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—Señores, nuestro objetivo es simple: que tres mil millones de mujeres quieran parecerse a la misma mujer. Y mi problema es encontrarla.
No está mal como entrada en materia, ¿eh? En París presenté las polaroids del casting Aristo Moscú en la sede de Ideal, ya sabe, esa fábrica de cremas cancerígenas para mejillas de la que le hablé la última vez. Por desgracia, después de mi frase introductoria, mi fracaso fue total: no les gustó ninguna chica, se impacientaron, querían realmente rejuvenecer el rostro de su marca para los años siguientes y era un envite tan importante que mis clientes fueron incapaces de tomar una decisión. Todas las chicas que les propuse tenían algo que no encajaba: Yurgita era demasiado joven, Katarina demasiado vulgar, Tania era grandísima, Irina sonreía demasiado, Olesya era demasiado delgada, Ksenia demasiado calentorra, Dana se pasaba de maja… Hice babear de envidia a unos jefes de producto que en toda su vida nunca encontrarían una chica semejante (excepto durante los diez minutos de rodaje, en que ella les tendería la mano sin mirarles, con los bigudíes en la cabeza y el móvil en la oreja, sonriendo cortésmente antes de contarle su vida sexual al maquillador). Andarse con tiquismiquis era para el equipo de Ideal la única forma de desquitarse de su frustración sexual: por primera vez en su existencia tenían poder sobre las beldades.
—Ésta tiene demasiado marcados los rasgos eslavos.
—La otra estaba bien, pero el lunar recuerda mucho a Cindy Crawford.
—¿No tiene la misma en más occidental? ¿En menos eighties? ¿En más glowy? ¿En menos pulpy?
—Necesitaríamos una que hable francés para los anuncios de televisión.
—Sus chicas son demasiado girly y no lo bastante wild.
—Sí, es verdad, no queremos juvenilizar la marca.
—Hace falta rock’n’roll, glam, que haya swing —(Tos molesta)—… quiero decir, que haya trash.
—Cuidado, somos una marca mainstream.
—¡Sí, pero ahora el trash es mainstream!
El tío que dijo esto se enjugó la frente con una servilleta de papel en la que estaba impreso el logo: «Ideal: because you are all unique».
—Hay que estar en el futuro, en el movimiento, en el riesgo.
—¿Por qué no organizamos una sesión de paparazzi en la que sus chicas esnifen una buena raya? Eso relanzó la carrera de la Kate.
—Me desapointa, es demasiado previsible.
—Tal como están, no se puede dar el ok.
—Están aletargadas. Les falta presencia. Son desechables.
Un transexual de Corea del Sur que llegó con retraso hizo una señal con su abanico que significaba «Sigan, yo no estoy», prueba de que debía de ser la única mujer importante de la reunión. Muy gran diva mutante (sosias de Grichka Bogdanoff), con los pómulos grises rehechos, una chaqueta escotada y muy prieta y pelo largo ceñido por una cinta, la «macho» se acarició la coleta, que pesaba 25 millones de euros de compra de espacio anuales.
—Yo me decía: puestos a contratar a una rusa, ¿por qué no a una chechena?
—¡Me encanta la idea!
—Lee, you’re so bright!
—Una chechena suscitaría masivas repercusiones anexas.
—¡Eso está bien! Hace humanitaria, charity, la imagen de Ideal, es superrentable comercialmente.
—Una musulmana no encaja con nuestras best-practices, pero podemos puentear los códigos. De todos modos, habrá que rechequear con los directores de zona.
—¡Si está rechequeado, compro al ochocientos por ciento!
—Espera, ¿quieres una chechena que esnife o una chechena normal?
—Muy gracioso. Shut the fuck up. Too many jokes.
El ex director general se había convertido en la directora general de Ideal París al cambiar de sexo como uno de los dos hermanos Wachowski. Aquella mujer reciente (acababan de implantarle un par de 90C) era una de las personas más poderosas del mundo: el gusto de Lee Chang-Yong determinaba la apariencia de miles de millones de consumidoras. Cuando él abría la boca, todos los demás directores la cerraban: los responsables de eje, los directores de división, los jefes de grupo y los jefes de producto se tragaban la lengua de repente. Un hombre capaz de cambiar de sexo por fuerza tenía que conocer la feminidad. Su palabra tenía más peso que la de cualquier hombre o mujer, puesto que él era ambas cosas. Lee Chan-Yong había ido más lejos que todos sus colegas para comprender mejor a sus clientes: la ablación definitiva de su pene era, al fin y al cabo, una contundente garantía de su conciencia profesional. Comprendí enseguida que aquella vez yo no vendería carne fresca. Ya podía recoger mi cargamento de «miaso». Tuve ganas de decir a mis clientes:
—¿Cómo se atreven a criticar este casting? ¡Miren a mis beldades y luego miren a sus mujeres!
Pero me contuve, no conociendo a la esposa de la drag queen que dirigía el cotarro. Aristo tiene mucho miedo de que Ideal nos obligue a competir con otra agencia o nos abandone sin aviso previo, y hasta algo peor: que contrate a una actriz de cine. Siento una presión infernal, si oso emplear un epíteto semejante en la casa de Dios. Pero ¿«qué hacer»?, como decía el camarada Lenin. No voy a ir a pescar a una chechena a Grozny bajo las bombas… Puedo decir realmente que he networkizado en todas partes: me he convertido en el obrero Stajánov frecuentando nightclubs, en el Goy errante. He recabado información de todos los playboys heterosexuales de Moscú, he pedido a todos los folladores frenéticos de la juventud dorada rusa que me señalen a las chicas guapas que conozcan, apuntado centenares de números de teléfono, concertado otras tantas citas y sufrido casi tantos plantones, frecuentado el Turandot, el Gazgolder, el Kricha, el Podval y el Luba todas las noches en busca de culitos y tetazas (que a su vez buscan oligarcas hambrientos), he salido incluso de este imperio y he ido a Kiev, Riga, Vilnius, Sofía, Varsovia, Belgrado, Zagreb, Bucarest, Budapest (en Europa del Este hasta los nombres se parecen: crees que estás en Rumania, ¿eh?, ¡pues no, estás en Hungría, listo!), he rastrillado todas las Fashion Lounge en que las chicas que desfilan sobre el plasma son enanas comparadas con las que sirven en el bar, tengo la tarjeta de fidelidad de todos los Prívate Gentlemen’s Club de Europa oriental. Incluso he simpatizado con Gulliver (el patrono del Diaghilev) y Sasha Sorkin (el del Cabaret del GQ), y todo para volver a París con el zurrón vacío. Empiezo a dudar de mis conocimientos técnicos.