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Así que yo había aceptado una misión especial: encontrar el nuevo rostro de Ideal, el líder mundial de la industria cosmética. Como ya le he explicado, en nuestro mundo hastiado sólo vende la inocencia. La división gran público de Ideal quería «modernizar» a su embajadora (traducir: «desprenderse de la piel vieja»). Sus planes de comunicación están clasificados por tramos de edad: las de 15-35 (problemas de piel acneica); las treintañeras (que creen que tienen todavía veinte años); las cuarentonas (que sueñan que tienen todavía treinta años); las cincuentonas (que esperan que el lifting no se les note demasiado). Yo tuve la suerte de ocuparme de las de 15-35, es decir, más de las de quince que de las de treinta y cinco. Me había nombrado cazatalentos la agencia de modelos Aristo. La delegación francesa la dirigía un amigo de mi padre: al salir del trullo, yo había abandonado un programa de televisión que se emitía en prime time, y estaba realmente quemado en Francia. Mi emigración a este puesto era un hermoso regalo. No creo que exista un medio mejor de conocer a mujeres espléndidas y de tumbarlas en su cama. Debo reconocer que ni siquiera en Francia, en mi época de fasto y lucro, había frecuentado a maravillas semejantes. Ya no son cañones ni aviones ni bombas atómicas; aquí hay que hablar de misiles nucleares, de armas de destrucción masiva, de cohetes interplanetarios. ¡La base de lanzamiento de las naves Soyuz no está en Baikonur, sino en Moscú! La mayoría de los franceses que se afincan en esta ciudad ya no pueden volver a su patria: saben a ciencia cierta que en Francia nunca tendrían acceso a chicas tan hermosas. Ellas, simplemente, no les dirigirían la palabra, ellos ni siquiera se las cruzarían. En Francia, las mujeres muy bellas viven en un gueto paralelo, protegidas del acoso de los plebeyos por barreras invisibles. Aquí te las llevas a tu casa a pares o en racimos. He conocido a un francés que ya no puede hacer el amor con una chica sólo. «¿Una sola mujer en mi cama? ¡He olvidado cómo se hace!» Las autóctonas más deslumbrantes únicamente tienen un deseo: que un rico se enamore de ellas o, en su defecto, que un extranjero las lleve de viaje. ¡Hasta sus rechazos son agradables! Siempre consiguen hacerte creer que lamentan infinitamente no poder acostarse contigo, como esos porteros de casino que te explican que esta noche está completo pero se las apañan para no ofenderte demasiado, es cuestión de que vuelvas a la carga al día siguiente, nunca se sabe, la vida es larga. ¡Y luego son sesiones infernales, perdón, sesiones de paraíso! El sexo es sólo una técnica, izvinitie, padre, que le hable con tanta crudeza, pero existe una serie de gestos que las mujeres rusas realizan con una naturalidad maravillosa y desde el primer día: sin ponerme escabroso, digamos que dan prueba de una paciencia muy generosa y una destreza muy… imaginativa. Oh, deje de refunfuñar, la naturaleza es creación de Dios, no tiene nada de malo disfrutar de sus beneficios. Las hembras moscovitas se tragan el sexo y lo menean en alternancia y crescendo hasta la explosión bucal, y te introducen el índice en el recto en el momento en que el placer lo contrae; se lo han tragado todo pero no esperan mucho para volverte a chupar el frenillo de abajo arriba, para ponértela dura sin condón y empalarse sobre tus sex toys tocándose los pechos y después chupándote los testículos hasta que dices basta, vale, de acuerdo, no sigo enumerando, padre, perdón, pensaba entretenerle la tarde, oh, vamos, hablo en broma, no se haga el católico conmigo. No sé dónde aprenden sus mujeres estos rudimentos que la mayoría de las occidentales sólo practican al cabo de seis meses de cenas a solas. Nadie amasa los cojones tan bien como las rusas, nadie se ofrece tan espontáneamente, aparte, quizás, de una marroquí de la que estuve enamorado en una época, pero cuyo nombre he olvidado. Durante tres cuartas partes de un siglo, el sexo fue la única distracción de las rusas (junto con el vodka y la delación): el resultado es una pericia única en el mundo. Conozco a un francés que vive aquí porque ya no consigue empalmarse con las francesas. De acuerdo, me ha cazado: ¡ese francés soy yo! Pero el tiempo apremia, la fila de espera se alarga a nuestra espalda. Su método de confesión es un poco irritante, con todos esos feligreses esperando ahí detrás. ¡Hasta los dentistas ponen una sala de espera! Habría preferido un confesor dominico, pero no tengo ninguno a mano.
Las tentaciones eran incontables pero yo no debía demorarme: Ideal necesitaba emblemas nuevos, había que renovar las existencias de pómulos salientes y bocas rojas. La estandarización de los deseos no espera. La demanda era muy intensa, hacían falta modelos para los catálogos, los dossiers de prensa, los folletos, el escaparate de los quioscos y los teasing con muestra recortable. Natalia Vodianova no daba abasto; se necesitaban modelos nuevas, más baratas, menos famosas, más disponibles. ¡Yo tenía caras que machacar! Tenía que atraer la atención de la industria de los frascos de cremas hidratantes nutritivas glucoactivas. Por teléfono, mi jefe, Bertrand, me decía a menudo, como el ogro de Pulgarcito: «Tráeme carne fresca.» De eso se trataba: yo abastecía a comedores de lolitas que a su vez satisfacían la libido mundial.
Compréndame bien. La hembra diáfana es indispensable para el buen funcionamiento de la economía capitalista, y debe cambiar con frecuencia: la facturación de las apariciones románticas aumenta los beneficios netos. Desgraciadamente las modelos no conservan su pureza mucho tiempo. Tarde o temprano, nuestras tops acababan tirándose a un futbolista o a un actor alcohólico, o bien la cámara de un teléfono móvil las sorprendía en el momento de aspirar una raya de polvo en un trastero antes de zambullirse en una alcantarilla. Aparte de Kate Moss, nadie sobrevive a este tipo de imágenes. El vídeo circulaba en Internet, las amas de casa cambiaban de potingues o el potingue cancelaba su contrato en exclusiva, y a mí me correspondía descubrir la nueva cara bonita internacional. El desgaste era cada vez más rápido: llamaban a este fenómeno las «modelos kleenex». Yo cobraba un porcentaje de los ingresos de mis chicas, pero la verdad es que, apenas lanzadas, ya eran sustituidas: por eso había pedido que me pagaran a tanto alzado en vez de participar en los beneficios (incluso un 10 % ya no era rentable, ¿y cómo comprobar las cifras?). En nuestra jerga, diría que me costaba más «desarrollar» a las chicas que «ponerlas en marcha». Antiguamente, una chica de éxito podía durar un decenio; ahora la belleza duraba tres años.
Buscaba las «green» (así llamamos a las principiantes, pero también se dice «new faces») en Moscú o San Petersburgo, a la salida de los institutos de Smolensk o Rostov, y hasta en las escuelas de teatro de Novosibirsk, Cheliabinsk, Kursk, y las charcuterías de Murmansk, Ekaterimburgo, y las universidades de Ufa, Samara, Nijni-Nóvgorod, en cualquier parte de la Federación Rusa, porque era en este país mutante donde los rostros más vírgenes cometían la imprudencia de nacer. Evidentemente, la más celestial era también la de al lado.
—¿Te gusta el aire felino de las uzbecas con el iris negro? Porque no conoces a las kirguizas de rasgados ojos ocre.
—Los labios carnosos de las kazakas, ¿estás de coña? Espera a sentir la boca orlada de las tártaras de Crimea.
—¿Admiras la sensualidad de las tadjiks de piel azul? Date prisa en acariciar a las turkmenas de bustos menudos y perfumados con canela.
Me pagaban para visitar reservas de mujeres. La más díscola era siempre la siguiente, y por desgracia en ciertas regiones atrasadas de la ex-Unión Soviética, la vecina muchas veces está muy lejos: hay que tomar trenes gélidos o aviones oxidados. Era como una búsqueda imposible cuyo Grial fuera una ninfa. ¿Cómo estar satisfecho un día? En cuanto fotografiaba a una pobre campesina de una perfección insoportable, oía hablar de un pueblo fantasma donde una pastelera había alumbrado a una princesa, y después de un valle perdido donde una rusalka hechizaba un río, o bien de un patio destartalado de un inmueble, en lo más profundo de la glubinka, donde destellaba un hada en zapatillas de deporte en medio de mujiks etílicos. Y cuando subía a un viejo Tupolev 124 de la Siberian Airlines a punto de desintegrarse en pleno vuelo entre Dniepropetrovsk y Dnieprodzerzhinsk.
La azafata que me entregaba la tarjeta de embarque
Era una sosias de la Bella Durmiente.