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Mi oficio no era un empleo auténtico: «cazatalentos», hasta el nombre es penoso. Me pagaban por buscar a la chica más hermosa del mundo, y en Rusia era difícil elegir. A veces tenía la impresión de ser un parásito, un contrabandista o un proxeneta; una especie de carroñero que se nutriese de carne fresca; un capitán Ahab cuya ballena blanca se llamara Mirjana, Luba o Varvara. Mi futuro profesional dependía de algunas medidas, de un contorno de pecho, de una curvatura pronunciada o un perfil travieso. Sabía distinguir de un vistazo la nariz rebelde, la boca delicada, la frente abombada, la crisálida encerrada en su capullo de seda. Buscaba la buena geometría entre la separación de los ojos y la altura del cuello, la contradicción perfecta entre la insolencia de un pecho incipiente y la inocencia de un hoyo clavicular frágil. La belleza es una ecuación matemática: por ejemplo, la distancia entre la base de la nariz y el mentón debe ser la misma que entre la parte alta de la frente y las cejas. Hay reglas que respetar, como el «número de oro» (1,61803399) que es la altura de la pirámide de Keops dividida por su semibase. Si divides tu estatura por la distancia que hay entre el suelo y el ombligo, tienes que obtener esa cifra, que también debe ser igual a la distancia del suelo al ombligo dividida por la distancia del ombligo a la coronilla. Si no, eres infollable.
Mis días eran sencillos: me levantaba tardísimo, un sueño brumoso hacia las dos, castings y sesiones fotográficas por la tarde, reparto de tarjetas de visita por la noche. Mi modelo era Dominique Galas, el célebre francés que descubrió a Claudia Schiffer en 1987, en una discoteca de Düsseldorf. Le conocí en una playa de Saint-Barthélemy, donde se jubiló a los cuarenta y tres años, un tío encantador, bastante bien conservado para alguien que no ha dormido durante veinte años. Nuestro oficio de reclutadores estéticos es difícil: ¿cuántas veces no habré creído yo que había topado con la perla rara, el summum del futuro, las curvas del siglo, para luego comprobar, al acercarme, que la criatura estaba ajada y tenía granos, grasa, un mentón huidizo, las pantorrillas hinchadas, que se le caía el pelo, su sujetador estaba vacío y era patizamba? Galas repetía esta máxima (la inversa de Oscar Wilde): «Desconfía de tu primera impresión porque es siempre la mala.» Claudia Schiffer no parecía gran cosa cuando él la vio zarandearse en una pista de baile alemana. Era un gran tallo teutónico, como otros miles, con los hombros tan cuadrados como los dientes. Pero Galas supo detectar en ella el potencial de la nueva Bardot. Como Gia, el cazatalentos georgiano que descubrió a Natalia Vodianova en Nijni-Nóvgorod, o Tigran, el armenio que controla el reclutamiento en Moscú, Galas tenía una mirada penetrante, la vista y las conexiones. Aquí no se improvisa lo de buscar modelos: hay que encontrar los buenos accesos, cuidar los contactos y respetar determinadas reglas, entre las cuales hay seis principales:
1 - No abusar sexualmente de las chicas (salvo si ellas lo reclaman).
2 - No pedir nunca el número de móvil a una chica ya contratada por Gia o Tigran.
3 - Desplazarse siempre en coche con chófer y guardaespaldas.
4 - No abordar nunca a chicas que llevan gafas de sol por la noche.
5 - No probar la cocaína.
6 - Y, sobre todo, no enamorarse nunca.
La fotogenia es un misterio. Algunas chicas sublimes en la vida son nulas para la imagen. Entonces es preferible tirártelas sin contratarlas. Las chicas más deslumbrantes en carne y hueso no absorben la luz, mientras que una tía cualquiera, con una nariz redonda y ojos hundidos, podrá revelarse rentable si posee ese don del cielo: ser amada por la cámara. Es una cuestión de osamenta y de personalidad, de sombra en las mejillas, de voluntad en la barbilla, de melancolía o animalidad en la actitud. Por eso no salgo nunca sin mi vieja y querida Pola. Las cámaras numéricas aplanan los relieves, lo digital ensucia el pelo. Corinne Day descubrió a Kate Moss para su primera serie en The Face al tropezar con una polaroid tomada por Sarah Doukas, de la agencia londinense Storm, que se había cruzado con Kate en el aeropuerto de Nueva York. La pequeña inglesa tenía entonces catorce años y soñaba con ser azafata de vuelo; en la actualidad gana treinta millones de libras al año (¡y su descubridora se lleva el 10% de todas sus ganancias! ¡Hay noches en que sueño con esto!). Ignoro si hoy día Kate Moss viaja alguna vez en aviones de línea.