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¿Cómo, mi stárchestvo? Te creo de buena gana, desde luego. Cuando la existencia de Dios te fue revelada, comprendiste que el éxtasis no necesitaba ser carnal. Desde que una mañana sentiste con fuerza que Él te amaba, crees en otras formas de orgasmo. Amén. Yo creo en Ella. Lena Doicheva sentada en un banco, con la barbilla levantada hacia el mar Báltico, bajo la blancura de la luz cenital. Si cierro los ojos huelo su perfume y podría desmayarme. Santa Lena, hija de Dios, ruega por nosotros, pobres pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. ¿Conoces esa canción de Elvis que se titula The Devil in Disguise? Hazme este favor: convócala inmediatamente. Si tú la llamas ella vendrá, estoy absolutamente seguro. Es mi única reivindicación. Que venga aquí y me iré con ella sin herir a nadie. Le explicaré que estaba demasiado enamorado para poder tocarla. Comprenderá mi pureza ante su pureza. La náyade es bendita entre todas las mujeres. Llamaremos a un coche bajo la nieve y ya nunca seré abandonado. Envejeceremos juntos en una casa lejana, a la orilla de un lago, con un gran jardín donde siempre será verano, sin que se ponga el día, nunca septiembre. Aquí todos los coches son taxis: un desconocido nos hará desaparecer entre los pueblos uraloaltaicos a cambio de algunos rublos arrugados. Me habló de Tashkent, sé que ella quiere vivir allí. Le dije que estaba de acuerdo en llevarla a cenar al restaurante Uzbekistán, siempre que no me obligara a comer plov en todas las comidas. ¡Me da igual, la seguiría hasta Chechenia! Joroshó, padre, espero aquí, pero cuidado, no apartaré el dedo de este detonador. Impídeme que lo vuele todo. Mi vida ya no tiene importancia, estoy hundido, te juro que estoy dispuesto al gran salto. Tienes cinco minutos. Spasibo, oh diácono supremo de vellosidad poblada. Tú tienes toda la culpa: no estabas obligado a darme acceso al amor eterno.