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De los sesenta días de sol al año, yo habré conocido cuatro, y ya es mucho. A partir de mayo ya no hay noche en San Petersburgo, lo que dificulta el sueño. A medianoche la luz es un poco más malva, luego azul Klein. A las tres de la mañana el sol se acuesta durante una hora, uno no debería dormir más que él. Lena me llevó a visitar los canales en unas barquichuelas, pero ojo, San Petersburgo no es la Venecia del norte (dejemos ese apodo idiota a Amsterdam o Brujas, creo que usted estará de acuerdo, padre). De sus trescientos puentes no todos están iluminados, pero el rostro de Lena brillaba lo suficiente para evitar el naufragio. Los pescadores ponían mala cara cuando espantábamos a los peces con nuestra barquita a motor. Algunos puentes se levantaban, se abrían sobre el Neva para dejar pasar a barcos que remontaban el curso del río hacia el lago Ladoga. Existe una técnica clásica de ligue en San Petersburgo: llevar a una chica a la otra orilla del río, se quedará atrapada contigo hasta que el puente se cierre, hacia las cinco de la mañana. En San Petersburgo yo me perdía continuamente: Lena consideraba que yo sufría de «cretinismo topográfico». Qué le vamos a hacer, me gustaba extraviarme en aquel laberinto jaspeado como una silueta en la niebla, una sombra entre la piedra y el agua que desbordaba. Parece que en otoño el viento empuja el agua del golfo de Finlandia hasta los sótanos de la Academia de Bellas Artes, destruyendo los viejos grimorios y los cuadros de maestros. Los tejados eran dorados como los hombros de las strippers del Golden Dolls. El cielo estaba rosa como un pecho. Los puentes se separaban como piernas. Demasiadas comparaciones sexuales, ya sé, perdone su santidad, pero son las únicas que no me aburren. ¿Cómo tener sueño cuando nunca es de noche? Las callejuelas oscuras se parecían y la cara de las transeúntes me daba la impresión de estar hojeando el book de la agencia Elite. Nabokov escogió bien su lugar de nacimiento, igual que el presidente Putin. En San Petersburgo el físico normal es ser portada de Vogue. Algunas diosas iban a los nightclubs en moto acuática sobre el Fontanka. Por suerte estaba la perspectiva Nevski para servirme de brújula, con sus neones imitando a Broadway y las arpas turísticas como fondo sonoro, tras un final de no-noche en Zabava Bar (el club de striptease situado en una gabarra en el Neva). Encontraba mi hotel orillando su fachada rococó, pintada de amarillo para hacer creer que hace bueno todo el año. Con la pequeña Elena Doicheva visité el apartamento donde Dostoievski escribió Los hermanos Karamazov: no muy interesante, salvo el sombrero flexible que se había olvidado en París. Un reloj de pared parado indica la hora exacta de su muerte: las ocho y treinta y seis del 28 de enero de 1881. Comprendo cómo se escriben las obras maestras: basta con vivir en un apartamento sórdido con un sombrero flexible en la cabeza, y de repente algo se abre en la hoja de papel. ¡Y entonces, hala!, sólo tienes que zambullirte y si lo consigues conservarán tu piso tal como está. También dimos una vuelta por la casa de Pushkin: su biblioteca está muy bien provista para un tío que murió a los treinta y siete años. Nos pidieron que nos descalzáramos y nos pusiéramos unas fundas para no estropear el suelo. Lena y yo nos deslizamos como patinadores artísticos, bromeando con los brazos en alto, bajo la mirada consternada de la anciana que vigilaba el museo. Allí también había un reloj de pared parado a la hora de su muerte: las tres menos cuarto del 10 de febrero de 1837. Guardaron las pistolas de duelo que le costaron la vida. Las dos armas están a buen recaudo dentro de una vitrina. Contemplé largamente la pistola con la que el francés D’Anthès disparó a la panza de Pushkin al borde del río Negro. Era una época en que no se bromeaba con el amor. Presa de un impulso incontrolable, le dije a Lena:
—Me gustaría morir en tus brazos.
—Oh, no, please! I will have to remove the body! ¿Conoces la historia del viejo cuando murió Pushkin?
—Niet.
—Pushkin estaba agonizando y de pronto anuncian su muerte. Al oír la noticia, un viejo que esperaba delante de la casa se echa a llorar a lágrima viva. Entonces le preguntan: «¿Es pariente suyo?» «No», responde el viejo, «pero soy ruso.»
Por eso prefiero Petersburgo a Moscú: allí el orgullo cultural e histórico atenúa los deseos de dinero fácil y prostitutas gráciles. Es la ciudad de los relojes parados, los pisos intactos, el pan negro que incluso se come duro. El pasado vuelve a todas horas y pesa mucho sobre el presente. En Moscú quieren olvidar el pasado porque piensan que ralentiza el futuro. En San Petersburgo el pasado garantiza un porvenir: aquí se rompió los dientes Hitler. Durante los novecientos días del sitio de Leningrado los habitantes comían pegamento y yogur rancio, ratas, niños y tierra. Hubo ochocientos mil muertos de una población de tres millones. ¡Ya son «bodies» que «remove»! Los rusos hacen lo mismo que mi cerebro: sólo guardan sus recuerdos favoritos. La lista de colaboradores del KGB: borrada. Los restos de Maria Fiódorovna (esposa del zar): trasladada con gran pompa a la fortaleza de Pedro y Pablo. El gulag: archivado en un sótano. La resistencia al nazismo: celebrada. Los muertos del estalinismo: mal gusto. Los héroes del ejército ruso: autorizados (salvo los que murieron asfixiados en el submarino Kursk). La vejez confiere a los inmuebles una grandeza que no se aprende. Hay teatros rococó y bares literarios en cada esquina. Padre, usted sabía que yo corría el riesgo de enamorarme en esa ciudad imaginaria. Hasta el nightclub de moda se llama Oneguin, como el dandy romántico imaginado por Pushkin. Si algún día abro un club en San Petersburgo lo llamaré Gruchenka, como la hija autodestructiva, la devoradora de hombres de Los hermanos Karamazov. Tengamos bien presente que San Petersburgo es la ciudad donde erigen estatuas a niños mimados beodos, juerguistas, mujeriegos frívolos y muertos. Pushkin, aquel escritor falsamente fútil, compara San Petersburgo con «una ventana abierta sobre Europa». Windows on Europe? Hay también un Litteratur Café, donde el poeta tomó su última copa antes de que lo matara en duelo el amante de su mujer. Lena me llevó a visitarlo todo: sigo ignorando por qué me paseó en la noche como una niña que lleva a mear a su perro. Sin duda era cortés con el amigo del cura de su madre. Por desgracia, yo confundí su buena educación con un principio de debilidad… Yo no sabía ya a quién mirar: ¿a Lena o a Petersburgo? Competencia desleal. La mayoría de las veces ella eclipsaba a la ciudad; la vida prevalece sobre el mármol, la juventud temblorosa aplasta a las cariátides minerales. Todo tiene tres siglos allí. Hasta la pianista de mi hotel, que había posado un candelabro y una rosa en su piano blanco y negro.
Lena era la única que no tenía tres siglos. Caminaba discretamente, con su book en la mano y su pelo largo en cascada sobre los hombros, revuelto por la alegría de vivir y la salud. Puedo recitar de memoria su primera frase en el Caviar Bar: «Hi, I am visiting you on behalf of father Ierojpromandrita. My name is Elena but everybody calis me Lena.» Yo nunca había visto nada tan enloquecedor. Es engorroso tener unas ganas inmediatas de aullar a la luna delante de una rubita fina de catorce años, de meterle la lengua en la boca joven como una cereza y tumbarse en el suelo para que ella te pisotee repitiendo «spokoinoi nochi». Había amigos en el vestíbulo que me contaron que me puse violeta al apretarle la mano sin soltársela durante un minuto. No olvidaré nunca mis primeras palabras. «My name is Octave Parango, I work for Aristo Agency and I have been looking for you since I arrived in Russia.» Frédéric Cerceaux, de la agencia Madison, debía de tener los ojos tan desorbitados como yo cuando descubrió a Laetitia Casta a los quince años en la playa de Calvi. Me apresuré a prometer a la chiquilla lechosa que ganaría el concurso, que la competición ya no tenía sentido, que ella la había ganado sin gran esfuerzo simplemente naciendo, que iba a a enviar su foto por fax a Ellen von Unwerth y Mario Sorrenti, que Bazaar se la arrancaría mundialmente pero que ellos no la merecían, que tendría que aprender a ocultar toda aquella magnificencia, a no exhibirse más, que la fuerza la sacaría de su rareza y de la disciplina, como las bailarinas del Kirov, que caviar y vodka para todo el mundo, que la vida era bella gracias a ella y por ella, que Dios existía porque la había creado. Creí que ella se reía; en realidad enseñaba los dientes… Debería haber desconfiado de su primera broma, cuando le dije que sus ojos tenían el mismo color que la piscina del hotel: «La conozco, el agua está sucia.» Fue entonces cuando debería haber comprendido que en aquella historia el cándido era yo. Ella había subido a mi suite mientras yo escaneaba sus fotos para enviarlas por mail a los bookers de la red mundial. Aunque de pésima calidad, sus fotos (en blanco y negro, sin duda tomadas por un amigo estudiante de la Academia de Bellas Artes de San Petersburgo, a cambio de desflorarla) destilaban una asombrosa ingenuidad perversa. Posaba en ellas con el torso desnudo y le vi el alma. El alma: hasta entonces no sabía lo que significaba tal cosa. Ningún adjetivo podrá describir nunca lo que ocurre en esta imagen que me recuerda a un dibujo a lápiz de Degas que se conserva en el Museo d’Orsay (Mujer semidesnuda, tendida de espaldas, 1865). Por supuesto, yo había oído hablar del alma rusa. Creer en Dios es un pleonasmo en este país. Lo que aprendí en aquel instante fue que Dios es una chica rusa con los pechos nuevos y la mirada imperial, que brinca como un fauno de León Bakst en el palacio de Catalina la Grande. Provisionalmente, algo superior había emigrado de aquel cuerpo, se había alojado en aquella envoltura terrenal durante el plazo de una existencia. Cuando se ha esperado tanto la gracia, la gratitud se desmultiplica. Yo había sufrido noches en literas exiguas, comidas a base de cordero hervido mucho tiempo en cafeterías de plástico anaranjado, rondas de vodka-formica en familias coloradotas, y todo para vivir por fin aquel momento milagroso. ¡Aleluya! Lena condensó mi pensamiento en un proverbio: «No pain, no gain.» Yo preveía ya que el efecto de mi networking en Internet podía hacer que el jurado se inclinara a su favor. Cuando la fotografié, hasta mi cámara estaba intimidada. Yo había vaciado el minibar sacando la lengua como un cocker. ¡Acumulaba todos los errores de un principiante! No sabía ya si me cegaba el amor o los flashes. ¡Cuántas veces me habían repetido que no mezclase nunca los sentimientos con el trabajo! Trampa clásica: la aprendiz de modelo te lo saca todo, porcentajes no negociados en veladas con Karl Lagerfeld. Más me habría valido colgarme de la araña de falso cristal. Pero qué quiere: mi padre también amaba a las jóvenes, no veo por qué yo iba a ser una excepción.