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Sepa que su confianza me honra, y sabré mostrarme digno. He venido a verle porque quiero convertirme en otro hombre. Estoy harto de mí mismo. Me detesto infinitamente. La búsqueda de la identidad, la búsqueda de uno mismo, blablabla, durante mucho tiempo lo consideré palabrería. Sin embargo me fatigo… ¿Sabe usted que fue en París, el año pasado, donde nació mi manía de dar vueltas alrededor de las iglesias? ¡Así nos conocimos, acuérdese, el invierno anterior! En París, cada vez que estaba abatido, vagaba hacia Notre-Dame, Saint-Sulpice o Saint-Thomas-d’Aquin en busca de una dosis de agua bendita. Pero mi refugio predilecto era la basílica de Sainte-Clotilde, en el chaflán de la rue Las-Casas con la rue Casimir-Périer, en el distrito VII: ¿no conoce esa iglesia? Vaya a dar una vuelta por allí cuando vuelva a Francia, es uno de los lugares de peregrinación más bonitos del país: una doble flecha neogótica del siglo XIX en una plazuela frente a un square donde corretean niños con abrigo Bonpoint cuidados por niñeras filipinas. Le puedo garantizar que en ese barrio la religión es el opio de la élite. Me arrodillaba cada cierto tiempo bajo sus ojivas no nucleares, afrontando la mirada recelosa de los creyentes ricachones, y cuando la puerta estaba cerrada porque eran las cinco de la mañana, me tumbaba de bruces sobre la losa de piedra desierta, con el culo polvoriento iluminado por algunas farolas compasivas, y gritaba:
—¡Bajar a los cagaderos del Mathis es como bajar a los infiernos!
Jesús estaba luminoso toda la noche en el pórtico, me abría los brazos y era el único habitante de aquella ciudad muerta. No sé si se sacrificó por nosotros, pero sé que uno se siente claramente mejor cuando le visita regularmente. Me gusta su mirada de Dios que se hizo hombre y que se percata, aunque un poco tarde, de su error. Nos contempla amablemente, sin desprecio (pero aun así un poco consternado), y parece decir lo mismo que a Tomás en el Evangelio de San Juan: «Dichosos los que creen sin haber visto.» Es un tío legal, este barbudo modesto. Viene a salvarnos y nosotros, para agradecérselo, le torturamos y lo asesinamos, y él nos perdona nuestra ingratitud. Jesucristo: somos nosotros los que le pedimos socorro y es él quien nos pide perdón. No se da ínfulas, para ser Hijo de Dios. He conocido «hijos de» que se lo tenían mucho más creído que Él. ¡Cuando pienso que nos abrió los brazos y que aprovechamos para clavárselos, como Nabokov con sus mariposas!
¿Por qué las iglesias están cerradas por la noche, cuando más falta hacen? A veces me dormía en el suelo, delante de la puerta. Mis ronquidos informaban a las palomas de que no rezaba. El resto del tiempo me parecía a una crep. Una crep con un traje Hedi Slimane. Con los brazos en cruz en el suelo, envidiaba a los árboles: ellos, por lo menos, tenían raíces. Hasta entonces había olvidado por completo mi formación católica y hete aquí que de pronto pedía perdón al cielo so pretexto de sufrir una depresión nerviosa. Divertido, ¿no? A veces dejaba rodar algunas lágrimas intempestivas sobre mis ojeras negras y mi barba reciente. Si usted supiera cuánto me aliviaba dejar de sonreír. El rictus antidesespero es una gimnasia agotadora. No, no tenía visiones como Santa Teresa de Avila: si quiere referencias, prefiero citar a Durtal, el escritor que se encierra en el convento trapense de Notre-Dame-de-l’Atre en En camino de Huysmans… En el bolsillo tenía también El hombre de deseo, de Louis Claude de Saint-Martin (1790): «En todos los instantes de nuestra existencia tenemos que resucitarnos de entre los muertos…» Mantengamos la elegancia.
Acababa de comprender que en vez de amar a mujeres inaccesibles haría mejor adorando al Eterno Ausente. ¡So pena de prendarse de alguien que no existe! Yo no veía por qué me negaba a amar a Dios, el que más plantones da. Al «Credo quia absurdum est», del viejo Tertuliano («Creo porque es absurdo»), yo quería oponer un nuevo credo: «Creo porque no es más absurdo que el resto.» Así es: quería torcer a Tertuliano para volverlo camusiano. El absurdo universal puede englobar la existencia de Dios; el absurdo es muy hospitalario. Dios es tan absurdo como yo y no comprendo por qué Camus no tenía fe. Creo que creía sin saberlo. Gracias por su benevolencia, padre, sabía que mi canción de gesta le enternecería. Mi cuerpo se fundía con el asfalto. Pero ¿cómo convertirte en la sal de la tierra cuando la tierra es de hormigón armado? Nos acercamos al objetivo, ya verá.