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¿De qué me quejaba yo, en definitiva? De nimiedades: mi matrimonio se derrumbaba una vez más; era incapaz de ocuparme de una mujer; volvía a mi casa cada vez más tarde, tan tarde que era cada vez más temprano; a los cuarenta años empezaba a cansarme de seguir comportándome como el mismo muchachito inmaduro con su cortejo de vodeviles y de puertas que se cierran de un portazo. Mi vida amorosa repetía siempre el mismo ciclo: iba a una fiesta, conocía a una mujer maravillosa, extraordinaria, deslumbrante, le declaraba mi ardor hasta que ella se enamoraba de mí, nos íbamos a vivir juntos y sobre mí caían prohibiciones de salir y broncas de una paranoica que se tragaba antidepresivos y somníferos. Y el ciclo se reanudaba: yo mentía cada vez peor, iba a una fiesta, conocía a una mujer maravillosa, extraordinaria, deslumbrante, a la que a su vez yo transformaría en una arpía agresiva, en una bruja posesiva, en una víbora odiosa. Es increíble el don que tengo para volver feas a las mujeres más guapas; un talento incomparable. Una noche, mi mujer me había dicho: «¡Eres tan chungo que para gozar tengo que pensar en mi vibrador!» No se ría, mi stárets, que no son cosas agradables de oír. Cuando yo le preguntaba qué hacía para que le gustase El animal moribundo, de Philip Roth, al tiempo que me registraba los bolsillos buscando condones, ella respondía inteligentemente: «¡Me gusta leer a Roth, pero nunca me habría casado con él!» Así que yo no sólo no era libre, no sólo debía sacrificar mis deseos, reprimir mi libido de hombre genéticamente programado para multiplicar las conquistas, contener mi virilidad; en una palabra, matar al animal que me constituía, sino que además era un rompecorazones múltiple que destruía a las mujeres sensibles y mi apartamento se parecía cada vez más a un anexo de Guantánamo. ¿Por qué deberíamos disculparnos continuamente de ser lo que somos? ¿Por qué nuestras mujeres nos piden que nos suicidemos todos los días? ¿Por qué ningún marido tiene la valentía de decir lisa y llanamente la verdad a su mujer? «Querida, te amaré siempre, realmente estás hecha para mí, pero tengo ganas de hacer el amor con otras mujeres. Esto te parece insoportable, pero eres tú la inaguantable: simplemente te opones a la esencia misma de mi hombría. No es tan grave que me acueste con otras mujeres si tú no investigas todos los detalles y no lees mis e-mails. Tú puedes hacer lo mismo, no te lo prohíbo, al contrario, me excita saber que te desean otros hombres, porque soy, como todos los tíos, un marica rechazado. Tus celos son tan reaccionarios que tú sola eres la prueba del fracaso de la revolución sexual. Quieres disfrutar de las conquistas de la revolución feminista pero también quieres la restauración de la pareja a la antigua. Tú no me quieres: quieres poseerme, que no es lo mismo. Si me quisieras como pretendes, te gustaría que yo gozara a todas horas, contigo o sin ti, como yo también te lo deseo, conmigo o sin mí. Voy a verme obligado a dejarte por esta razón estúpida y, sin embargo —mi decisión lo demuestra—, extremadamente importante: necesitaba tocar otros cuerpos distintos para verificar que era el tuyo el que prefería. Adiós, dragón de mi vida, incapaz de comprender lo que es un marido. Te sugiero el suicidio o el lesbianismo como salida para tu ignorancia de los fundamentos de la masculinidad. Mírame bien: no me volverás a ver. Al querer poseerme acabas de perderme.» Una mañana recité una carta de Chéjov a una psiquiatra, en la avenida de la Grande-Armée (dirección lógica, puesto que acababa de declarar la guerra a las mujeres): «No soportaría la felicidad que continúa de un día a otro, de una mañana a la siguiente. Prometo ser un marido excelente, pero deme una mujer que, como la luna, no aparece a diario en mi horizonte.» Al término de una hora a ciento veinte euros, cerré mi monólogo con una pregunta: «Pues ya ve, doctora, bebo todos los días para seducir a todas las chicas que no viven en mi casa. En fin, soy un tío normal, no soy un enfermo, ¿verdad?» Ella me miró con calma antes de abrir su libreta y soltarme: «Habrá que aumentar la frecuencia de nuestras citas.» No volví nunca: en cambio, me compré una camiseta que decía: «I’M MARRIED. PLEASE SHOOT ME».