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A la mañana siguiente, en vista de mi insistencia lastimera, Lena accedió a acompañarme al castillo de Peterhof, al borde del mar. Yo debería haber desconfiado: ella simpatizaba demasiado rápido para ser sincera. ¿Qué habría hecho en mi lugar Pedro el Grande? Desfiguración directa. El calabozo o el descuartizamiento. O bien habría hecho exactamente lo que yo: llevarla hasta el fondo de un camino sombreado, orillado de abedules y coniferas, a su pequeño pabellón llamado «Mi placer», que ofrece una vista de los rompehielos cruzando hacia Kronstadt entre los pétalos del verano naciente. Yo veía claro que la indolente Lena se reía de mí: lo único que quería era que la enchufara para que ganase la final. Pero la vista del golfo de Finlandia bajo el cielo infinito, el sol blanco, las nubes amigas y sus andares de niña en aquel pequeño Trianón de ladrillos rojos… Yo tenía la sensación de oír música. Sucumbí por una imagen, qué le vamos a hacer, cura mío, soy un esteta: deformación profesional. Y además había invertido un montón de pasta en aquella prospección. No me quedaba más remedio que prendarme como un loco de una pequeña gerontófila de torso abombado y elevada estatura. Lena jugaba a que la rociase una fuente mágica. Llovió y ella me gustó[5]. Me llenaba los pulmones de aire puro y salado. Hace poco he leído dos versos de Pasternak que me recordaron aquel instante:
¡Entrega tus pechos a mis besos, como el agua que brota!
¡Zarandea mi alma! ¡Que desborde y que bulla toda entera en el instante!
El surtidor de una flor gigante la inundaba, su blusa mojada se le pegaba a las tetas que se adivinaban en la transparencia, el color de sus areolas casaba con sus labios rosas, su cabellera le ahogaba la frente antes de serpentear anárquica entre sus pezones como un río negro, la tierra se volvía blanda bajo sus pies y yo sentía deseos de ahogarme en su barro lustral. ¿Se define la armonía? Era como si, en aquel decorado primaveral de postal báltica, por fin me hubiesen aceptado. Como si por fin me hubiesen perdonado mi fealdad y mi flaqueza: ya no era un intruso. Su belleza me daba acceso a un mundo inmaculado, su candor simplificaba mi vida; yo paladeaba aquella calma provisional como un subidón de somnífero. Basta una segundo; crees tocar el objetivo. ¿Nunca ha sentido esto? ¿No atreverte ya a moverte, por miedo a romper algo? Dios me tendía los brazos y yo me sentía dispuesto. La gracia es un obsequio porque, en esos instantes, no tienes pasado ni futuro. Te vuelves un paisaje.