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Yo no llevaba espátulas, mis mocasines lisos bastaban para convertirme en el rey del surf sobre la nieve sucia de la calle Pokrovka, entre los tranvías traqueteantes y los grandes automóviles negros aparcados en doble fila delante de la Galleria. Yo sabía también colmar mi soledad amontonando a las chicas desnudas encima de mi edredón. Padre, nunca sabrá lo dulce que es ordenarles que se besen sacando la lengua, hasta que sólo les une un hilo de saliva. Ignoro por qué me gusta tanto la baba de las bailarinas. Me gusta beber el contenido de su boca: les pido continuamente que me escupan. Al menos su saliva nunca es simulada.

Sueño con una call-girl que tenga estalactitas colgadas del labio superior: una stripper congelada como un vampiro de los Cárpatos. Me siento dispuesto a enamorarme como un niño, sí, por qué no, una última vez… Cuando tirito en la calle Arbat, a veces una música en la niebla me da ganas de morir de amor por una chica que no existe… Paseante desolado con un abrigo demasiado grande. Como en la canción más bella de Michael Jackson, el astro pedófilo: Stranger in Moscow. ¿Sabe, oh santo varón?: esta cita es un antidepresivo sumamente eficaz. No creí que usted me haría tanto bien: confesarme en la catedral de Cristo Salvador es casi más hedonista que una visita al Hungry Duck (sin embargo, «el bar más loco del hemisferio norte», según el New York Times). Traté de pedir ayuda en el hospital psiquiátrico de su ciudad, pero el médico de guardia se negó a internarme. Los manicomios de aquí están llenos. Tuve suerte: parece que sus instalaciones son aún menos hospitalarias que en la época en que hospedaron a Solzhenitsyn. Esta cúpula dorada alberga mejor mi culpabilidad. Bajo ella me siento minúsculo. La reconstrucción de su iglesia es reciente y los moscovitas la detestan porque el alcalde Luzhkov ha enterrado en su piedra el presupuesto entero de la ciudad. Se está tranquilo en la obscena capilla de los nuevos ricos, para pedir la absolución. Pero yo me extravío, y excesivos pacientes detrás de mí aguardan su turno de lamentaciones. Hasta pronto, padre; tengo un poco la impresión de que su silencio podría salvarme la vida.