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Me había convertido en un controlador de querubines. Durante un año, a cada nueva jovencita linda que veía en Zima («Invierno»), en Lieta («Verano»), en Osien («Otoño») —en Moscú los clubs llevan los nombres de las cuatro estaciones, salvo la «Primavera», Viesna, que es un restaurante de «fusion food»—, en Titanic, en Cabaret, en Jet Set, en Seven, en Shambala, en Zeppelin, en Circus, en First o en Roof, me hacía las mismas preguntas en el mismo orden mirando a las mismas chicas: ¿sus pechos mantienen la perpendicular en el eje vertical? Si es que sí, ¿sus nalgas anulan la ley de la gravitación universal de Newton (Isaac, no Helmut)? Si es que sí, ¿tiene las pantorrillas finas como barras de pan? Si es que sí, ¿tiene los dedos largos como lápices? Si es que sí, ¿tiene la cintura fina como si llevase corsé (pero sin llevarlo)? Si es que sí, ¿tiene la boca entreabierta sobre el oxígeno enrarecido del local y el porvenir de mi pensamiento? Y si es que sí, ¿cómo hace para ocultar las alas en la espalda? En cada rostro nuevo fijaba mi clave de lectura. No conocía mujeres: las verificaba. Nunca las miraba de otra manera que de arriba abajo, desdeñando su sonrisa y sin saludarlas. Siempre tenía que someter a las mujeres a una batería de tests, una auténtica lista de chequeo, como un piloto de avión que inspecciona su aparato punteando en su libreta con un aire altanero, sabiendo que el día en que ya no encuentre nada defectuoso será el día en que el avión se estrelle, porque la perfección no existe.