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Al parecer, me las arreglaba para estar separado de todos aquellos a los que amaba, no hacía más que reproducir mi infancia. ¡Todos estos remilgos para no envejecer! Un buen modo de conservarse joven es ser pueril. Para ello basta con amar a las mujeres que no tienes y desprenderte de las que tienes. Quizás yo no era capaz de amar. Cuando no eres capaz te sientes culpable. Me drogaba para experimentar emociones que no sentía. Pero ¿qué podía hacer si deseaba a todas las mujeres? Que Tennessee Williams diga lo que quiera: el deseo no es un tranvía, sino un tobillo, el perfil de una cadera o una garganta con carne de gallina, un párpado entornado, una caída de riñones, una arista vellosa de omoplato inclinado, el arqueo de un pie en una sandalia charolada o una marca de bronceado advertida en un escote que te destruyen el día. Detestaba mi banalidad, pero lo cierto es que tenía miedo de las mujeres y de su poder creciente. Temía que me rehuyeran o, peor todavía, que me aceptasen. Tenía miedo de mis mentiras. De que ellas las creyeran o, peor aún, de que no las creyeran. De que me amaran o no me amasen. Las quería a todas y las odiaba por cruzarse conmigo y no volverse. En cuanto me decían sí, trataba de quitármelas de encima, y si me decían no, me encaprichaba. Las mujeres me asfixiaban tanto con su presencia como con su ausencia. ¿Las detestaba, quizás? Las mujeres tenían buenos motivos para odiar a los hombres desde hacía milenios. Para vengarse de siglos de dominación masculina querían nuestra desdicha, querían domarnos, domesticarnos, negarnos, secuestrarnos. ¡Empezaban por castrarnos y después se quejaban de que no las follábamos! Nos daban la vida y después no paraban de hacérnosla imposible. Quizás a la larga su odio se convirtió en recíproco: los hombres guardaban rencor a las mujeres por no perdonarles nada. Ya se lo he dicho: era la guerra. La próxima no enfrentará ya a países o religiones: serán los hombres contra las mujeres, un enfrentamiento tanto más violento. Entretanto, todos los hombres van a volverse misóginos y luego gays. Quizás yo ya lo era, pero entonces, ¿por qué deseaba a todas horas acariciar senos esféricos y cabellos sedosos? Cuando eres mariquita, nunca deberías forzarte a acostarte con mujeres. No creo que yo sea un homosexual rechazado, pero una cosa es cierta: cuando estaba con una mujer miraba siempre a las demás y esto les dolía, pero a mí también, y este dolor, el segundo, el de un hombre que no puede refrenar su ardor, su curiosidad, su embeleso, nadie lo respeta. El sufrimiento de El amante del amor de Truffaut no es ridículo, merece consideración. Nadie respeta su apetito insaciable y su estupefacción ante toda belleza nueva. Don Juan es siempre un vil traidor, un hortera que babea, un libidinoso lamentable. El innoble retorno de la moral (en particular el orquestado por la «prensa rosa», muy puritana, a veces lectura única de mujeres de menos de veinticuatro años), señala con el dedo, culpabiliza, estigmatiza al pobre «deseísta» que osa posar la mirada en otra mujer que no sea la suya. Es la obsesión más negada y vilipendiada, no obstante ser la de los más grandes poetas, pintores, escritores y cineastas, la de todos los seres que se chutan con éxtasis y rinden un homenaje permanente a los regalos del cielo, sobre todo si llevan una camiseta transparente y un collar de perlas falsas enrolladas.

Decidí aceptar la oferta de Aristo y partir a Moscú una de aquellas noches en que, una vez más, había acabado tumbado en el pórtico de Sainte-Clotilde. La idea consistía en sustituir la droga por la gracia y el hospital Sainte-Anne por la Plaza Roja. Sí, da, su santidad: su país me cayó como un cielo sobre la cabeza.