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Debería detestarle, su grandeza… ¿Cómo sabía usted que ella me gustaría tanto? Dios mío. ¡Seré animal! Todos los días vienen hombres a confesarse con usted y a todos los envía con Lena Doicheva como al matadero, no me extraña. Soy un cretino por haberme imaginado que yo era la única víctima deslumbrada. Pero en esta iglesia de cristal, esa hada es probablemente uno de los temas de confesión más cálidos. ¿Cuántos clientes vienen aquí cada semana a describirle su llameante pelo rubio, sus pechos en proceso de formación y sus pupilas transparentes? Tiene que haber compensaciones para su castidad: oír hablar de Lena, la devoradora de corazones, durante todo el año, constituye quizás su solaz favorito. Por eso menciona usted su nombre a todos los extraviados ansiosos de inocencia… ¡Qué dulce debe de ser amurallarse en un mutismo velludo y menear periódicamente la cabeza al escuchar las mismas jeremiadas, todas ellas engendradas por la crueldad de la misma niña! Hay lujo en la vida eclesiástica: su voto le protege de esas diablesas, pero sus oídos le permiten gozar vicariamente de ellas. ¡Qué disciplina más hermosa la suya! Envidio su fuerza porque soy débil. De todas formas, usted sabe bien que no consigo guardarle rencor por haberme llevado donde Lena Doicheva. Y el secreto de la confesión nos protege a todos de la policía.

Al día siguiente de mi última visita, llamé a su madre por teléfono y le dejé un mensaje breve: «Querida señora Doicheva, dígale a su hija Lena que está convocada para el casting del concurso Aristo Style of the Moment, en el Hotel Europa de San Petersburgo, el 23 de mayo a las 15 horas. Me ha dado su número el padre Ierojpromandrita, de la catedral de Cristo Salvador.» Después olvidé el número. Ahora no consigo recordarlo.

Cuando ella entró en el Caviar Bar me pareció vulgar, torpe, zopenca, los pies hacia dentro, tímida; en una palabra: irresistible. «Clumsy» es una de mis palabras predilectas en inglés. Lena es un oxímoron ambulante: su cuerpo contradice su cara. Es curioso, me dije que se me parecía. Su rostro me resultaba familiar, debía de ser su mentón voluntarioso, pronunciado como el mío. Aborrezco conocer a chicas a las que tengo la impresión de haber visto antes, sobre todo cuando he comido patatas con cebolla, arenques con cebolla y berenjenas con cebolla. Al verla abrí la boca y luego la cerré debido al olor. Puf, veo que no lograré hablar de ella. Mis adjetivos son patosos, tiemblan de emoción. ¿Por dónde empezar? La gracia no tiene aspereza. Quizás por sus uñas. Sus uñas coleccionaban los dedos, estaban posadas como gotas de rocío en la punta de las manos. Roídas, pero sin nerviosismo; comisqueadas. Las muñecas huesudas de fragilidad cruda: ¿dos lichis? Desde los antebrazos a los codos, sólo una pulsera lisa de metal plateado cortaba la ruta de la seda. Se notaba que la pulsera pesaba demasiado, era casi difícil llevarla en aquella muñeca minúscula. Cada una de sus palmas merecía un salmo. Tonos diferentes de blanco pálido, de rosa claro, de beige empolvado formaban un arco iris daltoniano cuando te tendía la mano y por tanto el brazo y por tanto el hombro cruzado por un tirante de lencería barata. Los hombros a manera de abscisa, el sujetador actuando de ordenada: la belleza de la adolescente adorada parecía un gráfico sobre papel milimetrado. Los encajes revelaban ropa interior de niña formal que ha pasado la noche fuera y se viste a toda prisa para volver a casa de su mamá. Era la Venus de Milo añadiéndole brazos: los pezones pequeños pero tan duros como los de una estatua, el pecho de mármol, pero los cabellos volando; el mismo aire inclinado y el mismo color de inmortalidad, pero cuya blancura de lis hubiese sido traspasada de azul, irrigada de vasos traslúcidos en el cuello como el delta de un río. Bajo el flequillo rubio, dos cejas como paréntesis adormilados coronaban el azul de las pupilas, el blanco de los pómulos, el rojo de los labios. ¡Su cara portaba los colores de la bandera francesa! Los dientes eran sanos como almendras acabadas de pelar. Lamenté que no tuviera pegada en el incisivo una brizna de perejil que me habría permitido escapar a su influencia. Uno imaginaba que sólo se alimentaba de pomelos rosas para tener un color tan lozano. Daba ganas de respirar más fuerte o de ser el aire para entrar en sus pulmones y salir por su nariz en forma de gas carbónico, o de volar delante del sol pero no como una gaviota, sino más bien como un hombre que de repente pudiera volar agitando los brazos muy rápido, por amor. Tenía el pelo amarillo, como la araña bajo la cual yo me había tendido. Las mejillas sonrosadas por el viento de la perspectiva Nevski le daban aspecto de una niña radiante, con una boca de bebé y una salud de granjera que vuelve de una siesta sobre una gavilla de heno, con o sin palafrenero. Lena era como el rey Midas: cuando la mirabas todo se doraba, la hora, su cuello, sus piernas y sus pies diminutos en pendiente sobre sus sandalias baratas, todo, el aire que la envolvía, hasta su lengua, si alcanzabas a verla, se transformaba en oro. Al verla te sentías provisional, fugitivo, viejo, inconsolable. Querías ser un comprimido efervescente para disolverte en un vaso de agua que ella bebiese cuando tuviera migraña. Formar parte de las gotas que le cosquillearían la lengua antes de eliminar su dolor de cabeza. Te entraban ganas de mirarla dormir durante trescientos años, sabiendo que ese espectáculo no te cansaría nunca. Sus ojos brillantes eran demasiado pálidos para mirarlos fijamente. Sin embargo sus ojos reventaban los ajenos. Horadaban todos los blindajes. Imposible adivinar si iba a soltar una carcajada o echarse a llorar. Su boca era una mariposa libando entre su nariz y su barbilla. Me dirá: las mariposas no liban, liban las abejas. Y yo le diré: cierra el pico, subpatriarca, veo que no la conoces, porque con Lena las mariposas liban y los corderos bufan y las águilas rugen y las ortigas ululan, un punto lo es todo. Ceñido por un fular anticuado, su cuello era una ramita que a Stendhal le habría gustado empapar de escarcha para ornarla con un collar de cristal. Las orejas: dos aspiradoras de besos donde bailaba una perla merecida. A través de la muselina se adivinaban los pechos duros y blandos, blandos y duros (total: blandur), que retoñaban, palpitaban, se estremecían, crecían dentro del vestidito túnica. Reservada como un gato que desconfía de intrusos, Lena era ya consciente de su poder sin haber tenido aún tiempo de abusar de él. Mirarla era la actividad más placentera posible; ver a Lena era una droga pero sobre todo una tortura, porque no podías evitar pensar en el dolor de la separación. La añorabas de antemano: una joya tan preciosa que pronto sería expoliada. Me repetía en mi fuero interno: «¡Vamos, que has visto a otras! ¡No irás a enamoriscarte de una rubiales de catorce años, es penoso! ¡Reponte, muchacho!» Pero cuanto más cosas así te dices más te encaprichas. El método Coué no puede nada contra los flechazos. ¿Estaba yo deslumbrado por narcisismo, a causa de su barbilla? Al inclinarme ante ella, ¿me contemplaba a mí mismo? Es inútil tratar de descifrar los milagros. Al menos, si hubiera sido Narciso, habría tenido la oportunidad de ahogarme en ella… Lo que Lena me enseñó es que, la mayoría de las veces, cuando te dices «Creo que me vuelvo loco», es que ya lo estás.

La idea de que debería, en un momento u otro, dentro de unos minutos o de varias horas, mirar otra cosa, hablar a otra persona, volver a la vida normal, retornar a la vida de hace cinco minutos, la vida antes de ella, la vida sin Lena Doicheva, la idea me resultaba insoportable. Lena es un sueño del que no quieres despertar. Usted sabía todo esto, ¿verdad, hieromonje maléfico? Sabía que mi búsqueda había terminado. Sabía que me arriesgaba a revivir.

Lo fastidioso de la resurrección es que hay que morir antes.