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Brr… Hace calor fuera y frío dentro. Bravo: la altura de este techo ha inventado la climatización no contaminante. Esta catedral gélida me pone la gota en la nariz en pleno verano. Fuera los transeúntes se pasean en pantalón corto o se tumban desnudos en la hierba para broncearse a la orilla del río. Aquí, míreme: sale vaho de mi boca, con él podría hacer aros, como si fumase un puro. Mientras las iglesias estén frías, la religión estará en crisis. ¡Y sin embargo le digo que me encantaba rezar! Me arrodillo a menudo en Moscú, igual que hacía en París. Poso las rodillas en charcos, delante de iglesias en las que no entro, y pido perdón al cielo por mis pecados. Me gusta apostrofar al Gran Ausente. Vuelto hacia el firmamento, también pido a las estrellas que me absuelvan de antemano por los pecados que me dispongo a cometer. Después vengo a verle para confesarme. Así mis delitos quedan bien enmarcados. Iván el Terrible actuaba del mismo modo en la catedral Basilio-el-Bienaventurado, ¿no? La genuflexión permite respirar entre dos sesiones de torturas. He pecado mucho, lo digo sin jactancia. Me digo con frecuencia que si la violación fuese legal simplificaría la vida de los hombres modernos. Por desgracia, hay que pedir permiso antes de utilizar un cuerpo esbelto. Llego finalmente a la meta de esta confesión: al cabo de algunos trimestres moscovitas, mis castas sesiones de fotos empezaron a desbarrar. El deseo mutó en avidez, la avidez en envidia (uno de los siete pecados capitales) y la envidia en odio. Si le hubiera contado esto la última vez, usted no me habría presentado nunca a Lena, y habría hecho bien. (¡Cuando pienso que en inglés presentar se dice introducir!) Me acuerdo precisamente del día en que caí. Una tal Sasha chupaba un chupa-chups en mi estudio. Con su trenza y sus pecas, aguardaba pacientemente mi veredicto. Noté que podía pedirle de todo y lo hice: «Ponte derecha para que se te engorden las peras.» «Ahora levántate la falda e inclínate hacia delante.» «Tengo ganas de meterte la lengua en el chocho.» «Bájate los leotardos y las bragas. Separa las piernas. Abrete bien. ¿Puedo llamarte Sésamo?» Guardé los primeros planos de su coño asalmonado y una grabación de sus pequeños balidos bajo mi férula. Es exquisito: no hay sonido que me ponga tan cachondo como estas protestas. Ella no me puso una denuncia porque mi «tejado», Serguéi el oligarca, me protege. Ya ve usted, oh profeta inmaculado, el problema con el poder es que siempre acabas utilizándolo. La depravación sexual es una tradición en la Rusia autoritaria desde Lavrenti Beria. Si una nínfula quiere triunfar como modelo no debe enfadarse conmigo. Soy una especie de paso obligado hacia la luz del sol. ¡El San Pedro del papel satinado! ¡El cancerbero de la fashion!

¿Tose? Al menos es la prueba de que no se ha dormido. Debo llegar a la confesión que me fastidia y que postergo desde hace meses. Aquí está: antes de conocer a Lena, violé a doce jovencitas en un año. No ponga esa cara: sólo es una por mes… Ya sabe, en nuestros oficios artísticos, se adquieren enseguida determinadas costumbres… Además, cuando digo «violación» fanfarroneo un poco, a veces sólo les deslizaba un dedo o las obligaba a cosquillearse el botoncito hasta el placer. Permítame nada más que le exponga mi método. Les pedía que se exhibieran para «captar su sensualidad en el objetivo». Les hablaba de «cinegenia», «professionnal sex appeal», «porn chic attitude», «trashy style». Citaba a los fotógrafos underground del momento: Terry Richardson, Rankin, Larry Clark, Juergen Teller, Richard Kern, Roy Stuart, Grigori Galitsin, todos clasificados X. A las más intelectuales les recordaba la injusticia cometida con el gran cineasta Jean-Claude Brisseau, y cómo el caballeresco Louis Skorecki había salido en su defensa en un asunto de casting «hot» en que la justicia francesa había condenado al realizador francés. Una frase de la sentencia me había asustado especialmente: «Brisseau sólo buscaba la satisfacción de su placer personal. Lo cual es exclusivo de toda actividad artística o cinematográfica.» ¡Innoble! ¿Para qué serviría un artista que buscase algo distinto que «la satisfacción de su placer personal»? ¡Me niego a abrir la novela de un escritor que piense en otra cosa que su propio placer! ¡Rodin se la cascaba delante de sus modelos! ¡Klimt también! Pero dejémoslo, noto que me voy a cabrear, después me salen placas rojas en las mejillas, es repugnante. El look porno estaba en el aire de los tiempos, jugar la carta de lo sexy no equivalía a prostituirse, todas las estrellas han pasado por eso (y es la verdad: la mayoría de las modelos empezaron por la foto de seducción, más o menos hardcore). Además, el sexo no era un problema sino un tema de investigación, y hasta una forma de expresión. Ellas se lamían, se ofrecían, se empapaban, gemían, chupaban, tragaban, gozaban, orinaban en mi presencia si se lo pedía. La justificación artística autorizaba todas las experiencias. Les encantaba sentirse rehabilitadas. Yo les ofrecía el aval cultural, ellas me prestaban su fisura: estábamos más cerca del trueque que del hostigamiento.

¿Cómo, excelencia? Es evidente que ninguna me denunció. De todas formas, la policía está de nuestra parte. Las pequeñas saben que sus denuncias no surtirán efecto y que nuestras represalias serán implacables. Una vez, una de mis presas quiso llevarme a juicio. Unas llamadas telefónicas la disuadieron. Antes de verlas, yo me las apañaba para que ellas supieran que tenía su dirección y la de su familia. Nuestros «bandidos» saben asustarlas: son muy grandes, llaman a tu puerta, te levantan por el cuello, abren la ventana y te cuelgan en el vacío mientras te preguntan si hay algún problema. La respuesta que oyen, por lo general, es: «No, ¿qué problema? No hay problema. Nunca ha habido ninguno.» En Rusia los problemas se resuelven así desde Pedro el Grande. Las carrozas de oro macizo han sido sustituidas por Mercedes blindados, pero la intimidación sigue siendo el nervio (de buey) de la sociedad rusa. No sé qué habrá sido de aquella arisca: seguramente se esconde en una isba de la taiga o bajo una yurta mongola, en lo más remoto de las provincias de algodón y olvido rusas, no lejos del frigorífico donde se pudre Jodorkovski, el multimillonario que quiso vender Yukos a la americana Exxon. A Putin y a mí nos gusta dar un escarmiento de vez en cuando, para aplacar los motines. Confieso que yo llevaba bien mi business. Aportaba beldades para las orgías de la nueva nomenklatura y a cambio mis amigos de las altas esferas me ofrecían seguridad e impunidad. A veces me avergüenzo de haberme vendido a los petrorrublos, pero no estoy tan seguro de que lo lamente. Es facilísimo convertirse en un animal inmundo cuando vampirizas el candor. Destruía a aquellas remilgadas porque no me encontraba bien y no estaba bien porque era varón. ¿Qué problema? ¿Hay algún problema?

Gradualmente abandoné mi trabajo: Ideal me producía menos que la Oligorgía. Que se aguantaran los vendedores de cremas cancerígenas. Las escalas son diferentes: los vendedores de aluminio y de gas hacen que la industria de cosmética se parezca a una puesta en marcha de estudiantes becarios. Me gustaba la idea de añadir dos o tres ceros a mi cuenta bancaria sin más que volverme un crápula. Aristo me hostigaba telefónicamente, pero aprendí enseguida a ser ilocalizable: si no descuelgas nunca cuando llaman, de repente te vuelves muy importante. Es increíble lo que impresiona un buzón lleno al que ha marcado tu número. Los multimillonarios moscovitas me alojaban gratis en palacios recién restaurados donde los sofás se hundían en la moqueta de cachemira y las almohadas en las butacas de cibelina. Para hacer las compras dudábamos entre el helicóptero y el jet, antes de enviar a alguien que nos supliera. Las chicas estaban encantadas de no tener que pasar más castings; y luego, dicho sea entre nosotros, que te rocíen encima de sábanas de seda es menos cansado que estar horas de pie delante de un objetivo en plena corriente de aire. La avenida Montaigne y Courchevel (apodada por Serguéi «los Alpes rusos») eran lo único que me unían a mi antiguo país. Te alejas rápido de ti mismo; era tan agradable que casi resultaba aterrador. Me gustaba ver a las putas de flequillo revolcarse en el fango. Si no te aprovechas de tu poder, ¿para qué sirve?

Es Lena la que me trae hacia usted, como usted me condujo hasta ella. No, no se preocupe, no la violé, apenas la he rozado. Lena tiene los pies estrechos, le chupé los dedos de los pies a través de las medias, debe de ser lo más cachondo que he hecho con ella. La única vez en que dormimos juntos, fue cara contra cara, y mientras ella dormía yo reduje mi respiración hasta adaptarla a la suya. Su sueño era un cuadro de Picasso: «la mujer dormida», en menos cubista. No podía tocarla… Las mujeres de porcelana nos hacen sentir como un elefante en un almacén de Limoges. Yo estaba orgulloso de entrar en un club con ella, y enrojecía de contento cuando el «face controler» (controlador de caras) le pedía su documento de identidad para comprobar que era mayor de edad. Serguéi soltaba entonces unos cuantos billetes para que la mala bestia hiciera como que Lena no tenía catorce años. No fui yo quien la ahuyentó, sino Serguéi. Alardeaba de organizar fiestas raras en las que las chicas tenían que llevar una insignia con su precio de venta. Posee una fábrica de leche humana y una factoría de lágrimas de sumisas. En la primera, chicas que acaban de dar a luz se hacen ordeñar por máquinas y él vende la leche materna a Ideal. Me lo confesó cuando estaba borracho: ¡su misterioso secreto de juventud es simplemente la leche de mujer! Legalizó una patente que permite conservar la Human Milk. Parece ser que extendiéndola por las mejillas rejuveneces diez años. ¡Nunca debería haberle presentado a Lena, ahora quiere dejarla preñada para poder ordeñarla! Su otra fábrica es todavía más original: allí atan a una chicas cabeza abajo y las golpean en todo el cuerpo con ortigas encima de barreños que recogen sus lágrimas. Vende por hectolitros los llantos de vírgenes, ¡una fortuna! Hablo en serio, vende incluso los DVD de esas torturas en fila. Las pobres esclavas producen una gran cantidad de lágrimas diarias. Es espantosamente hermoso, la cantidad de dolor que puede grabar una cámara de vigilancia en un hangar checheno. En una grabación incluso he reconocido a Serguéi en persona; inclinado sobre una encantadora víctima desnuda y colgada, le murmura al oído:

—No te preocupes, pequeña, pronto te mataremos. Cuando me lo hayas pedido suficientes veces.

Luego se le ve clavándole agujas en los pechos y recogiendo las lágrimas de su cara con una pipeta. Los lloros aspirados de las mejillas son más puros (en el barreño se mezclan con los escupitajos, el sudor, la saliva y el flujo vaginal; todos los aficionados concuerdan en que el gusto de la lágrima facial es muy superior). La rareza del producto procede de la complejidad de su recogida. El cuerpo de la llorona tiene que estar sólida y estrechamente atado para evitar toda pérdida. ¡El frasco de lágrimas se vende en la red a 150.000 euros los 10 ml, mil veces más caro que el caviar! Se degusta con cuentagotas, one drop is enough! Es un agua tibia y salada que posee propiedades afrodisíacas, algunas incluso se vierten directamente sobre los genitales como agua bendita, antes de una orgía es muy vitalizante. También pueden emplearse para sazonar platos sencillos (blinis, huevos pasados por agua, patatas al horno…) o perfumar algunos cócteles. El erotismo de las lágrimas está muy extendido y hasta tiene un nombre catalogado en el Diccionario de las perversiones: la dacrifilia.

Abofeteé a Lena, la pisoteé, y en el instante en que la perdía comprendí que ella era mi última oportunidad. Lena es mi castigo; me enamoré de ella como quien escacha una sentencia. El amor empieza siempre por el miedo. Inmediatamente quise deshacerme de él. Yo no lo sabía aún, pero arrastrar a Lena a la fiesta en casa de Serguéi el dacrífilo era un test para conocer el grado de mi enfermedad. Quería saber si me había encariñado de Lena, y bien que lo supe: en el momento en que la asqueé, la traicioné, la entregué, supe que yo le pertenecía pero era demasiado tarde, ella ya me guardaba un rencor mortal. ¡Déjeme terminar, padre Ierojpromandrita! No había comprendido enseguida que estaba loco por ella, o más bien quise resistirme; pensaba que era como las demás, que podría reemplazarla, olvidarla rápido, o que me gustaría que se me escapara, que verla follar con sádicos me excitaría como René en Historia de O (ya sabe, ese remake del Evangelio en que a Jesús lo sustituye una mujer masoquista). Pero fui yo el que empezó a sentirse mal, muy mal, espantosamente mal. Los celos no son un afrodisíaco; los que intercambian parejas no están realmente enamorados, pues de lo contrario las orgías terminarían en un baño de sangre. Si le confieso mis infamias es para recuperar a Lena. Ya se imaginará que le hablé mucho de usted, y sé que ella se esconde por aquí desde la noche de la dacha. ¡Si no lo hace por mí, hágalo por ella, por su familia, por su porvenir! Profesionalmente está a punto de echarlo todo a perder. ¡Mi contestador desborda de propuestas! Espero que ella no piense sacrificar su carrera por defender su honor de adolescente. Ideal quiere contratarla para doce campañas en París, la agencia Aristo se ha comprometido a tres sesiones de rodaje en agosto, a todo el pequeño círculo de la moda le tiene encandilado con su aura, su porte, su look prerrafaelita, y la condenada se esconde seguramente en Moscú, donde he perdido su rastro. ¡Hay que evitar por todos los medios que se quede en casa de Serguéi! Si usted no lo quiere hacer por mí, hágalo para salvarla a ella. Sé todo lo que ocurrirá si no la protegemos. En el mejor de los casos se convertirá en una cocainómana venal, una noctámbula que habla de shopping, una starlet que lee revistas rosas para ver si aparece en ellas, una esposa de rico impotente, una cornuda desamparada, una prostituta maníaco-depresiva con la epidermis picada, será una corrompida, vieja, vulgar. Llevará una camiseta proclamando «DON’T TELL MY BOOKER» o «FUCK ME I’M FAMOUS». Pronto el Jack Daniels le espesará las facciones. Tendrá el bolso lleno de billetes enrollados como un tubo. La boca le olerá a cenicero viejo. En el peor de los casos, el Idiota la encerrará en su fábrica de lágrimas. La leche de mujeres encintas no se vende tan bien como las lágrimas de jóvenes. ¡Y su producción es menos complicada! Sólo se puede ordeñar unos meses a las embarazadas. En cambio, basta con raptar a adolescentes en Chechenia —un telefonazo a los amigos de Kadyrov y Serguéi podrá abastecerse a su gusto en los pueblos—, atarlas en un hangar, azotarlas todo el día y recoger sus lágrimas en cubos. La nueva crema de Ideal contendrá este ingrediente revolucionario. Los amigos de Serguéi secuestran a gente en este momento, para aumentar la producción. El Idiota tiene incluso previsto lanzar «Virgin Tears» con Richard Branson, presentadas en forma de un cuentagotas con una pipeta, como Rivotril. Me lo contó todo una noche, después de un speedball. En el estado en que estaba, ni siquiera debe de acordarse de que me reveló todos sus secretos…

¿Quiere que Lena acabe así, colgada de los pies en una máquina que absorba sus sollozos? PADRE, SALVÉMOSLA JUNTOS. Estoy más o menos seguro de que ella vendrá a verle, si no lo ha hecho ya. Le aseguro que he estado a punto de convertirme en un buen tío. No creo en su Dios pero le juro que tuve fe en Lena (la palabra fe viene del latín fides, confianza). ¿Se acuerda de que la última vez me dijo que el amor es precioso? Yo le respondí: el amor es un juego. Usted me replicó que no, que el amor es un misterio frágil, un milagro, una voluntad. Yo sabía que ése era el fondo del problema, que un día u otro iba a sustituir mi búsqueda de la modelo definitiva por la del ser supremo. Un Dios que hubiera comprendido mi angustia. Un Dios para los obsesionados, los epicúreos, los depresivos, los gozadores y los cobardes. Un Dios nuevo que no sería ni el dinero ni el sexo, un Dios que encontrar, un Dios que crear, un Dios al que yo estaba harto de esperar. Sabía que la respuesta estaba en alguna parte del país más grande del mundo. Violación tras violación, pensaba buscar la más grande estrella de belleza, pero acaso buscaba al Mesías. Platón lo dice en Fedro: la sed de belleza es un deseo de Dios. Sí, esto es lo que he venido a decirle, padre: ¡Lena Doicheva quizás no sea la Santa Virgen, sino el Cristo! ¡Jesús es una mujer chechena! ¿Cómo que «lárgate»? ¿Vengo aquí a hacer un acto de penitencia y así me recompensa? Bueno, si insiste concédale por lo menos a Lena la Inmaculada Concepción: ¡la niña inocente no lleva consigo el pecado original! Vale, vale, ya sé que a ustedes los ortodoxos les tiene sin cuidado esta invención de los católicos que data de 1854, da, me voy. ¡Ay! ¡Me hace daño en el brazo, padre! Suélteme, mushchina, conozco el camino a la salida. Volveré a su parroquia, como dice Terminator. I’ll be back! ¡Aleluya, Su Excelencia! Sólo tengo que atravesar la calle Voljonka para ir a recogerme en el Museo Pushkin, donde las jovencitas de Renoir tienen más misericordia que usted. ¡Y devuélvame mi tarrina de foiegras!

Lástima que tenga que mascullar la frase más importante de esta confesión.

Lástima que usted no la oiga nunca: