas desorbitadas, de ojeadas oblicuas. Yo era el noviete de la mejor del mundo, o sea, el hombre más desconfiado de Rusia. Soy tan influenciable, padre, que así no se puede vivir. Me acuerdo de una chica que una vez me pareció resplandeciente. Ya sabe, Tania, la hija de Nijni, te hablé de ella a principios de año. Habría bastado con que dos amigos me hubieran dicho que era caballuna, con demasiadas encías y los pies demasiado largos, para que no le hubiese dirigido nunca la palabra. No soy yo el que decido amar o no a una persona u otra, sino que siempre he dejado que los demás decidan por mí, desde siempre. No elijo nada, ni mi oficio ni mi mujer. Nunca digo que no a nadie, me cuesta muchísimo. Me dejo llevar porque quiero que me quieran continuamente, no desagradar nunca. Estoy más cerca de ser un tapón de corcho que un ser humano.