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La primavera ha durado una semana, la nieve ha desaparecido y ha empezado a hacer mucho calor: el comienzo del verano es parecido en todas partes. Los casinos parpadeaban sobre las avenidas mojadas, inmensas pantallas publicitarias digitales destellaban entre dos viejas iglesias que milagrosamente habían sobrevivido al siglo XX. El sol se ha adelantado. El otoño servirá sobre todo para aguardar la blancura. En Moscú, la estación que lleva a San Petersburgo se sigue llamando Leningrado (le comprendo: los rusos no pueden cambiar todos los letreros de tren cada vez que cambian de totalitarismo). Podría ser que San Petersburgo, antiguamente llamada Petrogrado, pronto pase a llamarse Putingrado, y así habrá que cambiar menos letras en la fachada de la plaza Komsomólskaia. De noche mi tren se ha parado muchas veces, cada vez que aplastaba a un oso, un lobo o a un campesino tocado con un sombrero de astracán. Al llegar, al fondo del andén, unas ancianas vendían guantes, flores, calcetines, pepinillos, mermeladas y gatos. Me he dicho que las jóvenes debían de estar más lejos y hacía bien en pensarlo: las jóvenes siempre están más lejos.

Dobri dien, padre. Le he traído una tarrina de foiegras: pruebe esta maravilla, hago que FedEx me envíe los mejores productos de Bearne. No es que tenga nostalgia de mis Pirineos natales, pero estoy empachado de caviar rojo. Ya no aguanto más la comida tan salada de aquí. En Rusia tienes sed todo el tiempo, a fuerza de ingerir huevas de pescado, arenques, anguila y fletán ahumado en todas las comidas. ¡Sus zakuski convierten a todos en alcohólicos! En mi terruño, en Pau, es distinto: vertemos vino sobre nuestras llagas y empapuzamos a los patos hasta que su hígado nos implosiona en el gaznate. A continuación hundimos todos esos órganos en Armagnac y nos dormimos en la mesa, con la nariz dentro de los restos de grasa de oca o del corsé de una tía, lo que viene a ser lo mismo.

Me alegro de encontrarle en plena forma. El mes pasado parecía extenuado: se parecía a las últimas fotos del conde Tolstói, en 1910, cuando abandonó a su mujer para ir a morir en la estación de tren de Astapovo. Hoy su barba blanca resplandece sobre su sotana negra, bátiushka: se parece a un chocolate de Lieja. Su larga barba fosforescente es mi faro en la noche. ¡Alabada sea! Si me permite decirlo, sería una buena idea lavarla de vez en cuando, porque apesta como mi alma. Todavía no le he hablado de Lena Doicheva. Hace dos meses que no le hablo a nadie de Lena Doicheva. Me gustaría seguir no hablando de Lena Doicheva. No sé si debo agradecerle, monseñor, que me haya presentado a la insoportablemente luminosa Lena Doicheva. Pero para hablarle de ella tengo que recapitular los acontecimientos por orden: mi llegada a la palidez sospechosa de la primavera petersburguesa, nuestro encuentro en el Caviar Bar del Hotel Europa, antiguamente infestado de espías del KGB, hoy lleno de pasma de paisano (¿alguien me puede decir la diferencia?), y los días sublimes que siguieron, y después la velada en la dacha del oligarca. Allí sucumbí a la infante Lena Doicheva, a su venustez venenosa, su garganta de alabastro y el aplomo de sus catorce años. Todo es culpa suya, padre.

Tome un bocado de foiegras mientras le cuento mi decadencia. Falta, claro está, el pan caliente de brioche con pasas, pero aun así es un lujo, el hígado de un pobre pato. Está a medio cocer, como todos los habitantes de la ciudad de mi infancia. No es pecado saborear las mercedes que el Altísimo nos concede. Me gusta oírle masticar, el ruido regular de su masticación me permite concentrarme. Con esa barba me recuerda a mi abuela tejana en el jardín de la Villa Navarre, avenida de Trespoey, poco antes de su cáncer. Ella rumiaba como usted, acunada por el chapoteo de la piscina a través de las ramas de rosal, y el tintineo de los cubitos de hielo en el vaso de cristal. ¿Pensaría en la infancia arruinada de su hijo (mi padre), internado en los curas de Sorèze? Quizás le echase de menos, a su hijo segundo, después de todo. Quizás incluso tenía corazón, ¿quién sabe? Mi padre estuvo en el internado de 1948 a 1955 y después se vio casado y con dos hijos a principios de los años sesenta: ¿se puede exigir a un hombre que no sea nunca libre? Su infancia no lo fue bastante, la mía excesivamente. Sin embargo, me asemejo a él a medida que envejezco, y tanto más cuanto que ejercemos el mismo oficio (él es cazador de patrones, yo modelhunter). Sorèze es una abadía benedictina muy antigua, situada al pie de la Montaña Negra, en un lugar cenagoso, cerca del río Sor (para usted, que no ha pisado nunca la región, es un lugar perdido en alguna parte entre Toulouse y Carcassonne). En los años cincuenta, la disciplina de los curas dominicos era muy estricta. Encerraban a niños de diez años por la noche en celdas individuales de dos metros por un metro cincuenta, con un pestillo exterior metálico. (A partir de los doce años no era mucho mejor; compartían dormitorios colectivos, con olor a pies y murmullo de pajas, pollas en el dentífrico, novatadas más o menos continuas.) Todas las mañanas, a los niños les despertaba la campana a las cinco y media. Se izaban las banderas, pasaban lista en el frío, en uniforme almidonado. La misa empezaba a las siete. Iban a la capilla en fila india. Después estudiaban hasta las ocho de la tarde. Las luces se apagaban en los dormitorios a las nueve y media. A menudo el frío y el hambre desvelaban a los niños en mitad de la noche. En invierno, los internos calentaban ladrillos en una caldera de carbón para utilizarlos como si fueran bolsas de agua. Para los alumnos insolentes existía un castigo denominado el «secuestro»: encerraban al niño en un calabozo glacial, con una ventana inaccesible abierta y una mesa empotrada en la pared, obligado a copiar páginas en un cuaderno, y por todo alimento durante un día entero le daban pan seco y agua. A veces los internos de más edad se amotinaban: un día hicieron subir por la escalera a una vaca y unos cerdos hasta el primer piso, y los metieron en el dormitorio de los celadores. Una leyenda refiere también que algunos robaron una momia en la capilla de Sorèze (trofeo traído por Napoleón de su campaña en Egipto) para deslizaría en la cama de un cura especialmente severo. Con frecuencia el director de estudios encontraba zurullos en su escritorio. Los castigos entonces eran colectivos: los alumnos que no se delataban pasaban a ser enemigos de sus propios camaradas de dormitorio. Las palizas podían degenerar en violaciones, con introducción anal de objetos diversos (estilográficas, reglas, tizas). El internado de Sorèze no fue clausurado hasta 1991, ¡el mismo año que el último gulag! Le cuento todo esto porque existe un vínculo evidente entre la educación de nuestros padres y nuestra locura actual: nosotros recuperamos su retraso. No sólo se hereda un apellido y un poco de pasta, sino también neurosis, privaciones, depresiones no tratadas, frustraciones no vengadas. Como los rusos después de Gorbachov, hace quince años, cuando hubo que hacer como si los millones de muertos estuviesen aún vivos. Todos tenemos un gulag íntimo, en el fondo de nosotros una injusticia que nunca será asimilada. Todos somos rusos amnésicos. A propósito de mi casa familiar, fue en la Villa Navarre donde Paul-Jean Toulet escribió, el 27 de octubre de 1901: «¿No creéis que lo que más he amado en el mundo han sido las mujeres, el alcohol y los paisajes?» Me gusta mucho este trío ganador. Vehículos para enajenarse.

Permítame que haga mía

la trinidad de Toulet,

así como siento propio

el desespero paterno.