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Al salir de la cárcel mantuve correspondencia electrónica con una chica cuya foto no había visto nunca. Ella había encontrado mi dirección en el anuario de los ex alumnos de la Ecole Bossuet. Era una chica genial, solitaria y cultivada, que me enviaba citas de poemas raros y me telecargaba músicas que le gustaban: Mazzy Star, Dusty Springfield, Anthony & The Johnsons. Teníamos los mismos gustos, con la esperanza de que nadie más tuviera los mismos que nosotros. Me hacía reír; todo lo que me contaba era muy erótico. Yo me apresuraba a sentarme delante del ordenador por la noche para leer sus bromas tristes y sus anécdotas salaces. Me contaba sesiones de masturbación en el cuarto de baño de su oficina, me hablaba de los chicos que le gustaban sin ser correspondida y de los demás, que pronto se convertían en una carga, de cuando salía con amigas a las que besaba en bares de lesbianas, del vodka manzana que bebía a hectolitros. Al cabo de algunas semanas creí estar enamorado: le pedí una cita. Ella no quería que nos viésemos y me daba largas, asegurando que me decepcionaría. La cortejé de tal modo que acabó cediendo. Al final nos vimos en el bar de un hotel de París y todo se derrumbó: era pequeña y fea, con gafas gruesas hundidas en una narizota granulenta. Yo estaba tremendamente contrariado porque no lograba disimular mi repugnancia. Llevaba un montón de días haciendo declaraciones encendidas a aquel monstruo…, le había suplicado que aceptase tomar aquella copa conmigo. Incluso había reservado una habitación en el hotel, por si teníamos ganas de hacer el amor de inmediato, y en esto me levanté, al cabo de un cuarto de hora de conversación educada, y dije «bueno, pues… encantado, hasta pronto», sabiendo (como ella) que aquello significaba «hasta nunca, cardo». Le besé la mano regordeta y salí pitando. Desde entonces no contesto a sus e-mails dolidos. Sí, me da vergüenza ser un sucio racista, un facha fashion: un fashista. El cerebro angustiado y el humor cruel de la chica eran perfectos para comprenderme, poseía el espíritu ideal, seguro que su corazón podía hacerme feliz. Pero soy un fashista innoble, tanto más imperdonable porque yo mismo sufrí esa discriminación en mi juventud… He aquí la verdad: soy un ex feo que se venga en sus semejantes.

—Soy exactamente la mujer que necesitas.

—¡Si pesaras veinte kilos menos!

Lo que yo tendría que haberle dicho:

—Un cirujano plástico me pegó las orejas con anestesia general a los diez años. La técnica consiste en practicar una incisión detrás de las orejas de soplillo para volver a configurar el cartílago y recolocar los pabellones, y después coser muy prieto con hilo hipoalergénico. Llevé durante diez días un vendaje blanco alrededor de la cabeza y durante un mes una cinta Velpeau por la noche: mis compañeros de clase dejaron de llamarme «Coliflor» y me pusieron el apodo de «Momia». Cuando el día vigésimo primero me retiraron las vendas ensangrentadas y arrancaron los hilos azules envueltos en una costra pegajosa, nadie se fijó en que mis orejas no me sobresalían ya del pelo. «Para presumir hay que sufrir»: créeme, conozco el sentido de este proverbio. Lloré de dolor para mejorar. Tranquilízate, la adaptación al molde social es inútil, nadie escuchará nuestras llamadas de socorro. Oye, yo no te odio, es a mí a quien detesto; mi odio a mí mismo altera mis relaciones con el resto de la especie humana. Adiós, adefesio de mi vida.